Se
sube el telón. Detrás
De
él una risa grotesca.
Unos
ojos bailan loco
girando
en sus esferas.
Se
vuelve. Llora. La dama
la
mira dura, esbelta.
-¡No!
Concédame el perdón,
se
lo imploro a su alteza-.
Ella
lo mira, con odio,
con
desdén. - ¡Por su afrenta
pagará
con el infierno
del
destierro de su tierra!-.
La
dama se marcha altiva
quedando
él solo en la escena.
Avanza
unos pasos, lentos,
deambulando
por su celda.
-Cómo
se va la alegría
desde
detrás de esta reja…
¡Maldita
vida, maldita
la
patria que me encarcela!
¡Pero
mi voz se oirá siempre,
eterna,
aunque yo muera!-.
Se
arrodilla contra el suelo.
Permanece
su cabeza
caída,
sus ojos vencidos,
su
esperanza extinta, muerta.
Llora.
Se oye su lamento.
Su
cuerpo se desespera.
Se
retuerce. Gime. Grita.
-¡No!.
No es cierto. Ya me quema
el
odio de la cruel muerte!
Me
busca. Lo sé. Me espera-.
La
dama de negro surge
por
la izquierda de la escena.
Aparece
engalanada
y
con la cara cubierta.
Va
lenta hacia el prisionero.
Poco
a poco se acerca
a
él, y él, horrorizado,
retrocede
hasta la reja.
-¡No,
vete! – grita histérico
-¡Vete,
no quiero que me veas!-.
-Ven,
acércate a mí
-
insinúa – no me temas,
baila
conmigo tu último
baile
y ve a la paz eterna-.
Temeroso,
lento, toma
la
mano de la doncella
oscura,
mira a sus ojos
y
se marchan de la escena.
Se
baja el telón. Aplausos.
El
teatro retumba y sueña.
En
su butaca el público
se
emociona y se alegra.
Aparecen
los actores.
Los
aplausos aumentan.
Saludan.
Baja el telón.
La
estancia vacía se queda.
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