En un principio
hasta la idea más pequeña puede ser muy hermosa. Un mundo de frágil cristal
donde todo es transparente. La luz viene después y lo ilumina, y es entonces
cuando se ve el esplendor del espacio observado, inmaculado en su concepto e
infinito en su posibilidad; una expansión inabordable cuyas alas de gigante le
impedirán elevarse y continuar.
En un principio hasta la idea más
pequeña puede ser muy hermosa, pero es tan pequeña la flor que no se ve. La
idea espontánea, como la flor silvestre, no ocupa al comienzo más que un
espacio casual del cual aún no conoce ni su nombre, y cuya propia existencia le
es insólita e inexplicable. Tan pequeña es la flor que no se ve que ni siquiera
ella es consciente de su pequeñez, y tal vez en este motivo radique su grandeza
presente y su posterior fatalidad. La idea, en su génesis, en su punto
original, no tiene ningún sentido, ninguna explicación; ésta, como la flor solo
adquirirá significación concreta cuando crezca, y al igual que ésta, perderá su
verdadero significado en tal hecho. La voluptuosidad consciente nunca es
inocente, siempre encierra una segunda intención de su aspecto primario, ya no
es un fin en si misma sino un medio para lograr otro objetivo diferente. En
cambio, la voluptuosidad inconsciente es la verdadera voluptuosidad, ya que tiene un sentido por sí misma sin
recurrir a otros aspectos. De la misma manera, la belleza posee estas dos
vertientes, opuestas y complementarias, que provocan la interrogante sobre si
es necesaria la presencia de un observador que le confiera la cualidad de lo
bello o ya posee dicha cualidad por su
propia existencia. Otro aspecto a resaltar es la opinabilidad sobre dicha
belleza, puesto que si no es un absoluto dogmático, la presencia del observador
se hace imprescindible, puesto que dependerá del observador percibir como bella
dicha percepción; o por el contrario enmarcarse en una perspectiva idealista
que nos predetermine la característica de la mencionada percepción.
La idea es subjetiva, no objetiva;
ello se desprende de la consecuencia lógica de su propia naturaleza, ya que la
idea surge de la mente de un individuo, y por lo tanto es absolutamente
necesaria la existencia de dicho individuo para que a su vez exista la idea.
Alguien podría decir que el individuo es solo el medio para que la idea pueda
plasmarse y que dicho individuo es el soporte que la idea necesita para su
percepción. Esta relación objeto-sujeto, sin embargo no puede ser posible, ya
que dicha idea es la consecución de un yo y sus circunstancias, y al no haber
dos individuos iguales las circunstancias modelarán un yo diferente en cada
caso.
Una vez establecido la subjetividad de
la idea, cabe incidir en los factores anteriormente mencionados que la
configuran, es decir, el yo natural, y las circunstancias vivenciales que van
modificando dicha materia primigenia de nuestra personalidad. El yo natural nos
es dado por el propio acto de nacer, es difícilmente modificable e
intrínsecamente heredado. Las circunstancias por el contrario, son adquiridas,
son conformadas por el ambiente en el que el individuo se desarrolla. La
amplitud y diversidad de las circunstancias es inmensa, yendo desde las
contextuales de una época que abarcan a toda una generación o varias, hasta las
más íntimas y personales que por su individualidad marcan de una forma
unipersonal. Así, este elenco de elementos da como resultado la imposibilidad
de que existan dos individuos iguales, y por tanto, dos formas de pensar
idénticas.
Si la experiencia modela las características personales, un
mayor número de experiencias provocará un mayor número de características,
produciendo una perspectiva más amplia de la mente y una profundización de la
inteligencia en el saber y en el comprender. Esta mayor experiencia, al ampliar
la mente, ayudará e incidirá en un mayor surgimiento de ideas tanto en su calidad como en su cantidad, es decir,
serán más y de forma más diversa. La experiencia, además, produce un efecto muy importante en cuanto a
la cualidad del conocimiento adquirido; el conocimiento experimental es un
conocimiento práctico, no teórico, donde este conocimiento de primera mano se
subjetiviza particularmente en confrontación con el conocimiento teórico que
tiende a permanecer objetivado, de lo cual se deriva que el conocimiento
práctico se sentirá como propio y el teórico como ajeno. Es este sentimiento de
propiedad lo que le confiere su verdadera dimensión a la experiencia, la
autenticidad.
Lo auténtico es lo cierto, lo
verdadero. La verdad, a su vez, es neutra, ni buena ni mala en principio, ello
solo dependerá de la perspectiva desde la que se desarrolle dicha verdad. La
verdad, entendida como la evidencia, es decir, como la seguridad de la mente
que por motivos de suficiente solidez da su asentimiento a la certeza sin lugar
a error, comprende un grado de subjetivismo. Si la verdad debe ser reconocida
por la mente, dicha mente es por tanto subjetiva por definición. Por otra
parte, si la autenticidad la da la experiencia, esta experiencia puede ser
también subjetiva. De todo ello se deriva que si las distintas subjetividades
confluyen en una sola idea, la verdad será única, pero por si el contrario
difieren habrá distintas verdades, tan ciertas una como otras, y diferentes de
las opiniones ya que éstas últimas son volubles y cambiantes y las verdades no,
puesto que se mantienen. Por lo tanto, la verdad siempre será una hipótesis
dispuesta a ser confirmada pero sin llegar a estarlo.
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