martes, 13 de mayo de 2014

el espíritu de los tiempos (39)



En un principio hasta la idea más pequeña puede ser muy hermosa. Un mundo de frágil cristal donde todo es transparente. La luz viene después y lo ilumina, y es entonces cuando se ve el esplendor del espacio observado, inmaculado en su concepto e infinito en su posibilidad; una expansión inabordable cuyas alas de gigante le impedirán elevarse y continuar.
          En un principio hasta la idea más pequeña puede ser muy hermosa, pero es tan pequeña la flor que no se ve. La idea espontánea, como la flor silvestre, no ocupa al comienzo más que un espacio casual del cual aún no conoce ni su nombre, y cuya propia existencia le es insólita e inexplicable. Tan pequeña es la flor que no se ve que ni siquiera ella es consciente de su pequeñez, y tal vez en este motivo radique su grandeza presente y su posterior fatalidad. La idea, en su génesis, en su punto original, no tiene ningún sentido, ninguna explicación; ésta, como la flor solo adquirirá significación concreta cuando crezca, y al igual que ésta, perderá su verdadero significado en tal hecho. La voluptuosidad consciente nunca es inocente, siempre encierra una segunda intención de su aspecto primario, ya no es un fin en si misma sino un medio para lograr otro objetivo diferente. En cambio, la voluptuosidad inconsciente es la verdadera voluptuosidad,  ya que tiene un sentido por sí misma sin recurrir a otros aspectos. De la misma manera, la belleza posee estas dos vertientes, opuestas y complementarias, que provocan la interrogante sobre si es necesaria la presencia de un observador que le confiera la cualidad de lo bello o ya posee  dicha cualidad por su propia existencia. Otro aspecto a resaltar es la opinabilidad sobre dicha belleza, puesto que si no es un absoluto dogmático, la presencia del observador se hace imprescindible, puesto que dependerá del observador percibir como bella dicha percepción; o por el contrario enmarcarse en una perspectiva idealista que nos predetermine la característica de la mencionada percepción.
         
          La idea es subjetiva, no objetiva; ello se desprende de la consecuencia lógica de su propia naturaleza, ya que la idea surge de la mente de un individuo, y por lo tanto es absolutamente necesaria la existencia de dicho individuo para que a su vez exista la idea. Alguien podría decir que el individuo es solo el medio para que la idea pueda plasmarse y que dicho individuo es el soporte que la idea necesita para su percepción. Esta relación objeto-sujeto, sin embargo no puede ser posible, ya que dicha idea es la consecución de un yo y sus circunstancias, y al no haber dos individuos iguales las circunstancias modelarán un yo diferente en cada caso.
          Una vez establecido la subjetividad de la idea, cabe incidir en los factores anteriormente mencionados que la configuran, es decir, el yo natural, y las circunstancias vivenciales que van modificando dicha materia primigenia de nuestra personalidad. El yo natural nos es dado por el propio acto de nacer, es difícilmente modificable e intrínsecamente heredado. Las circunstancias por el contrario, son adquiridas, son conformadas por el ambiente en el que el individuo se desarrolla. La amplitud y diversidad de las circunstancias es inmensa, yendo desde las contextuales de una época que abarcan a toda una generación o varias, hasta las más íntimas y personales que por su individualidad marcan de una forma unipersonal. Así, este elenco de elementos da como resultado la imposibilidad de que existan dos individuos iguales, y por tanto, dos formas de pensar idénticas.
          Si la experiencia  modela las características personales, un mayor número de experiencias provocará un mayor número de características, produciendo una perspectiva más amplia de la mente y una profundización de la inteligencia en el saber y en el comprender. Esta mayor experiencia, al ampliar la mente, ayudará e incidirá en un mayor surgimiento de ideas tanto en  su calidad como en su cantidad, es decir, serán más y de forma más diversa. La experiencia, además,  produce un efecto muy importante en cuanto a la cualidad del conocimiento adquirido; el conocimiento experimental es un conocimiento práctico, no teórico, donde este conocimiento de primera mano se subjetiviza particularmente en confrontación con el conocimiento teórico que tiende a permanecer objetivado, de lo cual se deriva que el conocimiento práctico se sentirá como propio y el teórico como ajeno. Es este sentimiento de propiedad lo que le confiere su verdadera dimensión a la experiencia, la autenticidad.

          Lo auténtico es lo cierto, lo verdadero. La verdad, a su vez, es neutra, ni buena ni mala en principio, ello solo dependerá de la perspectiva desde la que se desarrolle dicha verdad. La verdad, entendida como la evidencia, es decir, como la seguridad de la mente que por motivos de suficiente solidez da su asentimiento a la certeza sin lugar a error, comprende un grado de subjetivismo. Si la verdad debe ser reconocida por la mente, dicha mente es por tanto subjetiva por definición. Por otra parte, si la autenticidad la da la experiencia, esta experiencia puede ser también subjetiva. De todo ello se deriva que si las distintas subjetividades confluyen en una sola idea, la verdad será única, pero por si el contrario difieren habrá distintas verdades, tan ciertas una como otras, y diferentes de las opiniones ya que éstas últimas son volubles y cambiantes y las verdades no, puesto que se mantienen. Por lo tanto, la verdad siempre será una hipótesis dispuesta a ser confirmada pero sin llegar a estarlo.

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