viernes, 2 de mayo de 2014

poesía nº 114



Mil dioses mueren en mi interior a cada instante,
Ahogando su lamento en la nada más distante,
Más lejana, la más vana. Un millón de amantes
Fornican en mi alma, y ella se pudre, ignorante.
Esnifan pegamento e imaginan ilusiones;
En el limbo de su muerte lloran, sin pasiones
Que sentir. Lloran. Nada más. Matan las razones
De la lágrima, su lágrima infiel, en salones
Negros de de mármol blanco, pensando en los mañanas
Que no vendrán, que se fueron rápidos sin vanas
Esperanzas, verdugos de una ira, lejanas
en el tiempo y en la paz, en casas sin ventanas.
Ogros de mi esfinge son los que tejen el mar,
Me rompen, me aniquilan, destruyen mi lugar
En Dios, mi hogar en el infierno, mi amor vulgar,
Que no vale nada, acaso algo a despreciar.
Mi demonio devora el barro, roba feroz
En sus garras. Lo odio. También roba mi voz
Llevándosela lejos, muy lejos, veloz.
¡Sólo él sabe cómo lo odio! Es como la hoz
Que siega mi libertad, la engulle, cual perdida
Basura en un jardín. Vende todo. Tanto su ida
Como su venida del infierno. Luz vencida
En la rosa pide clemencia, llora, abatida.
Mil dioses mueren en mi interior a cada instante,
Ahogando su nada en el lamento más distante,
Sueñan imposibles, como yo, como un diamante
Sin pulir que extraviado en la tierra muere antes.

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