Uno de los
individuos que más me llamaba la atención era uno llamado Txamala, un tipo
grande con brazos largos y delgados bastante joven y calvo completamente. La
elocuencia era lo que lo caracterizaba, por su ausencia, y aunque en un primer
momento lo creí mudo a los pocos días le oí la voz, una voz que parecía
provenir desde una gran caverna provista de eco. Se sentaba solo, en un extremo
de la mesa, en un extremo de la gran sala, luego se levantaba y desaparecía por
la puerta.
Un día coincidimos en la mesa. Cogía
el tenedor con la derecha y el cuchillo con la izquierda.
- Está dura esta carne.
- ...
La voz flotó un momento antes de
ahogarse. Seguí comiendo pacientemente aquel filete un poco duro pero que al
fin y al cabo no estaba tan malo. Fue cortándolo poco a poco, recortándolo por
los bordes y después en tiras semejantes, troceándolo hasta reducirlo a un
sinnúmero de pequeños pedacitos.
- ¿ Por los dientes?
- ... sí - musité, observando cómo la
boca del calvo se había abierto para pronunciar el comentario.
- Nos pasa a muchos.
El contenido de su plato lo
atestiguaba así. Como a muchos, los días amontonados en la pila de la
inmundicia o la dejadez habían hecho mella en aquellos dientes tan blancos en
la infancia y tan negros y podridos en el presente. Sin embargo, los modales de
este individuo me habían llamado la atención por algo raro en estos lugares
como era su distinción, portaba una cierta elegancia seguramente adquirida hace
mucho tiempo y que no cuadraba con el ambiente que lo circundaba y que hacía de
su dueño alguien atípico. Quizás fuese eso lo que provocaba su distanciamiento
de los demás.
- Además, si la carne fuese mejor...
- ¿ Qué quieres? Mucho me parece que
nos la pongan.
Realmente tenía razón; no era habitual
este tipo de menú. Hacía mucho que no comía un trozo de carne caliente, y
aunque ésta no era de la mejor calidad podía darme por satisfecho de tenerla en
el plato. El techo era blanco, encalado, de una cal un poco gastada, y el suelo
marrón de baldosa barata, con algunas de ellas un poco rotas, como esas líneas
que se quiebran y luego desaparecen del trazo originario. Intenté acordarme del
último filete. El último filete. No lo recordaba. Filete, carne, carne, la puta
de la esquina se pelo y fría, carne caliente una mujer en su cama y yo con
ella, Xania, dos años, Xania desnuda, el último filete dos semanas después de
llegar a Ezer en un aparcamiento para camioneros.
- ¿ Tú sueles venir por aquí? - le
pregunté.
- A veces... - y su voz desapareció
dentro de su boca al ritmo del tenedor.
Decididamente no era un hombre de
muchas palabras. Le dejé comer en paz, observándolo de vez en cuando con
miradas escondidas, hasta que finalmente se levantó y con un adiós se marchó.
Yo me quedé apurando lo poco que del filete aún tenía en el plato. La gente,
alguna, al igual que Txamala, comenzaba a marcharse después de haber comido,
dejándome al final casi solitario en aquella estancia grande donde todo lo que
se veía eran mesas viejas y bancos de madera, alguno de ellos con palabras
marcadas a navajazos.
La farola había reducido a la mitad la
intensidad de la luz que emitía. La calle se quedó un poco más oscura mientras
un gato pardo cruzó solo por en medio de la acera escondiéndose después detrás
de una esquina que no se sabía muy bien que orientación cardinal tenía, puesto
que el sol nunca le daba y las estrellas no llegaban tan abajo. Debajo de un
par de mantas había un hombre y dentro de él parecía estar Isaac, dormido, el
mismo Isaac Pinkel que había conocido siempre. Parecía estar dormido, y
seguramente lo estuviese, porque sonreía. Estaría en algún sueño de esos que a
veces se tienen y que hacen sonreír mientras duermes. La calle estaba casi
abandonada a su suerte, a nadie se veía pasa (excepto al gato) y si uno cerraba
los ojos podía imaginarse esta en cualquier sitio donde la temperatura fuese la
misma y el ruido de motor lejano no impidiese sentir el leve rumor del viento
que corría entre las casas. Cerré los ojos y me imaginé la misma calle con la
misma temperatura y el mismo ruido de motor lejano, cruzando el gato la acera y
después desapareciendo por la esquina menos iluminada por la farola más
apagada, yo en un balcón. Entraba por la puerta a un salón totalmente encendido
de luz, encendido de música, y allí muchas personas bailaban y cantaban y
bebían al ritmo de la canción que sonaba entonces, un salón lleno de butacas y
sofás, muebles de madera y una gran mesa repleta de copas y botellas de
champan, una carpeta azul cerrada y unas fotos que debían ser muy viejas pero
cuyo soporte era nuevo, gente entrando y saliendo, entrando y saliendo por las
muchas puertas que se veían había en el pasillo, puertas de cristal y espejo
cuyo reflejo se cruzaba con las imágenes de la propia realidad. Miraba por la
ventana y veía al gato cruzar de nuevo, la farola bajar de intensidad y un
bulto de informe debajo de dos mantas en la acera, moverse las hojas por el
rumor del viento y encima, muy encima, el cielo esculpido de estrellas
lacerantes que a través de la fina cortina parecían adornos de la propia
habitación. y al darme la vuelta me encontraba contigo vestida de, vestida de,
vestida de, desnuda de cualquier ropaje solamente para mí acercándose con mano
temblorosa y piel cálida, tan cálida que empieza a sudar, a sudar...
- ¡Fuera, maldito cabrón! ¡
Mecagúentusmuertos! ¡Joder, que asco, mierda, joder!
- ¿Qué pasa? - preguntó Isaac
levantando la cabeza de debajo de la manta, volviendo desde donde estaba,
todavía sin poder abrir los ojos completamente - ¿ Te has vuelto loco?
- ¿Loco? No me jodas, un puto perro,
que me ha meado en la cabeza.
Isaac me miraba con la misma sonrisa
que tenía en el sueño, dejando traslucir sus dientes una expresión que no
necesitaba palabras para ser entendida.
- Vete a limpiarte la cabeza.
- ¿Dónde coño quieres que me limpie la
cabeza a estas horas?
- No sé... en una fuente, busca una.
Sentía el pelo húmedo y un hilillo de
líquido recorriendo mi cara, un olor que se metía hasta por las orejas, un olor
amarillo que recordaba a un perro.
Joder que asco. Y me levanté en busca
de un parque donde hubiese una fuente. Un gato cruzó la acera rápidamente, como
perseguido por el diablo. Miré hacia arriba, todo quieto, solo una cabeza que
detrás de una cortina blanca debía estar mirando el cielo se ocultó en la
habitación.
- ... una escalera. La necesidad que
nos proviene del exterior puede convertirse en una espiral que
indefectiblemente circunvalará al individuo formando en consecuencia un espacio
propio demandante muchas veces de elementos superfluos que sin embargo acaban
considerándose indispensables. Así también en el arte las corrientes de la moda
estructuran su fisonomía a partir de ciertos pilares que durante un tiempo
parecen inamovibles y cuanto menos imprescindibles, pero que más tarde van
volviéndose sustituibles e incluso nocivos para la expresión contemporánea.
Consecuentemente, anclarse en “lo nuevo” no es más que agarrarse al pasado por
anticipado, lo que inevitablemente es condenarse al ostracismo posterior. Por
ello, hay que buscarse dentro, explorar el espacio recóndito interior donde
poder hallar la originalidad, es decir, la vuelta al origen, al verdadero
origen que es el de la creación, hallazgo solamente posible en lo más íntimo de
cada ser.
- ¿Y qué quieres decir con eso?
- Nada, solo eso.
Dejó de acariciarme la mano por debajo
de la manta. Levanté la vista hacia los altos edificios de enfrente y después
la volví a bajar hasta el suelo. Algún coche cruzaba peregrino por la calzada.
Era la hora de comer y las calles parecían más vacías, quizás solamente visión
óptica ilusoria en una ciudad donde nunca nada estaba vacío, acaso las cabezas
de algunos. Un tipo rápido se tocó ligeramente su corbata amarilla con los
dedos, se atusó el pelo con un gesto mecánico y continuó su camino. Aquel día
había aparecido soleado, un hermoso día de primavera donde la luz caía sobre
los tejados derramándose, me levanté y comencé a andar por esa acera que ya
conocía tan bien. Al final de la calle vi a la puta de siempre ¿Dónde podría
estar si no? Ahí o arriba, y siguiendo más adelante el escaparate de juguetes,
donde el osito de peluche azul permanecía sin venderse. Doblé otra esquina y a
través del cristal miré el billar del fondo, un tapete verde viejo rasgado por
algún aprendiz inexperto me trajo a la gastada memoria de tanto utilizarla
todavía un viejo recuerdo medio oxidado donde unas bolas entraban y otras no
perfilando en la penumbra la figura recortada de dos mujeres que miraban desde un rincón algo parecido a dos extraños.
Giré, crucé, y seguí, perdiéndome en la continuación de los infinitas líneas de
las baldosas que alargaban la calle aún más lejos de la esquina de una forma
mentalmente imaginaria, hasta alcanzar la otra orilla. Acabé por llegar a una
pared llena de ladrillos viejos. Ladrillos rojos. Ladrillos verdes. Ladrillos
azules. Y muchos más. Ladrillos y colores. Cada ladrillo de un color y todos
juntos un espectro caleidoscópico. Todavía faltaba algún ladrillo por ser
pintado, pocos, todavía de un rojo ennegrecido por la suciedad que había
acabado matizándolos. Algo parecía moverse rápidamente, más concretamente, un
brazo con una mano agarrada a una brocha parecía moverse frenéticamente, casi
con miedo, sobre un par de ladrillos aún no revestidos de pintura, giró los
ojos y me miraron desde su lejanía, luego siguió a los suyo. Yo le observé unos
segundos, intentando recordar donde había visto aquellos ojos.
Me marché por donde había venido,
pensando volver al cabo de unos días para ver cómo cuadraba la obra a su
finalización. Dirigí mis pasos por cualquier otra calle. Es cierto, me gusta
caminar, y el sol casi siempre es buena compañía; prefiero la compañía de su
calor que a la de casi cualquier otro posible compañero, y aunque a veces pueda
resultar un elemento demasiado presente, suele ser una caricia para la piel y
para el ser que anida dentro. El sol anima el espíritu y lo alegra, y aunque en
principio puede parecer solo un tópico prefiero sentir las cosas con el brillo
del tecnicolor que con el mate de la penumbra.
La puta de la esquina ya no estaba,
miré de reojo donde solía estar de pie, callada y aburrida, esperando, y al no
encontrarla con la vista la eché de menos porque en la esquina la sentía un
poco mía, un poco hermana, un poco como yo y casi amante platónica en esa
lejanía son palabras de diez metros que nos separaba, eso y los mil duros que
necesitaba en el bolsillo para acariciar su pierna por debajo de la minifalda.
Aquel día me sentía bien. Era un día
igual que el anterior y probablemente igual que el siguiente, sin ningún motivo
para tener una actitud más positiva que lo normal. Era algo estúpido, pero me
sentía a gusto ¿Qué más podía pedir? Decidí dirigirme hacia el comedor de siempre, todavía podría llenar algo el
estómago que ya empezaba a hacer su llamada característica. Me extrañó sentirme
a gusto, me extrañó porque casi se me había olvidado cómo era aquello, sabía
que era un espejismo que en cualquier momento podría desaparecer y por eso
precisamente quería saborearlo mientras durase. Este hecho puede producir dos
efectos diferentes y contrapuestos; de una parte la misma percepción del hecho
y saber que es una ilusión romperla e introducirte en un estado más negativo
que el que se tenía en un principio, y por otra reforzar aún más la sensación
como quien apura la última mirada de atrás. Pero éste era un buen día y la
sensación siguió durando intesificándose. El pantalón no estaba muy sucio y la
camisa no olía mal, acerté mis pasos sobre la alfombra que pisaba y siguió
hasta el final de aquella puerta donde acababa el camino y empezaba el recinto
conocido lleno de mesas y hambrientos. Entré. Una mirada al amplio espectro de
las cabezas me bastó para comprobar que ya había poca gente, que la comida
sería del todo silenciosa. Busqué a alguien con quien hablar a gusto. Nadie.
Por lo menos nada me molestaría la tranquila manduca. ¿ Y por qué no? Bien
pensado era preferible estar solo en un
oasis que acompañado entre las dunas de la queja vida y la desilusión.
Mañana sería otro día para todos, hoy era el mío. Me acerqué a la falda verde
que estaba detrás de la gran cazuela del condumio, un verde plisado de solapada
sencillez que contrastaba con su pelo negro y liso, largo. Y si al darse la
vuelta le hubiese visto la cara algo podría haber sido diferente, y si ella no
hubiese sido ella, sino otra, yo otro como aquel calvo de la esquina de la mesa
que nada sabía acerca de mi historia no yo de ella, porque ella, la mía, se
volvía a cruzar con ella, la de la falda y pelo negro que ya no me reconocía en
su historia, la suya, fundiéndose la luz por sobrecarga en mi ilusión quedándome
a oscuras.
- ¿ Cuánto quieres?
Todo, pequeña. ¿ Cuánto voy a querer
si no tengo nada? Tus ojos, por lo menos. Porque aquella mirada tan limpia, por
ver la pared no veía la mano que tenía delante. Un gesto, un hecho
significativo, una pregunta, una señal.
- Dos, por favor.
A la otra ni la vi. Me lo llevé todo a
la mesa más lejana y más vacía que encontré, de frente a ella, mirándola como
el cazador furtivo que espera el movimiento del león para obtener su presa.
Pero por mucho que esperé el león no se movió y no recibí su zarpazo, ni una
mirada, ni esa pregunta ni mi señal. Su misma sonrisa para todos, cambiando las
palabras con su compañera mientras movía ligeramente la maldita falda que me
empezaba a hipnotizar por su significado.
Acabé y me marché tan rápido como
pude. Por la calle ya no encontré la alfombra que me había llevado hasta allí,
el oasis de mi fantasía se había esfumado en el desierto del anonimato de mi
figura porque aquella mujer no había sabido otra vez quién era yo. Y fue otra
vez, precisamente, no ella sino yo con mi vergüenza, quien me dolió en el pecho
como una astilla en el pie, esa vergüenza por ser quien era, mejor dicho, por
estar donde estaba. Era la segunda vez y ahora sabía que era ella. Tampoco
ahora le pregunté por su vida, la de ayer, la de hoy y la de mañana, solo la
miré de lejos cómo otrora desde el banco de la acera. Porque no era la Chuli
más que un reflejo de lo que yo no quería ver ni saber, no quería.
Si la originalidad era volver al
origen, allí tal vez debería volver para ser alguien nuevo, después de todo
Isaac sabía bien lo que decía, si la moda solo era un revestimiento de capas
sucesivas, así se estaba mi vida convirtiendo. no quería ser una cebolla. Si el
hallazgo solamente era posible en lo más íntimo de mi ser debía encontrar esa
voluntad que me diese fuerza para el primer paso. Si el callejón no tenía
salida tendría que intentar volver por donde había entrado a él. La puta ya
estaba de nuevo en la esquina. Creo que me miró. Creo que yo también. La media de
la pierna izquierda tenía una carrera que no tenía antes.
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