viernes, 9 de mayo de 2014

el espíritu de los tiempos (35)



Uno de los individuos que más me llamaba la atención era uno llamado Txamala, un tipo grande con brazos largos y delgados bastante joven y calvo completamente. La elocuencia era lo que lo caracterizaba, por su ausencia, y aunque en un primer momento lo creí mudo a los pocos días le oí la voz, una voz que parecía provenir desde una gran caverna provista de eco. Se sentaba solo, en un extremo de la mesa, en un extremo de la gran sala, luego se levantaba y desaparecía por la puerta.
          Un día coincidimos en la mesa. Cogía el tenedor con la derecha y el cuchillo con la izquierda.
          - Está dura esta carne.
          - ...
          La voz flotó un momento antes de ahogarse. Seguí comiendo pacientemente aquel filete un poco duro pero que al fin y al cabo no estaba tan malo. Fue cortándolo poco a poco, recortándolo por los bordes y después en tiras semejantes, troceándolo hasta reducirlo a un sinnúmero de pequeños pedacitos.
          - ¿ Por los dientes?
          - ... sí - musité, observando cómo la boca del calvo se había abierto para pronunciar el comentario.
          - Nos pasa a muchos.
          El contenido de su plato lo atestiguaba así. Como a muchos, los días amontonados en la pila de la inmundicia o la dejadez habían hecho mella en aquellos dientes tan blancos en la infancia y tan negros y podridos en el presente. Sin embargo, los modales de este individuo me habían llamado la atención por algo raro en estos lugares como era su distinción, portaba una cierta elegancia seguramente adquirida hace mucho tiempo y que no cuadraba con el ambiente que lo circundaba y que hacía de su dueño alguien atípico. Quizás fuese eso lo que provocaba su distanciamiento de los demás.
          - Además, si la carne fuese mejor...
          - ¿ Qué quieres? Mucho me parece que nos la pongan.
          Realmente tenía razón; no era habitual este tipo de menú. Hacía mucho que no comía un trozo de carne caliente, y aunque ésta no era de la mejor calidad podía darme por satisfecho de tenerla en el plato. El techo era blanco, encalado, de una cal un poco gastada, y el suelo marrón de baldosa barata, con algunas de ellas un poco rotas, como esas líneas que se quiebran y luego desaparecen del trazo originario. Intenté acordarme del último filete. El último filete. No lo recordaba. Filete, carne, carne, la puta de la esquina se pelo y fría, carne caliente una mujer en su cama y yo con ella, Xania, dos años, Xania desnuda, el último filete dos semanas después de llegar a Ezer en un aparcamiento para camioneros.
          - ¿ Tú sueles venir por aquí? - le pregunté.
          - A veces... - y su voz desapareció dentro de su boca al ritmo del tenedor.
          Decididamente no era un hombre de muchas palabras. Le dejé comer en paz, observándolo de vez en cuando con miradas escondidas, hasta que finalmente se levantó y con un adiós se marchó. Yo me quedé apurando lo poco que del filete aún tenía en el plato. La gente, alguna, al igual que Txamala, comenzaba a marcharse después de haber comido, dejándome al final casi solitario en aquella estancia grande donde todo lo que se veía eran mesas viejas y bancos de madera, alguno de ellos con palabras marcadas a navajazos.



          La farola había reducido a la mitad la intensidad de la luz que emitía. La calle se quedó un poco más oscura mientras un gato pardo cruzó solo por en medio de la acera escondiéndose después detrás de una esquina que no se sabía muy bien que orientación cardinal tenía, puesto que el sol nunca le daba y las estrellas no llegaban tan abajo. Debajo de un par de mantas había un hombre y dentro de él parecía estar Isaac, dormido, el mismo Isaac Pinkel que había conocido siempre. Parecía estar dormido, y seguramente lo estuviese, porque sonreía. Estaría en algún sueño de esos que a veces se tienen y que hacen sonreír mientras duermes. La calle estaba casi abandonada a su suerte, a nadie se veía pasa (excepto al gato) y si uno cerraba los ojos podía imaginarse esta en cualquier sitio donde la temperatura fuese la misma y el ruido de motor lejano no impidiese sentir el leve rumor del viento que corría entre las casas. Cerré los ojos y me imaginé la misma calle con la misma temperatura y el mismo ruido de motor lejano, cruzando el gato la acera y después desapareciendo por la esquina menos iluminada por la farola más apagada, yo en un balcón. Entraba por la puerta a un salón totalmente encendido de luz, encendido de música, y allí muchas personas bailaban y cantaban y bebían al ritmo de la canción que sonaba entonces, un salón lleno de butacas y sofás, muebles de madera y una gran mesa repleta de copas y botellas de champan, una carpeta azul cerrada y unas fotos que debían ser muy viejas pero cuyo soporte era nuevo, gente entrando y saliendo, entrando y saliendo por las muchas puertas que se veían había en el pasillo, puertas de cristal y espejo cuyo reflejo se cruzaba con las imágenes de la propia realidad. Miraba por la ventana y veía al gato cruzar de nuevo, la farola bajar de intensidad y un bulto de informe debajo de dos mantas en la acera, moverse las hojas por el rumor del viento y encima, muy encima, el cielo esculpido de estrellas lacerantes que a través de la fina cortina parecían adornos de la propia habitación. y al darme la vuelta me encontraba contigo vestida de, vestida de, vestida de, desnuda de cualquier ropaje solamente para mí acercándose con mano temblorosa y piel cálida, tan cálida que empieza a sudar, a sudar...
          - ¡Fuera, maldito cabrón! ¡ Mecagúentusmuertos! ¡Joder, que asco, mierda, joder!
          - ¿Qué pasa? - preguntó Isaac levantando la cabeza de debajo de la manta, volviendo desde donde estaba, todavía sin poder abrir los ojos completamente - ¿ Te has vuelto loco?
          - ¿Loco? No me jodas, un puto perro, que me ha meado en la cabeza.
          Isaac me miraba con la misma sonrisa que tenía en el sueño, dejando traslucir sus dientes una expresión que no necesitaba palabras para ser entendida.
          - Vete a limpiarte la cabeza.
          - ¿Dónde coño quieres que me limpie la cabeza a estas horas?
          - No sé... en una fuente, busca una.
          Sentía el pelo húmedo y un hilillo de líquido recorriendo mi cara, un olor que se metía hasta por las orejas, un olor amarillo que recordaba a un perro.
          Joder que asco. Y me levanté en busca de un parque donde hubiese una fuente. Un gato cruzó la acera rápidamente, como perseguido por el diablo. Miré hacia arriba, todo quieto, solo una cabeza que detrás de una cortina blanca debía estar mirando el cielo se ocultó en la habitación.


          - ... una escalera. La necesidad que nos proviene del exterior puede convertirse en una espiral que indefectiblemente circunvalará al individuo formando en consecuencia un espacio propio demandante muchas veces de elementos superfluos que sin embargo acaban considerándose indispensables. Así también en el arte las corrientes de la moda estructuran su fisonomía a partir de ciertos pilares que durante un tiempo parecen inamovibles y cuanto menos imprescindibles, pero que más tarde van volviéndose sustituibles e incluso nocivos para la expresión contemporánea. Consecuentemente, anclarse en “lo nuevo” no es más que agarrarse al pasado por anticipado, lo que inevitablemente es condenarse al ostracismo posterior. Por ello, hay que buscarse dentro, explorar el espacio recóndito interior donde poder hallar la originalidad, es decir, la vuelta al origen, al verdadero origen que es el de la creación, hallazgo solamente posible en lo más íntimo de cada ser.
          - ¿Y qué quieres decir con eso?
          - Nada, solo eso.
          Dejó de acariciarme la mano por debajo de la manta. Levanté la vista hacia los altos edificios de enfrente y después la volví a bajar hasta el suelo. Algún coche cruzaba peregrino por la calzada. Era la hora de comer y las calles parecían más vacías, quizás solamente visión óptica ilusoria en una ciudad donde nunca nada estaba vacío, acaso las cabezas de algunos. Un tipo rápido se tocó ligeramente su corbata amarilla con los dedos, se atusó el pelo con un gesto mecánico y continuó su camino. Aquel día había aparecido soleado, un hermoso día de primavera donde la luz caía sobre los tejados derramándose, me levanté y comencé a andar por esa acera que ya conocía tan bien. Al final de la calle vi a la puta de siempre ¿Dónde podría estar si no? Ahí o arriba, y siguiendo más adelante el escaparate de juguetes, donde el osito de peluche azul permanecía sin venderse. Doblé otra esquina y a través del cristal miré el billar del fondo, un tapete verde viejo rasgado por algún aprendiz inexperto me trajo a la gastada memoria de tanto utilizarla todavía un viejo recuerdo medio oxidado donde unas bolas entraban y otras no perfilando en la penumbra la figura recortada de dos mujeres que miraban  desde un rincón algo parecido a dos extraños. Giré, crucé, y seguí, perdiéndome en la continuación de los infinitas líneas de las baldosas que alargaban la calle aún más lejos de la esquina de una forma mentalmente imaginaria, hasta alcanzar la otra orilla. Acabé por llegar a una pared llena de ladrillos viejos. Ladrillos rojos. Ladrillos verdes. Ladrillos azules. Y muchos más. Ladrillos y colores. Cada ladrillo de un color y todos juntos un espectro caleidoscópico. Todavía faltaba algún ladrillo por ser pintado, pocos, todavía de un rojo ennegrecido por la suciedad que había acabado matizándolos. Algo parecía moverse rápidamente, más concretamente, un brazo con una mano agarrada a una brocha parecía moverse frenéticamente, casi con miedo, sobre un par de ladrillos aún no revestidos de pintura, giró los ojos y me miraron desde su lejanía, luego siguió a los suyo. Yo le observé unos segundos, intentando recordar donde había visto aquellos ojos.
          Me marché por donde había venido, pensando volver al cabo de unos días para ver cómo cuadraba la obra a su finalización. Dirigí mis pasos por cualquier otra calle. Es cierto, me gusta caminar, y el sol casi siempre es buena compañía; prefiero la compañía de su calor que a la de casi cualquier otro posible compañero, y aunque a veces pueda resultar un elemento demasiado presente, suele ser una caricia para la piel y para el ser que anida dentro. El sol anima el espíritu y lo alegra, y aunque en principio puede parecer solo un tópico prefiero sentir las cosas con el brillo del tecnicolor que con el mate de la penumbra.
          La puta de la esquina ya no estaba, miré de reojo donde solía estar de pie, callada y aburrida, esperando, y al no encontrarla con la vista la eché de menos porque en la esquina la sentía un poco mía, un poco hermana, un poco como yo y casi amante platónica en esa lejanía son palabras de diez metros que nos separaba, eso y los mil duros que necesitaba en el bolsillo para acariciar su pierna por debajo de la minifalda.
          Aquel día me sentía bien. Era un día igual que el anterior y probablemente igual que el siguiente, sin ningún motivo para tener una actitud más positiva que lo normal. Era algo estúpido, pero me sentía a gusto ¿Qué más podía pedir? Decidí dirigirme hacia el comedor de  siempre, todavía podría llenar algo el estómago que ya empezaba a hacer su llamada característica. Me extrañó sentirme a gusto, me extrañó porque casi se me había olvidado cómo era aquello, sabía que era un espejismo que en cualquier momento podría desaparecer y por eso precisamente quería saborearlo mientras durase. Este hecho puede producir dos efectos diferentes y contrapuestos; de una parte la misma percepción del hecho y saber que es una ilusión romperla e introducirte en un estado más negativo que el que se tenía en un principio, y por otra reforzar aún más la sensación como quien apura la última mirada de atrás. Pero éste era un buen día y la sensación siguió durando intesificándose. El pantalón no estaba muy sucio y la camisa no olía mal, acerté mis pasos sobre la alfombra que pisaba y siguió hasta el final de aquella puerta donde acababa el camino y empezaba el recinto conocido lleno de mesas y hambrientos. Entré. Una mirada al amplio espectro de las cabezas me bastó para comprobar que ya había poca gente, que la comida sería del todo silenciosa. Busqué a alguien con quien hablar a gusto. Nadie. Por lo menos nada me molestaría la tranquila manduca. ¿ Y por qué no? Bien pensado era preferible estar solo en un  oasis que acompañado entre las dunas de la queja vida y la desilusión. Mañana sería otro día para todos, hoy era el mío. Me acerqué a la falda verde que estaba detrás de la gran cazuela del condumio, un verde plisado de solapada sencillez que contrastaba con su pelo negro y liso, largo. Y si al darse la vuelta le hubiese visto la cara algo podría haber sido diferente, y si ella no hubiese sido ella, sino otra, yo otro como aquel calvo de la esquina de la mesa que nada sabía acerca de mi historia no yo de ella, porque ella, la mía, se volvía a cruzar con ella, la de la falda y pelo negro que ya no me reconocía en su historia, la suya, fundiéndose la luz por sobrecarga en mi ilusión quedándome a oscuras.
          - ¿ Cuánto quieres?
          Todo, pequeña. ¿ Cuánto voy a querer si no tengo nada? Tus ojos, por lo menos. Porque aquella mirada tan limpia, por ver la pared no veía la mano que tenía delante. Un gesto, un hecho significativo, una pregunta, una señal.
          - Dos, por favor.
          A la otra ni la vi. Me lo llevé todo a la mesa más lejana y más vacía que encontré, de frente a ella, mirándola como el cazador furtivo que espera el movimiento del león para obtener su presa. Pero por mucho que esperé el león no se movió y no recibí su zarpazo, ni una mirada, ni esa pregunta ni mi señal. Su misma sonrisa para todos, cambiando las palabras con su compañera mientras movía ligeramente la maldita falda que me empezaba a hipnotizar por su significado.
          Acabé y me marché tan rápido como pude. Por la calle ya no encontré la alfombra que me había llevado hasta allí, el oasis de mi fantasía se había esfumado en el desierto del anonimato de mi figura porque aquella mujer no había sabido otra vez quién era yo. Y fue otra vez, precisamente, no ella sino yo con mi vergüenza, quien me dolió en el pecho como una astilla en el pie, esa vergüenza por ser quien era, mejor dicho, por estar donde estaba. Era la segunda vez y ahora sabía que era ella. Tampoco ahora le pregunté por su vida, la de ayer, la de hoy y la de mañana, solo la miré de lejos cómo otrora desde el banco de la acera. Porque no era la Chuli más que un reflejo de lo que yo no quería ver ni saber, no quería.
          Si la originalidad era volver al origen, allí tal vez debería volver para ser alguien nuevo, después de todo Isaac sabía bien lo que decía, si la moda solo era un revestimiento de capas sucesivas, así se estaba mi vida convirtiendo. no quería ser una cebolla. Si el hallazgo solamente era posible en lo más íntimo de mi ser debía encontrar esa voluntad que me diese fuerza para el primer paso. Si el callejón no tenía salida tendría que intentar volver por donde había entrado a él. La puta ya estaba de nuevo en la esquina. Creo que me miró. Creo que yo también. La media de la pierna izquierda tenía una carrera que no tenía antes.

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