lunes, 12 de mayo de 2014

el espíritu de los tiempos (38)



No recuerdo muy bien la fecha, aunque sé perfectamente que era Mayo porque es un mes que me gusta mucho por su luz. El sol había salido tímido de entre las nubes, despuntando solo a veces una mirada detrás de su velo. Después se marcharon las nubes por el ligero viento quedando un cielo límpido y azul. Tampoco recuerdo muy bien lo que hice por la mañana, aunque no debió ser gran cosa. Lo que sí recuerdo bien era aquel calor que empezaba a despuntar, la sensación que recorría mi piel. La idea imperante que aún parecía dudar de su intención, su carácter de acción irrevocable. Las niñas bonitas comenzaban a enseñar sus brazos quitándose la chaqueta, sus piernas descubiertas que siempre fueron míos en mi deseo se movían al compás de una música que quería conocer. Recuerdo a María, mi Chuli preciosa tan hermosa como nunca la había visto, como nunca la volvería a ver; el desasosiego que embargó mi crédito restante dejándome a cero la reducida cuenta de mi dignidad personal conmigo mismo al volverla a mirar, al decirme en monólogo que hoy sí, que hoy le hablaría, todo convencido con la idea ( valiente estúpido) mientras no lograba articular más de dos palabras seguidas en mi mente. Recuerdo que solo conseguí pedirle la comida, con una rabia de impotencia que apenas me dejó probar bocado. ¿ Cómo romper el único recuerdo querido y vivo que permanecía cercano? No podía. Aquel día le miré tanto a los ojos que pareció no haber más lugares en el universo donde posar la mirada. Un par de veces se cruzaron, apenas un suspiro, un breve espacio de tiempo. Dicen que lo bueno breve dos veces bueno, pero yo sé que o bueno breve solo es dos veces breve. También aquel día me di cuenta. ¿ Qué es un segundo maravilloso si solo dura un segundo? ¿Solo un buen recuerdo? ¿Acaso puede ser algo más? La miré tanto y le dije tan poco. Al marcharme giré la cabeza para verla una vez más, esperando el último milagro que no se materializó más que en una sensación desafortunada. La calle me volvió a acoger con su ruido y su tumulto. Pasé por delante de una peluquería para perros con oferta del 30% por ser entresemana y estar de promoción, por una tienda donde vendían gamusinos como animal de compañía y un parque lleno de bomsays. Recuerdo que lo había pensado mucho y bien, que todo aquello podía resultar, que estar fuera del mundo viviendo dentro de él no merecía la pena, mi vida no era un juego interactivo. Había imaginado las posibles opciones, las consecuencias, la vuelta como un extranjero, como un extraño desconocido, a todo lo anterior. Había imaginado, soñado, mirar sin bajar la mirada, decir mi nombre en cualquier parte, oír  “Marcel” con orgullo como quien oye repicar las campanas de la iglesia, sentir que Dios no me había abandonado todavía. Aún poseía el mayor tesoro de todos, la juventud, el tiempo, y un futuro que tal vez podría depender de mí si sacaba baraja nueva, sin marcar, y jugar la partida de igual a igual, con libre albedrío frente al destino. Recuerdo que busqué a Isaac en el banco de siempre, en un rincón donde solía escribir, en el estanque donde solía mirar, en algunas calles conocidas, en otras desconocidas, en todos los lugares donde creí que lo podría encontrar. Quería hablar con él, verlo una vez más, tocarlo tal vez para sentir que realmente era cierta su existencia y no una pura fantasía. Tanta fue mi insistencia que al final obtuve mi recompensa. Ahí estaba, en el banco marrón de siempre.
          - ¿Cuándo has venido?
          - Hace un rato - contestó.
          - Te he estado buscando. ¿Dónde estabas?
          - Por ahí, supongo.
          Me senté a su lado. No tenía buen aspecto; estaba muy pálido, sucio, desarreglado. Su mirada no parecía estar mucho mejor. Lo comparé con aquel que había conocido en Martaux, aquel que aunque no siempre estaba contento por lo menos había tenido momentos de felicidad. Llevaba su carpeta azul debajo del brazo y al lado del otro una bolsa con algo dentro.
          - Isaac, tengo que decirte algo importante.
          Isaac levantó la mirada para verme.
          - Me voy a casa - pronuncié con cierto tono dubitativo.
          - ¿Te vas a casa? ¿Te marchas? ¿Me abandonas? - preguntó con gesto ausente y de forma casi inconsciente.
          - Vente conmigo a Mazur. No tienes nada que perder. Mírate cómo estás. Cualquier sitio es mejor que éste.
          Miró hacia delante, después se giró hacia mí.
          - Yo no tengo casa, a mi me echaron de ella. Además, a mí no me espera nadie.
          Tras un breve silencio me rasqué la oreja y un poco la nariz.
          - ¿Y aquí?
          - Por lo menos nadie me molesta. Además ¿te acuerdas por qué estamos aquí? ¿Acaso sabes qué te espera cuando llegues a casa?. Tarde o temprano te tocará, seguro.
          - Me da igual. No creo que halla nada peor que esto.
          - Por lo menos aquí estás en libertad. Piensa dónde puedes acabar.
          - Lo tengo decidido, Isaac, me voy. Quiero empezar otra vez y aquí sabes que no se puede. Si sigo así prefiero pegarme un tiro.
          - Para eso necesitas pistola y no la tienes.
          Y sonrió de tal forma que más que gracia solo daba pena, una mueca mal hecha que se perdía en una tristeza indefinida.
          Recuerdo que cuando cayó la noche todavía seguíamos en el banco. No fueron muchas las palabras que se dijeron, pocas y casi todas innecesarias. Lo importante ya estaba dicho o lo sabíamos de hace tiempo. Yo quise convencerle de algo mejor, pero él solo estaba convencido de no querer lo que yo quería. Nos quedamos callados, con la compañía recíproca por único diálogo. Supongo que él como yo estaría pensando en las cosas que vivimos juntos, en todos esos momentos compartidos, en los muertos mutuos que tanto unen, en un futuro incierto para los dos pero con mejores expectativas para uno que para otro. Le vi triste, vistiendo esa tristeza que se luce las noches de gala y cuya confección lleva mucho tiempo el fabricarla y cuya costura no desaparece fácilmente. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué sentiría?
          Recuerdo que al día siguiente me marché, el viaje duro y largo, la vuelta a casa, cruzar la misma puerta que tan bien conocía. Pero sobretodo recuerdo la última mirada de Isaac, inabarcable, despidiéndonos hasta pronto sabiendo que probablemente fuese hasta siempre; dándome su único legado, su carpeta azul que dijo ya no necesitaba porque ya no tenía nada más que decir al mundo. Quizás ya no oyera ni su propia voz. al final de todo un beso, no muy largo, que murió de repente. Creo que en aquel momento él me quería, también creo que yo lo quería, que lo estaba queriendo de verdad como nunca pude haberlo querido antes y como nunca habré recordado quererlo después.
          - Adiós Isaac.
          Y verle quedarse solo mientras miraba con aire ausente cómo aquel pequeño pájaro apenas podía volar por miedo a caerse del árbol.

No hay comentarios:

Publicar un comentario