lunes, 30 de diciembre de 2013

chiste 2

- Mama, ¿Es cierto que descendemos del mono?
-No lo sé, hijo, tu padre nunca me quiso enseñar a su familia...

el espíritu de los tiempos (4)



Era un pueblo pequeño, de unos ochocientos o mil habitantes, donde todo el mundo se conocía  y se había conocido siempre, donde nunca había pasado nada ni nunca pasaría; uno de esos pueblos donde la rutina y la tranquilidad son socias vitalicias de la partida de cartas de las tardes de los Domingos. Casas bajas y separadas con tejados rojos de teja. La carretera dejaba un poco de lado al pueblo, había que tomar un cruce que distaba cien metros del primer edificio. El edificio era una nave industrial que parecía estar medio olvidada. Fuimos allí. El camión botaba entre los baches que se marchaban debajo de las ruedas.
            Desde algún rincón surgió una mujer madura y rechoncha con un sombrero de paja sobre la cabeza, un lazo azul y sucio y un perro negro más parecido a una rata morena y grande que a un individuo de su propia especie. Paramos el camión y bajamos dirigiéndonos hacia ella.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            - ¿Qué desean?
            - Estamos buscando chatarra, somos chatarreros; hemos visto el pabellón y hemos pensado que quizás usted tendría algo que ofrecernos. De todas formas si no tiene usted nada tal vez podría indicarnos dónde podríamos encontrar por aquí.
            La mujer nos miró y asintió. Tenía chatarra. Nos hizo entrar en la nave y nos mostró un viejo motor arrinconado debajo de una manta de polvo. Nos dijo que no lo quería, que le diésemos cualquier cosa por él, que solo le quitaba sitio y que llevaba tiempo con intención de perderlo de vista. Entramos el camión y con la grúa conseguimos izarlo y dejarlo en la cama del vehículo. Nuestro primer proveedor.
            - ¿Y en algún otro sitio?
            - Sí, creo que sí. Tú sigues por esta calle y al final encontrarás un almacén. Tal vez allí tengo algo.
            - Gracias.
            Le pagamos y nos fuimos. Parecía un trabajo fácil.



            Aquellos días fueron cayéndose del calendario mudos y silenciosos, pero con la misma rapidez con que nos damos cuenta que van desapareciendo entre nuestros dedos. Días envueltos en humo y ruidos de motor, sobre todo en humo denso y gris. La chatarra no daba mucho dinero pero servía para seguir andando de un lado hacia otro, intentando encontrar el rumbo que nos llevase por el camino más corto al punto más lejano. Martaux fue haciéndose nuestra casa lentamente. En otra parte del mundo la guerra no iba tan deprisa como algunos querrían ni tan eficaz el ejército aliado como en un primer momento había parecido. La televisión seguía escupiendo detalles sobre ella mostrando imágenes que parecían más juegos por ordenador que la cara de una guerra televisada. Conocimos gente. Los días deshojados de aquellos primeros meses se morían dando tumbos, aprendiendo a fuerza de caídas por donde había que manejarse. Sin embargo fueron días tranquilos. En casa Yerkari y Serban nos dieron constancia de que Bormano, que siempre estaba fuera, los había conocido bien al decirnos que eran tipos curiosos. Un día aparecieron en casa con un banco del parque. Decían que se lo habían encontrado por ahí y que tampoco importaba mucho el haberlo traído, que había muchos iguales. Era uno de esos bancos de madera pintados de marrón cuyas patas son de hierro negras. Como no les gustaba el color decidieron pintarlo de rosa, porque era un más alegre. Y el banco se pintó de rosa. Lo pintaron en el salón, con mucho cuidado y ciertamente con gran espíritu artístico; después lo dejaron ahí, por si acaso hacía falta. tuvimos un fuerte olor a pintura durante cuatro días, pero finalmente desapareció y decidieron celebrarlo invitándonos a inaugurarlo con unas rayas de cocaína. Luego vinieron las centraminas, las cervezas y luego nos olvidamos de nosotros mismos y del banco de color rosa y del frío de fuera y del frío que teníamos dentro de nuestros corazones y de todo lo importante o superfluo que nos quedaba por recordar. Creo que aquella fue una buena noche.
            Isaac había vuelto a escribir, su sonrisa característica lo delataba. A veces se le veía sentado, incluso durante horas, en nuestra habitación o en el banco rosa del salón mirando el techo durante un momento hasta que volvía la mirada hacia el papel y entonces el bolígrafo se fundía con su mano en un todo compacto y comenzaba a correr por la hoja blanca.
            - El problema es la plasmación de la idea a través de las palabras; y más que las ideas, que al fin y al cabo están formadas por palabras, lo complicado es la plasmación de las sensaciones hetéreas, ya que éstas muchas veces, la mayor parte de las veces, no se pueden describir. Esa es la esencia de mi literatura, de la literatura que creo más importante; intentar transmitir una sensación propia a otra persona mediante las palabras. Por eso opino que la música está por encima de la literatura. La música está por encima de la verdad y de la mentira; una palabra puede no ser cierta y puede quedarse muy inexacta intentando explicar una sensación, pero la música en sí ya es una sensación virgen, puede llegar a ti y tú la captas tal como es, no existen idiomas que la definan ni que deban definirla. La música es anterior a la literatura porque es más natural, antes se escuchó a un pájaro cantar que la primera palabra. De todas formas es posible que en su esencia sea lo mismo en distintas formas. No lo sé. Me da igual. Lo importante es saber que lo que haces es importante para ti.
            Y se callaba. Yo le miraba cómo sin apenas tiempo para pasarme el porro volvía a la hoja blanca y seguía escribiendo.
            Por el banco rosa fueron pasando muchos tipos que llegaban en silencio y luego se marchaban, pero con un poco menos de dinero y un poco más de fantasía en forma de polvo blanco o de pastilla. Mientras, aquella prolongación del banco que sujetaba una pluma y un papel seguía allí, en pretérito imperfecto.
            - Un solo momento es lo que dura la pureza de la creación del arte, solo el instante en que se forma en la mente del artista. Luego se ensucia y pervierte más o menos, dependiendo de la destreza del dueño de la idea. Pero ese momento, donde nace y muere la creación para volver o repetirse una y mil veces, es la esencia verdadera y genuina del sentido artístico, y ante él nadie es más que un espectador de su propia fuerza expresiva interior que lucha por su surgimiento. ¿No lo entiendes? No depende de nosotros el arte, solo depende de nosotros su plasmación mejor o peor realizada. Aunque nosotros no quisiéramos el arte vivirá siempre mientras hubiese un sentimiento, y como bien sabes, eso no se puede controlar completamente.

viernes, 27 de diciembre de 2013

chiste 1

-¡Oye Paco, al salir del curro he atropellado un unicornio!
-¡No fastidies...! ¿Tienes curro?

jueves, 26 de diciembre de 2013

el espíritu de los tiempos (3)



Están rotas mis ataduras, pagadas mis deudas,
                                               mis puertas de par en par... ¡Me voy a todas partes!

                                                           Ellos, acurrucados en su rincón, siguen tejiendo
                                               el pálido lienzo de sus horas; o vuelven a sentarse en el
                                               polvo, a contar sus monedas. Y me llaman para que no
                                               siga.
                                                           ¡Pero ya mi espada está forjada, ya tengo puesta
                                               mi armadura, ya mi caballo se impacienta!...
                                               ¡Y yo ganaré mi reino!


                                                                                                          R. Tagore



           


- Creo que fue aquel pequeño libro y no otro el que me hizo coger un lápiz por primera vez.       
            La habitación era pequeña y la tenue luz emanada de una sola bombilla apenas dejaba traslucir los verdaderos rasgos de la cara, las sombras caían verticalmente sobre el suelo sucio de baldosas baratas. Los dos mirábamos el techo desnudo y la pequeña nube que poco a poco se iba formando. Apenas nada más en la habitación, un pequeño armario, una televisión, la vieja mesa y dos sofás estropeados.
            - A partir de ahí creo que fue. Fue un libro que me dejó uno que conocí en los billares. Le llamaban “sin patillas” un engendro de la naturaleza que parecía mitad mono, por era el tipo más feo que he visto en mi vida. Le gustaba hablar mientras jugaba las bolas. No era un tipo normal, de eso estoy seguro. El tipo este me decía que toda persona debe proyectarse hacia el exterior, y que todos, de una forma u otra lo hacen o por lo menos lo intentan. Decía que unos hacen deporte, otros juegan al billar o a las cartas, otros intentan ser buenos o malos. Da igual, es lo mismo, lo importante es la proyección hacia el exterior. Él me dijo que hacía arte. Se consideraba un artista. También me dijo que el billar era un tipo diferente de arte y por eso le gustaba. Pero el arte que más le gustaba era la escultura. Como no tenía dinero hacía las esculturas con basura; iba a los contenedores, a los vertederos y cogía lo que quería. Uno no puede imaginarse lo que la gente tira por ahí. Así que tenía  en su casa un montón de esculturas hechas de basura. Me decía que era la escultura del futuro y que la basura es algo que califica al que la tira. Uno podía encontrarse de todo. Te podrás imaginar que a mí esta conversación me pillaba muy lejos y no entendía muy bien lo que me decía. A mí eso de tener un montón de basura en casa me parecía una cerdada. Pero le daba igual, él seguía y seguía hablando. Total que al final quedamos para el día siguiente a jugar un billar y él apareció con un libro. Más que un libro era un pequeño ensayo de unas cuantas páginas. Me dijo que si quería que lo leyese, haber qué me parecía. Si te digo la verdad lo cogí por curiosidad y porque el tipo hablaba tan bien de él que pensé que debía ser muy bueno. La primera vez que lo leí no me enteré de casi nada y lo leí por cabezonería. Después, poco a poco, he ido entendiéndolo mejor. Bueno, el caso es que después de leer ese libro pensé que yo también debía proyectarme hacía el exterior o a través del arte y como me gustaba leer de vez en cuando comencé a escribir. Y ese es el principio. Esa fue la segunda y última vez que vi al “sin patillas”, porque de repente desapareció y no le pude devolver el libro. Creo que ya he respondido a tu pregunta.
            Y se calló. Le miré y le pasé el porro, del que ya quedaba bastante poco. Fuera debían ser las cinco de la tarde, era difícil saberlo, porque dentro de la habitación hacía rato que se había detenido el tiempo. Le miré un momento y pude ver cómo seguía mirando el techo. Yo hice lo mismo. Fumar en silencio. Sin miedos. Sin prisas. Es entonces cuando se puede mirar fijamente a los segundos porque éstos no se escapan, no huyen. Ver elevarse el humo libremente. Expandirse. Es entonces cuando acercas la mente a ese humo y si miras con cuidado puedes darte cuenta cómo dentro de él va un trozo de tu vida, y cómo con él se va ese trozo de tu vida. Fumarte tu tiempo, tu propio tiempo, y después verlo marchar sin decir adiós.


            Llevábamos una semana y nos dimos cuenta que hacía falta dinero, así que nos pusimos a buscar trabajo. Bormano dijo que conocía un sitio donde nos lo podían dar y fuimos allí. Nos presentó a un hombre de unos cincuenta años, canoso, y cuyos brazos peludos y fuertes daban idea del ejercicio realizado por éstos. Era chatarrero. Nos dijo que nos dejaría un pequeño camión con grúa y que nos pagaría por kilos. El dinero no parecía mucho, pero según nos explicó si se trabajaba bien se podía sacar una cantidad razonable. Bormano terminó los pequeños detalles y quedamos para el día siguiente. Según pudimos entender, el chatarrero necesitaba para una temporada un par de individuos que le consiguiesen chatarra ya que por algún motivo él no podía hacerse cargo de esa tarea. Nos estrechamos las manos y nos fuimos. Bormano conocía al chatarrero de su estancia anterior en Martaux. Por lo visto hasta había conseguido una cierta relación de amistad. Realmente era un trabajo desconocido para nosotros y con él no íbamos a sacar excesivo provecho, pero necesitábamos el dinero y nos podría sacar del apuro temporalmente; lo que sacaba Bormano pasando era bastante poco y nosotros aún no conocíamos a casi nadie. Por otra parte la prensa anunciaba la recesión en la que se encontraba el país, y debía ser cierto, porque el trabajo escaseaba cada vez más y no era cuestión de desperdiciar ningún empleo, eso solo era privilegio de unos pocos.

La ofensiva había sido rápida y eficaz.
            - Los van a machacar.
            - Eso dicen porque les interesa; no estés tan seguro - le respondió Yerkari.
            En la habitación que llamábamos sala de estar, tal vez porque en ella estaba la televisión, estábamos los cinco mirándola. En ella estaban dando un programa especial sobre la guerra, daba igual la cadena, prácticamente en todas estaban dando programas especiales sobre la guerra, así que tampoco tenía mucho sentido hacer zapping. La ofensiva tan esperada ya había sido lazada y la estaban televisando en directo. Los aviones de combate despegaban y desaparecían. Fuera de las ventanas había pocas nubes y mucho frío. Yerkari y Serban continuaban hablando, y Pinkel miraba fijamente, callado, cómo los aviones seguían despegando y desapareciendo dentro de la pantalla. Eran realmente rápidos. Pinkel apenas pestañeaba y parecía que la vida se le fuese a escapar en cada uno de esos despegues. Prensé el porro que estaba haciendo y lo encendí. Le di la primera calada, se encendió ligeramente la punta del papel y tiré el humo. Una vez más pude ver cómo se elevaba y luego se expandía. Le di unos toques más y luego se lo di a Pinkel.
            - Toma Isaac.
            - Gracias - y después de mirarme volvió a los aviones.
            Serban ya no hablaba de la guerra, estaba discutiendo con Yerkari sobre los yogures naturales. Serban decía que a él le gustaban con bastante azúcar.
            - Eso no es así. Los yogures naturales se tienen que comer sin azúcar, por eso son naturales.
            - ¿Y los azucarados? ¿Qué me dices de los yogures naturales azucarados? Porque si son azucarados será por algo.
            Yerkari se quedó pensativo y por un momento pareció dudar de la respuesta.
            - Bah, eso es para vender más, porque en el fondo no se les debe echar, y si no fíjate que a los otros no les echas azúcar.
            - Los otros ya la tienen.
            Y con razonamientos semejantes continuó la discusión. Mientras tanto Pinkel se había ido fumando el porro y observaba a los otros dos. Les ofreció y no quisieron, luego dijo:
            - A mí no me gustan los yogures naturales, ni con azúcar ni sin azúcar - después se levantó y diciendo hasta mañana se marchó.
            Los dos se quedaron mirándole extrañados, llevaban más de media hora en la habitación y apenas se habían dado cuenta de la presencia de Pinkel, ni siquiera cuando éste les había ofrecido. Encogido y escondido dentro del sofá solo parecía una parte más del decorado. Yerkari miró el reloj y dijo que se marchaba a la cama. Serban también se levantó y los dos desaparecieron pro la puerta de madera barata. Dentro de la habitación solo quedamos yo y los aviones, que seguían despegando detrás de la hermosa cara de la presentadora. Busqué el librillo de los papeles y cogí uno. Acaricié la piedra de hachís, cada vez más pequeña, y comencé a quemarla una vez más. Miré fuera. Fuera debía hacer bastante frío. Pensé en los aviones y en las gentes, sobretodo en los que morirían dentro de poco debajo de las bombas. También pensé en los demás que ya habían muerto en sus propias casas. aquí hacía algo de frío, las ventanas no cerraban bien del todo y el pequeño fantasma del invierno se colaba dentro del corazón de los solitarios y de los que no tienen manta. Pensé en el pequeño rincón del recuerdo de mi pasado, lleno de jirones y esparadrapos y hasta creí que estaba tan lejos como esos aviones. Luego encendí el porro, aspiré hondo y como siempre me quedé observando el humo al huir de mis labios.



            La chatarrería era más grande de lo que parecía en un primer momento. En el plano celeste un sol sonriente alumbraba la mañana. Hacía frío, pero poco a poco iba disminuyendo paulatinamente y se prometía un día claro y despejado. Se veían montones de hierros viejos y máquinas medio oxidadas, en un amasijo informe que recordaba a un basurero pero solo de metal. Se respiraba un ambiente pesado y desamparado. Llamamos a la puerta de la casa, pequeña y vieja, compuesta solamente por dos habitaciones que hacían la función de oficina y retrete. Apareció el chatarrero. Se llamaba Obnob. Nos dijo que fuésemos por los polígonos industriales y los pueblos de la zona, que por allí encontraríamos chatarra. También nos dijo que nos había dado el empleo por amistad con Bormano y que él respondía de nosotros, que no debíamos dejarlo en mal lugar. Nos mostró el camión. Era un camión viejo, de diez o doce toneladas, cuya pintura descascarillada mostraba la crudeza de su edad. Nos explicó el funcionamiento de la grúa, nos dio las llaves y se marchó.
            Como no conocíamos las carreteras cogimos la primera que vimos, la que iba a la costa. Yo conducía; había aprendido en Mazur a conducir camiones. Además, éste no era grande y era manejable. Isaac miraba más allá de lo que podía estar viendo. Dentro no hacía calor, el paso de los años había dejado las puertas y ventanas tullidas. Sin calefacción. Sin radio. Sin embargo el sol seguía en su lugar, sonriendo encima del mar. Nos deseaba suerte y nosotros lo sabíamos.
            En el tiempo que llevábamos en Martaux había ido conociendo algo a Isaac, podía vislumbrar parte de los secretos que escondía detrás de la puerta de sus ojos y sus gestos, que se escapaban por los resquicios inherméticos que su alma entrañaba.
            Señaló algo.
            - ¿Ves? ¿Ves aquello?
            - ¿El qué? ¿Eso?
            - Sí, eso.
            - ¿Y qué?
            - ¿No te das cuenta? Son esos los pequeños detalles que hacen grande la vida. Detalles como esos son los importantes. ¿Y tú me preguntas que tiene de especial? Son los detalles lo que conforma la historia, la gran historia que hacer mover al mundo. Los detalles, la unión de un sinfín de casualidades que convergen para fundirse en un acto único, como un solo cuerpo compuesto por infinidad de células.
            En los ojos vestía el brillo de las grandes ocasiones mientras sin dejar de señalar parecía querer proyectarse a través de su brazo, su mano y su dedo hacia aquel nimio detalle de las gaviotas volando cerca de los acantilados.
            - ¿No te das cuenta? Unas simples gaviotas volando, eso es lo grandioso de la vida, verlas pasar y alejarse como se aleja el viento hacia cualquier parte, buscando un nuevo sitio, una nueva impresión, querer volar más alto y más lejos, conocerlo todo. ¿No te das cuenta? Si no te das cuenta de los pequeños detalles como ese, es que no te das cuenta de nada.
            Miré a las gaviotas, cómo se marchaban. Parecían estar muy lejos. La carretera llena de curvas serpenteaba bordeando la costa resquebrajada por la furia del mar y parecía enroscarse sobre sí misma. Al otro lado los últimos alientos de las montañas murmuraban por dejar constancia de su presencia. Isaac sacó una bolsita. Dentro había hierba.
            - ¿Te vas a liar uno ahora? - le pregunté.
            - ¿Y por que no?
            Y tan pronto como acabó de hablar ya estaba pegando el papel con la punta de la lengua. Buscó el mechero dentro del bolsillo del pantalón, lo sacó, lo miró, sonrió y rasgando la piedra lo encendió.
            - ¿Qué te parece? No está mal - dijo mostrándome el mechero - es precioso.
            - Sí, no está nada mal, es bonito.
            Era una de las pocas cosas que había traído dentro de su pequeña maleta de cuero barato y gastado. Lo demás solo era ropa de poca importancia. Por lo que había podido adivinar, era lo único que había rescatado de su pasado para tenerlo cerca, nunca se separaba de su pequeño mechero plateado que llevaba la inicial de su nombre inscrita en el centro.
            - ¿Cómo lo conseguiste?
            Me miró un momento y aspiró el humo.
            - Es una larga historia. Algún día te la contaré.
            Y se calló. Miró por última vez el mar que estábamos dejando a un lado y giró la vista al frente.

martes, 24 de diciembre de 2013

el espíritu de los tiempos (2)



Sentía caer el agua tibia por mi cabeza, casi pretendiendo esconderse dentro de mi cerebro. Sus dedos, enjabonados, se introducían entre mi pelo lentamente. Imaginé que me podía amar. Cerré los ojos y la vi a mi lado, con sus dedos entre mi pelo y sus labios en los míos, con sus ojos en los míos. Imaginé que me podía amar, que me quería.
            - ¿Está fría?
            - ¿Eh?
            - El agua, si esta fría.
            - No, está bien.
            Podía sentir su piel, su sonrisa. Cuando escarbo dentro puedo llegar muy lejos, y sobretodo muy hondo, casi hasta el otro lado. No había agua sino sábanas y de fondo jazz en lugar de ruido de secadores.
            - Ya está, ahora siéntate ahí que ahora viene y te corta el pelo.
            Le hice caso. Mientras se marchaba la miré a través del espejo, era una de esas chicas preciosas cuya sonrisa no muere nunca, que te lava el pelo y luego desaparece detrás de su bata blanca. Fuera había dejado de llover y hasta parecía que podría salir el sol, todavía no era el mediodía y en la peluquería la gente creía parar el tiempo. Tenía sueño y pese a todo las bolas seguían chocándose entre sí dentro mi cabeza, las bolas que nunca conseguía que chocasen como quería más que en mi propia imaginación. La noche anterior había sido larga, una de esas noches donde los segundos, los minutos y las horas no hacen sino evadirse de la realidad. Recordaba cómo al final solo habíamos quedado los cuatro; los cuatro y el del bar, hasta que dijo que cerraba y nos perdimos en la noche. Pero antes, en la mesa del tapete verde, habíamos jugado durante horas los cuatro; Josean “el Sibelius”, con su risa de perro famélico y sus rizos, Bormano “dos narices”, Isaac Pinkel y yo. El humo había acabado por tomar asiento junto a la lámpara y nosotros, debajo, habíamos estado fabricando hasta acabar todo el material. “Dos narices” sostenía que la ciencia no tenía límite, que el progreso, como tal progreso, no se detendría  y que en teoría nada era imposible y limitado. Josean sostenía lo contrario, que todo puede tener límite, que solo es cuestión de encontrarlo. Mientras, Pinkel miraba las bolas y decía, sí, sí, sí y se agachaba y les daba, con los ojos brillantes, acariciando el palo largo y marrón. Luego levantaba la cabeza y decía que el progreso podría tener o no tener límite, que a él le daba igual, pero que había cosas que siempre tendrían límite y otras no, que todo era como el billar, solo era cuestión de saber jugar las bolas. Yo no hablaba, solo fumaba y de vez en cuando jugaba. Luego vino el del bar y nos echó.
            La chica preciosa de la sonrisa perenne había vuelto a decirle algo al peluquero. Me miraba sonriente y luego se marchaba, como si tuviese miedo de que raptase su sonrisa y la guardase para mí.
            Había sido una noche fría, donde las estrellas allá arriba y el hielo aquí abajo podrían habernos rotos los huesos; se decía que existía una crisis mundial y que el paro iba en aumento, pero nosotros solo sabíamos que las calles estaban muertas y nosotros éramos los últimos supervivientes de la era del bricolage. Me gustaría pensar que esta noche teníamos rumbo, pero era de sobra conocido por todos que no era cierto; las calles sabían demasiado bien nuestros pobres nombres desgastados. “Dos narices” quiso subirse a un árbol, decía que en sus tiempos había sido el mejor trepador de todo el barrio y que incluso una vez había bajado a un gato de uno de ellos, de lo cual estaba muy orgulloso, pero esta vez solo consiguió subir dos metros y caerse de espaldas. Luego se levantó lentamente y para quitarle importancia dijo que era debido al frío, que el tronco del árbol estaba helado.
            El peluquero me dijo que el precio y yo se lo di. Gracias y hasta la vista. Fuera el sol había escondido su timidez y lucía inquieto. La gente circulaba rápida, a pie, en coche, en autobús, en penumbra. Mazur era la ciudad de la circulación agitada.
            La noche que le conocí Pinkel me dijo que lo importante no era ser rubio o moreno, sino saber peinarse. Yo le contesté que era una pena no tener más material y que yo nunca me peinaba, que para peinarse primero era necesario tener pelo y que había muchos calvos. Él solo asintió intentando desaparecer dentro de su abrigo, aquel que tanto le gustaba y parecía una manta. Lo peor de las noches frías es que le hacen a uno más pequeño, andar bajo las estrellas a finales de noviembre solo sirve para encoger y apretar el paso, sobretodo en Mazur, sobretodo si el destino es a ninguna parte, entonces no hay prisa. Luego decidimos irnos cada uno a su casa.
            Era una de esas temporadas donde no había curro y el trapicheo se hacía más necesario que nunca; ciertamente no me gustaba la idea pero “Sibelius” me iba a pasar dos buenos ladrillos, uno de ellos fiado, que podría colocar fácilmente y así poder seguir tirando para adelante. El barrio se estaba pequeño y las caras demasiado conocidas. Últimamente habían hecho un par de redadas, pequeñas, es verdad, pero la gente tenía levantadas las orejas y en el aire se respiraba la tensión de la desconfianza. Mucha gente había dejado de pasar; así que ahora era más fácil, pero más arriesgado. En casa decían que buscase trabajo, hacía dos meses que había acabado el último y el tema no era fácil. Decían que no buscaba, pero no era cierto, buscaba solo que no el tipo de trabajo que ellos querían. Sin embargo no eran tiempos de exigencias caras. Bormano apareció un día después de un par de semanas de ausencia y me dijo que nos fuésemos a otra parte, que conocía un par de sitios donde las noches eran más cálidas y las mañanas más tranquilas. Hay veces en la vida de toda persona donde observa cómo todo se mueve circularmente y se da cuenta cómo la esfera que se va formando tiende redes que propenden a unirse unas con otras, de tal manera que lo que en un comienzo solo era un hilo puede terminar por convertirse en una tela o en todo un vestido. Bormano me dijo que conocía unos tipos que nos podrían dar casa, así que no lo pensé mucho. Coloqué la mercancía en un par de días o tres y en casa dije que tenía trabajo en otra parte, que me iba una temporada y ya escribiría; luego hice el equipaje y me fui sin decir dónde iba. tampoco me lo preguntaron.



            Recuerdo que me encontré en el asiento delantero de aquel viejo coche amarillo de segunda mano con Bormano al volante. Recuerdo que Pinkel se escurrió por el asiento de atrás para leer nuevas páginas de su camino hacia cualquier parte, dijo que quizás allí encontrase lo que estaba buscando, que no sabía que era exactamente pero que lo sabría cuando lo tuviese delante. De las ventanas de nuestro Mazur nadie salió a prestarnos sus lágrimas para el viaje y solo el viento y la fría mañana, más gélida por estar más olvidada, levantaron su mano en señal de despedida. Bormano buscó en la radio alguna hermosa canción de carretera pero solo encontró el viejo blues de una guitarra desgarrada. Dentro el olor de la sucia tapicería pronto se adueñó de nosotros, hasta que con el tiempo fuimos acostumbrándonos.
            - Allí donde vamos la luz es más clara y el sol más fuerte - decía Bormano encendiéndose un cigarrillo - Conozco un par de individuos que nos dejarán dormir en su casa. Son un par de amigos que encontré allí cuando estuve una temporada.
            Detrás Pinkel, el elemento que había visto aquella noche en la mesa de billar, liaba un porro de marihuana con la misma suavidad con la que acariciaba aquel largo palo marrón antes de jugar las bolas. Mientras, miraba las últimas casa de la ciudad que dejábamos atrás. Delante se extendía un ancho valle por donde se escondía la carretera. Rasgó la piedra del mechero y el intenso olor del porro inundó el coche.
            - No juegas mal al billar.
            - Bah, solo me defiendo, es un juego que me gusta.
            - Sí, pero aquella noche no había nadie que te ganase.
            - Fue solo una buena noche, reconozco que pude tener algo de suerte. No siempre gano, hay noches que es mejor que no hubiese tocado una bola. Son esas noches donde las malditas bolas parecen que tienen vida y deciden sus propias trayectorias, ya sabes, y entonces da igual cómo le des que sabes que no van a entrar en ningún agujero.
            Mientras hablaba le miré por el retrovisor. Podía ver el brillo de aquel tipo mal afeitado, cómo nacía el humo desde el porro perfectamente liado que sujetaba con sus labios, como si esa marihuana dentro del papel de arroz hubiese estado ahí desde la creación del mundo y ya formase parte de su cuerpo. El humo se expandía lentamente hasta llegar a la ventanilla abierta por donde se perdía para correr libre.
            - Hey, Beep, toma - me dijo alargando el brazo ofreciéndome el porro - Tu nombre era Marcel, ¿No?
            - Sí, lo que pasa es que la mayoría me llaman Beep, de Beeper, que es mi apellido - respondí cogiéndole el porro dándole un par de buenas caladas - Buena María, me gusta.
            - Marcel Beeper, Beep me gusta, no sé por qué pero me gusta, parece nombre de alguien importante.
            - Gracias, pero solamente es el mío y no soy alguien muy importante por ahora, creo.
            En realidad ninguno de los tres éramos muy importantes, ni por nadie ni para nadie; poco dejábamos atrás y poco nos importaba. Éramos impresos de quiniela en busca de la combinación correcta y lo sabíamos demasiado bien, en el rumbo de los neumáticos estaba nuestro futuro y nos daba igual la dirección porque en todas ellas podíamos encontrar lo mismo.
            - Si no te importa te llamo Marcel, Beep me suena a marca publicitaria, a pantalones vaqueros.
            - Me da igual, todos soy yo - y reí.
            Le pasé la pava a Bormano, que parecía estar muy lejos, probablemente cerca de la guitarra que tocaba el blues. Me miró por un momento y sonrió antes de volver la mirada a la línea gris. Nadie sabía exactamente quién fue el primero que le había llamado dos narices pero todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que quien lo hizo lo conocía bien. Era un individuo que uno los prefiere de su parte y no de la contraria, sobretodo en determinados momentos conflictivos. Aspiró el humo y lo expulsó lentamente, sin prisa. El pedal, pisado hasta el fondo, hacía que nos lanzásemos a más de ciento sesenta mientras escuchábamos la tos del motor forzado. Debajo de nuestros asientos podíamos sentir el rechinar del esqueleto sin aliento del coche igual que sentíamos el azote del aire en nuestra cara. Pinkel comentó que le venía bien un cambio de aires, desde hacía algún tiempo la ciudad olía a rancio y los momentos se habían gastado.
            - De hecho hace tiempo que hay poco que rascar. Salir de ese cubo de basura es lo mejor que podíamos haber hecho, no debemos perder el tiempo ahí, podemos tener algo mejor en cualquier parte.
            Y ciertamente su equipaje así lo atestiguaba; apenas cuatro o cinco camisas y otros tantos pantalones conformaban la mayor parte de éste, otro par de botas y la media docena de calzoncillos blanco comprados en rebajas. Debajo de todo, su carpeta llena de papeles escritos con letra casi ininteligible y su pequeño estuche con dos o tres bolígrafos dentro.
            - Además, un poco de calor nos vendrá bien, nos  aireará un poco las ideas y hasta puede que haya más inspiración.
            Bormano sonreía, dominar al viento gastando las ruedas producía en él ese extraño gesto que a veces resulta la sonrisa.
            - Haber si es cierto. Últimamente solo escribes tonterías - dijo Bormano mirándole a través del espejo.
            - Esa es tu opinión.
            Bormano me miró y apretó más fuerte el acelerador. Alrededor nuestro solo la música del viejo blues y las montañas mudas.