Sea como sea,
lo cierto es que a veces, visto el vuelo después del aterrizaje, nos da miedo,
sin más motivo que el que pudo haber existido en el momento de la acción.
Volver la vista atrás no es lo mismo que volver la mirada, de hecho me ha
pasado olvidarme la forma de algunos objetos entre la penumbra del tiempo
cuando al intentar distinguirlos solo alcancé a adivinar su silueta de manera
vaga. Y es que ciertamente la atención es un modo de ver, o de mirar, mucho más
detallista, y por tanto específico. He vuelto la vista atrás, que no la mirada,
para volver a hacer un recorrido rápido a través de dos puntos distantes entre
sí, y esta vez me he detenido un poco más para observar el camino trazado. He
llegado a la conclusión de que no ha sido una recta. Tampoco lo pretendí nunca,
nunca tuve prisa por llegar a un lugar que podía ser otro y que no conocía. Por
ello, pensándolo bien, creo que quizás sí que fue una recta, porque es el
camino más corto que he conocido y probablemente el único que podía recorrer.
Así que tampoco me rompo mucho la cabeza. El caso es que al volver a oír el
susurro de aquel peregrinaje me doy cuenta que algo surgió en un determinado
momento y que aún perdura dentro de mí, aunque solo sea en forma de postal
naturalista.
Algo cambió. A partir de ese día el
albergue se hizo cita obligada a unos pies cansados de llevar siempre las
mismas zapatillas viejas. Su imagen se hizo omnipresente. No siempre la veía,
muchos días ella no aparecía a nuestro compromiso firmado de manera unilateral,
y entonces la sensación se postergaba otras veinticuatro horas por lo menos,
porque podían ser 48 o 72, solo que se volvía un poco más aguda cada vez. Los
rasgos se volvieron más dulces, más suaves, más hermosos. La belleza de lo
platónico como inalcanzable, tangible solo a la idea, me inundó el pensamiento.
El punto culminante en el cruce de miradas al servir la sopa o el plato de
arroz, buscando ese roce nimio de nuestros dedos, nuestras manos, al intercambiar
el sustento, tan pequeño que si no existía mi imaginación se encargaba de
crearlo. Después la misma mirada de presa acechante a la espera de que un
milagro ( al final solo quedaba la posibilidad del milagro) diese con la
respuesta a mi desventura interior. Día tras día, el pedestal fue haciéndose un
poquito más alto y un poquito más blanco, construido con paciencia a base de
ensoñación. Me imaginaba diálogos interminables donde todas mis preguntas
tenían sus respuestas, donde las dudas ya no eran tales. Y ahí ella me rozaba
la mano, no por casualidad sino por cariño, y me reconocía. Sobretodo me
reconocía y me aceptaba por quien era, como si en un espacio neutro fuéramos
los dos cuerpos desnudos sin más vestimenta que nosotros mismos en nuestra
única esencia. Los días que ella estaba apenas hablaba con los demás, algo con
Txamala ( compañía agradable si lo que esperaba era solo compañía, sin muchas
palabras) cruzando escasas palabras, pero sinceras, dejándome llevar casi
siempre por la vista.
Isaac se volvió intermitente. Algunas
veces le intentaba convencer de que viniese conmigo, que comiese dos platos
seguidos de una comida caliente, que buscase algo más allá de sus propias
palabras abstractas y circunvalantes. Isaac se volvió transparente. Se quedó más
delgado, más pálido, de un color desagradable. Pero se volvió transparente
porque ya no le quedaba nada ópaco que ocultase lo de dentro de lo de fuera, de
tal modo que su cerebro se percibía a través de su cuerpo, en un lenguaje no
verbal que no podía enmascarar el pensamiento más recóndito. Sus ojos eran dos
pozos donde ya apenas salía agua. Y desde ellos me solía mirar, paulatinamente
menos, pretendiendo ver en mí lo que ya no veía en él, a saber qué sería eso,
dejando caer sobre la pierna coja su mano hábil, cómo si con esa caricia
pudiese volver a correr, que bien sabía él que el antes ya no era posible,
maldiciendo todavía al chino que le había hecho aquello, o todo, daba igual.
Sus besos ya no eran míos porque yo ya no los necesitaba para nada, como
tampoco lo necesitaba a él, o tal vez todavía sí, él era el nexo que me unía a
un territorio que había habitado en un tiempo que ahora indefinido parecía poco
menos que irreal y donde la moneda había mostrado su cara. Sus caricias eran
frías quizás porque su mano había perdido todo su calor para el contacto
humano, tanto ajeno como propio, que ahora solo sentía la lluvia cuando caía en
forma de granizo. Y por ser el nexo palpable con los rizos de mi Xania, de
Xania, a saber que sería de su vida allá lejos con la peluquería todavía si
todavía la tenía, no lo abandonaba, el pensamiento de otra reencarnado en él
era bastante argumento.
- Sé lo que piensas.
- ¿ Y qué pienso?
Y qué más daba que lo supiese, ni él
ni yo lo diríamos por miedo.
- ¿ No vienes?
- ¿ Para qué?
- No sé... para no verte siempre así.
- Lo siento, soy así.
- Antes no eras así.
- Antes... no ahora.
¿ Para qué insistir más sobre el tema?
Mejor dejarle con su bolígrafo y su papel. Yo prefería tener algo en el
estómago y el corazón.
- ¿ Cuántos?
- Dos, por favor.
Y de nuevo mirarla desde lejos como
repartía la manduca. ¿ En qué estaría pensando cuándo perdía la vista a través
de las baldosas?
Estaban reformando la ciudad, en
distintos puntos de la ciudad se veían caer y levantar edificios de tal manera
que en pocos meses varias fachadas cambiaron de color y tamaño. A las afueras
también estaban construyendo. Sin embargo, aquí era diferente. Casas sin
fachada engullían un campo que antes verde ahora gris hacían más enorme una ya
de por sí enorme masa de cemento y ladrillo. Eso era lo que había oído alguna
vez por ahí, porque según me dictaba la memoria debía hacer mucho tiempo que no
salía de Ezer ni de las cuatro calles por las que había acabado moviéndome. La
puta seguía trabajando, a veces, y otras solo enseñaba la media por debajo de
una minifalda que apenas cambiaba de tela, solo de textura, el discurrir de los
días y el camino recorrido gastaba al mismo buzo continuamente arrugado y
pretendidamente alisado por una mano cansada de hacer el mismo movimiento.
Me miré las zapatillas y habían
cambiado, ya no eran de color azul, ahora eran marrones. Llevaba una temporada
lloviendo y las calles tomaban una pequeña capa gris formada en la mezcolanza
de polvo y humo. Como por arte de magia Isaac tenía una botella llena de un
licor transparente y extraño. De mano en mano la botella se veía disminuir por
momentos. Fuera del portal veíamos caer la lluvia; no hacía frío, pero la
humedad del ambiente penetraba un poco en los huesos. Por suerte, aquella
botella ayudaba a pasar el rato más agradablemente.
-... chino lo mato. Nos vendió el hijo
puta. No sé por qué lo pudo hacer, algo tendría que tener con la policía.
- No le des más vueltas. Todo aquello
ya pasó.
- Sí, pero si no hubiese pasado eso
todavía podríamos estar ahí, y no aquí comiendo mierda.
- No le eches toda la culpa. Algo
también tuvimos que hacer para llegar aquí. El chino solo colaboró para que
llegásemos antes.
Me miró.
- No me mires así y pásame la botella.
Nadie nos mandó meternos en todo eso. Acuérdate que podíamos haber seguido con
la chatarra y nada de esto hubiese sucedido.
- ¿Y cómo le hubiésemos dicho a
Bormano que no? ¿Acaso teníamos opción para decir lo contrario? Sabes tan bien
como yo que no podíamos decirle que no. Además, bien te gustaba a ti también la
buena vida, no dar un palo al agua y vivir como Dios.
Para que negar lo evidente. Tenía
razón. Pero visto todo desde este momento cualquier otra situación parecía más
positiva. Ver la lluvia desde un portal no era uno de los sueños que había
tenido, sobre todo si no podía cruzar la puerta que nos cerraba el paso hacia
dentro.
- ¿Qué estás escribiendo?
- Cosas...
- Estas siempre escribiendo y nunca me
dices de qué. Antes por lo menos me leías algo. No es que me gustase mucho, ya
lo sabes, pero había cosas entretenidas.
- Ese no es tu problema - respondió
dejando caer la mirada sobre la rueda trasera del coche rojo que atravesaba la
calzada, llevándose la vista con él.
- ¿ Sabes una cosa? Estoy empezando a
hartarme de ti. Estoy aquí y lo único que haces es darme por culo. Eso no, que
más te gustaría. Solo sabes hacerte el mártir y echarle la culpa a todos menos
a tu jodida persona. Te crees Dios en el retrete y no tienes valor para tirar
de la cadena.
Me levanté y me marché, quedándose con
la botella y la carpeta. Había empezado a llover más fuerte y lo único que
quería era dejar a ese tipo lo más lejos posible. Realmente ya me estaba
cansando, yo estaba con él porque no quería verlo así y lo que recibía a cambio
era ingratitud por su parte. Me daba igual que me leyese o me dejase de leer
todo aquello, pero lo que me sacaba de quicio era que nunca me diese nada, a
mí, que lo había soportado durante todo aquel tiempo solo por el mero hecho de
que lo consideraba mi amigo. Pero ya también tenía un límite, vaya si lo tenía,
y cuando llegaba a él ( cosa complicada por otra parte) me era muy fácil cruzar
la frontera y no mirar atrás. La calle me era tan propia y ajena al mismo
tiempo que solo el reflejo en los escaparates me recordaba que seguía estando
allí, caminando apresurado hacia delante medio borracho sin dirección alguna
aún prefijada, porque lo importante es ese momento no era el dónde sino el
cómo, y para eso solo bastaba con poner en marcha los pies rápidos, ya se
pensaría más tarde lo otro. Dibujé la cara de Lio Lin en la memoria, su mano al
mover las fichas de ajedrez, el peón, el alfil, el rey, y su cara antes de ver
a Yerkari en el suelo. No. No era él el culpable de nuestra desgracia, muchas
horas pensando en ello me decían que él solo era una pieza más de este puzzle
enrevesado que nos habíamos puesto a destrozar, como si la fuente de todas mis
desgracias fueran obra del maldito chino, a saber qué sería de ese pobre
desgraciado. Quizás después de todo no le fuera tan mal por ahí y nosotros solo
estábamos pagando parte de su libertad a cambio de la nuestra. Después de todo
ahora eso era lo menos importante, lo importante ahora era encontrar la
solución a la duda que me albergaba. El suelo comenzaba a acumular charcos de
una manera informe aquí y allá cobrando las baldosas en algunas partes un
brillo extraño por efecto de la luz. Parecía bastar un solo momento para que
todo aquello desapareciese de repente.
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