sábado, 10 de mayo de 2014

el espíritu de los tiempos (36)



Sea como sea, lo cierto es que a veces, visto el vuelo después del aterrizaje, nos da miedo, sin más motivo que el que pudo haber existido en el momento de la acción. Volver la vista atrás no es lo mismo que volver la mirada, de hecho me ha pasado olvidarme la forma de algunos objetos entre la penumbra del tiempo cuando al intentar distinguirlos solo alcancé a adivinar su silueta de manera vaga. Y es que ciertamente la atención es un modo de ver, o de mirar, mucho más detallista, y por tanto específico. He vuelto la vista atrás, que no la mirada, para volver a hacer un recorrido rápido a través de dos puntos distantes entre sí, y esta vez me he detenido un poco más para observar el camino trazado. He llegado a la conclusión de que no ha sido una recta. Tampoco lo pretendí nunca, nunca tuve prisa por llegar a un lugar que podía ser otro y que no conocía. Por ello, pensándolo bien, creo que quizás sí que fue una recta, porque es el camino más corto que he conocido y probablemente el único que podía recorrer. Así que tampoco me rompo mucho la cabeza. El caso es que al volver a oír el susurro de aquel peregrinaje me doy cuenta que algo surgió en un determinado momento y que aún perdura dentro de mí, aunque solo sea en forma de postal naturalista.
          Algo cambió. A partir de ese día el albergue se hizo cita obligada a unos pies cansados de llevar siempre las mismas zapatillas viejas. Su imagen se hizo omnipresente. No siempre la veía, muchos días ella no aparecía a nuestro compromiso firmado de manera unilateral, y entonces la sensación se postergaba otras veinticuatro horas por lo menos, porque podían ser 48 o 72, solo que se volvía un poco más aguda cada vez. Los rasgos se volvieron más dulces, más suaves, más hermosos. La belleza de lo platónico como inalcanzable, tangible solo a la idea, me inundó el pensamiento. El punto culminante en el cruce de miradas al servir la sopa o el plato de arroz, buscando ese roce nimio de nuestros dedos, nuestras manos, al intercambiar el sustento, tan pequeño que si no existía mi imaginación se encargaba de crearlo. Después la misma mirada de presa acechante a la espera de que un milagro ( al final solo quedaba la posibilidad del milagro) diese con la respuesta a mi desventura interior. Día tras día, el pedestal fue haciéndose un poquito más alto y un poquito más blanco, construido con paciencia a base de ensoñación. Me imaginaba diálogos interminables donde todas mis preguntas tenían sus respuestas, donde las dudas ya no eran tales. Y ahí ella me rozaba la mano, no por casualidad sino por cariño, y me reconocía. Sobretodo me reconocía y me aceptaba por quien era, como si en un espacio neutro fuéramos los dos cuerpos desnudos sin más vestimenta que nosotros mismos en nuestra única esencia. Los días que ella estaba apenas hablaba con los demás, algo con Txamala ( compañía agradable si lo que esperaba era solo compañía, sin muchas palabras) cruzando escasas palabras, pero sinceras, dejándome llevar casi siempre por la vista.
          Isaac se volvió intermitente. Algunas veces le intentaba convencer de que viniese conmigo, que comiese dos platos seguidos de una comida caliente, que buscase algo más allá de sus propias palabras abstractas y circunvalantes. Isaac se volvió transparente. Se quedó más delgado, más pálido, de un color desagradable. Pero se volvió transparente porque ya no le quedaba nada ópaco que ocultase lo de dentro de lo de fuera, de tal modo que su cerebro se percibía a través de su cuerpo, en un lenguaje no verbal que no podía enmascarar el pensamiento más recóndito. Sus ojos eran dos pozos donde ya apenas salía agua. Y desde ellos me solía mirar, paulatinamente menos, pretendiendo ver en mí lo que ya no veía en él, a saber qué sería eso, dejando caer sobre la pierna coja su mano hábil, cómo si con esa caricia pudiese volver a correr, que bien sabía él que el antes ya no era posible, maldiciendo todavía al chino que le había hecho aquello, o todo, daba igual. Sus besos ya no eran míos porque yo ya no los necesitaba para nada, como tampoco lo necesitaba a él, o tal vez todavía sí, él era el nexo que me unía a un territorio que había habitado en un tiempo que ahora indefinido parecía poco menos que irreal y donde la moneda había mostrado su cara. Sus caricias eran frías quizás porque su mano había perdido todo su calor para el contacto humano, tanto ajeno como propio, que ahora solo sentía la lluvia cuando caía en forma de granizo. Y por ser el nexo palpable con los rizos de mi Xania, de Xania, a saber que sería de su vida allá lejos con la peluquería todavía si todavía la tenía, no lo abandonaba, el pensamiento de otra reencarnado en él era bastante argumento.
          - Sé lo que piensas.
          - ¿ Y qué pienso?
          Y qué más daba que lo supiese, ni él ni yo lo diríamos por miedo.
          - ¿ No vienes?
          - ¿ Para qué?
          - No sé... para no verte siempre así.
          - Lo siento, soy así.
          - Antes no eras así.
          - Antes... no ahora.
          ¿ Para qué insistir más sobre el tema? Mejor dejarle con su bolígrafo y su papel. Yo prefería tener algo en el estómago y el corazón.
          - ¿ Cuántos?
          - Dos, por favor.
          Y de nuevo mirarla desde lejos como repartía la manduca. ¿ En qué estaría pensando cuándo perdía la vista a través de las baldosas?
         


          Estaban reformando la ciudad, en distintos puntos de la ciudad se veían caer y levantar edificios de tal manera que en pocos meses varias fachadas cambiaron de color y tamaño. A las afueras también estaban construyendo. Sin embargo, aquí era diferente. Casas sin fachada engullían un campo que antes verde ahora gris hacían más enorme una ya de por sí enorme masa de cemento y ladrillo. Eso era lo que había oído alguna vez por ahí, porque según me dictaba la memoria debía hacer mucho tiempo que no salía de Ezer ni de las cuatro calles por las que había acabado moviéndome. La puta seguía trabajando, a veces, y otras solo enseñaba la media por debajo de una minifalda que apenas cambiaba de tela, solo de textura, el discurrir de los días y el camino recorrido gastaba al mismo buzo continuamente arrugado y pretendidamente alisado por una mano cansada de hacer el mismo movimiento.
          Me miré las zapatillas y habían cambiado, ya no eran de color azul, ahora eran marrones. Llevaba una temporada lloviendo y las calles tomaban una pequeña capa gris formada en la mezcolanza de polvo y humo. Como por arte de magia Isaac tenía una botella llena de un licor transparente y extraño. De mano en mano la botella se veía disminuir por momentos. Fuera del portal veíamos caer la lluvia; no hacía frío, pero la humedad del ambiente penetraba un poco en los huesos. Por suerte, aquella botella ayudaba a pasar el rato más agradablemente.
          -... chino lo mato. Nos vendió el hijo puta. No sé por qué lo pudo hacer, algo tendría que tener con la policía.
          - No le des más vueltas. Todo aquello ya pasó.       
          - Sí, pero si no hubiese pasado eso todavía podríamos estar ahí, y no aquí comiendo mierda.
          - No le eches toda la culpa. Algo también tuvimos que hacer para llegar aquí. El chino solo colaboró para que llegásemos antes.
          Me miró.
          - No me mires así y pásame la botella. Nadie nos mandó meternos en todo eso. Acuérdate que podíamos haber seguido con la chatarra y nada de esto hubiese sucedido.
          - ¿Y cómo le hubiésemos dicho a Bormano que no? ¿Acaso teníamos opción para decir lo contrario? Sabes tan bien como yo que no podíamos decirle que no. Además, bien te gustaba a ti también la buena vida, no dar un palo al agua y vivir como Dios.
          Para que negar lo evidente. Tenía razón. Pero visto todo desde este momento cualquier otra situación parecía más positiva. Ver la lluvia desde un portal no era uno de los sueños que había tenido, sobre todo si no podía cruzar la puerta que nos cerraba el paso hacia dentro.
          - ¿Qué estás escribiendo?
          - Cosas...
          - Estas siempre escribiendo y nunca me dices de qué. Antes por lo menos me leías algo. No es que me gustase mucho, ya lo sabes, pero había cosas entretenidas.
          - Ese no es tu problema - respondió dejando caer la mirada sobre la rueda trasera del coche rojo que atravesaba la calzada, llevándose la vista con él.
          - ¿ Sabes una cosa? Estoy empezando a hartarme de ti. Estoy aquí y lo único que haces es darme por culo. Eso no, que más te gustaría. Solo sabes hacerte el mártir y echarle la culpa a todos menos a tu jodida persona. Te crees Dios en el retrete y no tienes valor para tirar de la cadena.
          Me levanté y me marché, quedándose con la botella y la carpeta. Había empezado a llover más fuerte y lo único que quería era dejar a ese tipo lo más lejos posible. Realmente ya me estaba cansando, yo estaba con él porque no quería verlo así y lo que recibía a cambio era ingratitud por su parte. Me daba igual que me leyese o me dejase de leer todo aquello, pero lo que me sacaba de quicio era que nunca me diese nada, a mí, que lo había soportado durante todo aquel tiempo solo por el mero hecho de que lo consideraba mi amigo. Pero ya también tenía un límite, vaya si lo tenía, y cuando llegaba a él ( cosa complicada por otra parte) me era muy fácil cruzar la frontera y no mirar atrás. La calle me era tan propia y ajena al mismo tiempo que solo el reflejo en los escaparates me recordaba que seguía estando allí, caminando apresurado hacia delante medio borracho sin dirección alguna aún prefijada, porque lo importante es ese momento no era el dónde sino el cómo, y para eso solo bastaba con poner en marcha los pies rápidos, ya se pensaría más tarde lo otro. Dibujé la cara de Lio Lin en la memoria, su mano al mover las fichas de ajedrez, el peón, el alfil, el rey, y su cara antes de ver a Yerkari en el suelo. No. No era él el culpable de nuestra desgracia, muchas horas pensando en ello me decían que él solo era una pieza más de este puzzle enrevesado que nos habíamos puesto a destrozar, como si la fuente de todas mis desgracias fueran obra del maldito chino, a saber qué sería de ese pobre desgraciado. Quizás después de todo no le fuera tan mal por ahí y nosotros solo estábamos pagando parte de su libertad a cambio de la nuestra. Después de todo ahora eso era lo menos importante, lo importante ahora era encontrar la solución a la duda que me albergaba. El suelo comenzaba a acumular charcos de una manera informe aquí y allá cobrando las baldosas en algunas partes un brillo extraño por efecto de la luz. Parecía bastar un solo momento para que todo aquello desapareciese de repente.



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