lunes, 31 de marzo de 2014

citas celebres (46)


No desees y serás el hombre más rico del mundo.
Miguel de Cervantes (1547-1616) Escritor español.

Yo amo, tú amas, el ama, nosotros amamos, vosotros amáis, ellos aman. Ojalá no fuese conjugación sino realidad.
Mario Benedetti (1920-2009) Escritor y poeta uruguayo.

Cuando dirijo, hago de padre; cuando escribo, hago de hombre; cuando actúo, hago el idiota.
Jerry Lewis (1926-?) Actor cómico estadounidense.

La fantasía nunca arrastra a la locura; lo que arrastra a la locura es precisamente la razón. Los poetas no se vuelven locos, pero sí los jugadores de ajedrez.
Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) Escritor británico.

Las heridas que te causa quien te quiere, son preferibles a los besos engañadores de quien te odia.
Salomón (970 AC-931 AC) Rey de Israel

poesía nº 101


Bebo por beber
y tanto alcohol ingiero
que en mis venas solo tengo
gotas de ese extraño poder.
Alcohol que engrandece
mis delirios soñadores
de dioses y grandes señores
que mi persona no merece.
Bebo hasta reventar,
compañera siempre ella
durmiendo a la vera de la botella
creo empezarla a amar.
Sueños de una droga,
ilusión vana,
despierto al alba del mañana
cuando la muerte por su intento aboga,
intento sutil en forma de bebida insana
que en su interior hilvana


con seda a mi cuello una soga.
 

chistes (22)



Están dos trabajando y le dice uno al otro:
-Oye, Paco ponte un café, ¿no?
Y el otro:
 - No, déjalo que me espabilo.


Un cura está dando misa y va a empezar su sermón:
-Hermanos, hoy vamos a hablar de la mentira y de los mentirosos.
¿Cuántos de vosotros recordáis lo que dice el capítulo 32 de San Lucas?
Todo el mundo levanta la mano y entonces el cura continúa:
-Bueno, pues a eso me refiero. El evangelio de San Lucas solo tiene 24 capítulos.

En esto que están dos amigos vascos que se encuentran y, al ver que el otro andaba como si estuviera escocido, le pregunta:
- Oye Patxi, ¿por qué andas así de raro?
- Joder, pues porque me han intentado violar.
- ¡No me jodas! ¿Y qué has hecho?
- ¡Pues que voy a hacer! ¡Apretar el culo y llevármelo para la comisaria!

El espíritu de los tiempos (1º)



Todos saben que jamás murmuré una
oración. Todos saben también que jamás traté
de disimular mis  defectos. Ignoro  si existen
una  Justicia y  una  Misericordia. Si  las hay,
estoy en paz, porque siempre fui sincero.

Omar Khayyam





 

- Soy Isaac, Isaac Pinkel.
            Corría el final de la década y las bolas de billar se deslizaban suavemente, pero con fuerza, sobre el tapete verde de la mesa de seis bandas. El taco besaba la bola blanca mientras el palo corría por la mano. Fuera los días también corrían por el final del otoño y el frío sonreía lascivo. Debajo de la lámpara las miradas observaban las trayectorias y se imaginaban las suyas propias. Nos presentaron y apenas me miró, el billar le absorbía lo suficiente como para aislarse completamente de todo lo ajeno a él. Acariciaba el palo con su mano derecha mientras estudiaba la disposición de las bolas. Volvió a acariciar el palo, lo cogió firmemente, como si fuese una prolongación de su brazo, se agachó, tanteó dos veces la trayectoria y de un movimiento exacto vio cómo la bola blanca comenzaba a jugar con las demás lamiéndolas. Finalmente la bolas seis marchó sumisa y se perdió por el agujero de la esquina. Se irguió, despacio, y los demás pudieron ver cómo le brillaban los ojos. Mientras, seguía acariciando el palo. Aunque nadie lo sabía, a él le gustaba compararlo con una polla perfecta; por eso le gustaba el billar, por eso y por el ruido que hacían las bolas cuando chocaban entre sí antes de morirse dentro de un agujero en una jugada perfectamente ejecutada. Para él podía ser tan importante una jugada bien hecha como un polvo bien echado. La disposición de las bolas, la estrategia a seguir, la ejecución bien realizada. En su fuero más interno comparaba el billar con el sexo.
            - No juega mal.
            - No, sabe de que va el juego - me respondió el que tenía al lado, un tipo extraño de tirantes rojos que llevaba sandalias.
            Me habían hablado de Isaac hacía mucho tiempo, pero hasta aquel día no lo había visto. Me lo había imaginado más alto, más fuerte.


            Sentía caer el agua tibia por mi cabeza, casi pretendiendo esconderse dentro de mi cerebro. Sus dedos, enjabonados, se introducían entre mi pelo lentamente. Imaginé que me podía amar. Cerré los ojos y la vi a mi lado, con sus dedos entre mi pelo y sus labios en los míos, con sus ojos en los míos. Imaginé que me podía amar, que me quería.
            - ¿Está fría?
            - ¿Eh?
            - El agua, si esta fría.
            - No, está bien.
            Podía sentir su piel, su sonrisa. Cuando escarbo dentro puedo llegar muy lejos, y sobretodo muy hondo, casi hasta el otro lado. No había agua sino sábanas y de fondo jazz en lugar de ruido de secadores.
            - Ya está, ahora siéntate ahí que ahora viene y te corta el pelo.
            Le hice caso. Mientras se marchaba la miré a través del espejo, era una de esas chicas preciosas cuya sonrisa no muere nunca, que te lava el pelo y luego desaparece detrás de su bata blanca. Fuera había dejado de llover y hasta parecía que podría salir el sol, todavía no era el mediodía y en la peluquería la gente creía parar el tiempo. Tenía sueño y pese a todo las bolas seguían chocándose entre sí dentro mi cabeza, las bolas que nunca conseguía que chocasen como quería más que en mi propia imaginación. La noche anterior había sido larga, una de esas noches donde los segundos, los minutos y las horas no hacen sino evadirse de la realidad. Recordaba cómo al final solo habíamos quedado los cuatro; los cuatro y el del bar, hasta que dijo que cerraba y nos perdimos en la noche. Pero antes, en la mesa del tapete verde, habíamos jugado durante horas los cuatro; Josean “el Sibelius”, con su risa de perro famélico y sus rizos, Bormano “dos narices”, Isaac Pinkel y yo. El humo había acabado por tomar asiento junto a la lámpara y nosotros, debajo, habíamos estado fabricando hasta acabar todo el material. “Dos narices” sostenía que la ciencia no tenía límite, que el progreso, como tal progreso, no se detendría  y que en teoría nada era imposible y limitado. Josean sostenía lo contrario, que todo puede tener límite, que solo es cuestión de encontrarlo. Mientras, Pinkel miraba las bolas y decía, sí, sí, sí y se agachaba y les daba, con los ojos brillantes, acariciando el palo largo y marrón. Luego levantaba la cabeza y decía que el progreso podría tener o no tener límite, que a él le daba igual, pero que había cosas que siempre tendrían límite y otras no, que todo era como el billar, solo era cuestión de saber jugar las bolas. Yo no hablaba, solo fumaba y de vez en cuando jugaba. Luego vino el del bar y nos echó.
            La chica preciosa de la sonrisa perenne había vuelto a decirle algo al peluquero. Me miraba sonriente y luego se marchaba, como si tuviese miedo de que raptase su sonrisa y la guardase para mí.
            Había sido una noche fría, donde las estrellas allá arriba y el hielo aquí abajo podrían habernos rotos los huesos; se decía que existía una crisis mundial y que el paro iba en aumento, pero nosotros solo sabíamos que las calles estaban muertas y nosotros éramos los últimos supervivientes de la era del bricolage. Me gustaría pensar que esta noche teníamos rumbo, pero era de sobra conocido por todos que no era cierto; las calles sabían demasiado bien nuestros pobres nombres desgastados. “Dos narices” quiso subirse a un árbol, decía que en sus tiempos había sido el mejor trepador de todo el barrio y que incluso una vez había bajado a un gato de uno de ellos, de lo cual estaba muy orgulloso, pero esta vez solo consiguió subir dos metros y caerse de espaldas. Luego se levantó lentamente y para quitarle importancia dijo que era debido al frío, que el tronco del árbol estaba helado.
            El peluquero me dijo que el precio y yo se lo di. Gracias y hasta la vista. Fuera el sol había escondido su timidez y lucía inquieto. La gente circulaba rápida, a pie, en coche, en autobús, en penumbra. Mazur era la ciudad de la circulación agitada.
            La noche que le conocí Pinkel me dijo que lo importante no era ser rubio o moreno, sino saber peinarse. Yo le contesté que era una pena no tener más material y que yo nunca me peinaba, que para peinarse primero era necesario tener pelo y que había muchos calvos. Él solo asintió intentando desaparecer dentro de su abrigo, aquel que tanto le gustaba y parecía una manta. Lo peor de las noches frías es que le hacen a uno más pequeño, andar bajo las estrellas a finales de noviembre solo sirve para encoger y apretar el paso, sobretodo en Mazur, sobretodo si el destino es a ninguna parte, entonces no hay prisa. Luego decidimos irnos cada uno a su casa.
            Era una de esas temporadas donde no había curro y el trapicheo se hacía más necesario que nunca; ciertamente no me gustaba la idea pero “Sibelius” me iba a pasar dos buenos ladrillos, uno de ellos fiado, que podría colocar fácilmente y así poder seguir tirando para adelante. El barrio se estaba pequeño y las caras demasiado conocidas. Últimamente habían hecho un par de redadas, pequeñas, es verdad, pero la gente tenía levantadas las orejas y en el aire se respiraba la tensión de la desconfianza. Mucha gente había dejado de pasar; así que ahora era más fácil, pero más arriesgado. En casa decían que buscase trabajo, hacía dos meses que había acabado el último y el tema no era fácil. Decían que no buscaba, pero no era cierto, buscaba solo que no el tipo de trabajo que ellos querían. Sin embargo no eran tiempos de exigencias caras. Bormano apareció un día después de un par de semanas de ausencia y me dijo que nos fuésemos a otra parte, que conocía un par de sitios donde las noches eran más cálidas y las mañanas más tranquilas. Hay veces en la vida de toda persona donde observa cómo todo se mueve circularmente y se da cuenta cómo la esfera que se va formando tiende redes que propenden a unirse unas con otras, de tal manera que lo que en un comienzo solo era un hilo puede terminar por convertirse en una tela o en todo un vestido. Bormano me dijo que conocía unos tipos que nos podrían dar casa, así que no lo pensé mucho. Coloqué la mercancía en un par de días o tres y en casa dije que tenía trabajo en otra parte, que me iba una temporada y ya escribiría; luego hice el equipaje y me fui sin decir dónde iba. tampoco me lo preguntaron.

citas célebres (45)



Si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo.
Albert Camus (1913-1960) Escritor francés.

Cuando alguien dice estar de acuerdo, en principio, en hacer algo, quiere decir que no tiene la menor intención de hacerlo.
Otto von Bismark (1815-1898) Político alemán.

La perfección es muerte; la imperfección es el arte.
Manuel Vicent (1936-?) Escritor español.

A diferencia de la vejez, que siempre está de más, lo característico de la juventud es que siempre está de moda.
Fernando Savater (1947-?) Filósofo español.

Nadie puede llegar a la cima armado sólo de talento. Dios da el talento; el trabajo transforma el talento en genio.
Anna Pavlova (1881-1931) Bailarina rusa. La más célebre de su época.