El perro se
acercaba al árbol, giraba alrededor de él, lo olisqueaba, y luego se marchaba a
otro. Parecía que aquel día ningún árbol era del agrado del perro. El dueño lo
observaba desde la acera, una distancia que variaba entre diez y quince metros,
dependiendo del árbol que centrase la atención de su perro y lo que él se
moviese. Yo observaba a los dos, y fijándose uno más detenidamente podía darse
cuenta cómo era el perro quien dirigía al dueño. Finalmente, el animal se
acercó al árbol más próximo a la acera y meó; el perro se decidió por uno un
poco más alejado y los dos se marcharon. Por la zona no se vislumbraba ningún
otro ser, a excepción de Isaac, que junto a mí permanecía tan inmutable como
yo, sentados los dos en un banco un poco apartado no decíamos nada. Por la
calle se acercaron dos mujeres jóvenes andando rápido y en silencio, marchaban
enfundadas en sus chaquetones marrones. una pareció desviar la mirada del suelo
para alzarla al cielo por un momento, luego la devolvió a su lugar originario y
se marcharon tan rápido como habían venido.
- Esta noche no se ve a nadie.
- Hace frío - musité.
De hecho era verdad, hacía bastante
frío pese a ser ya casi primavera, pero el tiempo tan voluble de una ciudad
como ésta producía situaciones de este tipo. Todavía tuvieron que pasar unos
minutos para volver a retomar la conversación iniciada anteriormente.
- Cuéntame algo - me murmuró Isaac con
voz trémula.
- ¿ Y qué quieres que te cuente? -
pregunté con gesto resignado.
- Algo... me da igual, lo que quieras.
Pensé algo, pero no se me ocurría
nada.
- No sé... no se me ocurre nada.
El edificio más cercano tenía cuatro,
cinco, seis, siete, ocho, ocho pisos. Estaba fabricado con ladrillos de no muy
buena calidad, de un color pardusco que no se llagaba a acertar completamente
debido a la poca luz que lo iluminaba. Algunas ventanas estaban iluminadas,
pero como estábamos en el banco sentados el ángulo de visión solo nos mostraba
el techo de las habitaciones más bajas, de las demás solo llegaba la luz y las
cortinas. El césped estaba recién cortado, pareciendo de esta forma una
alfombra verde que lo cubriese todo, como el pipermín sobre la leche lo cual me
recordaba a la absenta, el sabor fuerte y carrasposo en la garganta viendo a la
gente, masa informe de cabezas y piernas, moverse al ritmo de timbales y guitarras.
Sonaba a cadena. Se alzó un poco de viento que nos hizo apretarnos más en
nuestras ropas. Hurgué en la bolsa que teníamos en medio de los dos y cogí un
trozo de pastel de bizcocho un poco duro.
- ¿ Quieres? - le ofrecí a Isaac.
- No, gracias.
Debía ser casi medianoche, dentro de
poco sonaría el reloj que todas las noches se oía en este parque pequeño
proveniente no se sabe de donde, pero que debía ser cerca, porque solo se oía
en esta zona, y aunque no muy fuerte el sonido se escuchaba nítido y brillante
como el golpe seco de un cuchillo contra una copa de cristal. Las hojas de los
árboles se movían ligeramente, con su breve compás todas a una. Al poco tiempo
se oyó el reloj, despacio, lento, sin prisas, y después el sonido se marchó.
Miré a Isaac, él me miró a mí, luego los dos al frente. El recuerdo de la noche
anterior me vino a la memoria, igual que ésta, volvería a ser una noche en la
que no pasaría nada.
En los últimos días había reflexionado
bastante sobre mi estancia en el hospital y sobre todo sobre lo que me había
dicho la asistenta social acerca de los sitios donde ir, de forma que
finalmente había acabado por aparecer por esos comedores donde sirven comida,
así por lo menos ahora tenía una comida al día medianamente aceptable. Isaac a veces me acompañaba,
aunque raramente, decía que no quería deberle nada a nadie de esta sociedad que
tan mal le había tratado. Allá él. El comedor era bastante grande; unas cuantas
mesas alargadas y unos banco, todo ello acoplado a unas paredes de ladrillo rojo.
La gente que solía aparecer por allí solía hablar poco; siempre la misma
cantinela sobre la perra vida y la mala comida que hacía la cocinera, la calle
y el albergue. Pese a ello esto era mucho más de lo que muchos de nosotros
podíamos tener. Volví a retomar la consistencia del contacto humano, muchas
veces frío, casi siempre escaso, pero al fin y al cabo contacto, algo casi
olvidado ( a excepción de la estancia en el hospital) al lado de Isaac porque
poco a poco el contacto, o lo humano, había empezado a perder el sentido de las
propias palabras distorsionándose hacia lo grotesco. Mirar a personas que te
miran sin desviar los ojos hacia otra parte, tratar de tú a tú a la persona sin
presentir la extraña sensación que lo embarga, que lo invade por ser uno mismo
quien lo produce al encontrarse delante. Empezó a ser una pequeña costumbre,
era preferible una comida caliente que un orgullo mal enfocado; además, el
estómago no conoce de sentimientos abstractos. A veces, de vez en cuando, me
acercaba pro uno de esos sitios donde uno se podía duchar. También conseguí un
poco de ropa.
En definitiva, intenté mejorar un poco
la calidad de una vida tan depauperada como la mía; la reflexión que había
tenido últimamente sobre la situación a la que había llegado me había hecho
volver una y otra vez sobre mi pasado, el más cercano y el más lejano, para
acabar alcanzando el punto actual; volví a recordar el motivo por el cual
estábamos en la calle considerando si no sería mejor volverlo a intentar,
pretender salir del pozo y comenzar de nuevo.
- La dualidad que ciertos individuos
esgrimen en su opinión provoca en determinados momentos contradicciones que por
su propia definición se enfrentan entre ellas.
Y a mí qué me importaba semejante
razonamiento, a mí no me servía de nada tamañas perfilaciones abstractas de un
pensamiento que no iba a llegar a ninguna parte porque se iba a quedar
durmiendo en el cartón que había en el rincón de la calle sin salida. Isaac
seguía escribiendo en las hojas que encontraba y luego las guardaba en su
carpeta azul, el único objeto que parecía unido al mundo que lo rodeaba. Hacía
mucho tiempo que no quemaba nada de lo que escribía, algo extraño en él.
También empecé a frecuentar menos al
más fiel de todos mis compañeros, al pequeño genio de la botella que tantas
penas me había hecho olvidar por un rato hundiéndome en su lago de alcohol.
Decididamente estaba dando un pequeño giro a la situación, quería mejorar, daba
igual el aspecto porque eran todos. De esta forma y casi como sin querer, los
instantes que pasaba junto a Isaac se volvieron más distantes, más escasos.
Intentaba convencerlo de que viniese conmigo, que la dejadez no era buena amiga
de viaje; sin embargo sabía de sobra que pretender hacer cambiar su opinión no
era sino querer matar un elefante haciéndole cosquillas detrás de las orejas,
por lo que la distancia se hizo patente de una forma más notoria, ya no solo la
distancia de pensamiento, de sentimiento, de actitud, sino la distancia física,
esa que se ve aunque uno intente ocultarlo detrás de cualquier pretexto mal
inventado.
Con el paso de los días observé cómo
los que frecuentábamos este tipo de lugares solíamos ser los mismos, los
rostros iban poco a poco siendo clasificados por la vista y retenidos,
observando con más detenimiento se veían grupos de personas que tendían a
juntarse y que habitualmente comían juntos. Yo también me rodeé de unos pocos
individuos, sentándonos a la mesa a comer mientras las conversaciones brotaban,
al principio escuetas, escasas y que con el paso del tiempo fueron volviéndose
más fluidas y más largas. Pese a todo, existía algo muy confuso, una vaga
sensación que me impedía desprenderme de Isaac por completo; tal vez fuese el
camino recorrido el uno junto al otro, su propia personalidad, su luz cada vez
más apagada, algo que no me dejaba liberarme de él. Así que muchas veces, a
decir verdad casi siempre, volvía a él y en él me refugiaba para encontrar la
unión con una parte de mi vida que tanto había apreciado.
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