jueves, 8 de mayo de 2014

el espíritu de los tiempos (34)



El perro se acercaba al árbol, giraba alrededor de él, lo olisqueaba, y luego se marchaba a otro. Parecía que aquel día ningún árbol era del agrado del perro. El dueño lo observaba desde la acera, una distancia que variaba entre diez y quince metros, dependiendo del árbol que centrase la atención de su perro y lo que él se moviese. Yo observaba a los dos, y fijándose uno más detenidamente podía darse cuenta cómo era el perro quien dirigía al dueño. Finalmente, el animal se acercó al árbol más próximo a la acera y meó; el perro se decidió por uno un poco más alejado y los dos se marcharon. Por la zona no se vislumbraba ningún otro ser, a excepción de Isaac, que junto a mí permanecía tan inmutable como yo, sentados los dos en un banco un poco apartado no decíamos nada. Por la calle se acercaron dos mujeres jóvenes andando rápido y en silencio, marchaban enfundadas en sus chaquetones marrones. una pareció desviar la mirada del suelo para alzarla al cielo por un momento, luego la devolvió a su lugar originario y se marcharon tan rápido como habían venido.
          - Esta noche no se ve a nadie.
          - Hace frío - musité.
          De hecho era verdad, hacía bastante frío pese a ser ya casi primavera, pero el tiempo tan voluble de una ciudad como ésta producía situaciones de este tipo. Todavía tuvieron que pasar unos minutos para volver a retomar la conversación iniciada anteriormente.
          - Cuéntame algo - me murmuró Isaac con voz trémula.
          - ¿ Y qué quieres que te cuente? - pregunté con gesto resignado.
          - Algo... me da igual, lo que quieras.
          Pensé algo, pero no se me ocurría nada.
          - No sé... no se me ocurre nada.
          El edificio más cercano tenía cuatro, cinco, seis, siete, ocho, ocho pisos. Estaba fabricado con ladrillos de no muy buena calidad, de un color pardusco que no se llagaba a acertar completamente debido a la poca luz que lo iluminaba. Algunas ventanas estaban iluminadas, pero como estábamos en el banco sentados el ángulo de visión solo nos mostraba el techo de las habitaciones más bajas, de las demás solo llegaba la luz y las cortinas. El césped estaba recién cortado, pareciendo de esta forma una alfombra verde que lo cubriese todo, como el pipermín sobre la leche lo cual me recordaba a la absenta, el sabor fuerte y carrasposo en la garganta viendo a la gente, masa informe de cabezas y piernas, moverse al ritmo de timbales y guitarras. Sonaba a cadena. Se alzó un poco de viento que nos hizo apretarnos más en nuestras ropas. Hurgué en la bolsa que teníamos en medio de los dos y cogí un trozo de pastel de bizcocho un poco duro.
          - ¿ Quieres? - le ofrecí a Isaac.
          - No, gracias.
          Debía ser casi medianoche, dentro de poco sonaría el reloj que todas las noches se oía en este parque pequeño proveniente no se sabe de donde, pero que debía ser cerca, porque solo se oía en esta zona, y aunque no muy fuerte el sonido se escuchaba nítido y brillante como el golpe seco de un cuchillo contra una copa de cristal. Las hojas de los árboles se movían ligeramente, con su breve compás todas a una. Al poco tiempo se oyó el reloj, despacio, lento, sin prisas, y después el sonido se marchó. Miré a Isaac, él me miró a mí, luego los dos al frente. El recuerdo de la noche anterior me vino a la memoria, igual que ésta, volvería a ser una noche en la que no pasaría nada.


          En los últimos días había reflexionado bastante sobre mi estancia en el hospital y sobre todo sobre lo que me había dicho la asistenta social acerca de los sitios donde ir, de forma que finalmente había acabado por aparecer por esos comedores donde sirven comida, así por lo menos ahora tenía una comida al día medianamente  aceptable. Isaac a veces me acompañaba, aunque raramente, decía que no quería deberle nada a nadie de esta sociedad que tan mal le había tratado. Allá él. El comedor era bastante grande; unas cuantas mesas alargadas y unos banco, todo ello acoplado a unas paredes de ladrillo rojo. La gente que solía aparecer por allí solía hablar poco; siempre la misma cantinela sobre la perra vida y la mala comida que hacía la cocinera, la calle y el albergue. Pese a ello esto era mucho más de lo que muchos de nosotros podíamos tener. Volví a retomar la consistencia del contacto humano, muchas veces frío, casi siempre escaso, pero al fin y al cabo contacto, algo casi olvidado ( a excepción de la estancia en el hospital) al lado de Isaac porque poco a poco el contacto, o lo humano, había empezado a perder el sentido de las propias palabras distorsionándose hacia lo grotesco. Mirar a personas que te miran sin desviar los ojos hacia otra parte, tratar de tú a tú a la persona sin presentir la extraña sensación que lo embarga, que lo invade por ser uno mismo quien lo produce al encontrarse delante. Empezó a ser una pequeña costumbre, era preferible una comida caliente que un orgullo mal enfocado; además, el estómago no conoce de sentimientos abstractos. A veces, de vez en cuando, me acercaba pro uno de esos sitios donde uno se podía duchar. También conseguí un poco de ropa.
          En definitiva, intenté mejorar un poco la calidad de una vida tan depauperada como la mía; la reflexión que había tenido últimamente sobre la situación a la que había llegado me había hecho volver una y otra vez sobre mi pasado, el más cercano y el más lejano, para acabar alcanzando el punto actual; volví a recordar el motivo por el cual estábamos en la calle considerando si no sería mejor volverlo a intentar, pretender salir del pozo y comenzar de nuevo.
          - La dualidad que ciertos individuos esgrimen en su opinión provoca en determinados momentos contradicciones que por su propia definición se enfrentan entre ellas.
          Y a mí qué me importaba semejante razonamiento, a mí no me servía de nada tamañas perfilaciones abstractas de un pensamiento que no iba a llegar a ninguna parte porque se iba a quedar durmiendo en el cartón que había en el rincón de la calle sin salida. Isaac seguía escribiendo en las hojas que encontraba y luego las guardaba en su carpeta azul, el único objeto que parecía unido al mundo que lo rodeaba. Hacía mucho tiempo que no quemaba nada de lo que escribía, algo extraño en él.
          También empecé a frecuentar menos al más fiel de todos mis compañeros, al pequeño genio de la botella que tantas penas me había hecho olvidar por un rato hundiéndome en su lago de alcohol. Decididamente estaba dando un pequeño giro a la situación, quería mejorar, daba igual el aspecto porque eran todos. De esta forma y casi como sin querer, los instantes que pasaba junto a Isaac se volvieron más distantes, más escasos. Intentaba convencerlo de que viniese conmigo, que la dejadez no era buena amiga de viaje; sin embargo sabía de sobra que pretender hacer cambiar su opinión no era sino querer matar un elefante haciéndole cosquillas detrás de las orejas, por lo que la distancia se hizo patente de una forma más notoria, ya no solo la distancia de pensamiento, de sentimiento, de actitud, sino la distancia física, esa que se ve aunque uno intente ocultarlo detrás de cualquier pretexto mal inventado.
          Con el paso de los días observé cómo los que frecuentábamos este tipo de lugares solíamos ser los mismos, los rostros iban poco a poco siendo clasificados por la vista y retenidos, observando con más detenimiento se veían grupos de personas que tendían a juntarse y que habitualmente comían juntos. Yo también me rodeé de unos pocos individuos, sentándonos a la mesa a comer mientras las conversaciones brotaban, al principio escuetas, escasas y que con el paso del tiempo fueron volviéndose más fluidas y más largas. Pese a todo, existía algo muy confuso, una vaga sensación que me impedía desprenderme de Isaac por completo; tal vez fuese el camino recorrido el uno junto al otro, su propia personalidad, su luz cada vez más apagada, algo que no me dejaba liberarme de él. Así que muchas veces, a decir verdad casi siempre, volvía a él y en él me refugiaba para encontrar la unión con una parte de mi vida que tanto había apreciado.

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