- Del amor y de
la suerte solo sé que los desconozco. Parece ser que lo uno por lo otro muchas
veces van agarrados de la mano y nunca cerca de mí. Puedo asegurarte que lo que
digo no es autocompasión ni tampoco desolación, solo un poco de resentimiento.
Es cierto que algo de las dos cosas he tenido, pero fue hace tiempo y ya no lo
recuerdo muy bien. Cuántas veces te habré dicho lo mismo en mil formas
diferentes, en mil estados diferentes. Tú como yo habrás vuelto en tantas
ocasiones al momento anterior a esa maldita huida, a todos los momentos de
Martaux, e incluso a los anteriores de la primera huida, a los momentos de
Mazur. ¿ Acaso no es nuestro único entretenimiento, recordarlo todo, intentar
vivirlo otra vez en la memoria, volver a todos los sitios donde estuvimos
cuando aún estábamos vivos? Sí, lo oyes bien, cuando aún estábamos vivos,
porque si esto es vivir no quiero saber lo que es no hacerlo, no quiero
imaginármelo siquiera. ¿ Qué importa todo lo demás? Hay días que cojo un
periódico del suelo y leo las noticias; si de algo estoy convencido es que esas
noticias no son de este mundo, del mío, su eco suena demasiado lejano como para
que pueda llegar a mis oídos. Aunque el mundo entero explotase nosotros
seguiríamos en el mismo sitio, nada cambiaría en nuestra situación, quizás sí,
es probable, seguramente habría menos cosas en la basura y más gente buscando
en ella, eso sí que sería un problema y una noticia para nosotros. Por lo
demás, qué nos importa que suba el dólar, baje el marco, quién gane el mundial
de fútbol, suban al poder los de izquierdas o los de derechas, nosotros seguiremos
siempre debajo. Decididamente no deberías haber vendido el coche, por lo menos
ahora seguiríamos teniéndolo y podríamos dormir en él, aunque bien pensado
resulta hasta gracioso, mas bien ridículo. Y es una pena lo del coche, hasta le
había cogido cariño, aunque claro, ahora no tendríamos gasolina con que poder
moverlo. He estado pensando estos días en la apariencia y en la esencia de las
cosas; he buscado la piel desnuda debajo de todos los disfraces que he llegado
a conocer y al final me he quedado casi siempre sin nada, el disfraz era la
esencia y la apariencia al mismo tiempo, de lo cual he deducido que en
determinadas ocasiones la forma constituye el fondo y viceversa, no que la
forma modele el fondo, sino que la forma constituye la esencia y el fondo la
apariencia, es decir, que es lo mismo.
Se rascó la oreja mugrienta.
Tosió dos veces.
Intenté coger la botella, pero no
había botella. En todos los días que llevaba con él desde la salida del
hospital, ( de eso hacía ya casi un mes) ni siquiera había preguntado por mi
pequeña cojera reciente, por la semana entera en la que no me había visto, por
mí, por donde me había metido, si seguía siendo yo o si solo era alguien
parecido a mí, hablaba y hablaba y luego se callaba para descansar o para pensar
o para dormir. Otras veces parecía soñar despierto.
Me acarició el cuello y luego me lo
besó, suavemente, tiernamente, como solo lo sabía hacer él, rozando a flor de
piel donde termina la espalda y comienza el cuello, se acercó hasta mis labios
con los suyos y una conjunción perfecta, boca a boca, penetrando su lengua en
mí sintiendo con toda la fuerza su pestilente aliento de innumerables días de
suciedad y mala comida, de calor y de frío, de cubo de basura. Ya ni siquiera
juzgaba el acto como tal, solo cerraba los ojos y soñaba. Soñaba con la boca,
los labios de Xania, soñaba con un cuarto pequeño de sábanas blancas y cortinas
blancas en un ático, contando las estrellas a través de un cristal, de las
palabras o del cuerpo del otro, el de ella, claro, vistiéndome con su piel
desnuda envolvente como serpiente de tacto y velo ingenuo cálido, lloviendo
caricias en aguacero sempiterno, con los dedos de sus pies rozando los míos,
jugando con ellos como la luz juega con el agua cambiándola de color. Podía
hasta sentir su aroma, solo era cuestión de concentración. Con aquellos labios
que bajaban por el cuello podía transportarme a días más claros intercambiando
los nombres de los dueños en mi imaginación con el solo esfuerzo de no pensar,
solo dejarme llevar por la inercia de un deseo inacabado. Pensé en la puta, en
todas las putas que había visto, mezclé sus imágenes con la de Xania sintiendo
que en el fondo no existía tanta diferencia entre ellas, solo un ligero matiz
que no alcanzaba a comprender. Pensé en la puta, en todas las putas de las
calles, en Xania y en todas las mujeres que conocía, todas las que había visto
u oído o rozado en el metro o en algún bar y creí que en el fondo no existía
tanta diferencia entre ellas; había algo que todas poseían por igual y que las
nivelaba sin remisión, ese ligero matiz que no alcanzaba a comprender y que
solo se observaba cuando, a solas, cara a cara consigo mismas, dejaban escapar
de su mirada en un gesto irremisible ante la necesidad imperiosa de encontrar
algo a lo que sujetarse y que hiciese desaparecer de sus ojos ese mismo gesto
delator que las volvía vulnerables. Pensé en Isaac, aquel que comenzaba a meter
su mano por debajo de mi ropa palpando mi piel, bajándola hasta el lugar donde
se juntan las piernas; pensé en mí desviando la mirada de un espejo de
cualquier sitio. Nadie se escapaba.
En la pantalla de televisión estaba
apareciendo una mujer que se depilaba las piernas con una sonrisa dentífrica
mientras aquel pequeño aparatito que apenas hacia ruido le extraía de forma
indolente cada uno de los pelos que conformaba el vello de sus extremidades
inferiores. Luego la mujer se acariciaba muy suavemente con el dedo corazón el
gemelo de su pierna despuntando de su sonrisa unos hermosos dientes blancos. El
siguiente fue mejor. Otra mujer ( aunque podría haber jurado que parecía su
hermana) andaba por el desierto, el sol aparecía en el extremo superior de la
pantalla. Entonces la mujer ( con el mismo dedo corazón del anterior anuncio y
con la misma suavidad) apareciendo en su mano una lata ( mojada y con gotas de
agua resbalando). Seguidamente ( no se sabe cómo ni de dónde) la hermosa mujer
aparecía con una escoba en su mano y comenzaba a barrer el desierto ( esto a
cámara rápida). Una voz juvenil exclamaba en off “Con Citrus-cola, si quieres, barre el
desierto”.
En veinte televisores surgía
simultáneamente la misma imagen. Veinte hermosos televisores iguales. El
dependiente me miró mal desde el interior y me alejé del escaparate; conocía
esa mirada en otros tipos dentro de otras tiendas, un par de ellos ya habían
salido fuera para decirme, muy amablemente, que por favor me marchase, que le
espantaba la clientela. El muy cabrón. Por esos malditos anuncios no merecía la
pena entrar en complicaciones. Además, no tenía la obligación de colocar las
pantallas enfrente de la acera, yo también tenía entonces el derecho de verlas
desde la calle. Pese a todo, mejor evitar cualquier tipo de problema, no fuese
que alguno llamase a la policía y surgiesen imprevistos poco deseables.
Ese fue el día que vi a Laroki. No
hacía mucho que me había alejado del susodicho escaparate y caminaba por una
calle poco frecuentada. Era una calle estrecha de casas no muy altas, acaso
cuatro o cinco alturas cada una, con unas ventanas sucias que solo servían para
ver la ventana de enfrente, como mucho la fachada entera. La seguí durante unos
minutos y después doblé hacia la derecha, hasta llegar a un callejón sin salida
donde el camino se topaba con un muro de ladrillos viejo embadurnados de
cemento gris. Había mucha suciedad junto al muro, basura, desperdicios, hierros
sin forma aparente y alguna que otra mierda de perro y gato. Miré al muro y
entonces lo vi; ahí estaba él, con sus dos metros y medio de figura hacia el
cielo moviéndose en piruetas inverosímiles, agitando sus extremidades,
retorciéndose; me miró, le miré, con su color verde esmeralda cubriéndole el
cuerpo, ese cuerpo que parecía materia extraña, brillante, me miró, le miré (
eso creo que ya lo he dicho) se giró hacia el muro y continuó con lo que estaba
haciendo. De sus manos surgían formas alucinógenas de rojo, y azul, gris, negro
mutilado de su negrura, blanco ( más que blanco amarillo desteñido) en una
conjunción abstracta pero hermosa. La pintura le cubría las ropas destartaladas
por el uso. Subido en una caja de cartón se afanaba por conducir uno de sus
cuadros urbanos, callejados, donde algo pequeño parecía comerse a algo grande
con una boca inexistente y unos dientes amarillos de nicotina rodeado de
electrodomésticos infernales, criaturas feroces que devoraban las barreras que
las enjaulaban. Se bajó de la caja, se buscó algo en los bolsillos, sacó la
cajetilla y se encendió un cigarrillo. Se acercó hasta el muro y firmó, Laroki.
Como sin querer, sus pasos hacia atrás, sin dejar de mirar su obra, llegó a mi
altura y desde arriba murmuró.
- No está mal.
- No, no está mal.
Por un momento dudé de la respuesta
dada. Alcé la cara para observar las casas circundantes.
- ¿ Un cigarro? - insinuó acariciando
su cigarrillo.
- ¿ Es rubio?
- Sí.
- Pues dame uno.
Extendió el brazo hacia mí con la
cajetilla roja entreabierta y me ofreció uno ligeramente sacado del fondo. Lo
cogí y me dio fuego. Gracias. Después se marchó.
Me acerqué hasta el muro. La pintura
todavía estaba fresca, toqué el muro con los dedos y éstos se quedaron
manchados de un extraño color verde que no logré quitar en algún tiempo. Aspiré
el humo fuertemente. Lo aspiré una y otra vez como no lo había hecho desde
hacía mucho, observando cómo el humo que inhalaba volvía al aire. El humo se
marchó rápido, como el tiempo, y el cigarrillo se acabó antes de lo deseado,
fumándomelo hasta la boquilla. Luego yo también me marché.
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