Casi como sin
quererlo, ciertos detalles, que solo se observan como tales con la perspectiva
temporal, volvieron poco a poco más a menudo hasta mí desde un espacio que
debía haberlo olvidarlo dentro de algún bolsillo roto. Especialmente
persistentes se hicieron los de los platos que hacía mi madre y los días de otoño,
cuando la luz empieza a decaer y dura menos. Sería aquel día, comiendo el arroz
que tenía delante mientras miraba a María, mi Chuli, que el recuerdo de otro
plato de arroz se hacía tan inamovible que parecía que siempre hubiese estado
allí, sin otro motivo que el de unir ese momento a éste por arte culinario. La
falda era larga, y verde, suave supongo, y pienso que tímida. Aquel día el
arroz me volvía nostálgico pese a estar el sol alto y con prestancia a través
de la ventana, allí en el cielo. María me miró durante un par de segundos, y en
el cruce de miradas me sonrió amistosamente, diría que hasta de forma tierna,
para después desviar la vista hacia el suelo o un poco más abajo. Yo la seguí
mirando, como casi siempre, conformando mientras tanto el conjunto de los
elementos que hacían del recuerdo del plato de arroz un todo compacto. y no sé
si por querer comerme el recuerdo o simplemente por hambre me levanté para
repetir.
- ¿ Puedes echarme un poco más?
- Por supuesto. ¿ Cuánto quieres?
- No sé... un poco más.
María llenó medio plato lentamente.
- ¿Más?
- No, gracias. Así está bien, María. -
Y me volví a la mesa.
No me di cuenta al decirlo, sin
embargo la Chuli sí. Al volverme a sentar y volverla a ver todavía me miraba
con cara extrañada preguntándose cómo podía yo saber su nombre. De todas formas
después de la mirada solo el silencio siguió y no me preguntó nada. Volví al
arroz con nuevos bríos. También en la memoria apareció un muslo de pollo de
hace muchos años, tantos como cuando la Chuli me quería como solo lo sabe hacer
una niña cuando empieza a querer entender que es eso de querer a otra persona
de un modo diferente del que ha experimentado hasta entonces. Ahora ni siquiera
me reconocía, curiosidades de la vida. Probablemente Xania si me viese ahora no
quisiera reconocerme tampoco. Terminé el arroz y me marché sin esperar al
segundo plato, quería sentir la luz que afuera el sol prometía. Hoy la ciudad
parecía más pequeña y el aire más limpio, cosa extraña, la gente también
parecía más lenta y menos ruidosa, cosa aún más extraña. ¿Estaría el tiempo
yendo más despacio? ¿ Se estaría muriendo la ciudad, acaso haciéndose más
diminuta? Había algo en la atmósfera que detenía la acción, se podía oler en el
ambiente. ¿E Isaac? ¿Dónde estaría? ¿Qué haría? ¿Iría él hoy también más lento,
más aún de lo habitual, acercándose cada vez más a la estatua clásica de un
Dios caído?
- En la obra de todo artista existe la
disyuntiva entre elegir como acto principal la propia obra o el artista en
concreto. También el artista puede ser su propia obra, aunque siempre una parte
se subordina a la otra. Es fácil realizar una obra según una estética
determinada; sin embargo es mucho más complicado vivir y actuar según esa misma
concepción estética, llevarla hasta su límite con todas sus consecuencias. La
propia coherencia interna conlleva un grado de compromiso elevado a la vez que
un alto coste vivencial. De esto se deriva la existencia de una dicotomía que
generalmente aparece por efecto de la incapacidad del actor por hacer converger
estos dos planos distintos en una misma vía de actuación, llegando en
determinados momentos a una crisis personal totalmente sentida o por otra parte
puede que también a una hipocresía básicamente funcional.
- ¿ Estás seguro de lo que dices?
Después de dejar la hoja a un lado y
observar brevemente cómo la señora que conducía el coche rojo se encendía el
cigarrillo a la espera de ver el semáforo en verde, contestó.
- Totalmente.
- ¿ Y qué quieres decir con lo que
dices?
- Pues que si tienes una idea y una
forma de pensar, es muy complicado vivir según ella, y que... bueno, que acabas
medio loco o siendo un capullo, básicamente.
- Ah... ahora lo entiendo mejor -
aunque creo que lo que decía no era exactamente lo que había escrito en la
hoja. De todas maneras, lo otro no lo entendía; así por lo menos me hacía una
idea de lo que ponía.
La señora se marchó al aparecer la luz
verde en el disco inferior del semáforo, seguida de dos coches más, un poco más
pequeños de un modelo muy conocido.
- ¿ Por qué escribes ese tipo de
cosas? Nadie las entiende.
Me miró con una mueca en la cara que
luchaba por parecer una sonrisa.
- ¿ Y tú por qué respiras?
Un grupo de jóvenes se acercaban y
después se alejaban, parecían ser los mismos pero cambiaban, porque unos eran
más altos y otros más bajos. Algunos llevaban cámaras fotográficas. Debían ser
turistas; con el calor la ciudad cobraba una mayor vida y los turistas, ávidos
de eternizar una imagen que de antemano quedaba ya gastada, buscaban el mejor
ángulo para captar momentos inolvidables. ¿ Realmente no se podrían olvidar? ¿
O solamente eran el pasaporte para una futura nostalgia?
- Me voy ¿ Vienes?
- No.
O al menos eso creo que dijo. De todas
maneras sabía a donde me iba, todos los días a la misma hora me marchaba al
obligado lugar donde la cita, la única que tenía, era ineludible. Me levanté
del banco marrón de madera.
- ¿ Volverás después?
- ¿ A dónde?
- Aquí.
Me extraño su actitud, no era
habitual.
- ¿ Estarás tú aquí?
- Sí, si no tardas mucho.
- Entonces volveré - y dicho esto me
fui.
No quería venir y pese a ello no
quería estar solo. No quería comer ni pasar hambre. Me marché por la calle
observando cómo las baldosas formaban líneas paralelas que parecían morir en el
infinito a la vez que otras perpendiculares más pequeñas cortaban a las
primeras. En la mente intentaba reconstruir lo que Isaac me había leído, sin
llegar a comprender todo su significado. Sin embargo tenía la impresión de que
él sí que sabía perfectamente lo que había escrito ( era probable que ya fuese
lo único que le quedaba de percepción real ) y que pese al tono impersonal
estuviese hablando de él mismo. De todas formas yo tenía hambre y quería comer,
si él era capaz de alimentarse solo con palabras yo necesitaba algo más
tangible. A lo largo de los días había observado en más paredes distintos
ladrillos pintados de colores, alguien pensaría que la ciudad estaba falta de
más colores, que la luz que pronta llegaría con los días de sol querría
iluminar más variedad; el arte que surgía desde los sitios más recónditos
plasmaba su cuerpo en todos aquellos rincones medio escondidos, como queriendo
esconderse por mantener su esencia pura, fuera de toda mirada ajena. Me acordé
de Laroki, del personaje que era y representaba, del artista y de su obra, ¿
Sería un hipócrita? más bien debía estar medio loco, probablemente no fuese
ninguna de las dos opciones, siempre hay lugar para una imprevista. Al doblar
la esquina las baldosas habían cambiado de color, además éstas eran más grandes.
El acercamiento a aquel comedor siempre me producía un leve y extraño temblor,
la boca ya soñaba su alimento compañero mientras el corazón disimulaba su
ansiedad con un engaño que a veces se hacía verdadero, el pensar que la quería,
que no solo era un juego para matar el tiempo. Quitar el hambre por el hambre
de sus besos, llenar un estómago que a fuerza de estar vacío parecía que nunca
volvería a sentirse repleto. Podía adivinar que la intuición no se equivocaba.
Al llegar a la puerta la crucé y dentro aquellos platos y cubiertos, tres
pucheros grandes con manduca para todas, las mesas, las sillas, y esa misma
figura que ya no era lo que era sino una imagen por radiopostal construida, la
voz de todo mi tiempo.
- Buenos días.
- Buenos días.
Y a veces nada más.
- Gracias.
Otras veces la conversación se hacía
más larga.
- Buenos días.
- Buenos días - respondía - ¿Cuánto
quieres?
¿ Cuánto me podrías dar? Seguro que
no cabría en el puchero.
- Llénamelo hasta la mitad, por
favor ¿ Qué es eso otro?
- Empanadillas con besamel de
Roquefort.
- Ah... pues ponme algo.
- Gracias.
Y una sonrisa. La cita empezaba a
hacérseme indispensable e insoportable, una costumbre mal adquirida que a pesar
mío se había vuelto omnipresente. La intención de decirle mi nombre, quien era,
se había convertido en una utopía institucionalizada. Saber que ya no hay valor
para quererte mucho, valor para quererte bien querida, escondiéndome en el
anonimato de esta muchedumbre. Le miré y hasta casi sonreí dentro del desasosiego
que me invadió.
Aquel día al marcharme ella seguía
allí, despidiéndose. En la calle me observé un momento en un espejo de un
escaparate. Aquel ya no era yo, ni las zapatillas eran mías, ni los pantalones
de mi talla, ni esa camisa de mi gusto. Tampoco la cara era mía, la que yo
había conocido, la que yo quería. Solo era un pobre boceto de lo que podía
haber sido, de lo que podía ser. Un niño cruzaba por el paso de peatones
mientras quitaba el papel a un caramelo. La señora miraba un escaparate de una
ferretería; un pájaro fue a posarse a la barandilla de un balcón que hacía
esquina. Y yo ahí, contando las baldosas que me llevaban para adelante, lejos
del comedor. Volví al plato de arroz, aunque los recuerdos de este tipo siempre
son de menor intensidad después de comer. Lo bueno de tener el estómago lleno
es que se piensa mejor, lo malo es que a veces se piensa demasiado. Y quizás
fuese por eso que últimamente tendía a pensar más ciertos asuntos de tal manera
que algunos rincones que antes estaban más oscuros ahora tenían más luz dejando
al descubierto los rotos de mi arquitectura. Con el estómago lleno habían
tomado los días de abundancia, los días de más ilusión, o por lo menos de mayor
motivación, aquellos que ahora parecían muy buenos (aunque sé que no lo fueran
tanto) y sobretodo parecían mucho más fáciles. María, mi dulce María, que solo
te quería por ser la única realidad perceptiva de este pasado escogido y
congelado al que tanto volvía de momentos distorsionados por culpa de la
ansiedad.
Al llegar al banco marrón no encontré
a Isaac, ya no estaba. Se había marchado. ¿ A dónde se habría ido, dónde
estaría? Me senté en el banco a ver pasar el tiempo anclándome a una orilla
para no dejarme llevar por la corriente. Fuera alguien debía haber proyectado una
realidad virtual que conformaba mi mundo y donde el único actor era yo. Cerré
los ojos e imaginé la mano que daba la vuelta a la bolita y volvía a hacer
nevar sobre la casa de tejado rojo y pared blanca.
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