Sobre la mesilla había una
pequeña lámpara de noche. Era una mesilla pequeña, de un extraño material
indefinible, pintada de blanco y azul con una pintura muy lisa y plana. Un poco
más lejos, a un metro de ella, un gran ventanal que ocupaba casi toda la pared
quedaba ligeramente tapado por una fina cortina blanca que pendía en uno de los
extremos. El día fuera de la ventana debía estar gris, aunque desde la posición
que ocupaba no se podía saber a ciencia cierta, solo se adivinaba por la tenue
y ópaca claridad que procedía del exterior. Al otro lado de la habitación se
oían unos ronquidos, alguien parecía dormir pese a la hora, que por lo que se
podía deducir, rondaba las once o las doce del mediodía. Al abrir los ojos
había sentido una sensación ambigua, extraña, despertar y observar aquella
habitación ajena había provocado una primera reacción de desorientación por la
indefinición de dicha situación. Sin embargo, esta primera reacción
desagradable había dado lugar a una segunda de comodidad; la cama con sábanas
blancas, limpias, encima de un colchón
mullido hace tiempo olvidado, la tranquilidad y el silencio del lugar (
solo roto por los ronquidos ligeros que provenían de la espalda), se convertía
en una agradable perspectiva de buenas intenciones. Al girarme en la cama pude
observar el resto de la estancia; los ronquidos provenían de un hombre de
mediana edad, de espaldas hacia mí, que movía ligeramente la mano circularmente
en gestos inconscientes; había dos armarios, no muy grandes, cada uno enfrente
de la cama correspondiente, a la vez que otra mesilla permanecía al lado de la
otra cama. Miré el techo y fijé la mirada en él. Sentía el cuerpo dolorido, al
cambiar de posición los músculos que ejercitaba producían invariablemente un
cúmulo de pequeñas molestias que conformaban un dolor muy molesto, aunque no
excesivo. Por suerte, todos los huesos parecían estar enteros, algo que en sí
me producía una cierta tranquilidad. Intenté recordar cómo había llegado ahí,
los momentos últimos que mi memoria pudiese visualizar para reconstruir la
situación que me había conducido hasta aquella habitación blanca y azul, cerré
los ojos y pensé.
Pese a ello, al cerrar los ojos, la puerta de la
habitación hizo sonar su manilla y la puerta se abrió, se oyeron unos pasos que
se acercaban y que luego se detenían al lado de mi cama, apenas a un metro de
mi cabeza. Volví a abrir lentamente los ojos.
- Buenos días.
- Buenos días. ¿ Ha dormido usted bien? - preguntó la
sonrisa sosteniendo la carpeta con las hojas sobre sus manos.
- Sí, gracias. ¿ Dónde estoy? - murmuré con voz quebrada
- ¿ Por qué me han traído aquí? ¿ Cuándo voy a salir?
- Tranquilo y no hable tanto - comentó la enfermera de
perenne sonrisa - ahora descanse y cuando venga el doctor él le responderá a
todo lo que usted le pregunte.
- ¿ Y cuándo será eso?
- Pronto.
Y dicho esto se despidió amablemente desapareciendo por
la puerta que había abierto.
Volví a cerrar los ojos en busca de ese momento que
explicase el instante presente. Sin más dilación, en la cabeza comenzaron a
formarse las imágenes de los sucesos en el metro, el asiento de plástico gris,
las caras dentro de los vagones, y las botas de cuero negro con puños cerrados
de miradas de odio. Casi volví a sentir el impacto sobre mi cuerpo, recuerdo
que produjo un estremecimiento que recorrió la piel. Todo aquello debía haber
sucedido la noche anterior, poco antes de cerrar la estación de metro; luego
alguien, seguramente, habría avisado de mi estado y me habrían traído hasta el
hospital donde me encontraba. Por lo que podía sentir en el cuerpo solo había sido
una paliza que me había dejado inconsciente y unos cuantos moratones a lo largo
de mi geografía carnal. Cada vez el recuerdo se volvía más intenso, volviendo
una y otra vez sobre la cabeza, recordando detalles pequeños, casi
insignificantes, que en mi mente se magnificaban y adquirían una nueva
dimensión de horror y miedo, como las sonrisas diabólicas, la crueldad gratuita
sobre mí, el odio irracional que no llegaba a entender. Qué extraña resultaba
la comparación de esta imagen con la calidez de los ojos de la enfermera, sus
manos suaves, su dulce femeneidad. El tipo de al lado había dejado de roncar,
ahora emitía una curiosa especie de silbido efecto del aire exhalado entre los
dientes. Volví al vestido de tela verde y medias blancas que escondían a la única
mujer bella que se había dignado mirarme como a uno más. Me giré hacia la
ventana sintiendo sobre la piel el roce de la sábana, el movimiento había
levantado el camisón que apenas cubría que intentaba ocultar mi desnudez. Sin
embargo, resultaba una sensación extrañamente agradable por ser de nuevo
recuperada.
Isaac andaría por las calles, no había aparecido ni
aparecería por el hospital. Ni siquiera sabía dónde estaba. ¿ Acaso se
preocuparía por ello? Me hubiese gustado saberlo. Vista desde esa cama tan
limpia la calle parecía muy lejana, tan distante como cualquier recuerdo de la
infancia; y sin embargo, a diferencia de este, la otra estaba al otro lado del
cristal de la ventana, no era inverosímil pensar que quizás hubiese andado por
las mismas aceras que servían de acceso al hospital; de hecho recordaba haber
visto algún que otro hospital durante las largas horas sin rumbo, edificios
grandes de colores claros, casi siempre blanco, donde la gente salía y entraba
por la puerta principal, y solo unos pocos por la puerta de urgencias.
Isaac andaría por las calles, estaría pensando en otro
discurso, en otra metáfora original, y escribiendo en algún sucio folio blanco
encima de su carpeta azul lo que le mantenía en pie para seguir buscando entre
cubos y contenedores de basura algo que pudiese engañar al estómago y un poco
más al resto del cuerpo. Ni siquiera esperaba otra cosa.
La enfermera había vuelto a entrar, ahora acompañada por
la otra enfermera y dos personas de bata blanca que parecían ser los médicos.
Se acercaban hasta la cama y sonreían.
- Buenos días.
- Buenos días.
- Buenos días - respondí en un tono bajo desde mi postura
acostada.
- ¿ Cómo se encuentra? - preguntaba un médico hojeando el
parte sobre mis estados que tenía entre las manos.
- He estado mejor - murmuré lacónicamente - aunque podría
estar peor.
Fijé mi mirada sobre el rostro de la enfermera que había
entrado anteriormente. Ahora podía observar detenidamente sus facciones dulces,
proporcionadas, de ojos claros y mirada clara.
- Ha sufrido una fuerte conmoción que le ha dejado
inconsciente doce o trece horas, aproximadamente. No es usted el primer caso,
desgraciadamente, que tenemos por este motivo tan desagradable. Ha sufrido
múltiples contusiones por todo el cuerpo, como usted mismo se habrá dado
cuenta; afortunadamente no tiene ninguna rotura ósea por lo que la recuperación
podrá ser rápida.
la enfermera se había acercado hasta el extremo de la
cama para tomarme el pulso. Por primera vez en mucho tiempo sentía la ternura
femenina sobre mi propia piel, aunque fuese por poco tiempo, aunque fuese por
rutina profesional; notaba cómo sus dedos oprimían ligeramente la muñeca para
encontrar el flujo sanguíneo. Tras apenas diez segundos dejó la mano sobre la
cama.
La médica, que hasta entonces había permanecido callada,
se situó correctamente con cuidado las gafas que tenía ligeramente descolocadas
y aclaró la voz.
- Hemos estado buscando sus datos personales pero no los
hemos encontrado; además, tampoco usted los tenía en la ropa. Como comprenderá,
es necesario para llevar un registro de todos los pacientes. ¿ Nos podrá decir
su nombre, apellidos, edad, y si tiene, domicilio y familia para que podamos
avisar, su usted así lo desea?
La observé callado. Como un acto reflejo, el eco de algo
que parecía lejano volvió omnímodo a mí; recordé a Bormano muerto, la herida de
Isaac en la pierna y la huida en el coche. Recordé a la policía y la imaginé
con la posesión de mis datos, con el prefijo de búsqueda, de delincuente. Pensé
cómo podrían encontrarme si decía mi nombre, mi apellido, mi edad, no tenía
casa y no querría que mi familia supiese mi estado. Observé callado el pelo de
la mujer y no dije nada.
- ¿ Se acuerda de su nombre? - volvió a preguntar con
cara de extrañeza.
- No, ahora mismo no me acuerdo. Creo que lo he olvidado
- susurré en un gesto de sorpresa.
Se formó un silencio denso. Los dos de bata blanca
cruzaron recíprocamente sus miradas sin decir nada. Me revolví un poco entre
las sábanas para cambia la postura y me introduje un poco más en ellas.
- Tranquilo, a veces pasa; tras un shock emocional,
quizás en tu caso debido al hecho del fuerte golpe moral y físico, hay gente
que se olvida por un tiempo y después se acuerda, generalmente unas horas o
unos días. De todas formas hay técnicas que ayudan a ello...
- Bueno - dijo el médico casi sin dejar terminar a su
colega - le dejamos descansar ahora, usted solo preocúpese por dormir un poco y
dentro de unos pocos días ya estará repuesto por completo.
Y con ello se marcharon los cuatro, dejando en la
habitación un vacío adormecido en las paredes y un silencio abotargado, el
mismo silencio de todas las habitaciones de los hospitales donde los pacientes
adquieren el verdadero significado de su nombre, esperando salir al mundo que observan
desde la isla que los constriñe. El silencio pesado que solo deja una pequeña
rendija por la que discurra el tiempo a cuentagotas.
Sin embargo, el silencio duró poco tiempo, la estancia de
los cuatro había hecho despertar al otro inquilino de la habitación. Noté que
me observaba. Ahora lo podía contemplar mejor, un hombre un poco canoso, con
algunas arrugas en la cara, con el rostro un poco ajado que no había sido
afeitado en varios días. La postura apenas había cambiado de cuando estaba
dormido, aunque ahora tenía girada la
cabeza hacia mí.
- Hace buen día - murmuró con una voz un poco afónica,
distorsionada, en un intento de entablar conversación.
- Sí... aunque podría haber sido mejor - respondí.
- Sí, es cierto.
Me toqué la pierna izquierda, intentando localizar el
lugar exacto del que provenía el dolor. Justamente encima de la rodilla. Me
revolví sacando fuera de las sábanas la parte inferior de la pierna derecha.
- Y tú, ¿ Por qué estás aquí? - preguntó en su afán de
continuar la leve interrelación que había conseguido.
- Una paliza. Me dieron una paliza en el metro.
Desde la otra cama se asomó un ligero gesto de sorpresa
reprimido detrás de las facciones de los ojos y los labios.
- ¿ Y tú?
- Me han quitado una piedra del riñón.
Lo dijo con todo casi de culpabilidad; el hecho de saber
que su dolencia no era, moralmente, más que una nimiedad ante lo sucedido a su
compañero de su habitación. Casi se avergonzó de que solo le hubiesen quitado
una piedra.
El individuo de la otra cama parecía animado a hablar.
Entablado el primer contacto lo demás era más sencillo.
- ¿ Le fue bien en el quirófano? ¿ Eso es grave? -
insinué.
- No si no hay complicaciones. Es una litotricia. El
médico me ha dicho que mañana posiblemente me mandará para casa, como más tarde
pasado mañana.
- Me alegro por usted, y aún tendré que estar varios días
aquí.
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