Jugar al billar
fue algo a lo que Isaac se acostumbró muy pronto y el hecho de no poder hacerlo
fue algo a lo que no se había acostumbrado nunca. En el fondo de su recuerdo
todavía tenía guardado como un tesoro muchas de las carambolas y retrueques que
le habían proporcionado tantos momentos de gozo y de las cuales no pudo
desembarazarse para su propio escarnio y dolor. Ahora solo se contentaba con
vivirlo de nuevo en su memoria; inventarse nuevas jugadas inverosímiles que
siempre acababan en una perfecta consecución y contar las bolas introducidas de
una sola tacada. No había solución, y es que las buenas costumbres como las
malas suelen quedarse trasnochadas si las cambias de contexto y se quedan
en algún viejo rincón consuetudinario
noctivago pro acción de su recuerdo. Aunque no lo decía, se podía leer en sus
ojos. Podía recordar ( me lo dijo después) algunas de sus más memorables
partidas, como también se acordaba de la partida de la noche en que lo conocí.
Yo, sin embargo, apenas podía recordar aquel tipo extraño con el que hablé y el
frío que rajaba el cuerpo; también algo sobre gatos.
Otras veces recordaba la niebla de la
habitación, la que se formaba por efecto del término de los cigarrillos y los
porros, las cervezas y alguna que otra ilusión. Recordar como evasión. Lo había
escuchado, mejor dicho oído, hacía ya mucho tiempo en boca de alguien; algo tan
obvio como desconocido hasta el momento en que se convierte en el epicentro de
cualquier acción, entonces evitarlo en un rodeo se torna en un imposible
inexplicable y solo se vive en ello, para ello.
Un día la vi, apenas diez segundos,
pero tuve la certeza de que era la misma. Estaba sentado en un banco y como
siempre observaba el rostro de la masa informe, un cruce de miradas de dos, a
lo más tres segundos que en su instante culminante es solo duración de un
parpadeo, jugando al triste juego de no desviar la mirada de aquellos que te
miran como sin querer solo para verte, quizás no ( hacia alguna parte hay que
mirar), enfrentándome a ellos con los ojos, venciéndoles, valiente ironía,
porque es mi única arma contra el sujeto anónimo, porque él tenía prisa y yo no,
ya no me quedaba tiempo.
Fue uno de esos sujetos anónimos; lo
vi un poco desde lejos porque llevaba una larga falda de un color vistoso. No
era hermosa, es cierto, pero llevaba en sus pasos una compostura a la hora de
caminar que me atrajo de inmediato, diríase una cierta elegancia graciosa al
mover los pies. Quizás fue esa elegancia la que me hizo dudar por un momento,
tal vez porque no la recordaba ya o porque cuando la conocí aún no la poseía o
no la intuí en aquel entonces, me acerqué a sus ojos y la reconocí, sus ojos y
sus labios rechazados hace tanto, con el porte que solo lucen las damas que se
esconden detrás de su sencillez; la miré y ella me miró sin apartar la mirada,
nunca la apartó, hasta que pasó por delante mío y se marchó por la acera en
busca de su camino.
Puedo jurar que no me reconoció (o por
lo menos eso quiero creer), de lo contrario es muy probable que ni siquiera me
hubiese mirado. Pasó y yo me quedé en el banco, viéndola marcharse y
sintiéndome esta vez derrotado, no por encontrar a quien me venciese, no por no
darme cuenta del peligro del maldito juego, sino por convertirme en un anónimo más, como los que desafiaba, para
aquella chica que debajo de toda mi suciedad y olvido no supo reconocerme. La
chica que tanto dijo quererme en la infancia no supo quién era yo.
La Chuli desapareció entre la gente en
menos tiempo en que tarda en morir un suspiro. Después ya no quise seguir
jugando y enfilé el camino hacia cualquier otra parte donde hubiese menos
gente, absorto en el nuevo pensamiento, en el inciso casual que había surgido
desde un lugar muy remoto, pensando cómo evitar el epicentro del recuerdo es al
fin y al cabo ajeno a toda voluntad humana, sobre todo cuando por delante hay
mucho menos que lo que hay por detrás y sobre todo cuando por delante no hay
nada y por detrás por lo menos hay algo.
Aquel día no encontré otra cosa en qué
pensar. Ironía. Ironía de eso que alguien llamó destino. Volví al último punto
donde la había tenido cerca antes de ese día, cómo los caminos se habían vuelto
a cruzar, a rozar en aquella ciudad tan lejana de Mazur, nuestro Mazur, donde
algo que parecía otra vida había existido; entonces todo había sido diferente y
donde todo debía haber sido diferente ( desde esta actual perspectiva que lo
permite reconocer y suponer es fácil no fallar en el diagnóstico); ahora era
ella la que había pasado de largo sabe Dios hacia donde, arriando yo la vela
por el mismo viento que le permitía a ella avanzar. Pensé que quizás, si ella
hubiese sido la de ahora y no la de antes hubiese sido como ahora, pero al
revés, y todo hubiese sido diferente. Intenté imaginar qué sería aquello que la
haría estar en esta ciudad, cómo habría sido su vida desde esos tiempos, pero
ninguna de las historias creadas me pareció interesante, ni siquiera factible.
Aquel día no me levanté del banco
cuando la vi, y fue eso ( lo supe más tarde) lo que más me dolió. Sabía que en
otra época o simplemente en otra situación mejor me hubiese levantado y hubiese
ido hacia ella, vistiendo en los labios una hermosa sonrisa que le hubiese
vuelto a embelesar, acercándome y dándole dos besos, uno en cada mejilla, como
siempre hice yo muy a su pesar, aunque ahora hubiese sido yo el que hubiese
deseado lo contrario, la hubiese invitado a cualquier cosa y a un poco de
conversación, preguntar por ella, por su vida, por su futuro y su pasado. Sin
embargo no lo hice y me escondí en el silencio, en el anonimato, y es que la
vergüenza a veces puede demasiado, esa vergüenza que hace ocultarnos de los
demás e incluso de nosotros mismos por el qué dirán o por los pensamientos que
puedan pensar, la misma vergüenza que atenaza a la acción pronta a ser
ejecutada y que se para. Hubiese dado mucho por haber sido capaz de haberme
levantado de aquel maldito banco, por haberla saludado o solo incluso por
haberlo intentado, pero hubo mala suerte y no pude, me quedé anclado.
... verde, como siempre en Mayo,
cuando los árboles cogen su mejor color y los días ya son largos pero todavía
no calientan demasiado. No había mucho espacio, sin embargo el terreno era liso
y en el suelo no había piedras, plano como una mesa y mullido como una
alfombra. Fuimos cuatro, los que por aquella época estábamos siempre juntos,
dos a dos en dos tiendas de campaña, a alguien se le ocurrió que podía ser buena
idea irnos esa noche al monte a fumar porros y a ver las estrellas. Cogimos el
coche de uno de ellos, de Makola, sí, así se llamaba, Makola, nombre extraño,
no lo he vuelto a oír, nos montamos y nos fuimos en aquel montón de chatarra
andante que parecía sacado de una fábula, mejor dicho de un comic; andaba un
poco desajustado y sonaba por todas partes, era uno de estos coches donde da
igual que haya música o no porque no se oye, solo los hierros chocándose entre
ellos. Makola dijo que conocía un sitio bastante perdido, así que mientras el
conducía por aquella carretera vieja nosotros hacíamos unos porros para
calentando el ambiente. Llegamos un par de horas antes de amanecer, lo justo
para montar la tienda de campaña y hacer una pequeña hoguera, subir las cosas y
cenar un poco. Empezamos pronto con la bebida, primero la cerveza y luego con
el whisky, un whisky bastante malo por cierto, al fin y al cabo nos daba igual
uno que otro, el resultado iba a ser el mismo. El caso, eso lo recuerdo bien,
que para las tres o las cuatro de la mañana acabamos todos en las tiendas de
campaña, yo con Makola y los dos en la otra. La música siguió sonando, era la
radio, porque a alguien se le había olvidado apagarla y nadie salió a hacerlo.
Bueno, lo cierto es que dentro de la tienda Makola y yo no nos dormimos tan
pronto, tanto alcohol y tanto porro solo hizo que no sintiésemos muy bien la
cabeza, pero no trajo el sueño como habíamos pensado. Él y yo, los dos,
estábamos muy juntos y también muy borrachos. Seguíamos riéndonos y hablando,
más que hablar lo intentábamos, él sobre todo, de su novia, su maravillosa
novia a la que tantos polvos echaba y que tan cachondo lo ponía agarrándole su
polla por debajo del pantalón, entonces él se la llevaba en el coche a
cualquier parte y continuaban el juego hasta su final. Fue por la tontería de
la novia, seguro, que le empecé a agarrar yo también de la polla, riéndome,
diciéndole “¿Así, así? sin que él hiciese la menor intención de pararme...
- ¿ Y él qué hacía?
- Nada, seguía hablando de su polla y
de su novia, y mientras lo seguía haciendo noté en la mano cómo se le
empalmaba, tan dura que se podrían haber roto piñones con ella. Cuando pareció
que ya no podía endurecerse más aquello se calló, apartó mi mano de su
pantalón, se la sacó y se empezó a menear delante mío hasta correrse encima.
Isaac se acercó hasta la boca un
pequeño trozo que debía ser comida y comenzó a masticarlo tragándoselo después.
Levantó la mirada hacia la luz que acababa de nacer desde la farola de la
esquina más cercana y se atusó un poco el pelo.
- ¿ Y después?
- ¿ Después?
- Sí, después, ¿ Qué
pasó?
- Nada.
- ¿ Nada ?
-
Eso, nada, se corrió y se echó a dormir plácidamente. Al día siguiente se
levantó con resaca, se limpió el pantalón como pudo y no dijimos nada.
- ¿ No es un poco extraño?
- No, supongo que no, suelen pasar
cosas así más veces de las que uno piensa.
Si él lo decía debía ser cierto, él
tenía más experiencia en todo eso que yo. Reflexioné por un instante, luego
pregunté.
- ¿ Nunca has estado con una mujer?
- Sí, por supuesto - exclamó riéndose
( debió hacerle mucha gracia la pregunta) - dos veces, con dos hembras
magníficas. La primera vez por probar, quería saber qué se sentía con el sexo
opuesto; además pensé que con una chica como aquella debía suceder algo bueno.
La segunda vez pro ver si lo de la primera había sido mala suerte o es que
realmente era eso lo que sentía. Después desistí de volver a intentarlo, de
probar de nuevo, me confirmó que no me atraían. Sinceramente, prefiero la piel
de los hombres. Soy de la opinión de los que piensan que para saber sobre algo
primero se ha debido conocer el terreno.
Me acarició el brazo como solo lo
sabía hacer él. Pensé sobre ello. Sentía su tacto sobre el mío, realmente sabía
acariciar bien; sin embargo solo producía una agradable sensación falta del
deseo necesario para alcanzar un grado más elevado que el de la simple
sensación corpórea. Me costaba comprender cómo un hombre no prefiriese una
mujer cerca; lo podía intuir, pero no lo podía entender plenamente. Bien
pensado, solo debía ser cuestión de gusto, como los colores, los mismos que
desapercibidamente habían ido cambiando de traje por efecto de la luz en apenas
unos minutos, la luz solar a la luz eléctrica; el color originando otro color
distinto; de la misma forma lo otro debía ser problema de percepción, solo
dependía de qué luz lo enfocase para que lo que en principio era único tornase
multiforme.
Se había hecho de noche.
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