martes, 8 de abril de 2014

el espíritu de los tiempos (9º)



            El café estaba demasiado caliente y me quemaba la lengua. Aguardé un momento a que se enfriara un poco. Cuando lo hizo lo probé. Es café estaba muy bueno. Era una cafetería perdida en un rincón de Martaux, una vieja cafetería poco frecuentada cuyos dueños levaban más de treinta años detrás de la misma barra. Apenas ocho o nueve mesas en el local, de las cuales la mitad de ellas estaban desiertas y la otra mitad albergaba a parejas que se miraban y cruzaban unas pocas palabras, solo una o dos mantenían una conversación más o menos fluida. Xania me miraba al otro lado de la mesa. Miraba y sonreía, callada, con esa mirada característica de las mujeres cuando quieren que algún hombre le haga caso y se rinda a sus pies. Probó el café, despacio, pensó dos veces lo que iba a decir y comenzó a hablar.
            - Aquí, en una maternidad que ahora es un geriátrico. Por lo que dijo mi madre llovía mucho y hubo inundaciones. Estaba cerca de aquí, quizás sepas dónde está el geriátrico.
            Asentí. Tres calles más abajo se encontraba el geriátrico “Georgio Polone”, un edificio blanco bastante grande y antiguo.
            - Empecé a andar casi al año y medio, quizá fue porque me costó tanto que después no paraba. A los cuatro años ya sabía hablar. Fui a la guardería a los tres. Recuerdo que en la guardería le pegaba patadas a la profesora porque para mí ella era la culpable de no ver a mi madre; no hablaba con los otros niños y me quedaba sentado en el rincón mirando a la pared. Ese es el primer recuerdo que tengo. Después empecé a relacionarme con los compañeros, sobre todo con los chicos, y desde entonces creo que casi siempre he preferido relacionarme con chicos; total, que como ellos jugaban a fútbol yo también jugaba a fútbol, llevaba el pelo corto, cosa que hice hasta los trece años y llegaba a casa los mitades de los días con las rodillas destrozadas. Las chicas me odiaban porque decían que yo era boba porque no jugaba con ellas a las cocinitas. A los diez años nos cambiamos de casa y como consecuencia de eso yo me cambié de colegio. Allí dejé de jugar todo el tiempo a fútbol con los chicos y empecé a jugar con las niñas a la comba y a la goma. Tengo que decirte que yo era muy buena jugando a la comba y todas las niñas querían ponerse conmigo de pareja; así que me convertí en la jefa de la clase. Todas las chicas me hacían caso y casi ninguna me llevaba la contraria, solo una, que esa sí que me odiaba a muerte. A los once años Agapito se me declaró y me dijo que yo le gustaba mucho, pero él era un chico muy feo y le dije que no, aunque unos años más tarde, a los trece, me fui con él porque me caía muy bien. Fue el primer chico con el que estuve, después vinieron todos los demás. Yo formaba parte del club de los elegidos en clase, porque además de jugar muy bien a la comba seguía jugando a fútbol, era la única chica que jugaba en el equipo...



            ... de fútbol. Eso era lo que solía hacer, emborracharse y ver partidos de fútbol por televisión. Alguna vez le vi a mi madre alguna marca en los brazos y la cara, pero mi padre no la tocó nunca delante mío. Había días que llegaba a casa con mi madre del colegio y mi padre ya estaba borracho delante de la televisión, con el mando a distancia en una mano y con la botella en la otra. Nunca llegué a entender cómo mi madre fue capaz de aguantarle y mucho menos cómo mi padre seguía manteniendo el empleo, por lo menos al principio. Mi madre comenzó a trabajar limpiando para tener ella algo de dinero, y porque el que traía mi padre empezó a disminuir. Creo que quizás sea ese el primer recuerdo que tengo, no el de la profesora, sino el de mi padre borracho delante de la televisión mientras mi madre ponía los platos en la mesa para cenar y lo miraba. Cuando yo tenía nueve años mi padre se fue de casa y no volvió, por eso me cambié de colegio, porque al irse mi padre mi madre decidió que sería más adecuado ir las dos a casa de sus padres a vivir. Y nos fuimos. Mi padre murió hace diez años a causa de la bebida; por lo visto después de dejarnos siguió emborrachándose continuamente hasta que se murió. Creo que toda esta historia es la razón por la que en clase quería ser la mejor, la más popular, quería que la gente me envidiase para ser feliz, porque en casa no lo podía ser.
            Hacía tiempo que las sábanas habían dejado de moverse, solo de vez en alguna pierna se movía y salía al exterior desde dentro para poder respirar. Los dos mirábamos el techo. Xania seguía contándome la historia de su vida, la verdadera historia que había detrás de las luces de neón, la historia que duele porque es la verdadera, porque por más que se mienta a los demás hay ciertas cosas que uno no puede mentirse a sí mismo. Xania siguió en un ininterrumpido monólogo durante mucho tiempo mientras yo seguía mirando el techo, intentando imaginarme las situaciones en la pantalla de la pintura blanca; unas veces se detenía explicando los más nímios detalles y otras encadenaba sucesos de varios años. Aquella noche pude reafirmarme en el convencimiento de que los primeros años de la vida de una persona suelen ser los más importantes porque son los primeros recuerdos que se tienen y es mejor tenerlos buenos que tenerlos malos, no sea que te dé por recordarlos muy a menudo y veas que los que calan son peores que los que mojan, porque entonces no se te olvidarán nunca.


            Había sido un día con suerte, nos habíamos encontrado con una fábrica que tenía que quitar una cantidad ingente de metal no sé exactamente por qué causa, el caso que llevábamos todo el día yendo y viniendo cono el camión y todavía quedaba más para el día siguiente. Volvíamos a casa por la carretera que bordeaba la playa, observando cómo el sol iba cayendo lentamente hacia el mar; todavía lucía majestuoso, pero con menos intensidad. Isaac miró el mar, y con un rasgo característico de sus dedos rasgó la piedra de su mechero y lo encendió. El humo denso comenzó a esparcirse por la colina escapándose por la ventanilla derecha en busca de más espacio donde expandirse libremente. Sonrió. Volvió a sonreír con una mayor sonrisa y aspiró el humo quemando la punta del porro. Me lo pasó y le di un par de caladas devolviéndoselo. Parecía feliz. Me recordó a la noche que lo conocí, cuando aún no sabía de él más que lo que Bormano y otros me habían hablado, cómo acariciaba el palo y la suavidad que invertía en ello y la fuerza con que pegaba a las bolas; viéndole jugar un psicoanalista podría darse fácilmente cuenta de la simbología que encerraba ese acto, cómo el taco era una representación de su miembro viril y el gesto de acariciarlo representaba la masturbación deseada pero encubierta detrás de ese acto ingenuo pero socialmente permitido, de ahí el placer que con ello experimentaba. El billar como acto de masturbación encubierta. Y tal vez fuese eso por lo que aquella vez tenía aquella sonrisa que yo recordaba tan propia y que ahora me resultaba tan extraña fuera de la mesa verde. Volvió a pasarme el porro, le volví a dar un par de toques y se lo devolví. La carretera se perdía entre las curvas que bordeaban el mar e Isaac seguía mirando lo dolorosamente azul que era, tan azul que parecía ser la esencia de ese color frío y primario.
            - Hoy duele mirar el mar.
            - Sí.
            - Nunca lo he visto tan azul.
            - Es posible - musité girando el volante.
            - Es extraño verlo tan intenso, es como si de un momento a otro se fuese a revelar y se levantara, o solamente decidiera irse y desaparecería. ¿Por qué estará hoy tan azul?
            - ¿Crees que el billar es como la masturbación? - le pregunté pensativo.
            - ¿Me preguntas que si pelársela es igual que jugar al billar?
            - Sí.
            Le veía pensar, buscaba la respuesta a la pregunta. Miró el mar, miró el humo y me miró a mí.
            - ¡Joder, tío! ¿Qué pregunta es esa? Yo creo que se parece, para realizar las dos se necesita cierto arte. Pero muchas veces el billar es mucho mejor, porque al fin y al cabo lo uno puede ser mecánico y para lo otro se necesita más habilidad. De todas formas al final todo se reduce a un juego de manos - y se rió de su ingenioso juego de palabras - ¿Por qué me preguntas eso?
            - Por nada. Era una pregunta como otra cualquiera; hay ciertas cosas que a veces tienen relación entre sí y no nos damos cuenta, y el billar era una de ellas.
            Isaac volvió la mirada al mar y murmuró “azul”.
            El mar era el símbolo de algo que Isaac siempre buscaba y nunca encontraría. Para él, el mar encerraba más misterios de los que se podrían pensar; el color, el tono, la luz, su voz, el mar cambiado y cambiante hacedor de leyendas y demoledor de otras era el misterio deseado y tenido del futuro incierto que anhelaba conocer. Isaac miraba y solo llegaba a decir “azul” porque era lo único que sabía de él, le dolía enormemente la belleza de su incomprensión y sabía perfectamente que así como uno puede enamorarse y amar a una mujer solo por su belleza, así también podría amar el misterio que encerraba aquel color azul.



            Serban besaba a Yerkari mientras en  la televisión Silvestre caía desde el ático de un edificio cuando intentaba, esta vez por fin, comerse el canario. Silvestre caía y alguien decía “pobre lindo gatito”. Serban seguía besando a Yerkari y yo los miraba. Resultaba extraño ver a dos hombre besarse en el mismo sofá donde yo estaba. sin embargo los envidiaba. Veía que en aquellos besos, suaves, cortos, llenos de amor, había algo más que lo que yo recibía de Xania. Se levantaron y se fueron y yo me quedé con Silvestre aplastado contra el suelo. Pobre Silvestre. Sabía que estaban en su habitación, los imaginaba como aquel día que abrí la puerta por descuido, uno al lado del otro, desnudos, entre las sábanas, jadeando y besándose, lamiéndose, sudando. Silvestre se levantaba y volvía a subir por la escalera de incendios con un martillo en una de sus garras, llegaba hasta la jaula donde dormía el canario y esta vez sí, se lo comería. Pero en el último momento, como siempre, el gato caía inexorablemente al vacío mientras alguien decía “pobre lindo gatito”. En lo más íntimo de mi ser tenía dudas sobre Xania; existía algo, un sentimiento infundado probablemente, algún recuerdo mal reciclado, que me hacía dudar sobre mi relación con Xania. En el fuero más interno tenía la certeza de que faltaba un nexo de unión importante entre los dos, aunque no sabía cual podía ser. Pero yo la quería, o por lo menos la estaba empezando a querer; la necesitaba cerca, irremisiblemente, no podía estar mucho tiempo lejos de ella y encontrarme con mi soledad cara a cara. Xania también me quería; su forma de mirarme lo demostraba, una mirada expresa ese sentimiento perfectamente. Ahora Serban y Yerkari estarían mirándose, mirando el techo, como el de todas las habitaciones de la casa, y en el silencio de las sábanas revueltas las manos juntas se dirían te quiero calladamente. Silvestre, cual ave Fenix, se había vuelto a levantar desde el suelo y ahora subía por la pared agarrándose a una cuerda. Subía rápido y con ambición hacia su presa, esta vez nadie lo pararía. Pero en el último momento el canario sacaba unas enormes tijeras y cortaba la cuerda, y como siempre, el gato caía inexorablemente al vacío mientras alguien decía “pobre lindo gatito”. Xania se había colado en mi cabeza. Xania, la de los ojos verdes y las curvas perfectas de las caderas, suave vaivén, que entrelazaba mi pensamiento a su cama y a su cuerpo de inocencia violada, no dejaba en paz mi paz ni mi presente en la dulce espera del que ya no espera nada. Silvestre se ha ido y han venido Tom y Jerry. Pobres gatos. También han venido Serban y Yerkari, me han mirado y me han sonreído como aquel que no sabe nada. Yo también les he sonreído. Se han sentado y me han preguntado por los dibujos animados. Todavía no se han soltado de la mano.

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