La importancia de la
felicidad radica en su conocimiento. De poco sirve ser feliz si no se tiene
constancia de ello, por eso nos damos cuenta muchas veces de ella cuando ya no
la tenemos, sabemos que la hemos tenido por comparación con el estado posterior
de tristeza. Quien percibe la felicidad en el momento de tenerla es quien
conoce realmente la felicidad, hacerse una idea de ella por un recuerdo
aproximado es ver solo el reflejo en un charco de agua, se difumina. Con la
tristeza sucede lo contrario, generalmente todo el mundo sabe que está triste
cuando realmente lo está, nadie tiene que esperar a ser feliz para darse cuenta
de un estado emocional tan sencillo, la felicidad parece algo mucho más
complejo. Esto es debido a que la consecución de un estado de felicidad viene
ligado al cumplimiento de unas expectativas, mientras que para el estado de
tristeza no es necesario cumplir ninguna; algo por otra parte más simple de
conseguir. Quizás por eso haya en el mundo más pena que gloria, por una mala
distribución de recursos materiales y una falta de recursos morales.
- ¿Y tú eres feliz?
- ¡Qué pregunta tan absurda!
- No lo sé, por eso te lo pregunto.
- ¿Tú qué crees?
- Que sí.
- Enhorabuena, con otra oportunidad acertarás.
- ¿Y por qué no eres feliz?
- Porque no cumplo mis expectativas. ¿Acaso tú lo eres?
- No lo sé.
- Una duda siempre es una negación. Nadie puede dudar de
algo tan obvio.
- Tienes razón, no lo soy, era solo que no me esperaba la
pregunta.
- Pues nunca preguntes algo que no quieras que te
pregunten a ti.
- ¿Por qué me has dicho todo eso sobre la felicidad?
- Para que no te equivoques, la felicidad cotiza cara en
el mercado.
Miré el reloj.
- ¡Mierda! Me tengo que ir, llego tarde - dije
levantándome y cogiendo la chaqueta que estaba en el perchero.
- Suerte.
- No te preocupes, controlo la situación.
Cerré la puerta de la habitación y dejé a Isaac tumbado
sobre la cama. Salí a la calle y decidí ir andando, no hacía frío y la brisa de
la noche podría ayudarme a ordenar los pensamientos. Estaba decidido, solamente
pensarlo me dolía el alma, pero había tomado la decisión que creía más adecuada
y no estaba dispuesto a cambiarla. Había imaginado todas las situaciones, todas
las opciones posibles, que llorase, que se callase, que pidiese otra
oportunidad, que se levantase y se marchase, incluso que me insultase, pero la
decisión estaba tomada y era inamovible. Miraba hacia atrás, un año casi, y los
recuerdos pasaban vertiginosamente por mi memoria como las losas por debajo de
la suela de mis zapatos, miraba hacia atrás y me detenía en la última vez que
nos habíamos visto, con toda aquella cordialidad fría e inerte que congelaba
las miradas y los gestos, hace tiempo ya muertos. Terminar y dejar un hermoso
recuerdo para el futuro, mejor detener la caída antes de tocar fondo y
embarrarlo todo con el lodo que siempre queda abajo. Es probable que el peso de
la conciencia unido a unos celos absurdos hubiesen tomado la mayor parte de la
responsabilidad en todo el asunto, una conciencia maltrecha por los
remordimientos de la infidelidad que podrían haber ocasionado la cuesta abajo
iniciada hacía tiempo, tal vez un complejo de culpabilidad desafortunado
demasiado pesado para tan poco espacio. La gente, más extraña que nunca,
desfilaba a mi alrededor, como el agua que se bifurca en la corriente rota por
una roca en medio del río, miraba las farolas imposibles que daban luz, la
misma luz que había faltado dentro de mi cabeza, buscando el tabaco en los
bolsillos, maldito tabaco que faltaba en el momento más inoportuno, una vez
más, y los labios mudos, callados, sumidos en el recuerdo de aquel primer beso
casi olvidado, cómo olvidarlo si pudo ser ayer, sin darme cuenta, y ahora en un
suave letargo, qué ironía, después de la tempestad de un año de trabajo activo.
Es curioso observar cómo la memoria tiende a quedarse con los recuerdos que
prefiere, no siempre, pero sí generalmente, polarizándose en lo bueno o en lo
malo, dirigida inconscientemente por el corazón que necesita de esos recuerdos,
y suele ser necesario bastante tiempo para recobrar una objetividad que no
vuelve nunca a ser perfecta. Es probable que la mía se quedase con aquellos
buenos recuerdos a causa del amor que aún sentía por ella, un amor que ahora
dolía demasiado como para intentar seguir alimentándolo, siquiera enderezarlo.
Tras casi media hora de camino llegué al lugar indicado,
otra vez el Sumtrab, a ella le gustaba y para qué negarle el último deseo, pero
comenzaba a cogerle verdadera antipatía a este maldito sitio y después de esa
tarde seguramente aumentaría ese sentimiento. Entré y allí seguían las mismas
mesas cuadradas y las mismas sillas de terciopelo, observé y ahí estaba, en una
esquina, con su café con leche esperando paciente mi llegada.
- Buenas tardes - pronunció sonriendo desde el otro lado
de la mesa.
- Buenas tardes, Xania.
Pedí otro café con leche, nos miramos silenciosamente y
sonreímos recíprocamente. Este era el momento más adecuado, para qué alargar
más la espera inútil, intenté remover un poco el azúcar vertida en la taza pero
el nerviosismo no me lo permitió, dejé la cucharilla y apoyé los brazos sobre
la mesa, suavemente, mirándola tras un silencio que se alargaba excesivamente,
observando sus hermosos ojos verdes, todavía ahora me parecían más hermosos por
no ser ya míos, tomé aire y busqué las palabras adecuadas.
- ¿Lo dejamos?
Simplemente. Había imaginado todas las situaciones
posibles, todas las opciones, desde todas las perspectivas, pero aquella se me
había escapado a la imaginación.
- ¿Tienes un cigarro? - le pregunté con voz quebrada.
- ¿Un cigarro?
- Sí, un cigarro, es que me he quedado sin tabaco.
Me dio uno, yo a ella las gracias. Nunca pensé que
pudiese resultar tan fácil, no había pronunciado una sola palabra y ya estaba
todo hecho; sin embargo me dolía en el alma que fuese ella quien lo hubiese
dicho, pensar que ya no sentía nada especial por mí.
- Bueno, ¿qué me dices?
La respuesta ya la sabía, solo que no sabía cual era forma
más adecuada de decirla. Aspiré fuertemente el humo y lo expulsé lentamente
viendo cómo desaparecía.
- Creo que será lo más adecuado.
A veces resulta absurdo pensar cómo todo puede ser
diferente a como uno lo piensa, se nos escapan demasiados factores de las manos
como para poder controlar la situación, incluso los propios. Después la
conversación discurrió alegremente, como la de dos buenos amigos, los dos
sabíamos que era lo más acertado y como tal lo aceptamos. Nos dijimos muchas
cosas durante algo más de una hora, cosas generalmente bastante triviales, qué
otra cosa se puede decir en determinados momentos, mirándonos, mirándola,
sintiendo cómo el peso que me atenazaba se marchaba lentamente para dejar libre
un espacio que luego no se volvería a llenar, que se quedaría vacío. Cuando nos
despedimos nos dimos dos besos, uno en cada mejilla, como dos buenos amigos, el
beso de Judas pensé, por ser más falsos que el propio Judas, sin embargo quizás
estuviesen llenos de buenas intenciones, no lo sé, pero yo hubiese preferido
solamente uno, el último de verdad, con el que poder sellar la puerta que no
volveríamos a cruzar.
De regreso a casa, otra vez andando, las palabras de
Isaac volvían fuertes a los oídos, todo el mundo sabe cuando está triste, no
hace falta más que sentirlo, y yo lo estaba sintiendo; cierto es que el paso de
vuelta era mucho más relajado que el de ida, pero el hecho de que hubiese sido
ella quien hubiese puesto punto final significaba que ella también lo daba por
terminado, una idea que detestaba, no por orgullo sino porque lo consideraba un
fracaso por mi parte, ya lo había dicho siempre, ella no era feliz y yo no había sido capaz de cambiar esa situación.
Después de los besos me dijo que algún día quedaríamos para tomar un café y contamos
las cosas, como buenos amigos, y tras la sonrisa afirmativa que le regalé
escondí la respuesta que los dos sabíamos demasiado bien que era la verdadera.
Algún día, pronto, adiós, cuídate, suerte, sé feliz, llámame. Lo que no pude
imaginar es que no lo volvería a ver nunca más en mi vida.
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