Me has puesto entre los
derrotados. Sé bien
que no ganaré, que no
podré dejar la partida. ¡Me echaré
en la charca, aunque
no sea más que para irme al fondo!
¡Jugaré al juego de mi
propia ruina!
Apostaré
cuanto tengo; y cuando haya perdido lo último, me pondré a mí mismo.
Entonces, ya arruinado del
todo, habré ganado.
R.
Tagore
Separé mis labios de su boca para acercarlos a la botella
y darle un buen trago. Hacía frío y quizás la mala ginebra podría quitármelo
momentáneamente. En el callejón unas raquíticas farolas intentaban sin
conseguirlo iluminar lo poco que había de iluminable. Un perro cruzó a nuestro lado oliéndome la cabeza para luego
marcharse a otra parte. Había bastante silencio, roto solamente por el paso
fugaz de algún coche que en la calle paralela cruzaba ajeno. Miré alrededor, un
par de cubos de basura y unas cuantas bolsas esparcidas por el suelo eran los
únicos muebles que la poblaban. Volví a besarle, seguía teniendo los labios
fríos y llagados. Se levantó y comenzó a andar lentamente, cojeando de su
pierna derecha, se giró hacía mí e intentó sonreír, pero su rostro solo mostró
una mueca mal formada que a duras penas podía expresar algo. Lo poco que
quedaba dentro de la botella lo apuré de un trago largo. Daba igual, más,
menos, una vez que el círculo se cerraba lo trivial era intentar buscar el fin.
Intenté buscar en la memoria algo que recordara un suceso semejante, un hermano
lejano del momento que estaba viviendo, pero no había nada. Sentí una extraña
sensación en el estómago y me eché a un lado para vomitar, luego volví a mi
posición inicial tumbándome sobre la sucia acera. Al cerrar los ojos la imagen
difuminada anterior se detuvo por un momento en un plano fijo antes de retomar
la misma imagen en la oscuridad de los ojos cerrados. Quería dormir, cuánto
antes mejor, olvidar el dolor del cuerpo y la duda de la mente, no quería tener
que pensar, intentar encontrar algún tipo de punto de apoyo donde poder
agarrarme sin quemarme las manos. En un gesto inconsciente, como sin querer,
abracé la botella vacía contra mi cuerpo y me dormí sin poder soñar con nada.
Al despertar estaba solo, Isaac se había marchado a
alguna parte, ya volvería. Miré la botella vacía que todavía tenía sobre el
pecho y la tiré contra el cubo de la basura sin conseguir alcanzarlo. Sentí un
extraño sabor en la boca que ya me era familiar, busqué en alguna bolsa
cualquier cosa que poder introducirme en el estómago, pero esta vez no hubo
suerte y decidí caminar. La resaca se había alojado omnipresente en mi cabeza y
el estómago pedía a gritos algo que engullir, no había ni una mala botella que
pudiese hacer olvidar el malestar físico que abotargaba mi cuerpo y lo
abarrotaba. Aquel era un barrio poco conocido, eran casas de tres o cuatro
pisos, de fachada sucia, un poco grisácea, donde muchas de las paredes estaban
pintadas con graffitis de llamativos colores. Por suerte pude encontrar algo
que comer, siempre había algo aprovechable donde parecía no haber nada. A veces
esto me hacía recordar aquello que al principio en Martaux, cuando conocí a
Isaac, me contó sobre “sin patillas”, aquel individuo que hacía escultura con
la basura porque no tenía dinero para hacerlo con otra cosa, “el arte del
desperdicio” le gustaba llamar a Isaac; ahora yo también sabía que de ahí se
podía sacar algo más imprescindible.
Con algo en el estómago y con la cabeza más despejada
pude comenzar a recordar pequeños fragmentos de la noche anterior; miré al cielo
y observé que continuaba igual de azul que el día pasado cuando lo había
mirado, poco antes de que en mi cabeza se hiciera de noche y ya casi todo fuera
oscuro, Isaac se acercó hasta el límite de mi cuerpo y me traspasó sin
preguntar por la frontera que había perdido todo el sentido de la realidad
desdibujándose. Qué más daba, en un descuido había esbozado casi
ininteligiblemente en un susurro algo semejante al amor o la amistad, o a la
soledad (a veces se parecen tanto), y entre los grados de alcohol su aliento
había penetrado en mi boca formando un todo compacto de ginebra. Todo lo demás
vino por inercia, una sucesión para encontrar la respuesta adecuada a la
pregunta, el hecho de que me la hiciese ya me resultaba extraño y requería su
tiempo. ¿Realmente podía ser cierto? No lo sé, la duda era lo único cierto.
Ahora se veía claro, todos estos años no habían sido más que un tupido velo al
miedo del qué dirán, que dirá, y qué importaba si en Martaux era lo habitual,
uno más no habría sido la excepción en la casa. De hecho, desde aquel día en
que había sorprendido a Serban y Yerkari dentro de aquella cama los pocos
prejuicios que había podido tener acerca de la homosexualidad se habían
disipado por completo; sin embargo nunca había ni siquiera imaginado que yo
pudiese hacer algo parecido. Ahora se veía claro por qué Isaac no había estado
con ninguna mujer en Martaux, todo este tiempo rodeado de un silencio
solitario, él, que siempre había sido indiferente a la opinión de la gente,
pasivo ya de casi todo y olvidado por lo restante. ¿Y yo? Uno más entre la más
absoluta nada de la sociedad, despreciándonos recíprocamente, ella y yo, yo y
ella, luchando por seguir en la derrota inamovible de la posición que ocupaba,
literalmente al lado del cubo de la basura. ¿Qué había sido de los sueños?
También ellos parecían algo casi olvidado por el peso de la dejadez, la idea
obsesiva del último año circundando incesantemente alrededor de las orejas que
ocupaba el tiempo muerto de mi cerebro a todas horas. Sin embargo era curioso,
llegaba en un momento en que todo aquello parecía perder la importancia que en
un principio debía tener para convertirse solo en una elucubración mental
mecánicamente repetida. ¿Qué importaban mis sueños? ¿Qué importaban todas las
historias, pasadas? ¿Qué importaba que Isaac me besase, me hiciese el amor, me
acariciase como a su amante? Todo parecía mejor que estar solo.
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