Con cariño, Xania. Cogí la
escayola y lo volví a leer. Con cariño, Xania. Dejé la escayola sobre el banco
de color verde y miré a Isaac antes de sentarme a la mesa.
- Lo tenías que haber visto - decía Serban gesticulando
con las manos en un tono casi de exclamación - se cae en un escalón y se le
rompe la escayola por la mitad, como lo oyes, y lo más curioso de todo es que
milagrosamente no se hizo nada en la pierna.
- Tuvimos que ir al hospital a que le pusieran otra
nueva. Nos tenías que haber visto, nosotros tres borrachos en la sala de espera
y él dentro con los de urgencias todavía más borracho.
Y los dos se reían. Bormano intentaba esbozar una sonrisa
con su escayola nueva, mientras, Isaac hacía
una mueca antes de introducirse la cuchara llena de sopa en la boca en
ademán de sonreír, mirándome y observando cómo bajaba la vista sobre mi plato.
Dentro de mi cabeza alguien había formado un grupo con maracas, el malestar de
la resaca que pensaba no tendría me alejaba de hacer cualquier gesto
innecesario, ni siquiera levanté la cabeza para mirar a Yerkari y sonreírle el
comentario.
- Fue poco después de irte, al salir de aquel sitio,
acuérdate, había dos escalones, pone mal la muleta y se cae delante nuestro
como quien se tira a la cama. Lo tenías que haber visto.
Serban y Yerkari siguieron contando el suceso de la noche
anterior; era el día de Navidad y solo quería olvidarme de la maldita resaca
que me taladraba la cabeza y de lo sucedido en la casa de María, como la
virgen, había dicho. La sopa se acabó y después continuó todo lo demás, la
langosta, la tarta, el café que me recordaba a María desnuda. Decidí hacerme un
porro y sin darme cuenta me fumé dos más. Me levanté y les dije que me iba a
dormir un poco más. La escayola seguía en el mismo sitio. Con cariño, Xania.
Escrito en negro.
-¿Qué vas a hacer con la escayola? - le pregunté a
Bormano.
- Guardarla de recuerdo.
Cerré la puerta y me dirigí a mi cama, me metí dentro de
ella y me apreté contra las sábanas. Podía recordar perfectamente todo lo
sucedido, cómo me había mirado y cómo me había hablado, la invitación al café,
la tela azul sobre el suelo, sus tetas, sus labios, su cuerpo entero y la cara
de Xania llena de amargura. Decidí no
decirle nada, no hacerle daño después de habérselo hecho. Ojos que no ven corazón que no siente, que las palabras puede
no llevárselas el viento y los recuerdos en mi cabeza no le pueden herir a
nadie más que a mí. Intenté dormir sin éxito, y cuando parecía que iba a
lograrlo la puerta se abrió y por ella apareció Isaac, que también iba a
dormir. Caminó sigilosamente hasta su cama y antes de acostarse me miró,
cruzándose nuestra mirada.
- ¿Dónde te metiste ayer? Dijiste que venías para casa -
preguntó.
Le observé callado, intentando ganar tiempo para
coordinar una respuesta coherente y convincente. Recordaba que al llegar a
casa, ya de día, Isaac se había girado en la cama al cerrar la puerta de la
habitación y me había mirado callado, por un momento, para luego cerrar los
ojos y volver a dormirse.
- Me encontré con un par de tipos y me fui con ellos a
tomar la última copa. Por eso llegué más tarde.
Respuesta correcta. Isaac se metió en la cama y se olvidó
de mí. Abracé la alhomada concentrándome en encontrar pronto el sueño. Pero el
sueño parecía no querer venir nunca y alejarme por un tiempo de mi conciencia.
Xania, ¿dónde estarías ahora, tan lejos en este momento? Me callaría, eso era algo
indudable, no podía permitirme el lujo de perderla, la quería demasiado.
Entonces ¿ por qué había sido infiel? Quizás no lo era, siempre le había
querido solamente a ella y mi acto solamente era un prejuicio cultural, o tal
vez ya lo era hace mucho tiempo, desde que vi aquel cuerpo desnudo detrás de la
ventana deseándolo; sabía de sobra qué podría pasar cuando decidí subir a su
casa, si no por qué había subido, ni yo mismo me creía que solo quería tomar
café con ella, hay miradas que no saben mentir por más que lo pretendan. ¿Dónde
había dejado el respeto que le tenía? ¿Y qué era el respeto? Delante mío seguía
viendo el cuerpo de aquella mujer, moviéndose para mí,, sobre mí, inclinado
sobre la taza de café con el escote sobre mi cara, deseoso de ser tocado, y yo,
pobre mortal que no soy de piedra; no era mi culpa. La resaca se había ido por
el efecto de los porros, ya no me dolía la cabeza, simplemente no la sentía. Di
un par de vueltas en la cama y me abracé más fuerte a la almohada, cuánto se
puede abrazar a la almohada, pensé, nunca se queja, nunca protesta, solamente
permanece fría.
Me levanté y me fui al salón, había pasado una hora y no
había conseguido dormir. Seguía sin sentir la cabeza, me senté en el sofá y
miré a la pantalla encendida. La mesa estaba recogida, Serban y Yerkari no
estaban pero Bormano permanecía a mi lado. Le brillaba la escayola nueva,
blanca inmaculada, todavía no tenía nada escrito, ni ese color de suciedad que
impregnaba a la anterior. Por la pantalla aparecía la misma película de Navidad
que el año pasado, de todos los años. Bormano no tenía buena cara, todavía
llevaba impresas en la cara las secuelas de la juerga de la noche pasada. Pese
a la caída había tenido suerte, por lo visto la pierna había permanecido
indemne al accidente. Como ninguno de los dos teníamos mucha intención de
hablar nos limitamos a cruzar unas pocas palabras mientras nuestras miradas se
dirigían al niño que volvía a recuperar a su padre perdido. Su casa, que por lo
general solía estar bastante bulliciosa, no emitía más sonido que el
proveniente de la televisión. Miré a la ventana y pude observar la ventana
desde donde unas horas antes había estado mirando la misma calle que ahora veía
desde esta otra parte. Las cortinas estaban abiertas y me introduje con la
mirada y el recuerdo en esa habitación que ahora conocía tan bien, donde estaba
el sofá del delito y la mesita de la taza de café, la alfombra oscura y la
lengua de María.
- ¿Te distes cuenta cómo nos miraba ayer?
- ¿Qué? - le dije a Bormano.
- Si te distes cuenta cómo nos miraba ayer la vecina en
el aquel sitio donde estuvimos al principio.
Por lo visto yo no era el único que se había dado cuenta,
Bormano también había notado aquella mirada tan persistente que nos había
dirigido.
- ¿Qué vecina?
- La de enfrente, la que se desnuda delante nuestro, ahí,
en la ventana. Recuerdo que estaba bailando y que varias veces me miró la
pierna.
- No. No la recuerdo ahora mismo.
- Pues tenías que haberla visto. Cómo bailaba la muy
zorra, se movía como una serpiente. Cómo me gustaría follármela un día de
estos, joder tío, cómo se movía. ¿Cuántas personas conoces que se desnuden
delante de la ventana? Y lo buena que está, por eso lo hace, para excitar a los
demás.
Como si fuese una charla a tres, tras la ventana apareció
María medio desnuda para observar el cielo que empezaba a oscurecer, miró hacia
nosotros y sonrió. Luego se marchó.
- ¿Qué te decía? Me pone cardiaco, un día de estos va a
saber lo que es un hombre de verdad.
Bormano no solía ser tan explícito en este tipo de
observaciones.
-¿Y Leslia? - Tanteé.
Me miró calladamente. Se tomó unos momentos de reflexión
y después volvió a mirar hacia la ventana del edificio de enfrente.
- Sí, es cierto, Leslia. Si me lo permitiese la
conciencia ya lo hubiese hecho hace tiempo. Siempre me pasa lo mismo, digo
mucho y nunca hago nada, pero es que esa zorra ya me insinuó algo una vez. De
todas formas no merece la pena perder el tiempo con alguien que se ha tirado a
media ciudad, prefiero tener la conciencia tranquila.
- Te entiendo perfectamente.
Volvimos a la pantalla y al silencio roto por los
anuncios de champan, por los turrones, las colonias, las migas que aún
permanecían en el suelo, las películas blancas, las colonias, los turrones, los
coches, coca-cola y los niños cantores de Viena. Después el padre abrazaba al
hijo reencontrado.
Isaac me dijo que le llevase a la chatarrería; no me
explicó muy bien el motivo. Debajo del brazo llevaba una carpeta azul con tapas
de cartón; apenas quedaban un par de días para acabar el año, dejamos a Bormano
con la escayola sobre una silla y nos marchamos a la chatarrería. Ésta seguía
parecida a la última vez que la había visto, tres semanas antes, y desde
entonces parecía que no había habido mucho movimiento. Llegamos y nos bajamos
delante de la casa, Isaac buscó algo de madera y un poco de cartón y lo roció
con gasolina, después le prendió fuego. Era uno de esos días de Diciembre donde
el cielo permanece azul y el viento calmado, Isaac abrió la carpeta y comenzó a
tirar los papeles de uno en uno, mirándolos por encima, al fuego, los ojeaba y
los tiraba, viendo cómo se quemaban en un instante. Podía distinguir claramente
cómo aquellos papeles que Isaac estaba quemando eran los mismos que en tantas
noches había escrito y que alguna vez me había dejado leer; ahora los dejaba
caer a la hoguera sin el más mínimo gesto de tristeza, solo los veía quemarse y
desaparecer.
- ¿Qué haces? - le pregunté con extrañeza.
- Quemarlos ¿no lo ves? - respondió con calma mientras
seguía tirando las hojas lentamente.
- ¿Y para esto me has hecho venir hasta aquí?
- ¿No querrías que hubiese hecho una hoguera en casa?
- No, no me refiero a eso, - le objeté - lo que digo es
que si lo que querías era deshacerte de ellos podrías haberlos tirado a la
basura.
- No, quería quemarlo, hacerlo desaparecer completamente.
Teníamos tiempo. Habíamos dicho que iríamos a comer y
todavía quedaban un par de horas aproximadamente. Mientras, observaba cómo las
cenizas se iban acumulando.
- ¿Y para qué las querías quemar? - le volví a preguntar.
- Porque ya lo he terminado.
- ¿El qué?
- Esto. ¿No lo ves? lo que estoy quemando.
- ¿Y que era?
- Algo parecido a una novela, no sabría muy bien cómo
definirlo.
- ¿Y por qué lo quieres quemar?
- Ya te lo he dicho, porque ya la había terminado.
- Es que no entiendo por qué quieres tirar algo que te ha
costado tanto hacer. Pensaba que te lo quedarías.
En la carpeta azul cada vez le quedaban menos hojas,
realmente ya le quedaban muy pocas, casi ninguna.
- ¿Te acuerdas de lo que te dije un día acerca de las
hojas vacías y las hojas llenas? Una vez que ya está escrita no la quiero para
nada. Por lo menos en un cuadro se podría volver a pintar encima. Además, no me
acababa de convencer.
Y dicho esto terminó de tirar la última hoja. Miró por un
momento la carpeta y también la tiró a la pequeña hoguera que empezaba a
flaquear.
- Ya nos podemos marchar.
Nos dirigimos hacia el coche, nos montamos, arranqué y
nos marchamos para casa; todavía se veían los últimos alientos de la hoguera.
- ¿Por qué has tirado la carpeta? Te podría haber servido
para algo.
- Había puesto el título en la cubierta - respondió
sacando el mechero plateado del bolsillo y encendiendo el cigarrillo que se
acababa de colocar en la boca.
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