Aquella chica se metió en
mis pensamientos sin mi permiso, buscó una habitación dentro de mi cabeza y se
instaló en ella. Los ruidos del motor del viejo camión se mezclaban con su pelo
y las curvas de la carretera con las de aquella mujer. Era un sentimiento
obsesivo, la obsesión que se centra en una imagen y en un nombre, donde los recuerdos
son ficticios e inventados porque los que deberían ser ciertos no existen o son
escasos, y en último término se han manipulado tanto que han perdido la
objetividad en la barra de algún bar tomando copas. No la volví a ver en una
buena temporada. Observé todas las perspectivas, todos los puntos de vista, el
mío, el suyo y el de los demás. El hecho de que apenas me relacionase con
mujeres pudo hacer que aquella obsesión perviviese aún más y sin mi
consentimiento, de tal modo que aquel sentimiento permaneciese indeleble.
Isaac me dijo que había necesitado toda la luz del mundo
para seguir viendo y había tenido que salir el sol para echarle una mano, luego
las dos chicas se habían marchado. Me preguntaba por Xania y yo le decía que la
buena suerte no siempre es compañera fiel; me miraba, sonreía, buscaba su
mechero plateado y encendiendo un cigarro aspiraba fuertemente el humo. La
nieve duró un par de días y luego se marchó cómo vino, sin avisar. Fue como si
con ella hubiese caído chatarra y luego al desaparecer hubiese quedado la
chatarra, porque de repente nos encontramos montones y montones de chatarra;
era como si el mundo se hubiese quedado viejo y ya no sirviese para nada más
que para esperar nuestra llegada y llevárnoslo en nuestro camión. Conocimos todos
los lugares en cien kilómetros a la redonda. Vimos extenderse la playa como una
serpiente dormida bordeando el mar. Por el banco rosa siguieron pasando en
busca de un poco más de fantasía las gentes que ya conocía de vista, hasta que
alguien insinuó que aquel ya era aburrido y lo pintó de azul. Martaux fue
haciéndose cada vez un poco más nuestra; la ciudad no era tan grande y los
rincones no estaban tan escondidos como para no ser vistos. Fue un tiempo donde
no escasearon las cervezas, las noches tenían el color ocre de los botellas y
no era extraño acabar formando regimiento con ellos. Mientras, Isaac escribía.
Miraba la hoja en blanco y luego la llenaba, quizás por miedo a su pureza.
- Una hoja en blanco es la oportunidad del futuro. No
puedes mirarla y dejarla como está. Debes hacerla tuya, poseerla. Una hoja
vacía te recuerda que puedes cambiarla, modelarla a tu forma y disposición. Una
hoja en blanco forma parte de uno mismo. Al final acaba queriéndosele, porque
una hoja llena ya es ajena, es como el pasado, ya no le pertenece a uno mismo,
no lo puedes cambiar. por eso prefiero la hoja vacía, sé que en ella puedo ser
lo que quiera y lo que seguramente no podré ser en la realidad, pero al
escribirla esa personalidad ficticia se convierte por el mismo hecho de
escribirla en realidad, tan real como lo que puedo vivir. Mi literatura soy yo
y yo soy mi literatura, y en ella ya he vivido mil vidas y viviré muchas más.
Un día conté el poco dinero que tenía ahorrado y tomé la
decisión, llevaba tiempo rondando la idea y finalmente lo decidí. Era un buen
día de cielo azul, nos montamos Isaac y yo en el coche de Bormano y junto con
él nos fuimos a una casa de las afueras donde vivía un tipo que conocía Bormano
de hacía algún tiempo. Nos llevó detrás de la casa, una gran casa sucia de
ladrillo barato hecha hace años, y allí tenía el coche. Era un coche desgastado
pero por lo que dijo Bormano en buen uso. La chapa había perdido su brillo
original y la tapicería un poco agujereada tenía un poco de polvo. Pero era
bonita; gris, de cuero viejo, donde los años habían dejado su huella. Rusko,
que así se llamaba el tipo, me dio las llaves y fuimos a dar una vuelta para
probarlo. El motor sonaba bien. Buscamos la playa y hacía allí nos dirigimos.
En la playa los primeros días de cierto calor habían hecho asomar a los
bañistas más atrevidos que se afanaban por probar el agua aún fría. La arena
estaba limpia y suave. Paramos el coche y nos metimos en “El rincón del
percebe”, una tasca que ya llevaba mucho tiempo, no como los nuevos pubs de
metal y luz, sino de madera vieja y música baja. Pedimos cuatro cervezas.
- Parece que ha llegado la primavera.
- Una más.
- ¿Y el coche qué te parece? - preguntó Rusko.
- Creo que va bastante bien - le contesté.
- Le cambié el motor hace poco y tiene la caja nueva.
Bormano asintió corroborando que era cierto.
- ¿Y tú por qué no lo quieres?
Me miró, sonrió en un gesto confidente y dijo que ya
tenía fichado otro. Bebimos las cervezas. Miramos la playa por última vez y nos
marchamos en el coche. Volvimos a casa de Rusko, le pagué, nos estrechamos las
manos y fuimos.
Desde aquel día tuve coche. Era un buen coche, fue un
buen coche. A veces lo cogía y me perdía entre las carreteras, buscando con la
mente a Xania. Me perdía por las carreteras y con ella me encontraba, lejos del
momento y lejos del presente. Solo la había visto en aquella ocasión. Llegaron
los días de verde y las noches templadas. Mazur fue volviéndose un recuerdo
borroso donde apenas la niebla dejaba ver sombras del pasado, donde una vez
nací y donde había crecido y de donde me marché buscando futuro.
Llegó Abril. Y tan rápido como había venido la chatarra
se fue. No quedaba, simplemente. Isaac rascaba la piedra del mechero, encendía
el porro y suspiraba. Decía - qué le vamos a hacer - y el humo se le escapaba
entre los labios al decirlo.
- Si no hay, no hay. No le des más vueltas. De todas
formas acuérdate que antes tampoco había mucha. Si no hay, no hay, y si no
llega el dinero ya lo buscaremos en otra parte. Seguro que Bormano conoce a
alguien que nos pueda dar algo. Espera un poco.
- No creas que puedo esperar mucho, después de pagar el
coche me he quedado sin dinero. Tú no tienes ese problema.
- Tranquilo, tienes casa y el coche. Tranquilo, hombre,
que de algún sitio se sacará; no te rompas la cabeza.
Y dicho esto callaba y apagaba la colilla en el cenicero.
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