martes, 1 de abril de 2014

el espíritu de los tiempos (2º)



Recuerdo que me encontré en el asiento delantero de aquel viejo coche amarillo de segunda mano con Bormano al volante. Recuerdo que Pinkel se escurrió por el asiento de atrás para leer nuevas páginas de su camino hacia cualquier parte, dijo que quizás allí encontrase lo que estaba buscando, que no sabía que era exactamente pero que lo sabría cuando lo tuviese delante. De las ventanas de nuestro Mazur nadie salió a prestarnos sus lágrimas para el viaje y solo el viento y la fría mañana, más gélida por estar más olvidada, levantaron su mano en señal de despedida. Bormano buscó en la radio alguna hermosa canción de carretera pero solo encontró el viejo blues de una guitarra desgarrada. Dentro el olor de la sucia tapicería pronto se adueñó de nosotros, hasta que con el tiempo fuimos acostumbrándonos.
            - Allí donde vamos la luz es más clara y el sol más fuerte - decía Bormano encendiéndose un cigarrillo - Conozco un par de individuos que nos dejarán dormir en su casa. Son un par de amigos que encontré allí cuando estuve una temporada.
            Detrás Pinkel, el elemento que había visto aquella noche en la mesa de billar, liaba un porro de marihuana con la misma suavidad con la que acariciaba aquel largo palo marrón antes de jugar las bolas. Mientras, miraba las últimas casas de la ciudad que dejábamos atrás. Delante se extendía un ancho valle por donde se escondía la carretera. Rasgó la piedra del mechero y el intenso olor del porro inundó el coche.
            - No juegas mal al billar.
            - Bah, solo me defiendo, es un juego que me gusta.
            - Sí, pero aquella noche no había nadie que te ganase.
            - Fue solo una buena noche, reconozco que pude tener algo de suerte. No siempre gano, hay noches que es mejor que no hubiese tocado una bola. Son esas noches donde las malditas bolas parecen que tienen vida y deciden sus propias trayectorias, ya sabes, y entonces da igual cómo le des que sabes que no van a entrar en ningún agujero.
            Mientras hablaba le miré por el retrovisor. Podía ver el brillo de aquel tipo mal afeitado, cómo nacía el humo desde el porro perfectamente liado que sujetaba con sus labios, como si esa marihuana dentro del papel de arroz hubiese estado ahí desde la creación del mundo y ya formase parte de su cuerpo. El humo se expandía lentamente hasta llegar a la ventanilla abierta por donde se perdía para correr libre.
            - Hey, Beep, toma - me dijo alargando el brazo ofreciéndome el porro - Tu nombre era Marcel, ¿No?
            - Sí, lo que pasa es que la mayoría me llaman Beep, de Beeper, que es mi apellido - respondí cogiéndole el porro dándole un par de buenas caladas - Buena María, me gusta.
            - Marcel Beeper, Beep me gusta, no sé por qué pero me gusta, parece nombre de alguien importante.
            - Gracias, pero solamente es el mío y no soy alguien muy importante por ahora, creo.
            En realidad ninguno de los tres éramos muy importantes, ni por nadie ni para nadie; poco dejábamos atrás y poco nos importaba. Éramos impresos de quiniela en busca de la combinación correcta y lo sabíamos demasiado bien, en el rumbo de los neumáticos estaba nuestro futuro y nos daba igual la dirección porque en todas ellas podíamos encontrar lo mismo.
            - Si no te importa te llamo Marcel, Beep me suena a marca publicitaria, a pantalones vaqueros.
            - Me da igual, todos soy yo - y reí.
            Le pasé la pava a Bormano, que parecía estar muy lejos, probablemente cerca de la guitarra que tocaba el blues. Me miró por un momento y sonrió antes de volver la mirada a la línea gris. Nadie sabía exactamente quién fue el primero que le había llamado dos narices pero todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que quien lo hizo lo conocía bien. Era un individuo que uno los prefiere de su parte y no de la contraria, sobretodo en determinados momentos conflictivos. Aspiró el humo y lo expulsó lentamente, sin prisa. El pedal, pisado hasta el fondo, hacía que nos lanzásemos a más de ciento sesenta mientras escuchábamos la tos del motor forzado. Debajo de nuestros asientos podíamos sentir el rechinar del esqueleto sin aliento del coche igual que sentíamos el azote del aire en nuestra cara. Pinkel comentó que le venía bien un cambio de aires, desde hacía algún tiempo la ciudad olía a rancio y los momentos se habían gastado.
            - De hecho hace tiempo que hay poco que rascar. Salir de ese cubo de basura es lo mejor que podíamos haber hecho, no debemos perder el tiempo ahí, podemos tener algo mejor en cualquier parte.
            Y ciertamente su equipaje así lo atestiguaba; apenas cuatro o cinco camisas y otros tantos pantalones conformaban la mayor parte de éste, otro par de botas y la media docena de calzoncillos blanco comprados en rebajas. Debajo de todo, su carpeta llena de papeles escritos con letra casi ininteligible y su pequeño estuche con dos o tres bolígrafos dentro.
            - Además, un poco de calor nos vendrá bien, nos  aireará un poco las ideas y hasta puede que haya más inspiración.
            Bormano sonreía, dominar al viento gastando las ruedas producía en él ese extraño gesto que a veces resulta la sonrisa.
            - Haber si es cierto. Últimamente solo escribes tonterías - dijo Bormano mirándole a través del espejo.
            - Esa es tu opinión.
            Bormano me miró y apretó más fuerte el acelerador. Alrededor nuestro solo la música del viejo blues y las montañas mudas.

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