Xania me perdonó, quizás el
hermoso ramo de flores le ablandó el alma, y para cicatrizar heridas decidimos
ir el fin de semana al monte de acampada, los dos solos, en medio de la
naturaleza. El día salió con su mejor traje, nos montamos en el coche,
arrancamos, y nos fuimos a ciento cincuenta kilómetros de Martaux, a un sitio
que Xania conocía de alguna otra acampada. Era un sitio hermoso, rodeado de
grandes árboles de corteza oscura, con un pequeño río a cien metros de la
tienda de campaña, donde todavía, y excepcionalmente, algún pequeño pez se
dejaba ver. Montamos la tienda, una pequeña tienda gris con forma de iglú, y
nos dispusimos a pasar allí el fin de semana.
- ¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Cómo te voy a decir
que me quedé dormido porque estaba cansado?
- Y yo mientras tanto esperando sola en casa, hasta que
fui a tu casa y te encontré durmiendo.
- ¿Y por qué no me despertaste?
- Porque Isaac me lo contó y me distes pena. No puedo
estar por ahí con alguien que se duerme en los sitios.
Por lo visto el ramo de flores no la había ablandado el
alma ni había cicatrizado ninguna herida. Le miré y la besé tiernamente. Poco a
poco, la expresión hierática fue haciéndose más dulce hasta que su boca se
humedeció y me envolvió, olvidándose de la anterior discusión. Pensé en las
caderas que sentía cerca, en las curvas que se entrelazaban a mi cuerpo como la
música al oído, la música que yo quería escuchar.
- Con un beso lo perdono, pero no lo olvido - me susurró
Xania al oído, soltándose de mis labios - Vamos fuera, te quiero enseñar algo.
Se levantó y salió fuera. Me quedé sentado mirando el
interior del iglú, lo pensé, me levanté y salí fuera detrás suyo; deseaba tener
su cuerpo ahora, pero tendría que esperar a otro momento.
Era el inicio del riachuelo que pasaba cerca de la
tienda; el agua nacía desde unas rocas grises pulidas por el paso de los años y
daba varios saltos hasta llegar a una pequeña laguna escondida entre los
árboles que la rodeaban. No era fácil llegar hasta allí; habíamos tenido que
dejar el camino y seguir entre algunos matorrales. El sol llegaba tímidamente a
través de las ramas altas de los árboles, que dejaban traspasar solamente la
luz, no los rayos solares que se intuían fuera. El sitio estaba en sombra y no
hacía calor; era un sitio donde debido a las circunstancias que lo rodeaba se
convertía en un micromundo alejado de todo lo circundante, lo que lo hacía ser
diferente y especial. Xania me besó. El agua corría lentamente, el agua
cristalina y transparente que nos mostraba la frescura que nos llegaba a la
piel y nos hacía respirar hondamente. Xania buscó a tientas los botones de mi
camisa y sin dejar de besarme comenzó a desabrocharlos, uno a uno, despacio,
mientras podía sentir el frío que penetraba sin concesiones.
- ¿Aquí? - le susurré al oído.
- ¿Y por qué no? - preguntó.
- Hace frío, alguien podría vernos...
- Cállate... - musitó soltando el cinturón de mis
vaqueros.
Todo lo demás vino por la inercia. Recuerdo que el agua
estaba más fría de lo que en un primer momento parecía, pero que una vez dentro
el cuerpo se amoldaba a la temperatura produciendo hasta un cierto placer. La
ropa tuvo que esperar fuera, tumbada sobre la hierba observaba cómo el agua se
mecía al compás del movimiento de nuestra danza en la laguna, mientras fuera el
mundo debía seguir girando ininterrumpidamente. Al final, todo acabó en un
último envite en medio del agua besándonos y abrazados como dos pobres
desesperados con miedo a la separación que en algún día futuro nos esperaba.
Luego salimos de la laguna y nos tumbamos en la hierba, desnudos, secándonos y
riéndonos de nuestros propios cuerpos y nuestras propias ilusiones, y cómo
aquello que hace un momento había sido tan grande ahora descansaba escuálido y
encogido entre mis piernas.
Xania se estaba liando un porro más. La noche hacía
tiempo que había caído y dentro del iglú una espesa niebla ocupaba todo el
espacio disponible. Una linterna daba la luz necesaria para ver los rasgos del
otro y poder liar los porros. Mi mano jugaba con el pelo moreno y rizado que
caía por la espalda de Xania, a cascadas, descansando sobre la camiseta blanca.
- Enciéndelo tú.
- ¿No quieres fumar? - le pregunté.
- Ahora no.
Lo encendí y callamos. La vieja radio que habíamos traído
murmuraba una canción triste y lejana, y en sus curvas me metí y me perdí, en
las curvas que me llevaban a aquellos sitios donde nunca estuve y que ahora
veía en mis ensoñaciones de nieblas, sobre las aceras, las cloacas, en los
rincones recónditos y escondidos donde podía mirar las fábulas del amor y del
odio, y los perros callados, arrastrados, sin piel, que buscan carne para
seguir alimentando pulgas; caminé tropezándome entre los bultos difusos que
alguien dejó tirados y olvidados, entre los días que iban y volvían de aquí
para allá del futuro al pasado y viceversa en una constelación alucinógena que
se derretía en el hielo, vaga imagen del frío, que nublaba el más allá; busqué
a tientas el límite de las curvas que me rodeaban aislándome de fuera
indiferencia blanco que no podía sino decirme tal vez y evaporarme con ellas en
alguna fabulación de otro; derrapando mi cerebro en ellas después de haber
terminado de pensar la idea, y no querer, en todos aquí vi la luz del porro y las
curvas más tarde para ser tú la más bella, no por otra forma sino solamente por
tu sonrisa de ángel caído, y allí juntarnos los dos en mi sueño azul de la
inocencia arrastrado por las paredes de tu blues silbante en tus labios de
besos, como el humo que se va delante mío espectro hacia la canción de cuna de
la radio que me espía y me vigila detrás de ese que no sabe más que de lo
escondido en la arena de la tienda de campaña bajo las estrellas de verde
soledad acompañada.
Las canciones se fueron con sus curvas para dejarme con
sus ojos. Me miró y me besó, con unos besos rozados por la mejilla del otro en
señal de cariño. Puede sentir su piel un momento, solo un momento antes de que
se acostara a mi lado y se durmiera plácidamente, lentamente, con esa forma
característica de la paz interior del que descansa tranquilo consigo mismo. La
veía dormirse mientras yo seguía liando y mirándola y arrastrándome por los
rincones de la nueva canción. Intenté mirar la realidad por una rendija, pero
fue imposible, así que volví sobre las curvas y allí navegaba yo al lado de mi
ángel de la guarda que dormía sobre las olas de la noche. Sentía el peso sobre
el punto de apoyo que era ella, tan pequeño y tan robusto, de cuerpo tan frágil
como la caricia de su tacto, y sentí el miedo de poder perderlo y tambalearme
de nuevo en la inquietud intrínseca de mi personalidad descarriada. Por delante
y por detrás; solo en medio había algo que podía tocar y era ella. Le
murmuré “pequeña mía” mientras volvía a
hundirme en el más negro de los cielos que podían cobijar a mi corazón, y allí
estábamos todos, viajando dentro de un cenicero encima del mundo, rodeados de
colillas y ceniza gris entre la ropa y
nuestra piel sucia de todas las mentiras consagradas al becerro de oro que nos
iluminaba pasado olvidadizo lleno de miedos blancos y risas prontas de su
inocencia olvidadas y anheladas ahora para ser más feliz aquí entre lo que yo
más quiero. Busqué a través de sus ojos cerrados la verdad de sus pensamientos
y lo cierto de sus sentimientos, pero no pude saber nada; sonreía tan hermosa
en su sueño que parecía no ser de este mundo, acaso de otro. Volví a intentar
ver la realidad por otras rendija, pero
de nuevo se me escapó la oportunidad volviendo a sumergirme en la omnímoda
canción que me rodeaba y me ahogaba progresivamente, poco a poco pero sin
interrupción. Luego la niebla se volvió espesa como un pastel de chocolate
mientras la luz de la linterna iba desapareciendo por culpa de las pilas
desgastadas que ya no daban más de sí; y la miré por última vez susurrando su
nombre. Entonces la canción acabó de rodearme y en un esfuerzo supremo me
estranguló y desaparecí lejos.
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