jueves, 10 de abril de 2014

el espíritu de los tiempos (11º)



Xania me perdonó, quizás el hermoso ramo de flores le ablandó el alma, y para cicatrizar heridas decidimos ir el fin de semana al monte de acampada, los dos solos, en medio de la naturaleza. El día salió con su mejor traje, nos montamos en el coche, arrancamos, y nos fuimos a ciento cincuenta kilómetros de Martaux, a un sitio que Xania conocía de alguna otra acampada. Era un sitio hermoso, rodeado de grandes árboles de corteza oscura, con un pequeño río a cien metros de la tienda de campaña, donde todavía, y excepcionalmente, algún pequeño pez se dejaba ver. Montamos la tienda, una pequeña tienda gris con forma de iglú, y nos dispusimos a pasar allí el fin de semana.
            - ¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Cómo te voy a decir que me quedé dormido porque estaba cansado?
            - Y yo mientras tanto esperando sola en casa, hasta que fui a tu casa y te encontré durmiendo.
            - ¿Y por qué no me despertaste?
            - Porque Isaac me lo contó y me distes pena. No puedo estar por ahí con alguien que se duerme en los sitios.
            Por lo visto el ramo de flores no la había ablandado el alma ni había cicatrizado ninguna herida. Le miré y la besé tiernamente. Poco a poco, la expresión hierática fue haciéndose más dulce hasta que su boca se humedeció y me envolvió, olvidándose de la anterior discusión. Pensé en las caderas que sentía cerca, en las curvas que se entrelazaban a mi cuerpo como la música al oído, la música que yo quería escuchar.
            - Con un beso lo perdono, pero no lo olvido - me susurró Xania al oído, soltándose de mis labios - Vamos fuera, te quiero enseñar algo.
            Se levantó y salió fuera. Me quedé sentado mirando el interior del iglú, lo pensé, me levanté y salí fuera detrás suyo; deseaba tener su cuerpo ahora, pero tendría que esperar a otro momento.
            Era el inicio del riachuelo que pasaba cerca de la tienda; el agua nacía desde unas rocas grises pulidas por el paso de los años y daba varios saltos hasta llegar a una pequeña laguna escondida entre los árboles que la rodeaban. No era fácil llegar hasta allí; habíamos tenido que dejar el camino y seguir entre algunos matorrales. El sol llegaba tímidamente a través de las ramas altas de los árboles, que dejaban traspasar solamente la luz, no los rayos solares que se intuían fuera. El sitio estaba en sombra y no hacía calor; era un sitio donde debido a las circunstancias que lo rodeaba se convertía en un micromundo alejado de todo lo circundante, lo que lo hacía ser diferente y especial. Xania me besó. El agua corría lentamente, el agua cristalina y transparente que nos mostraba la frescura que nos llegaba a la piel y nos hacía respirar hondamente. Xania buscó a tientas los botones de mi camisa y sin dejar de besarme comenzó a desabrocharlos, uno a uno, despacio, mientras podía sentir el frío que penetraba sin concesiones.
            - ¿Aquí? - le susurré al oído.
            - ¿Y por qué no? - preguntó.
            - Hace frío, alguien podría vernos...
            - Cállate... - musitó soltando el cinturón de mis vaqueros.
            Todo lo demás vino por la inercia. Recuerdo que el agua estaba más fría de lo que en un primer momento parecía, pero que una vez dentro el cuerpo se amoldaba a la temperatura produciendo hasta un cierto placer. La ropa tuvo que esperar fuera, tumbada sobre la hierba observaba cómo el agua se mecía al compás del movimiento de nuestra danza en la laguna, mientras fuera el mundo debía seguir girando ininterrumpidamente. Al final, todo acabó en un último envite en medio del agua besándonos y abrazados como dos pobres desesperados con miedo a la separación que en algún día futuro nos esperaba. Luego salimos de la laguna y nos tumbamos en la hierba, desnudos, secándonos y riéndonos de nuestros propios cuerpos y nuestras propias ilusiones, y cómo aquello que hace un momento había sido tan grande ahora descansaba escuálido y encogido entre mis piernas.



            Xania se estaba liando un porro más. La noche hacía tiempo que había caído y dentro del iglú una espesa niebla ocupaba todo el espacio disponible. Una linterna daba la luz necesaria para ver los rasgos del otro y poder liar los porros. Mi mano jugaba con el pelo moreno y rizado que caía por la espalda de Xania, a cascadas, descansando sobre la camiseta blanca.
            - Enciéndelo tú.
            - ¿No quieres fumar? - le pregunté.
            - Ahora no.
            Lo encendí y callamos. La vieja radio que habíamos traído murmuraba una canción triste y lejana, y en sus curvas me metí y me perdí, en las curvas que me llevaban a aquellos sitios donde nunca estuve y que ahora veía en mis ensoñaciones de nieblas, sobre las aceras, las cloacas, en los rincones recónditos y escondidos donde podía mirar las fábulas del amor y del odio, y los perros callados, arrastrados, sin piel, que buscan carne para seguir alimentando pulgas; caminé tropezándome entre los bultos difusos que alguien dejó tirados y olvidados, entre los días que iban y volvían de aquí para allá del futuro al pasado y viceversa en una constelación alucinógena que se derretía en el hielo, vaga imagen del frío, que nublaba el más allá; busqué a tientas el límite de las curvas que me rodeaban aislándome de fuera indiferencia blanco que no podía sino decirme tal vez y evaporarme con ellas en alguna fabulación de otro; derrapando mi cerebro en ellas después de haber terminado de pensar la idea, y no querer, en todos aquí vi la luz del porro y las curvas más tarde para ser tú la más bella, no por otra forma sino solamente por tu sonrisa de ángel caído, y allí juntarnos los dos en mi sueño azul de la inocencia arrastrado por las paredes de tu blues silbante en tus labios de besos, como el humo que se va delante mío espectro hacia la canción de cuna de la radio que me espía y me vigila detrás de ese que no sabe más que de lo escondido en la arena de la tienda de campaña bajo las estrellas de verde soledad acompañada.
            Las canciones se fueron con sus curvas para dejarme con sus ojos. Me miró y me besó, con unos besos rozados por la mejilla del otro en señal de cariño. Puede sentir su piel un momento, solo un momento antes de que se acostara a mi lado y se durmiera plácidamente, lentamente, con esa forma característica de la paz interior del que descansa tranquilo consigo mismo. La veía dormirse mientras yo seguía liando y mirándola y arrastrándome por los rincones de la nueva canción. Intenté mirar la realidad por una rendija, pero fue imposible, así que volví sobre las curvas y allí navegaba yo al lado de mi ángel de la guarda que dormía sobre las olas de la noche. Sentía el peso sobre el punto de apoyo que era ella, tan pequeño y tan robusto, de cuerpo tan frágil como la caricia de su tacto, y sentí el miedo de poder perderlo y tambalearme de nuevo en la inquietud intrínseca de mi personalidad descarriada. Por delante y por detrás; solo en medio había algo que podía tocar y era ella. Le murmuré  “pequeña mía” mientras volvía a hundirme en el más negro de los cielos que podían cobijar a mi corazón, y allí estábamos todos, viajando dentro de un cenicero encima del mundo, rodeados de colillas y ceniza gris entre la ropa  y nuestra piel sucia de todas las mentiras consagradas al becerro de oro que nos iluminaba pasado olvidadizo lleno de miedos blancos y risas prontas de su inocencia olvidadas y anheladas ahora para ser más feliz aquí entre lo que yo más quiero. Busqué a través de sus ojos cerrados la verdad de sus pensamientos y lo cierto de sus sentimientos, pero no pude saber nada; sonreía tan hermosa en su sueño que parecía no ser de este mundo, acaso de otro. Volví a intentar ver la realidad por  otras rendija, pero de nuevo se me escapó la oportunidad volviendo a sumergirme en la omnímoda canción que me rodeaba y me ahogaba progresivamente, poco a poco pero sin interrupción. Luego la niebla se volvió espesa como un pastel de chocolate mientras la luz de la linterna iba desapareciendo por culpa de las pilas desgastadas que ya no daban más de sí; y la miré por última vez susurrando su nombre. Entonces la canción acabó de rodearme y en un esfuerzo supremo me estranguló y desaparecí lejos.

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