jueves, 6 de marzo de 2014

9,8 m/s (al cuadrado) (VI/1)



... soy la voz de tu abuela
y te voy a contar la historia
del niño llamado niño
y del pato llamado Nadie
y te voy a contar
el secreto de la vida.
¿Has besado alguna vez las estrellas?
¿Te has cansado alguna vez tanto
que has creído que ha merecido la pena?
¿Has tenido alguna vez un sueño
tan bonito que se ha roto
en mil pedazos?
¿Has mirado al sol alguna vez
con tanto miedo
que has deseado ser inmortal?
Niño le miró a Nadie
y el pato hizo: cuac.
Niño le dijo: sólo eres un pato,
tú nunca lo comprenderás,
no has nacido para entender,
tú solo eres un pato.

 Suenan los Parasintéticos en la radio. El coche quema los kilómetros, como el conductor sus cigarrillos. Asfalto bajo las ruedas. Sólo noche.

 ... más que palabras. Las palabras se las puede llevar el viento. Algunas no, esas permanecen siempre. Son como las miradas. O como los besos. Estos son más importantes... pero también se los puede llevar el viento. Hacía tiempo que no escuchaba a los Parasintéticos por la radio, parece que los tienen olvidados. Lo del niño y el pato es gracioso, pero lo más curioso es ver cuán-tos patos andan sueltos por las calles de las ciudades, la gente no entiende que los elefantes de trompa rosa quieran volar, les resulta absurdo. A mí no. A ti tampoco. ¿Te acuerdas? Siempre hablábamos de ellos. ¿Qué sería del mundo sin ellos? Aunque parece que también tú los olvidaste; tú precisamente, que supiste como hacerlos volar tan alto, no me lo explico. ¿Y Jean Paul? ¿Se lo explicará? Debe haber sido muy duro para él. por lo que me contabas era un buen tío, seguro que me hubiese gustado conocerle. Acabaste cebándote, y eso que me acuerdo que estaban de puta madre al principio, lo de las cenas y todo eso, y sobre todo lo de la inauguración, que fue antológico...

 Odio quedarme sin dinero en una cabina telefónica. De repente la llamada se corta sin tiempo a una maldita despedida. Lo único que te une a una persona desaparece sin quererlo. Sales de la cabina conectado todavía a un hilo de voz que provenía de ninguna parte, de todas partes. Las calles se hacen cómplices mudos de la soledad, porque te sientes solo, y piensas que es triste.
 Odio las despedidas, siempre son finales, pero odio más los finales sin despedidas. Eso es una llamada telefónica. Imaginas a la otra persona, su rostro, su cuerpo, su todo, y no hay más que una voz que suena desafinada y lejana. Una llamada siempre resulta escasa, demasiado poco para nuestro gusto. Vas echando monedas hasta que te quedas sin ninguna y después de la última nada, absolutamente nada; y esa nada te cala dentro del cuerpo y te consume, como la cerilla que termina por apagarse en tus dedos quemados.
 Nunca puedo mantener una conversación interesante por teléfono. Me siento absurdo y ridículo. Necesito los ojos de la voz a la que hablo, que me habla. Las cabinas telefónicas son frías. Hablas dentro de un cristal, y la gente te mira desde fuera. Pasan rápido y te miran fugazmente, y tú los miras, pero no es la cara de la voz que escuchas, porque la voz que escuchas está muy lejos.
 A veces pienso si es mejor llamar o no llamar. El escaso tiempo que te sientes acompañado casi nunca compensa el largo recuerdo que después conlleva. La memoria explora en el pasado momentos donde la voz que acabas de escuchar estuvo presente en cuerpo entero, con sus manos, sus miradas y sus sonrisas. Una voz sin cuerpo es como un bar sin música, está ahí pero sabes que falta algo.
 Un teléfono puede ser un acto de conciencia, de represión, de angustia. Te quedas mirándolo, sabiendo que marcando un número una voz deseada puede ser escuchada, una voz que no te busca, pero que en ese momento te encuentra porque tú sí la buscas, la anhelas, porque necesitas escucharla. Sabes que no debes marcar, pero quieres, y al final siempre vence el "qué dirán" y el "todo acabó", y la angustia y la pena te inundan, recordándote tu soledad.
 Y eso fue precisamente lo que me pasó el otro día. Mecagüenlaputa. Se cortó la llamada en medio de la conversación. Busqué alguna moneda, pero no tenía ni cinco malditos duros. Si lo llego a saber llamo desde casa; lo típico, le pego un toque y quedamos, pero la conversación se va alargando y de repente te ves sin dinero y sin despedida, solo el maldito cacharro en las manos. Uno no sabe la mala hostia que le entra hasta que no le pasa... lo del teléfono es extraño... su puede llegar a odiarlo, o casi... a veces me quedo mirándolo, un segundo tras otro, pensando en llamar a Silvia, o a Yolanda, o a Patricia, o a Paula, o a alguien. Al final siempre es parecido, cojo el mando y  enciendo la televisión, me siento en el sillón comiéndome la cabeza y mientras tanto me trago la mierda que suelen echar por la caja tonta, da igual, lo que sea, si total no la veo...

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