sábado, 11 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (9)



Un día apareció por casa un tipo llamado Lio Lin. Era un chico joven, poco más de veinte años, de ojos rasgados y piel amarilla, de padres emigrantes asiáticos que se habían asentado en Martaux hace bastante tiempo. Lio Lin apareció por la puerta y se sentó en el banco azul. Detrás de él llegó Bormano diciendo que era un amigo que había conocido y que se quedaba a cenar. Nos sentamos todos en la mesa y alguien hizo unos cuantos huevos fritos para cenar. Luego Lio Lin lió unos porros y comenzamos a fumar. Serban también lió más y al final acabamos todos en la niebla.
            Lio Lin empezó a aparecer más a menudo por casa, Bormano tenía algún negocio entre manos con él y surgían y se desvanecían como las olas, siempre uno detrás del otro, salían y entraban dejando la puerta abierta. Lio Lin jugaba mal al billar, lo suyo era el ajedrez; se sentaba en la mesa frente a Serban o Yerkari y los machacaba invariablemente. Solo Isaac le hacía algo de sombra. Se sentaban ante el tablero y pasaban horas, luego se levantaban y se iban a vender la mercancía. Una noche acompañé a Lio Lin y a Bormano a colocarla; habían cortado el speed con algo que no sabía muy bien qué era, aunque a pesar de ello mantenía parecida cantidad. Primero fuimos al “Trikis”, aquel bar donde fuimos en Viernes Santo cuando Xania había acabado por mostrarme sus caderas. Había menos gente que en la anterior visita. Fui a la barra y pedí tres cervezas, las pagué y me acerqué al futbolín, donde tres individuos hablaban con Lio Lin de forma antinaturalmente natural. Lio Lin buscó con la mirada a Bormano, Bormano con las manos en los bolsillos, la bolsita blanca que sacó a la mirada de los otros y los billetes de los otros la mano de Lio Lin. El círculo de la vida se había cerrado en dos segundos. Se dirigieron unas palabras más y se fueron. Bormano comenzó a liarse un porro. Fuera las noches claras de Mayo ocupaban ya las calles y las chaquetas olvidadas comenzaban a amasar polvo en los armarios. Lo encendió y me lo pasó. Aparecieron otras dos personas. Las manos en los bolsillos, la bolsita blanca, los billetes, las otras manos, un par de palabras, adiós. Acabamos las cervezas y nos fuimos del “Trikis”. La noche fue una ronda  de bares del mismo modo, entrar, pedir unas cervezas, comerciar, acabarnos las cervezas e irnos; diez o doce sitios recorridos cruzando unas pocas palabras y unos cuantos billetes. Lio Lin era generalmente el que la colocaba. Jugamos algunos billares y nos perdimos en la noche de una discoteca subterránea, traspasados de rayas y de alcohol, hasta que el sol del mediodía apareció y llegamos para comer a casa.
            Estuve durmiendo quince horas, casi toda la tarde y toda la noche hasta el día siguiente cuando me levantó Isaac para conducir el camión. Había sido un fin de semana color gris, una de esas noches donde al acabar te das cuenta que por medio de ella no ha habido nada, excepto una parte de tu tiempo malgastado. Cuando me levanté todavía tenía ausente la cabeza y no había retornado del lugar donde la había dejado el Sábado. Isaac me dijo que se había quedado en casa, solo, y que Xania había preguntado por mí, le había dicho que podríamos salir a dar una vuelta el Domingo y que pasaría por su casa. Me olvidé, me quedé dormido; ahora tendría que ir a disculparme a su casa. El fin de semana se estaba volviendo más oscuro. Lio Lin era un tipo simpático pero de poco fondo, demasiado pragmático, no veía mucho más allá de la utilidad o la inutilidad de las cosas, del provecho que se podría obtener de las acciones ejecutadas. Aquel Lunes, mientras conducía y llenaba el camión de chatarra, mientras Isaac hablaba y hablaba dilatándome la cabeza aún no encontrada, seguí soñando despierto con los labios de Xania sobre mi piel y cómo estos me besaban una y otra vez hasta quedar exhaustos. De vez en cuando, de repente y rebelde, alguna imagen del Sábado noche se colaba sin permiso y ensuciaba la conciencia, produciéndome hasta un extraño dolor de cabeza emanado del recuerdo.



            Xania me perdonó, quizás el hermoso ramo de flores le ablandó el alma, y para cicatrizar heridas decidimos ir el fin de semana al monte de acampada, los dos solos, en medio de la naturaleza. El día salió con su mejor traje, nos montamos en el coche, arrancamos, y nos fuimos a ciento cincuenta kilómetros de Martaux, a un sitio que Xania conocía de alguna otra acampada. Era un sitio hermoso, rodeado de grandes árboles de corteza oscura, con un pequeño río a cien metros de la tienda de campaña, donde todavía, y excepcionalmente, algún pequeño pez se dejaba ver. Montamos la tienda, una pequeña tienda gris con forma de iglú, y nos dispusimos a pasar allí el fin de semana.
            - ¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Cómo te voy a decir que me quedé dormido porque estaba cansado?
            - Y yo mientras tanto esperando sola en casa, hasta que fui a tu casa y te encontré durmiendo.
            - ¿Y por qué no me despertaste?
            - Porque Isaac me lo contó y me distes pena. No puedo estar por ahí con alguien que se duerme en los sitios.
            Por lo visto el ramo de flores no la había ablandado el alma ni había cicatrizado ninguna herida. Le miré y la besé tiernamente. Poco a poco, la expresión hierática fue haciéndose más dulce hasta que su boca se humedeció y me envolvió, olvidándose de la anterior discusión. Pensé en las caderas que sentía cerca, en las curvas que se entrelazaban a mi cuerpo como la música al oído, la música que yo quería escuchar.
            - Con un beso lo perdono, pero no lo olvido - me susurró Xania al oído, soltándose de mis labios - Vamos fuera, te quiero enseñar algo.
            Se levantó y salió fuera. Me quedé sentado mirando el interior del iglú, lo pensé, me levanté y salí fuera detrás suyo; deseaba tener su cuerpo ahora, pero tendría que esperar a otro momento.
            Era el inicio del riachuelo que pasaba cerca de la tienda; el agua nacía desde unas rocas grises pulidas por el paso de los años y daba varios saltos hasta llegar a una pequeña laguna escondida entre los árboles que la rodeaban. No era fácil llegar hasta allí; habíamos tenido que dejar el camino y seguir entre algunos matorrales. El sol llegaba tímidamente a través de las ramas altas de los árboles, que dejaban traspasar solamente la luz, no los rayos solares que se intuían fuera. El sitio estaba en sombra y no hacía calor; era un sitio donde debido a las circunstancias que lo rodeaba se convertía en un micromundo alejado de todo lo circundante, lo que lo hacía ser diferente y especial. Xania me besó. El agua corría lentamente, el agua cristalina y transparente que nos mostraba la frescura que nos llegaba a la piel y nos hacía respirar hondamente. Xania buscó a tientas los botones de mi camisa y sin dejar de besarme comenzó a desabrocharlos, uno a uno, despacio, mientras podía sentir el frío que penetraba sin concesiones.
            - ¿Aquí? - le susurré al oído.
            - ¿Y por qué no? - preguntó.
            - Hace frío, alguien podría vernos...
            - Cállate... - musitó soltando el cinturón de mis vaqueros.
            Todo lo demás vino por la inercia. Recuerdo que el agua estaba más fría de lo que en un primer momento parecía, pero que una vez dentro el cuerpo se amoldaba a la temperatura produciendo hasta un cierto placer. La ropa tuvo que esperar fuera, tumbada sobre la hierba observaba cómo el agua se mecía al compás del movimiento de nuestra danza en la laguna, mientras fuera el mundo debía seguir girando ininterrumpidamente. Al final, todo acabó en un último envite en medio del agua besándonos y abrazados como dos pobres desesperados con miedo a la separación que en algún día futuro nos esperaba. Luego salimos de la laguna y nos tumbamos en la hierba, desnudos, secándonos y riéndonos de nuestros propios cuerpos y nuestras propias ilusiones, y cómo aquello que hace un momento había sido tan grande ahora descansaba escuálido y encogido entre mis piernas.



            Xania se estaba liando un porro más. La noche hacía tiempo que había caído y dentro del iglú una espesa niebla ocupaba todo el espacio disponible. Una linterna daba la luz necesaria para ver los rasgos del otro y poder liar los porros. Mi mano jugaba con el pelo moreno y rizado que caía por la espalda de Xania, a cascadas, descansando sobre la camiseta blanca.
            - Enciéndelo tú.
            - ¿No quieres fumar? - le pregunté.
            - Ahora no.
            Lo encendí y callamos. La vieja radio que habíamos traído murmuraba una canción triste y lejana, y en sus curvas me metí y me perdí, en las curvas que me llevaban a aquellos sitios donde nunca estuve y que ahora veía en mis ensoñaciones de nieblas, sobre las aceras, las cloacas, en los rincones recónditos y escondidos donde podía mirar las fábulas del amor y del odio, y los perros callados, arrastrados, sin piel, que buscan carne para seguir alimentando pulgas; caminé tropezándome entre los bultos difusos que alguien dejó tirados y olvidados, entre los días que iban y volvían de aquí para allá del futuro al pasado y viceversa en una constelación alucinógena que se derretía en el hielo, vaga imagen del frío, que nublaba el más allá; busqué a tientas el límite de las curvas que me rodeaban aislándome de fuera indiferencia blanco que no podía sino decirme tal vez y evaporarme con ellas en alguna fabulación de otro; derrapando mi cerebro en ellas después de haber terminado de pensar la idea, y no querer, en todos aquí vi la luz del porro y las curvas más tarde para ser tú la más bella, no por otra forma sino solamente por tu sonrisa de ángel caído, y allí juntarnos los dos en mi sueño azul de la inocencia arrastrado por las paredes de tu blues silbante en tus labios de besos, como el humo que se va delante mío espectro hacia la canción de cuna de la radio que me espía y me vigila detrás de ese que no sabe más que de lo escondido en la arena de la tienda de campaña bajo las estrellas de verde soledad acompañada.
            Las canciones se fueron con sus curvas para dejarme con sus ojos. Me miró y me besó, con unos besos rozados por la mejilla del otro en señal de cariño. Puede sentir su piel un momento, solo un momento antes de que se acostara a mi lado y se durmiera plácidamente, lentamente, con esa forma característica de la paz interior del que descansa tranquilo consigo mismo. La veía dormirse mientras yo seguía liando y mirándola y arrastrándome por los rincones de la nueva canción. Intenté mirar la realidad por una rendija, pero fue imposible, así que volví sobre las curvas y allí navegaba yo al lado de mi ángel de la guarda que dormía sobre las olas de la noche. Sentía el peso sobre el punto de apoyo que era ella, tan pequeño y tan robusto, de cuerpo tan frágil como la caricia de su tacto, y sentí el miedo de poder perderlo y tambalearme de nuevo en la inquietud intrínseca de mi personalidad descarriada. Por delante y por detrás; solo en medio había algo que podía tocar y era ella. Le murmuré  “pequeña mía” mientras volvía a hundirme en el más negro de los cielos que podían cobijar a mi corazón, y allí estábamos todos, viajando dentro de un cenicero encima del mundo, rodeados de colillas y ceniza gris entre la ropa  y nuestra piel sucia de todas las mentiras consagradas al becerro de oro que nos iluminaba pasado olvidadizo lleno de miedos blancos y risas prontas de su inocencia olvidadas y anheladas ahora para ser más feliz aquí entre lo que yo más quiero. Busqué a través de sus ojos cerrados la verdad de sus pensamientos y lo cierto de sus sentimientos, pero no pude saber nada; sonreía tan hermosa en su sueño que parecía no ser de este mundo, acaso de otro. Volví a intentar ver la realidad por  otras rendija, pero de nuevo se me escapó la oportunidad volviendo a sumergirme en la omnímoda canción que me rodeaba y me ahogaba progresivamente, poco a poco pero sin interrupción. Luego la niebla se volvió espesa como un pastel de chocolate mientras la luz de la linterna iba desapareciendo por culpa de las pilas desgastadas que ya no daban más de sí; y la miré por última vez susurrando su nombre. Entonces la canción acabó de rodearme y en un esfuerzo supremo me estranguló y desaparecí lejos.

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