Un día apareció por casa un
tipo llamado Lio Lin. Era un chico joven, poco más de veinte años, de ojos
rasgados y piel amarilla, de padres emigrantes asiáticos que se habían asentado
en Martaux hace bastante tiempo. Lio Lin apareció por la puerta y se sentó en
el banco azul. Detrás de él llegó Bormano diciendo que era un amigo que había
conocido y que se quedaba a cenar. Nos sentamos todos en la mesa y alguien hizo
unos cuantos huevos fritos para cenar. Luego Lio Lin lió unos porros y
comenzamos a fumar. Serban también lió más y al final acabamos todos en la
niebla.
Lio Lin empezó a aparecer más a menudo por casa, Bormano
tenía algún negocio entre manos con él y surgían y se desvanecían como las
olas, siempre uno detrás del otro, salían y entraban dejando la puerta abierta.
Lio Lin jugaba mal al billar, lo suyo era el ajedrez; se sentaba en la mesa frente
a Serban o Yerkari y los machacaba invariablemente. Solo Isaac le hacía algo de
sombra. Se sentaban ante el tablero y pasaban horas, luego se levantaban y se
iban a vender la mercancía. Una noche acompañé a Lio Lin y a Bormano a
colocarla; habían cortado el speed con algo que no sabía muy bien qué era,
aunque a pesar de ello mantenía parecida cantidad. Primero fuimos al “Trikis”,
aquel bar donde fuimos en Viernes Santo cuando Xania había acabado por
mostrarme sus caderas. Había menos gente que en la anterior visita. Fui a la
barra y pedí tres cervezas, las pagué y me acerqué al futbolín, donde tres
individuos hablaban con Lio Lin de forma antinaturalmente natural. Lio Lin
buscó con la mirada a Bormano, Bormano con las manos en los bolsillos, la
bolsita blanca que sacó a la mirada de los otros y los billetes de los otros la
mano de Lio Lin. El círculo de la vida se había cerrado en dos segundos. Se
dirigieron unas palabras más y se fueron. Bormano comenzó a liarse un porro.
Fuera las noches claras de Mayo ocupaban ya las calles y las chaquetas
olvidadas comenzaban a amasar polvo en los armarios. Lo encendió y me lo pasó.
Aparecieron otras dos personas. Las manos en los bolsillos, la bolsita blanca,
los billetes, las otras manos, un par de palabras, adiós. Acabamos las cervezas
y nos fuimos del “Trikis”. La noche fue una ronda de bares del mismo modo, entrar, pedir unas
cervezas, comerciar, acabarnos las cervezas e irnos; diez o doce sitios
recorridos cruzando unas pocas palabras y unos cuantos billetes. Lio Lin era
generalmente el que la colocaba. Jugamos algunos billares y nos perdimos en la
noche de una discoteca subterránea, traspasados de rayas y de alcohol, hasta
que el sol del mediodía apareció y llegamos para comer a casa.
Estuve durmiendo quince horas, casi toda la tarde y toda
la noche hasta el día siguiente cuando me levantó Isaac para conducir el
camión. Había sido un fin de semana color gris, una de esas noches donde al
acabar te das cuenta que por medio de ella no ha habido nada, excepto una parte
de tu tiempo malgastado. Cuando me levanté todavía tenía ausente la cabeza y no
había retornado del lugar donde la había dejado el Sábado. Isaac me dijo que se
había quedado en casa, solo, y que Xania había preguntado por mí, le había
dicho que podríamos salir a dar una vuelta el Domingo y que pasaría por su
casa. Me olvidé, me quedé dormido; ahora tendría que ir a disculparme a su
casa. El fin de semana se estaba volviendo más oscuro. Lio Lin era un tipo
simpático pero de poco fondo, demasiado pragmático, no veía mucho más allá de
la utilidad o la inutilidad de las cosas, del provecho que se podría obtener de
las acciones ejecutadas. Aquel Lunes, mientras conducía y llenaba el camión de
chatarra, mientras Isaac hablaba y hablaba dilatándome la cabeza aún no
encontrada, seguí soñando despierto con los labios de Xania sobre mi piel y
cómo estos me besaban una y otra vez hasta quedar exhaustos. De vez en cuando,
de repente y rebelde, alguna imagen del Sábado noche se colaba sin permiso y
ensuciaba la conciencia, produciéndome hasta un extraño dolor de cabeza emanado
del recuerdo.
Xania me perdonó, quizás el hermoso ramo de flores le
ablandó el alma, y para cicatrizar heridas decidimos ir el fin de semana al
monte de acampada, los dos solos, en medio de la naturaleza. El día salió con
su mejor traje, nos montamos en el coche, arrancamos, y nos fuimos a ciento
cincuenta kilómetros de Martaux, a un sitio que Xania conocía de alguna otra
acampada. Era un sitio hermoso, rodeado de grandes árboles de corteza oscura,
con un pequeño río a cien metros de la tienda de campaña, donde todavía, y
excepcionalmente, algún pequeño pez se dejaba ver. Montamos la tienda, una
pequeña tienda gris con forma de iglú, y nos dispusimos a pasar allí el fin de
semana.
- ¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Cómo te voy a decir
que me quedé dormido porque estaba cansado?
- Y yo mientras tanto esperando sola en casa, hasta que
fui a tu casa y te encontré durmiendo.
- ¿Y por qué no me despertaste?
- Porque Isaac me lo contó y me distes pena. No puedo
estar por ahí con alguien que se duerme en los sitios.
Por lo visto el ramo de flores no la había ablandado el
alma ni había cicatrizado ninguna herida. Le miré y la besé tiernamente. Poco a
poco, la expresión hierática fue haciéndose más dulce hasta que su boca se
humedeció y me envolvió, olvidándose de la anterior discusión. Pensé en las
caderas que sentía cerca, en las curvas que se entrelazaban a mi cuerpo como la
música al oído, la música que yo quería escuchar.
- Con un beso lo perdono, pero no lo olvido - me susurró
Xania al oído, soltándose de mis labios - Vamos fuera, te quiero enseñar algo.
Se levantó y salió fuera. Me quedé sentado mirando el
interior del iglú, lo pensé, me levanté y salí fuera detrás suyo; deseaba tener
su cuerpo ahora, pero tendría que esperar a otro momento.
Era el inicio del riachuelo que pasaba cerca de la
tienda; el agua nacía desde unas rocas grises pulidas por el paso de los años y
daba varios saltos hasta llegar a una pequeña laguna escondida entre los árboles
que la rodeaban. No era fácil llegar hasta allí; habíamos tenido que dejar el
camino y seguir entre algunos matorrales. El sol llegaba tímidamente a través
de las ramas altas de los árboles, que dejaban traspasar solamente la luz, no
los rayos solares que se intuían fuera. El sitio estaba en sombra y no hacía
calor; era un sitio donde debido a las circunstancias que lo rodeaba se
convertía en un micromundo alejado de todo lo circundante, lo que lo hacía ser
diferente y especial. Xania me besó. El agua corría lentamente, el agua
cristalina y transparente que nos mostraba la frescura que nos llegaba a la
piel y nos hacía respirar hondamente. Xania buscó a tientas los botones de mi
camisa y sin dejar de besarme comenzó a desabrocharlos, uno a uno, despacio,
mientras podía sentir el frío que penetraba sin concesiones.
- ¿Aquí? - le susurré al oído.
- ¿Y por qué no? - preguntó.
- Hace frío, alguien podría vernos...
- Cállate... - musitó soltando el cinturón de mis
vaqueros.
Todo lo demás vino por la inercia. Recuerdo que el agua
estaba más fría de lo que en un primer momento parecía, pero que una vez dentro
el cuerpo se amoldaba a la temperatura produciendo hasta un cierto placer. La
ropa tuvo que esperar fuera, tumbada sobre la hierba observaba cómo el agua se
mecía al compás del movimiento de nuestra danza en la laguna, mientras fuera el
mundo debía seguir girando ininterrumpidamente. Al final, todo acabó en un
último envite en medio del agua besándonos y abrazados como dos pobres
desesperados con miedo a la separación que en algún día futuro nos esperaba.
Luego salimos de la laguna y nos tumbamos en la hierba, desnudos, secándonos y
riéndonos de nuestros propios cuerpos y nuestras propias ilusiones, y cómo
aquello que hace un momento había sido tan grande ahora descansaba escuálido y
encogido entre mis piernas.
Xania se estaba liando un porro más. La noche hacía
tiempo que había caído y dentro del iglú una espesa niebla ocupaba todo el
espacio disponible. Una linterna daba la luz necesaria para ver los rasgos del
otro y poder liar los porros. Mi mano jugaba con el pelo moreno y rizado que
caía por la espalda de Xania, a cascadas, descansando sobre la camiseta blanca.
- Enciéndelo tú.
- ¿No quieres fumar? - le pregunté.
- Ahora no.
Lo encendí y callamos. La vieja radio que habíamos traído
murmuraba una canción triste y lejana, y en sus curvas me metí y me perdí, en
las curvas que me llevaban a aquellos sitios donde nunca estuve y que ahora
veía en mis ensoñaciones de nieblas, sobre las aceras, las cloacas, en los
rincones recónditos y escondidos donde podía mirar las fábulas del amor y del
odio, y los perros callados, arrastrados, sin piel, que buscan carne para
seguir alimentando pulgas; caminé tropezándome entre los bultos difusos que
alguien dejó tirados y olvidados, entre los días que iban y volvían de aquí
para allá del futuro al pasado y viceversa en una constelación alucinógena que
se derretía en el hielo, vaga imagen del frío, que nublaba el más allá; busqué
a tientas el límite de las curvas que me rodeaban aislándome de fuera
indiferencia blanco que no podía sino decirme tal vez y evaporarme con ellas en
alguna fabulación de otro; derrapando mi cerebro en ellas después de haber
terminado de pensar la idea, y no querer, en todos aquí vi la luz del porro y
las curvas más tarde para ser tú la más bella, no por otra forma sino solamente
por tu sonrisa de ángel caído, y allí juntarnos los dos en mi sueño azul de la
inocencia arrastrado por las paredes de tu blues silbante en tus labios de
besos, como el humo que se va delante mío espectro hacia la canción de cuna de
la radio que me espía y me vigila detrás de ese que no sabe más que de lo
escondido en la arena de la tienda de campaña bajo las estrellas de verde
soledad acompañada.
Las canciones se fueron con sus curvas para dejarme con
sus ojos. Me miró y me besó, con unos besos rozados por la mejilla del otro en
señal de cariño. Puede sentir su piel un momento, solo un momento antes de que
se acostara a mi lado y se durmiera plácidamente, lentamente, con esa forma
característica de la paz interior del que descansa tranquilo consigo mismo. La
veía dormirse mientras yo seguía liando y mirándola y arrastrándome por los
rincones de la nueva canción. Intenté mirar la realidad por una rendija, pero
fue imposible, así que volví sobre las curvas y allí navegaba yo al lado de mi
ángel de la guarda que dormía sobre las olas de la noche. Sentía el peso sobre
el punto de apoyo que era ella, tan pequeño y tan robusto, de cuerpo tan frágil
como la caricia de su tacto, y sentí el miedo de poder perderlo y tambalearme
de nuevo en la inquietud intrínseca de mi personalidad descarriada. Por delante
y por detrás; solo en medio había algo que podía tocar y era ella. Le
murmuré “pequeña mía” mientras volvía a
hundirme en el más negro de los cielos que podían cobijar a mi corazón, y allí
estábamos todos, viajando dentro de un cenicero encima del mundo, rodeados de
colillas y ceniza gris entre la ropa y
nuestra piel sucia de todas las mentiras consagradas al becerro de oro que nos
iluminaba pasado olvidadizo lleno de miedos blancos y risas prontas de su
inocencia olvidadas y anheladas ahora para ser más feliz aquí entre lo que yo
más quiero. Busqué a través de sus ojos cerrados la verdad de sus pensamientos
y lo cierto de sus sentimientos, pero no pude saber nada; sonreía tan hermosa
en su sueño que parecía no ser de este mundo, acaso de otro. Volví a intentar
ver la realidad por otras rendija, pero
de nuevo se me escapó la oportunidad volviendo a sumergirme en la omnímoda canción
que me rodeaba y me ahogaba progresivamente, poco a poco pero sin interrupción.
Luego la niebla se volvió espesa como un pastel de chocolate mientras la luz de
la linterna iba desapareciendo por culpa de las pilas desgastadas que ya no
daban más de sí; y la miré por última vez susurrando su nombre. Entonces la
canción acabó de rodearme y en un esfuerzo supremo me estranguló y desaparecí
lejos.
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