lunes, 20 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (14)



La oscuridad me envolvía dentro de la soledad de mi habitación. Busqué donde agarrarme y acabé abrazado a la almohada. No era el cuerpo de Xania pero menos es nada. Ella no estaba totalmente de acuerdo con todo eso y yo tampoco; decía que era peligroso, que por mucho cuidado que pudiésemos tener podríamos terminar todos en la trena por algunos año y un día. ¿Y qué quería que hiciese yo? Ya le había explicado que yo solo quería una cierta cantidad de dinero para montar un pequeño negocio y poder asegurarme el futuro con algo, preferentemente legal. Pero qué podía hacer, todos estaban dentro y les debía muchos favores, sobre todo a Bormano. Además, para qué intentar engañarme a mí mismo, no quería ser pobre, llevaba toda mi vida pobre y no me gustaba, si podía hacer dinero rápido y fácil no lo iba a dudar mucho, por lo menos en ese momento; siempre había estado arrastrándome por seguir sobreviviendo y no iba a dejar pasar la oportunidad de no tener que preocuparme por el día siguiente. Abrí los ojos y observé cómo todo seguía igual que al tenerlos cerrados en un negro envolvente que absorbía la atención, Xania pensé, no te enfades por querer ser feliz en mi propia vida y si quería el dinero no era porque me gustase, solamente porque no lo tenía y no sabía cómo salir rápidamente del pozo de la miseria en el que me había encontrado siempre. Intenté dormir en las curvas fluctuantes de la insinuación de la antesala del sueño pero no podía encontrar la puerta de acceso que me llevase hasta ellos, girándome sobre la cama en busca del espacio desocupado, la pared blanca negra pro la ausencia de luz y Xania en mi mente negando la acción. Decidí no explicarle muchos detalles, no mencionárselos siquiera, evitarle esa preocupación que le podría perturbar, que me podría incomodar. “Por su felicidad” pensé y qué felicidad si no la tenía, solo su recuerdo en el reflejo de mi presencia. La besé en la memoria con los labios del pensamiento. No quería ser pobre toda mi vida, eternamente, trabajar para seguir tirando  y mendigarle a un tipo ajeno un empleo mal pagado, no, Bormano sabía cómo poder evitar ese camino equivocado, unos negocios con él al principio y después montar algo legal, seguro, tranquilo, sin grandes complicaciones, con hijos y una buena esposa que me quiera cuando esté cansado y necesite sus amorosas caricias, madre de mis hijos y de mis sueños; Xania la de los ojos verdes no me digas no a las acciones de buenas intenciones y mala reputación. Recordé la mirada de Lukas Parker “Sky walker” la última vez que lo vi, Xania mi almohada de carne y miel, la última mirada de aquel pobre desdichado de su propia perdición volando sobre Mazur, volando demasiado alto sin seguro de vida a todo riesgo y sin saber lo profundo que puede ser el mar hasta que no estuvo en él, ingenuo jinete volador, no me digas tú también desde tu mirada en mi memoria que estaba equivocado, no soy la justificación a tu derrota. Busqué la compresión debajo de las sábanas pero solo había calor y tuve que sacar la cabeza hacia la pared blanca negra que parecía amenazarme desde su invisibilidad, con la almohada atada a mi pecho y el sueño esperando en un bolsillo, buscando su momento para salir y arrastrarme, “Sky walker” el de los ojos muertos no vengas hasta mí si ya no eres nadie, si ya no eres nada. Isaac sabía la razón que era el amor a la vida, y qué si vendo droga, yo no tenía la culpa de esas cosas que me circundaban, sueño ausente ven hasta aquí y llévame a tu guarida, olvídame de lo real y espanta la duda, Xania utopía de alegría y felicidad soy su recuerdo en el presente  del reflejo hacia el futuro que aguarda, yo no tengo la culpa, yo no lo he hecho, yo solo quiero ser feliz porque nunca lo he sido más que en sueño que no vienes, que escondes tu presencia detrás de la pared blanca negra que me aterra, que vienes, que estás viniendo, que me llevas...



            Feliz Navidad. Ya llegó, había llegado, puntual como siempre. La televisión ya venía anunciándola hacía tiempo, cada vez más intensamente hasta convertirse en un continuo producto navideño. La mesa tenía puesto un mantel blanco atípico, alguien había decidido ponerlo sobre la vieja mesa en un gesto festivo y de lástima por la mesa, aquella vieja mesa curtida en mil batallas y que iba a poner fin a su misión tras años de servicio; ésta sería su última Navidad. En la televisión un presentador con smoking parlotaba acerca del programa amenizador de la velada, el mismo presentador del mismo smoking de la pasada Navidad. Fuera el día era frío y las calles casi desiertas permanecían mudas ante la indiferencia del viento. Era la segunda Navidad en Martaux, habíamos llegado el año anterior poco antes de Nochebuena y la Navidad había transcurrido en el territorio de lo desconocido. Papa Noel y los reyes magos volvían una y otra vez sobre nosotros desde todos los espacios. Sobre la mesa cubiertos para cinco, limpios y relucientes. Jesucristo se volvía a reencarnar en su nacimiento en la memoria colectiva del mercado y de la fe cristiana. Xania me había dicho iba a celebrar la Navidad con su madre y su abuela y el resto de la familia fuera de la ciudad, a una casa a las afueras donde todos los años se reunían para celebrar las festividades navideñas. Me había dicho que se quedaría unos días, y luego volvería para nochevieja. Sobre la mesa había una bandeja con langostas, Bormano quería comer langosta por nochebuena y los demás habían aportado también sus preferencias. Surgió la idea de ir a cenar a un restaurante, pero fue rechazada por ésta debía ser una cena familiar, en casa, con la única familia que prácticamente conocíamos nosotros. Llevábamos toda la tarde preparando la cena encerrados en la cocina, especialmente Yerkari y Serban, que como mejores cocineros, únicos casi, se afanaban entre los utensilios y bártulos, mandando cortar cebolla o picar carne, con la radio a todo volumen escupiendo villancicos. Por suerte, casi todo estaba hecho y ya solo quedaba lo más sencillo, disfrutarlo en la cena.
            Pudo ser, no lo sé, tal vez yo, aunque probablemente fue otro, la comida sobre la mesa y en la luz apagada unas cuantas velas rompiendo la oscuridad a ritmo de música a pilas, comiendo y bebiendo hasta hartarnos entre las palabras y la risa de la noche, celebrando como todos la entrada en la Navidad que bien poco nos importaba porque casi nunca nos había dado nada pero que había que celebrarla para intentar romper la tradición de lo nefasto, la televisión apagada muerta olvidada en un rincón y dentro de ella el resto del mundo que esperaba fuera de la ventana, solo nosotros cinco dejando aparte todo lo ajeno a nosotros con las langostas dentro entre los dientes con champan sin nadie que no estuviese de cuerpo presente. Aquella fue una buena cena, no como las otras de épocas pasadas y años en penumbra. La comida sobró, habíamos puesto tanta que el saciarnos no bastó para terminarla; con dejarla en el frigorífico para otro momento se solucionó el problema. La medianoche hacia tiempo que se había quedado atrás, recogimos  y salimos a la calle en busca del amanecer prolongando el ritmo de la cena. Nochebuena solía ser una noche extraña, las calles permanecían bastante desiertas, viendo desde fuera cómo dentro de las ventanas de las casas la gente alegraba su fiesta alrededor de la televisión o de algún juego de mesa mientras los amantes de la noche salían a los bares, cada año en más número, como un día más. Los bares, algunos, abrían después de cenar, y en ellos se juntaban todos los que salían, con un ambiente distinto, especial, quizás más familiar, impregnándose un poco, sutilmente.
            El viento había hecho acto de presencia y allí, entre los edificios que circundan las aceras, íbamos los cinco ebrios de porros y alcohol en lucha con el viento que nos quería quitar de en medio en un gesto desafiante. Bormano, en muletas, apenas podía moverse malamente, cuidando que su pierna buena pudiese aguantar el peso de su cuerpo; solo eran quince metros, no más, desde el coche hasta la puerta de la sala donde íbamos a entrar pero teníamos que ayudarle a mantener la postura vertical. Entramos. Dentro las luces giraban en el techo desbocadas a golpe de ritmo machacón que hacía temblar el cuerpo, la gente bailando en contorsiones locas, desenfrenadas. La sala tenía algunas pequeñas mesas y unas butacas en las esquinas, así que mientras Yerkari y Serban iban a la barra, nosotros nos dirigimos a una de las esquinas, colocando a Bormano en una de las butacas, quién, tan pronto como se sentó, buscó algo en los bolsillos y acercándose a la mesase agachó e hizo cinco filas idénticas con un polvo blanco y muy fino.
            Isaac quemaba la piedra marrón. Mientras, observaba. Realmente no había mucha gente ahí dentro; se percibían claramente los espacios vacíos, sin embargo se sentía, se percibía como un extraño olor, ese ambiente cálido y de fiesta, de cierta hermandad entre los que realizan algo distinto y único respecto de la gran masa, que hacía que el lugar resultase acogedor. Eran pequeños grupos de individuos que formaban círculos cambiantes de diversos tamaños que de vez en cuando se rompían o se paraban y luego volvían al regazo del ritmo frenético. Serban y Yerkari llegaron  con las copas y comenzamos a beberlas entre el humo, la música y las rayas, murmurando a gritos el sonido de los zapatos sobre la pared de algas azules y las campanadas absurdas de las alcantarillas de porcelana que llevábamos en la guantera del coche. Nadie nos oía, es posible que no nosotros mismos siquiera, en le l absurdo de nuestras palabras; sin embargo entre los cuerpos danzantes y las ondas de las luces centrífugas podía observar como aquellos ojos llevaban bastante tiempo dirigiendo su mirada hacia el lugar que ocupábamos, unos ojos que conocía a través de la distancia de los cristales de nuestras ventanas y una mirada en un cuerpo desnudo en el edificio de enfrente. Mi vecina se contorneaba dentro de su suéter ceñido y en su larga falda oscura, moviéndose excitadamente junto a un grupo de amigas al compás de la música, dirigiendo de vez en cuando sus curvas insinuantes hacia mis ojos y mi cerebro turbulento. Lo más curioso de todo era que ninguno de los otros cuatro parecía haber advertido la evidencia de sus movimientos y tal vez ni su presencia. Tomaba la copa que tenía sobre la mesa mientras Bormano gritaba “Viva Dios nacido” en su extraña religiosidad, bebiendo lentamente y viendo el color de la bebida a mi soñada Xania que no estaba aquí, con sus ojos verdes besándome el alma y tapándome la cara con sus rizos negros, pero bajaba la copa y levantaba la vista hacia el frente, donde las curvas de aquel sentimiento lascivo me seguían llamando por mi nombre primitivo.
            Después de estar un tiempo allí nos marchamos, cogimos el coche y nos marchamos a otros sitios, más o menos todos cercanos al mar donde se encontraban los pubs más modernos y donde había algunos abiertos. Todo fue parecido al primero, aunque cada vez un poco más denso y menos claro, debajo de las luces y encima de las colillas del suelo que lentamente iban sembrándolo de suciedad. Bormano, pese a todas las recomendaciones y consejos que le habíamos dado y que le habíamos ayudado a no cumplir, estaba tan borracho que las muletas parecían más su enemigo que sus compañeras, siéndole del todo imposible mantenerse en pie solamente con ellas, de tal forma que los demás debíamos llevarle apoyado en los hombros para que no se cayera.
            La última vez que los vi antes de marcharme diciéndoles adiós Isaac le explicaba a Yerkari por qué el banco de casa debía ser pintado otra vez de otro color mientras Serban le llamaba pata de palo a Bormano, tirados los dos en las sillas de madera donde intentaban estar sentados. Le di las llaves del coche a Isaac para que pudiesen llevar a Bormano y me fui andando, arrastrándome lento sobre las baldosas de las calles hacia casa de la forma más respetable que mi cuerpo podía adoptar, como uno más de esos borrachos noctívagos deambulando sin rumbo aparente que no pueden levantar la cabeza del suelo intentando inútilmente seguir la recta que no existe sino en su mente, buscando ese punto de referencia al final de la calle. y fue en una de esas calles, buscando ese punto de referencia, donde al doblar una esquina pude observar como alguien que caminaba por la otra acera se cruzaba a la mía y se acercaba a mí, la figura de un cuerpo femenino conocido que había visto aquella misma noche y que había mirado con recelo. Llegó a mi altura y ante su presencia intenté mantener la compostura.
            - ¿Eres tú el que estaba con el de la escayola esta noche? - preguntó.
            - Sí - le respondí sin mirarla, intentando sonreír con una mueca.
            - Creo que somos vecinos.
            El viento había vuelto a cesar y el paseo no conseguía reanimarme lo más mínimo.
            - Yo creo lo mismo.
            El camino era largo y pronto la conversación cogió cierta fluidez, en gran parte gracias a ella; yo me limitaba a contestarle con respuestas cortas, algunas veces con algún pequeño comentario, intentando ganar tiempo a la borrachera. Me sentía en una situación patética, sentir cómo el cuerpo no respondía al estímulo del cerebro, observar cómo la mente trabajaba correctamente prisionera en el absurdo cuerpo totalmente maniatado por el alcohol y las demás drogas. Me dijo que se llamaba María, como la virgen, insinuó, y se rió. Mientras tanto intentaba adivinar aquellas curvas que sabía poseía  debajo del abrigo largo que llevaba puesto, acordándome de la estampa de la ventana, extrañándome la dicotomía que existía entre lo que yo había imaginado de ella y cómo era realmente en ese momento conmigo, tan sencilla, tan simpática, casi hasta tan tímida en ciertos instantes. Quizás fue por las palabras o tal vez su compañía, los pasos se hicieron pasado y la puerta de su portal presente dejando atrás el camino recorrido y por suerte o casualidad parte de la borrachera con él. Ella comentó algo de tomar un café en su casa, Xania, pensé, ¿dónde estás? ven conmigo y no me abandones ahora, sabes que solo eres tú y nadie más, amor mío, dueña de mi corazón y mis caricias hasta lo más profundo. Acepté por educación, un café podría sentarme bien ante de irme a dormir.
            Dijo que se iba a poner algo más cómodo y me dejó en la cocina mirando el café. Abrí el frigorífico y cogí algo de leche. Era semidesnatada. Me senté en una silla junto a la mesa blanca y esperé a que se hiciese e café o a que llegase ella, me lo tomaría y me marcharía, era tarde y quería descansar. no tardó mucho, llegó vistiendo una sonrisa y poco más y me sirvió e café en una pequeña taza de dibujos dorados, fuimos al salón y nos sentamos en el sofá, hablando, riendo, pudiendo centrar mejor la imagen que anteriormente. Se sentaba sobre una pierna, enfrente de mí, sonriente, con su fino camisón azul corto ligeramente levantado por la postura, de tal forma que dejaba al descubierto sus espléndidas piernas de mujer donde iba a refugiarse furtivamente mi mirada.
            Solo sé que no debieron ser lo suficientemente escondidas porque para un buen guardián no hay fugitivo avispado, ella supo que era el momento cuando al dejar su taza sobre la mesita le miré el escote evidente de la tela, observando cómo debajo no llevaba nada más que la piel, entonces un escalofrío recorrió mi cuerpo y ella se acercó hasta mi boca y la besó mientras soltaba los botones de mi camisa, de mis pantalones, de mi tacto y mi lujuria, metiendo las manos por debajo de su camisón y frotándome contra él, lamiendo sus pechos erguidos fuera ya de toda ropa y toda prohibición, penetrándola, embistiéndola, sudando junto al cuerpo lascivo que había deseado desde detrás del cristal, en la distancia, con el pensamiento, dejándonos llevar por el grito del principio de la noche en aquel sitio donde sus curvas me habían llamado por mi nombre primitivo en ese lenguaje universal que ella conocía tan bien. Le agarré del culo con las dos manos y de dos fuertes estocadas nos dejamos llevar por el orgasmo dulce y exacerbado de la pasión.

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