La oscuridad me envolvía
dentro de la soledad de mi habitación. Busqué donde agarrarme y acabé abrazado
a la almohada. No era el cuerpo de Xania pero menos es nada. Ella no estaba
totalmente de acuerdo con todo eso y yo tampoco; decía que era peligroso, que
por mucho cuidado que pudiésemos tener podríamos terminar todos en la trena por
algunos año y un día. ¿Y qué quería que hiciese yo? Ya le había explicado que
yo solo quería una cierta cantidad de dinero para montar un pequeño negocio y
poder asegurarme el futuro con algo, preferentemente legal. Pero qué podía
hacer, todos estaban dentro y les debía muchos favores, sobre todo a Bormano.
Además, para qué intentar engañarme a mí mismo, no quería ser pobre, llevaba
toda mi vida pobre y no me gustaba, si podía hacer dinero rápido y fácil no lo
iba a dudar mucho, por lo menos en ese momento; siempre había estado
arrastrándome por seguir sobreviviendo y no iba a dejar pasar la oportunidad de
no tener que preocuparme por el día siguiente. Abrí los ojos y observé cómo
todo seguía igual que al tenerlos cerrados en un negro envolvente que absorbía
la atención, Xania pensé, no te enfades por querer ser feliz en mi propia vida
y si quería el dinero no era porque me gustase, solamente porque no lo tenía y
no sabía cómo salir rápidamente del pozo de la miseria en el que me había
encontrado siempre. Intenté dormir en las curvas fluctuantes de la insinuación
de la antesala del sueño pero no podía encontrar la puerta de acceso que me
llevase hasta ellos, girándome sobre la cama en busca del espacio desocupado,
la pared blanca negra pro la ausencia de luz y Xania en mi mente negando la
acción. Decidí no explicarle muchos detalles, no mencionárselos siquiera,
evitarle esa preocupación que le podría perturbar, que me podría incomodar.
“Por su felicidad” pensé y qué felicidad si no la tenía, solo su recuerdo en el
reflejo de mi presencia. La besé en la memoria con los labios del pensamiento.
No quería ser pobre toda mi vida, eternamente, trabajar para seguir
tirando y mendigarle a un tipo ajeno un
empleo mal pagado, no, Bormano sabía cómo poder evitar ese camino equivocado,
unos negocios con él al principio y después montar algo legal, seguro,
tranquilo, sin grandes complicaciones, con hijos y una buena esposa que me
quiera cuando esté cansado y necesite sus amorosas caricias, madre de mis hijos
y de mis sueños; Xania la de los ojos verdes no me digas no a las acciones de
buenas intenciones y mala reputación. Recordé la mirada de Lukas Parker “Sky
walker” la última vez que lo vi, Xania mi almohada de carne y miel, la última
mirada de aquel pobre desdichado de su propia perdición volando sobre Mazur,
volando demasiado alto sin seguro de vida a todo riesgo y sin saber lo profundo
que puede ser el mar hasta que no estuvo en él, ingenuo jinete volador, no me
digas tú también desde tu mirada en mi memoria que estaba equivocado, no soy la
justificación a tu derrota. Busqué la compresión debajo de las sábanas pero
solo había calor y tuve que sacar la cabeza hacia la pared blanca negra que
parecía amenazarme desde su invisibilidad, con la almohada atada a mi pecho y
el sueño esperando en un bolsillo, buscando su momento para salir y
arrastrarme, “Sky walker” el de los ojos muertos no vengas hasta mí si ya no
eres nadie, si ya no eres nada. Isaac sabía la razón que era el amor a la vida,
y qué si vendo droga, yo no tenía la culpa de esas cosas que me circundaban,
sueño ausente ven hasta aquí y llévame a tu guarida, olvídame de lo real y
espanta la duda, Xania utopía de alegría y felicidad soy su recuerdo en el
presente del reflejo hacia el futuro que
aguarda, yo no tengo la culpa, yo no lo he hecho, yo solo quiero ser feliz
porque nunca lo he sido más que en sueño que no vienes, que escondes tu
presencia detrás de la pared blanca negra que me aterra, que vienes, que estás
viniendo, que me llevas...
Feliz Navidad. Ya llegó, había llegado, puntual como
siempre. La televisión ya venía anunciándola hacía tiempo, cada vez más
intensamente hasta convertirse en un continuo producto navideño. La mesa tenía
puesto un mantel blanco atípico, alguien había decidido ponerlo sobre la vieja
mesa en un gesto festivo y de lástima por la mesa, aquella vieja mesa curtida
en mil batallas y que iba a poner fin a su misión tras años de servicio; ésta
sería su última Navidad. En la televisión un presentador con smoking parlotaba
acerca del programa amenizador de la velada, el mismo presentador del mismo
smoking de la pasada Navidad. Fuera el día era frío y las calles casi desiertas
permanecían mudas ante la indiferencia del viento. Era la segunda Navidad en
Martaux, habíamos llegado el año anterior poco antes de Nochebuena y la Navidad
había transcurrido en el territorio de lo desconocido. Papa Noel y los reyes
magos volvían una y otra vez sobre nosotros desde todos los espacios. Sobre la
mesa cubiertos para cinco, limpios y relucientes. Jesucristo se volvía a
reencarnar en su nacimiento en la memoria colectiva del mercado y de la fe
cristiana. Xania me había dicho iba a celebrar la Navidad con su madre y su
abuela y el resto de la familia fuera de la ciudad, a una casa a las afueras
donde todos los años se reunían para celebrar las festividades navideñas. Me
había dicho que se quedaría unos días, y luego volvería para nochevieja. Sobre
la mesa había una bandeja con langostas, Bormano quería comer langosta por
nochebuena y los demás habían aportado también sus preferencias. Surgió la idea
de ir a cenar a un restaurante, pero fue rechazada por ésta debía ser una cena
familiar, en casa, con la única familia que prácticamente conocíamos nosotros.
Llevábamos toda la tarde preparando la cena encerrados en la cocina,
especialmente Yerkari y Serban, que como mejores cocineros, únicos casi, se
afanaban entre los utensilios y bártulos, mandando cortar cebolla o picar
carne, con la radio a todo volumen escupiendo villancicos. Por suerte, casi
todo estaba hecho y ya solo quedaba lo más sencillo, disfrutarlo en la cena.
Pudo ser, no lo sé, tal vez yo, aunque probablemente fue
otro, la comida sobre la mesa y en la luz apagada unas cuantas velas rompiendo
la oscuridad a ritmo de música a pilas, comiendo y bebiendo hasta hartarnos
entre las palabras y la risa de la noche, celebrando como todos la entrada en
la Navidad que bien poco nos importaba porque casi nunca nos había dado nada
pero que había que celebrarla para intentar romper la tradición de lo nefasto,
la televisión apagada muerta olvidada en un rincón y dentro de ella el resto
del mundo que esperaba fuera de la ventana, solo nosotros cinco dejando aparte
todo lo ajeno a nosotros con las langostas dentro entre los dientes con champan
sin nadie que no estuviese de cuerpo presente. Aquella fue una buena cena, no
como las otras de épocas pasadas y años en penumbra. La comida sobró, habíamos
puesto tanta que el saciarnos no bastó para terminarla; con dejarla en el
frigorífico para otro momento se solucionó el problema. La medianoche hacia
tiempo que se había quedado atrás, recogimos
y salimos a la calle en busca del amanecer prolongando el ritmo de la
cena. Nochebuena solía ser una noche extraña, las calles permanecían bastante
desiertas, viendo desde fuera cómo dentro de las ventanas de las casas la gente
alegraba su fiesta alrededor de la televisión o de algún juego de mesa mientras
los amantes de la noche salían a los bares, cada año en más número, como un día
más. Los bares, algunos, abrían después de cenar, y en ellos se juntaban todos
los que salían, con un ambiente distinto, especial, quizás más familiar,
impregnándose un poco, sutilmente.
El viento había hecho acto de presencia y allí, entre los
edificios que circundan las aceras, íbamos los cinco ebrios de porros y alcohol
en lucha con el viento que nos quería quitar de en medio en un gesto
desafiante. Bormano, en muletas, apenas podía moverse malamente, cuidando que
su pierna buena pudiese aguantar el peso de su cuerpo; solo eran quince metros,
no más, desde el coche hasta la puerta de la sala donde íbamos a entrar pero
teníamos que ayudarle a mantener la postura vertical. Entramos. Dentro las
luces giraban en el techo desbocadas a golpe de ritmo machacón que hacía
temblar el cuerpo, la gente bailando en contorsiones locas, desenfrenadas. La
sala tenía algunas pequeñas mesas y unas butacas en las esquinas, así que
mientras Yerkari y Serban iban a la barra, nosotros nos dirigimos a una de las
esquinas, colocando a Bormano en una de las butacas, quién, tan pronto como se
sentó, buscó algo en los bolsillos y acercándose a la mesase agachó e hizo
cinco filas idénticas con un polvo blanco y muy fino.
Isaac quemaba la piedra marrón. Mientras, observaba.
Realmente no había mucha gente ahí dentro; se percibían claramente los espacios
vacíos, sin embargo se sentía, se percibía como un extraño olor, ese ambiente
cálido y de fiesta, de cierta hermandad entre los que realizan algo distinto y
único respecto de la gran masa, que hacía que el lugar resultase acogedor. Eran
pequeños grupos de individuos que formaban círculos cambiantes de diversos
tamaños que de vez en cuando se rompían o se paraban y luego volvían al regazo
del ritmo frenético. Serban y Yerkari llegaron
con las copas y comenzamos a beberlas entre el humo, la música y las
rayas, murmurando a gritos el sonido de los zapatos sobre la pared de algas
azules y las campanadas absurdas de las alcantarillas de porcelana que
llevábamos en la guantera del coche. Nadie nos oía, es posible que no nosotros
mismos siquiera, en le l absurdo de nuestras palabras; sin embargo entre los
cuerpos danzantes y las ondas de las luces centrífugas podía observar como
aquellos ojos llevaban bastante tiempo dirigiendo su mirada hacia el lugar que
ocupábamos, unos ojos que conocía a través de la distancia de los cristales de
nuestras ventanas y una mirada en un cuerpo desnudo en el edificio de enfrente.
Mi vecina se contorneaba dentro de su suéter ceñido y en su larga falda oscura,
moviéndose excitadamente junto a un grupo de amigas al compás de la música,
dirigiendo de vez en cuando sus curvas insinuantes hacia mis ojos y mi cerebro
turbulento. Lo más curioso de todo era que ninguno de los otros cuatro parecía
haber advertido la evidencia de sus movimientos y tal vez ni su presencia.
Tomaba la copa que tenía sobre la mesa mientras Bormano gritaba “Viva Dios
nacido” en su extraña religiosidad, bebiendo lentamente y viendo el color de la
bebida a mi soñada Xania que no estaba aquí, con sus ojos verdes besándome el
alma y tapándome la cara con sus rizos negros, pero bajaba la copa y levantaba
la vista hacia el frente, donde las curvas de aquel sentimiento lascivo me
seguían llamando por mi nombre primitivo.
Después de estar un tiempo allí nos marchamos, cogimos el
coche y nos marchamos a otros sitios, más o menos todos cercanos al mar donde
se encontraban los pubs más modernos y donde había algunos abiertos. Todo fue
parecido al primero, aunque cada vez un poco más denso y menos claro, debajo de
las luces y encima de las colillas del suelo que lentamente iban sembrándolo de
suciedad. Bormano, pese a todas las recomendaciones y consejos que le habíamos
dado y que le habíamos ayudado a no cumplir, estaba tan borracho que las
muletas parecían más su enemigo que sus compañeras, siéndole del todo imposible
mantenerse en pie solamente con ellas, de tal forma que los demás debíamos
llevarle apoyado en los hombros para que no se cayera.
La última vez que los vi antes de marcharme diciéndoles
adiós Isaac le explicaba a Yerkari por qué el banco de casa debía ser pintado
otra vez de otro color mientras Serban le llamaba pata de palo a Bormano,
tirados los dos en las sillas de madera donde intentaban estar sentados. Le di
las llaves del coche a Isaac para que pudiesen llevar a Bormano y me fui
andando, arrastrándome lento sobre las baldosas de las calles hacia casa de la
forma más respetable que mi cuerpo podía adoptar, como uno más de esos
borrachos noctívagos deambulando sin rumbo aparente que no pueden levantar la
cabeza del suelo intentando inútilmente seguir la recta que no existe sino en
su mente, buscando ese punto de referencia al final de la calle. y fue en una
de esas calles, buscando ese punto de referencia, donde al doblar una esquina
pude observar como alguien que caminaba por la otra acera se cruzaba a la mía y
se acercaba a mí, la figura de un cuerpo femenino conocido que había visto
aquella misma noche y que había mirado con recelo. Llegó a mi altura y ante su
presencia intenté mantener la compostura.
- ¿Eres tú el que estaba con el de la escayola esta
noche? - preguntó.
- Sí - le respondí sin mirarla, intentando sonreír con
una mueca.
- Creo que somos vecinos.
El viento había vuelto a cesar y el paseo no conseguía
reanimarme lo más mínimo.
- Yo creo lo mismo.
El camino era largo y pronto la conversación cogió cierta
fluidez, en gran parte gracias a ella; yo me limitaba a contestarle con
respuestas cortas, algunas veces con algún pequeño comentario, intentando ganar
tiempo a la borrachera. Me sentía en una situación patética, sentir cómo el
cuerpo no respondía al estímulo del cerebro, observar cómo la mente trabajaba
correctamente prisionera en el absurdo cuerpo totalmente maniatado por el
alcohol y las demás drogas. Me dijo que se llamaba María, como la virgen, insinuó,
y se rió. Mientras tanto intentaba adivinar aquellas curvas que sabía
poseía debajo del abrigo largo que
llevaba puesto, acordándome de la estampa de la ventana, extrañándome la
dicotomía que existía entre lo que yo había imaginado de ella y cómo era
realmente en ese momento conmigo, tan sencilla, tan simpática, casi hasta tan
tímida en ciertos instantes. Quizás fue por las palabras o tal vez su compañía,
los pasos se hicieron pasado y la puerta de su portal presente dejando atrás el
camino recorrido y por suerte o casualidad parte de la borrachera con él. Ella
comentó algo de tomar un café en su casa, Xania, pensé, ¿dónde estás? ven
conmigo y no me abandones ahora, sabes que solo eres tú y nadie más, amor mío,
dueña de mi corazón y mis caricias hasta lo más profundo. Acepté por educación,
un café podría sentarme bien ante de irme a dormir.
Dijo que se iba a poner algo más cómodo y me dejó en la
cocina mirando el café. Abrí el frigorífico y cogí algo de leche. Era
semidesnatada. Me senté en una silla junto a la mesa blanca y esperé a que se
hiciese e café o a que llegase ella, me lo tomaría y me marcharía, era tarde y
quería descansar. no tardó mucho, llegó vistiendo una sonrisa y poco más y me
sirvió e café en una pequeña taza de dibujos dorados, fuimos al salón y nos
sentamos en el sofá, hablando, riendo, pudiendo centrar mejor la imagen que
anteriormente. Se sentaba sobre una pierna, enfrente de mí, sonriente, con su
fino camisón azul corto ligeramente levantado por la postura, de tal forma que
dejaba al descubierto sus espléndidas piernas de mujer donde iba a refugiarse
furtivamente mi mirada.
Solo sé que no debieron ser lo suficientemente escondidas
porque para un buen guardián no hay fugitivo avispado, ella supo que era el
momento cuando al dejar su taza sobre la mesita le miré el escote evidente de
la tela, observando cómo debajo no llevaba nada más que la piel, entonces un
escalofrío recorrió mi cuerpo y ella se acercó hasta mi boca y la besó mientras
soltaba los botones de mi camisa, de mis pantalones, de mi tacto y mi lujuria,
metiendo las manos por debajo de su camisón y frotándome contra él, lamiendo
sus pechos erguidos fuera ya de toda ropa y toda prohibición, penetrándola,
embistiéndola, sudando junto al cuerpo lascivo que había deseado desde detrás
del cristal, en la distancia, con el pensamiento, dejándonos llevar por el
grito del principio de la noche en aquel sitio donde sus curvas me habían
llamado por mi nombre primitivo en ese lenguaje universal que ella conocía tan
bien. Le agarré del culo con las dos manos y de dos fuertes estocadas nos
dejamos llevar por el orgasmo dulce y exacerbado de la pasión.
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