La política solidaria se
insinuaba más complicada y más cara de lo que en un primer momento el
entusiasmo popular por las ayudas hubiese querido decir. El máximo
representante internacional volvía en distintos planos a la pequeña pantalla,
su cabeza, su cuerpo, sus guardaespaldas. Las cifras no mentían y los países
tendrían que hacer un gran esfuerzo para lograr el objetivo.
- Pásame el queso.
- Ya casi no queda.
- Da igual, el queso está para comerlo.
El desmoronamiento del comunismo, el cerco unificador que
había constituido se hundía irremisiblemente sobre sí mismo, las nacionalidades
volvían a despertar ahora que el gigante de piedra no podía seguir siendo lo
que había sido. El mundo cambiaba, nadie dudaba que un nuevo orden mundial
estaba apareciendo; el tipo de la corbata azul marino que presentaba el
telediario tampoco.
- Pásame la mostaza.
- ¿Y para qué quieres la mostaza?
- Para echarla encima del queso.
El telediario seguía dentro del cajón de plástico. Desde
fuera las noticias no parecían noticias, solo anuncios de la realidad, de una
parte de la realidad. El banco azul estaba vacío. Las ventanas también estaban
vacías, solo alguna luz ocasional que a veces se encendía, o se apagaba, en la
habitación de las gentes de enfrente daba constancia de su existencia. Llovía.
- ¿Has traído las galletas?
- No.
- ¿No las has traído?
- No.
La lluvia se oía fuera, golpeando contra el cristal como
un sin fin de pequeñas campanitas infinitesimales. Un par de personas pasaban
enfundadas en sus abrigos bajo la farola de la esquina y desaparecían
doblándola. El respaldo del viejo sillón giraba entorno de mi espalda y me
ataba a él; permanecía hundido en los viejos muelles casi destrozados mientras
observaba el agua en la ventana.
- No hay galletas.
- ¿Has mirado bien?
- Sí, seguro, por todas partes.
- ¿Te has comido todas las galletas? - me preguntaba Yerkari
mirándome.
- No, no me las he comido.
De hecho no había galletas hacía días, nadie se había
acordado de comprarlas, o nadie había querido hacerlo. A mí las galletas no me
gustaban mucho, era Serban y Bormano los que se las comían todas. La vecina de
enfrente se había olvidado de cerrar las cortinas, otra vez se desnudaba
delante nuestro y me miraba; luego sonreía. Le gustaba mostrar su cuerpo; lo
hacía lentamente, primero se quitaba la falda, su falda corta y negra, luego la
camisa gris, más tarde el sujetador negro y finalmente, distraídamente, se
quitaba las bragas. Se contorneaba de forma parsimoniosa, sabiendo que su
hermoso cuerpo atraía la mirada y la atención, el deseo reprimido y
subconsciente de voieaur. Sonreía y cerraba las cortinas. Xania aparecía
después, por detrás del recuerdo del deseo del cuerpo de aquella mujer extraña
y me decía al oído que yo era suyo, y que nadie más me podría tener.
La economía crecía por debajo de lo previsto, la crisis
apretaba. Nadie dudaba ya de que costaría salir de ella más de lo que en un
principio se pensaba, un economista opinaba que era un punto crítico de
inflexión dentro de un ciclo largo que se venía prolongando hacía tiempo. El
paro subía. El empleo bajaba.
Serban estaba metiendo el dedo dentro del bote de la
mostaza, luego lo sacaba y se lo lamía, con la lengua fuera de la boca. Yerkari
también le lamía el dedo, luego la lengua. La lluvia seguía fuera como el
personaje fantasma de la habitación, solo su sonoro murmullo, que luchaba por
meterse aplastando el cristal, aplastándose contra el cristal. Serban y Yerkari
hacían traje con sus manos pareciendo un solo cuerpo y un solo beso, vago
modelo de Rodin. El sillón me envolvía, busqué el último cigarrillo del
paquete, lo encendí, aplasté el paquete y lo dejé sobre la mesa. Mala noche,
noche escasa, poca noche. Yerkari y Serban se habían vuelto a ir a materializar
su amor de hombres entre las cuatro paredes que lo cobijaban. El telediario se
había marchado como había venido dejando paso a una película de serie B, donde
todos saben que el bueno será capaz de matar a todos los malos antes de irse
con la chica rubia. Esta película ya la había visto. Cambio de canal. Cambio de
canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal.
Cambio de canal. Ya no quedaban más canales ni nadie más en la habitación
aparte de mí. Cogía el mando a distancia y dejaba la película del primer canal,
donde el bueno ya había matado a la primera docena de malos. El cigarro se
estaba acabando sobre el cenicero lleno de ceniza y Xania volvía sobre la pared
que es el cristal, sonriéndome, solo su cabeza, su boca, para decirme que me
esperaba en alguna parte. La película siguió y esta vez la televisión no se
acababa nunca arrastrándome dentro como uno más de los noctívagos que no
dormían esperando en la antesala del sueño a que pase el recaudador de
impuestos.
La puerta se oyó sigilosamente y al girar la manilla
Isaac mostró su cabeza. Volvía de fuera, de la lluvia, de la calle de algún bar
donde se había quedado tomando una cerveza con un tipo extraño con barba y
sandalias oscuras.
- Llueve.
- Ya me había dado cuenta.
- ¿Y los demás?
- Bormano fuera; Yerkari y Serban en su habitación.
- ¿Qué ves?
El héroe besaba a la chica justo antes de los títulos de
crédito; la película había terminado sin darme apenas cuenta.
- Era una película, se ha acabado.
Miró la televisión, los artículos de venta por televisión
se habían colado por detrás y ahora un tipo melenudo anunciaba “Sibit, el
crecepelo caído del cielo”.
- ¿No vienes a dormir? Es muy tarde y mañana hay que
llevar el camión, hay chatarra que llevar.
Me observó y luego sin decir nada más se marchó cerrando
la puerta tras de sí, oyéndose sus pasos al discurrir del pasillo y al abrir la
vieja puerta de su habitación, nuestra habitación, luego el silencio vino a
hacer compañía al tipo melenudo de los crecepelos y por lo que decía era
milagroso.
Bormano se traía algo gordo entre manos, comía mucho y
hablaba poco. Bormano siempre comía poco y hablaba mucho y el hecho de que
transgrediera sus propias leyes era a causa de su nerviosismo; bien era cierto
que no lo solía estar muy a menudo pero cuando lo estaba siempre engordaba un
par de kilos o tres. Se le veía entrar y salir sin apenas tiempo como quien
lleva al diablo detrás. Lio Lin venía más a menudo y al poco rato se marchaba
con Bormano. Parado delante de la televisión se pasaba horas, esperando, y si
la espera acababa y no sabía qué hacer volvía a la televisión y comenzaba una
nueva espera. Debía ser muy gordo, inmenso, para que hubiese engordado dos
kilos en cuatro días. Isaac le dijo “cuidado, estás engordando” y él le
respondió “es cuestión de metabolismo, ya sabes”. El banco se pintó de verde,
el banco rosa y luego azul ahora era verde porque alguien pensó que quedaba
mejor con la estación, que solo era temporal y más tarde ya se pintaría de otro
color. El olor se quedó un par de días y luego se marchó. Después de lo del
banco tocó limpieza y la cosa, como cada vez cada dos meses, olía a limpieza,
ese olor fresco que hace que respirar cueste menos. Muchas noches Bormano no
volvía a casa y se quedaba a dormir fuera, unas en casa de Leslia, otras en
casa de Lio Lin y otras no se sabe muy bien dónde.
Un día vino con el pan y una bolsa de papel y dentro de
la bolsa una gran cantidad de dinero. Lio Lin y él hacían buena pareja, lo
celebramos todos esa noche por todo lo alto y no faltó nada en el banco verde.
Aquel dinero ayudó a mejorar la situación de la casa; apareció una nueva
televisión, una preciosa y gran televisión, última generación de televisores, y
junto a ella un hermoso vídeo, donde a partir de entonces las noches fueron más
largas. El frigorífico siempre estaba lleno y la buena comida se hicieron
compañeros habituales de la mesa. Isaac y yo no teníamos que pagar nada,
Bormano se hacía cargo del gasto, decía que no sabía muy bien que hacer con él,
que nosotros trabajásemos con la chatarra que algún día necesitaría el camión
para llevar todo el dinero que ganase, y luego nos miraba serio y se reía y nosotros
con él. Yerkari y Serban, que hasta entonces habían ido por su cuenta, se
juntaron con Bormano y Lio Lin en el negocio. la vida seguía igual, pero con
más dinero. Por la casa empezaron a aparecer más cosas, nosotros ya solo
teníamos que encargarnos de conducir el camión y dejar que ellos hiciesen el
resto; incluso la gasolina de mi viejo trasto pagaban llenándome el depósito;
decían que todo era una inversión a medio plazo.
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