lunes, 13 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (10)



La política solidaria se insinuaba más complicada y más cara de lo que en un primer momento el entusiasmo popular por las ayudas hubiese querido decir. El máximo representante internacional volvía en distintos planos a la pequeña pantalla, su cabeza, su cuerpo, sus guardaespaldas. Las cifras no mentían y los países tendrían que hacer un gran esfuerzo para lograr el objetivo.
            - Pásame el queso.
            - Ya casi no queda.
            - Da igual, el queso está para comerlo.         
            El desmoronamiento del comunismo, el cerco unificador que había constituido se hundía irremisiblemente sobre sí mismo, las nacionalidades volvían a despertar ahora que el gigante de piedra no podía seguir siendo lo que había sido. El mundo cambiaba, nadie dudaba que un nuevo orden mundial estaba apareciendo; el tipo de la corbata azul marino que presentaba el telediario tampoco.
            - Pásame la mostaza.
            - ¿Y para qué quieres la mostaza?
            - Para echarla encima del queso.
            El telediario seguía dentro del cajón de plástico. Desde fuera las noticias no parecían noticias, solo anuncios de la realidad, de una parte de la realidad. El banco azul estaba vacío. Las ventanas también estaban vacías, solo alguna luz ocasional que a veces se encendía, o se apagaba, en la habitación de las gentes de enfrente daba constancia de su existencia. Llovía.
            - ¿Has traído las galletas?
            - No.
            - ¿No las has traído?
            - No.
            La lluvia se oía fuera, golpeando contra el cristal como un sin fin de pequeñas campanitas infinitesimales. Un par de personas pasaban enfundadas en sus abrigos bajo la farola de la esquina y desaparecían doblándola. El respaldo del viejo sillón giraba entorno de mi espalda y me ataba a él; permanecía hundido en los viejos muelles casi destrozados mientras observaba el agua en la ventana.
            - No hay galletas.
            - ¿Has mirado bien?
            - Sí, seguro, por todas partes.
            - ¿Te has comido todas las galletas? - me preguntaba Yerkari mirándome.
            - No, no me las he comido.
            De hecho no había galletas hacía días, nadie se había acordado de comprarlas, o nadie había querido hacerlo. A mí las galletas no me gustaban mucho, era Serban y Bormano los que se las comían todas. La vecina de enfrente se había olvidado de cerrar las cortinas, otra vez se desnudaba delante nuestro y me miraba; luego sonreía. Le gustaba mostrar su cuerpo; lo hacía lentamente, primero se quitaba la falda, su falda corta y negra, luego la camisa gris, más tarde el sujetador negro y finalmente, distraídamente, se quitaba las bragas. Se contorneaba de forma parsimoniosa, sabiendo que su hermoso cuerpo atraía la mirada y la atención, el deseo reprimido y subconsciente de voieaur. Sonreía y cerraba las cortinas. Xania aparecía después, por detrás del recuerdo del deseo del cuerpo de aquella mujer extraña y me decía al oído que yo era suyo, y que nadie más me podría tener.
            La economía crecía por debajo de lo previsto, la crisis apretaba. Nadie dudaba ya de que costaría salir de ella más de lo que en un principio se pensaba, un economista opinaba que era un punto crítico de inflexión dentro de un ciclo largo que se venía prolongando hacía tiempo. El paro subía. El empleo bajaba.
            Serban estaba metiendo el dedo dentro del bote de la mostaza, luego lo sacaba y se lo lamía, con la lengua fuera de la boca. Yerkari también le lamía el dedo, luego la lengua. La lluvia seguía fuera como el personaje fantasma de la habitación, solo su sonoro murmullo, que luchaba por meterse aplastando el cristal, aplastándose contra el cristal. Serban y Yerkari hacían traje con sus manos pareciendo un solo cuerpo y un solo beso, vago modelo de Rodin. El sillón me envolvía, busqué el último cigarrillo del paquete, lo encendí, aplasté el paquete y lo dejé sobre la mesa. Mala noche, noche escasa, poca noche. Yerkari y Serban se habían vuelto a ir a materializar su amor de hombres entre las cuatro paredes que lo cobijaban. El telediario se había marchado como había venido dejando paso a una película de serie B, donde todos saben que el bueno será capaz de matar a todos los malos antes de irse con la chica rubia. Esta película ya la había visto. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Ya no quedaban más canales ni nadie más en la habitación aparte de mí. Cogía el mando a distancia y dejaba la película del primer canal, donde el bueno ya había matado a la primera docena de malos. El cigarro se estaba acabando sobre el cenicero lleno de ceniza y Xania volvía sobre la pared que es el cristal, sonriéndome, solo su cabeza, su boca, para decirme que me esperaba en alguna parte. La película siguió y esta vez la televisión no se acababa nunca arrastrándome dentro como uno más de los noctívagos que no dormían esperando en la antesala del sueño a que pase el recaudador de impuestos.
            La puerta se oyó sigilosamente y al girar la manilla Isaac mostró su cabeza. Volvía de fuera, de la lluvia, de la calle de algún bar donde se había quedado tomando una cerveza con un tipo extraño con barba y sandalias oscuras.
            - Llueve.
            - Ya me había dado cuenta.
            - ¿Y los demás?
            - Bormano fuera; Yerkari y Serban en su habitación.
            - ¿Qué ves?
            El héroe besaba a la chica justo antes de los títulos de crédito; la película había terminado sin darme apenas cuenta.
            - Era una película, se ha acabado.
            Miró la televisión, los artículos de venta por televisión se habían colado por detrás y ahora un tipo melenudo anunciaba “Sibit, el crecepelo caído del cielo”.
            - ¿No vienes a dormir? Es muy tarde y mañana hay que llevar el camión, hay chatarra que llevar.
            Me observó y luego sin decir nada más se marchó cerrando la puerta tras de sí, oyéndose sus pasos al discurrir del pasillo y al abrir la vieja puerta de su habitación, nuestra habitación, luego el silencio vino a hacer compañía al tipo melenudo de los crecepelos y por lo que decía era milagroso.



            Bormano se traía algo gordo entre manos, comía mucho y hablaba poco. Bormano siempre comía poco y hablaba mucho y el hecho de que transgrediera sus propias leyes era a causa de su nerviosismo; bien era cierto que no lo solía estar muy a menudo pero cuando lo estaba siempre engordaba un par de kilos o tres. Se le veía entrar y salir sin apenas tiempo como quien lleva al diablo detrás. Lio Lin venía más a menudo y al poco rato se marchaba con Bormano. Parado delante de la televisión se pasaba horas, esperando, y si la espera acababa y no sabía qué hacer volvía a la televisión y comenzaba una nueva espera. Debía ser muy gordo, inmenso, para que hubiese engordado dos kilos en cuatro días. Isaac le dijo “cuidado, estás engordando” y él le respondió “es cuestión de metabolismo, ya sabes”. El banco se pintó de verde, el banco rosa y luego azul ahora era verde porque alguien pensó que quedaba mejor con la estación, que solo era temporal y más tarde ya se pintaría de otro color. El olor se quedó un par de días y luego se marchó. Después de lo del banco tocó limpieza y la cosa, como cada vez cada dos meses, olía a limpieza, ese olor fresco que hace que respirar cueste menos. Muchas noches Bormano no volvía a casa y se quedaba a dormir fuera, unas en casa de Leslia, otras en casa de Lio Lin y otras no se sabe muy bien dónde.
            Un día vino con el pan y una bolsa de papel y dentro de la bolsa una gran cantidad de dinero. Lio Lin y él hacían buena pareja, lo celebramos todos esa noche por todo lo alto y no faltó nada en el banco verde. Aquel dinero ayudó a mejorar la situación de la casa; apareció una nueva televisión, una preciosa y gran televisión, última generación de televisores, y junto a ella un hermoso vídeo, donde a partir de entonces las noches fueron más largas. El frigorífico siempre estaba lleno y la buena comida se hicieron compañeros habituales de la mesa. Isaac y yo no teníamos que pagar nada, Bormano se hacía cargo del gasto, decía que no sabía muy bien que hacer con él, que nosotros trabajásemos con la chatarra que algún día necesitaría el camión para llevar todo el dinero que ganase, y luego nos miraba serio y se reía y nosotros con él. Yerkari y Serban, que hasta entonces habían ido por su cuenta, se juntaron con Bormano y Lio Lin en el negocio. la vida seguía igual, pero con más dinero. Por la casa empezaron a aparecer más cosas, nosotros ya solo teníamos que encargarnos de conducir el camión y dejar que ellos hiciesen el resto; incluso la gasolina de mi viejo trasto pagaban llenándome el depósito; decían que todo era una inversión a medio plazo.

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