viernes, 21 de febrero de 2014

EL LEGADO DE LA IDEA (II) el espíritu de los tiempos (32)



A veces subo a esa altura para observar el anochecer, percibir este mundo que a mis pies se apaga cada día y siempre de una forma diferente. Es como si alguien o algo quisiera mostrarse algo que no alcanzo a comprender, la idea de una volubilidad tan efímera que debe volver a repetirse periódicamente para concebir su noción.
          El anochecer existe, indudablemente. Sin embargo, afirmación tan obvia no la podría realizar si no lo percibiese. La percepción, además, es una apropiación mental de un estímulo; no basta tener los ojos abiertos para ver los colores, se necesita que dicha información llegue hasta el cerebro y se procese. Es gracias a esta percepción que reconozco el mundo sensorial que me rodea.
          Ayer, durante el anochecer, la tierra se volvió más roja, el cielo más difuminado, que otras veces. Los colores eran más fuertes. Incluso el sol duró más. Me quedé más tiempo viéndolo, sintiendo el aire en la piel. Fue un momento, que después se alargó ininterrumpidamente, cuando dicho espectáculo me llamó mucho más la atención y cuya percepción me sobrecogió, porque denotaba una belleza particular, diferente. En verdad, pensé, soy afortunado por contemplar tanta hermosura.
          Fue esa contemplación, esa percepción de dicho espectáculo para mis sentidos, lo que me trajo la idea de la belleza. La idea de la belleza, que no la belleza, se adquiere mediante la apropiación mental de una sensación que nos produce deleite como punto inicial, a partir del cual se puede o no estructurar toda una edificación racional que en última instancia provoca también la idea de belleza.
          Cuando subo allí y el sol se despide, todavía deja tras de sí una estela que perdura y que parece querer acompañarme en mi momento solitario, como si mi soledad no fuese compañera adecuada para instante tan predilecto. Ciertamente, siempre subo solo, porque ese es mi momento. El hecho de haberlo realizado tantas veces desde ese mismo lugar me hace pensar en determinados momentos en un cierto sentido de propiedad sobre él. Nadie lo conoce como yo, sus matices, su forma cada día cambiante. Ese anochecer es mío, y si por casualidad pienso que algún otro lo puede observar me siento un poco desnudo dentro porque creo que percibe una parte de mí, una parte tan personal como intransferible. Sin embargo, sé que  mi anochecer es único porque nadie lo ve como yo, es mi experiencia subjetiva lo que le confiere su valor, el valor que yo le doy. Sé que es mi anochecer, me pertenece, porque ese otro lo percibirá de otra manera.
          Es cuando siento tan dentro ese sentimiento, cuando sé que es cierto, que no puede no ser, darme cuenta del hecho de dicha experiencia me dice que existe. Mi experiencia subjetiva da la autenticidad a la percepción que recibo. Cuando cada tarde mi anochecer se presenta mi mente lo representa para mí, de esa forma diferente, tal vez, donde las palabras no alcanzan a afirmar la sentencia de su propia verdad.
          Hay momentos, alguna vez lo he sentido, que el cuerpo y la mente parecen estar muy lejos, más allá del propio anochecer que miro, como si yo estuviera donde ese sol que cae imperceptible e ininterrumpidamente; sabiendo que mi anochecer es un continuo amanecer allá donde va el sol, sin dejar nunca de parar hasta que no pare  yo, porque cuando yo pare el ya no seguirá para mí, ni mi pensamiento con él, y que sin embargo no se separarán. Es en esos momentos cuando la belleza y la verdad se juntan, porque yo las junto, y yo sé, y me doy cuenta, que la belleza es verdadera, que existe porque yo las siento como tales, que es la belleza una parte de este mundo y una parte para mí, una parte de cada parte de todo. La belleza, de todas formas, es subjetiva, sé que existe porque yo lo siento, si otro no lo sintiera pudiera decir que no existe, que solo es algo irreal fruto de mi percepción equivocada.
          La belleza es verdad, la esencia más elevada de la verdad. Nada transciende tanto nuestro reducido espacio particular como el espectáculo de una belleza singular, saberlo posible y existente. Porque si yo no viese caer ese sol no sabría de su luz tenue a punto de expirar, de su tono triste con aire de sonrisa infantil en boca avejentada, casi sabía, y yo no podría sentir esa sensación que solo la inercia puede transmitir  al que la percibe directamente para asombrarlo.
          La palabra es hermosa si la hermosura se hace palabra. Mi anochecer no es palabra, y aunque la intención ayuda a mi finalidad, mi palabra no puede describir el anochecer. Mi palabra podrá ser hermosa porque yo intentaré crear la hermosura mediante la palabra. Un cuadro se percibirá hermoso si se observa, no si se describe. Cada sentido posee una comunicación y cada comunicación un lenguaje propio. La literatura es un lenguaje mediante la palabra. El cine es imagen. Si la belleza es la esencia más elevada de la verdad que el ser humano recibe, el arte es su lenguaje y plasmación. La autenticidad que otorga la experiencia subjetiva se concretiza en su forma superior a través del arte. Mi montaña, mi sol, mi celeste color moribundo, el sentimiento que me provoca necesita salir de mí al exterior, manifestarse para dar al mundo su visión sobre su experiencia, la perspectiva particular que dota a cada ser humano de su especificidad única. El arte es el reflejo de un sentimiento, de una razón esclava al corazón.
          Ayer, cuando el cielo y la tierra se tornaron diferentes, cuando los colores se intensificaron marcando las arrugas del relieve, el momento se me hizo inabarcable, y la sensación sobrecogedora. Fue entonces, cuando por primera vez pensé que quizás, mi momento no era tan mío como yo solía pensar, porque no lo podía dar a nadie, no lo podía compartir porque estaba solo. Si el momento se siente tan propio, no se debe tener miedo de compartirlo porque siempre le pertenecerá a uno mismo, la belleza no debe ser prisionera en una torre de marfil de propiedad privada. Lo mejor de esta vida adquiere su verdadera dimensión en comunión con los demás.
          Así, de igual modo, si el arte es la plasmación humana de la belleza, su función deberá ser la de nexo de unión entre los seres humanos. Si la belleza es la esencia más elevada de este mundo, su plasmación a través de los sentimientos y pensamientos de los seres humanos deberá conducir hacia un futuro mejor de la humanidad. Si ayer en mi anochecer alguien me hubiese estado conmigo y hubiese sentido su grandeza, algo indefinible pero hermoso nos hubiese unido porque la comprensión del otro engrandece el sentimiento personal.
          Por ello el arte transciende al autor, la obra supera al propio artista sublimándolo. Será el receptor el que eleve el significado de la obra, el que con su particular perspectiva otorgue una nueva visión enriqueciendo el sentido que en un principio configura el autor. El arte será una fuerza generadora de inspiración sobre sí misma y sobre la vida en su conjunto, donde las personas deberían buscar parte del significado que se esconde en cada rincón de este mundo como caras diferentes de una misma realidad, y donde la comunicación entre los individuos llevase a plasmar la verdad de todos ellos como un acto de hermandad. El arte debiera ser la fuerza superior cohesionadora de la humanidad proveniente de lo mejor de cada persona, el espejo donde observar nuestra propia mirada y darla  a los demás.

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