- ... una
escalera. La necesidad que nos proviene del exterior puede convertirse en una
espiral que indefectiblemente circunvalará al individuo formando en
consecuencia un espacio propio demandante muchas veces de elementos superfluos
que sin embargo acaban considerándose indispensables. Así también en el arte
las corrientes de la moda estructuran su fisonomía a partir de ciertos pilares
que durante un tiempo parecen inamovibles y cuanto menos imprescindibles, pero
que más tarde van volviéndose sustituibles e incluso nocivos para la expresión
contemporánea. Consecuentemente, anclarse en “lo nuevo” no es más que agarrarse
al pasado por anticipado, lo que inevitablemente es condenarse al ostracismo
posterior. Por ello, hay que buscarse dentro, explorar el espacio recóndito
interior donde poder hallar la originalidad, es decir, la vuelta al origen, al
verdadero origen que es el de la creación, hallazgo solamente posible en lo más
íntimo de cada ser.
- ¿ Y qué quieres decir con eso?
- Nada, solo eso.
Dejó de acariciarme la mano por debajo
de la manta. Levanté la vista hacia los altos edificios de enfrente y después
la volví a bajar hasta el suelo. Algún coche cruzaba peregrino por la calzada.
Era la hora de comer y las calles parecían más vacías, quizás solamente visión
óptica ilusoria en una ciudad donde nunca nada estaba vacío, acaso las cabezas
de algunos. Un tipo rápido se tocó ligeramente su corbata amarilla con los
dedos, se atusó el pelo con un gesto mecánico y continuó su camino. Aquel día
había aparecido soleado, un hermoso día de primavera donde la luz caía sobre
los tejados derramándose, me levanté y comencé a andar por esa acera que ya
conocía tan bien. Al final de la calle vi a la puta de siempre ¿Dónde podría
estar si no? Ahí o arriba, y siguiendo más adelante el escaparate de juguetes,
donde el osito de peluche azul permanecía sin venderse. Doblé otra esquina y a
través del cristal miré el billar del fondo, un tapete verde viejo rasgado por
algún aprendiz inexperto me trajo a la gastada memoria de tanto utilizarla
todavía un viejo recuerdo medio oxidado donde unas bolas entraban y otras no
perfilando en la penumbra la figura recortada de dos mujeres que miraban desde un rincón algo parecido a dos extraños.
Giré, crucé, y seguí, perdiéndome en la continuación de los infinitas líneas de
las baldosas que alargaban la calle aún más lejos de la esquina de una forma
mentalmente imaginaria, hasta alcanzar la otra orilla. Acabé por llegar a una
pared llena de ladrillos viejos. Ladrillos rojos. Ladrillos verdes. Ladrillos
azules. Y muchos más. Ladrillos y colores. Cada ladrillo de un color y todos
juntos un espectro caleidoscópico. Todavía faltaba algún ladrillo por ser
pintado, pocos, todavía de un rojo ennegrecido por la suciedad que había
acabado matizándolos. Algo parecía moverse rápidamente, más concretamente, un
brazo con una mano agarrada a una brocha parecía moverse frenéticamente, casi
con miedo, sobre un par de ladrillos aún no revestidos de pintura, giró los
ojos y me miraron desde su lejanía, luego siguió a los suyo. Yo le observé unos
segundos, intentando recordar donde había visto aquellos ojos.
Me marché por donde había venido,
pensando volver al cabo de unos días para ver cómo cuadraba la obra a su
finalización. Dirigí mis pasos por cualquier otra calle. Es cierto, me gusta
caminar, y el sol casi siempre es buena compañía; prefiero la compañía de su
calor que a la de casi cualquier otro posible compañero, y aunque a veces pueda
resultar un elemento demasiado presente, suele ser una caricia para la piel y
para el ser que anida dentro. El sol anima el espíritu y lo alegra, y aunque en
principio puede parecer solo un tópico prefiero sentir las cosas con el brillo
del tecnicolor que con el mate de la penumbra.
La puta de la esquina ya no estaba,
miré de reojo donde solía estar de pie, callada y aburrida, esperando, y al no
encontrarla con la vista la eché de menos porque en la esquina la sentía un
poco mía, un poco hermana, un poco como yo y casi amante platónica en esa lejanía
son palabras de diez metros que nos separaba, eso y los mil duros que
necesitaba en el bolsillo para acariciar su pierna por debajo de la minifalda.
Aquel día me sentía bien. Era un día
igual que el anterior y probablemente igual que el siguiente, sin ningún motivo
para tener una actitud más positiva que lo normal. Era algo estúpido, pero me
sentía a gusto ¿Qué más podía pedir? Decidí dirigirme hacia el comedor de siempre, todavía podría llenar algo el
estómago que ya empezaba a hacer su llamada característica. Me extrañó sentirme
a gusto, me extrañó porque casi se me había olvidado cómo era aquello, sabía
que era un espejismo que en cualquier momento podría desaparecer y por eso
precisamente quería saborearlo mientras durase. Este hecho puede producir dos
efectos diferentes y contrapuestos; de una parte la misma percepción del hecho
y saber que es una ilusión romperla e introducirte en un estado más negativo
que el que se tenía en un principio, y por otra reforzar aún más la sensación
como quien apura la última mirada de atrás. Pero éste era un buen día y la
sensación siguió durando intesificándose. El pantalón no estaba muy sucio y la
camisa no olía mal, acerté mis pasos sobre la alfombra que pisaba y siguió
hasta el final de aquella puerta donde acababa el camino y empezaba el recinto
conocido lleno de mesas y hambrientos. Entré. Una mirada al amplio espectro de
las cabezas me bastó para comprobar que ya había poca gente, que la comida
sería del todo silenciosa. Busqué a alguien con quien hablar a gusto. Nadie.
Por lo menos nada me molestaría la tranquila manduca. ¿ Y por qué no? Bien
pensado era preferible estar solo en un
oasis que acompañado entre las dunas de la queja vida y la desilusión.
Mañana sería otro día para todos, hoy era el mío. Me acerqué a la falda verde
que estaba detrás de la gran cazuela del condumio, un verde plisado de solapada
sencillez que contrastaba con su pelo negro y liso, largo. Y si al darse la
vuelta le hubiese visto la cara algo podría haber sido diferente, y si ella no
hubiese sido ella, sino otra, yo otro como aquel calvo de la esquina de la mesa
que nada sabía acerca de mi historia no yo de ella, porque ella, la mía, se
volvía a cruzar con ella, la de la falda y pelo negro que ya no me reconocía en
su historia, la suya, fundiéndose la luz por sobrecarga en mi ilusión
quedándome a oscuras.
- ¿ Cuánto quieres?
Todo, pequeña. ¿ Cuánto voy a querer
si no tengo nada? Tus ojos, por lo menos. Porque aquella mirada tan limpia, por
ver la pared no veía la mano que tenía delante. Un gesto, un hecho
significativo, una pregunta, una señal.
- Dos, por favor.
A la otra ni la vi. Me lo llevé todo a
la mesa más lejana y más vacía que encontré, de frente a ella, mirándola como
el cazador furtivo que espera el movimiento del león para obtener su presa.
Pero por mucho que esperé el león no se movió y no recibí su zarpazo, ni una
mirada, ni esa pregunta ni mi señal. Su misma sonrisa para todos, cambiando las
palabras con su compañera mientras movía ligeramente la maldita falda que me
empezaba a hipnotizar por su significado.
Acabé y me marché tan rápido como
pude. Por la calle ya no encontré la alfombra que me había llevado hasta allí,
el oasis de mi fantasía se había esfumado en el desierto del anonimato de mi
figura porque aquella mujer no había sabido otra vez quién era yo. Y fue otra
vez, precisamente, no ella sino yo con mi vergüenza, quien me dolió en el pecho
como una astilla en el pie, esa vergüenza por ser quien era, mejor dicho, por
estar donde estaba. Era la segunda vez y ahora sabía que era ella. Tampoco
ahora le pregunté por su vida, la de ayer, la de hoy y la de mañana, solo la
miré de lejos cómo otrora desde el banco de la acera. Porque no era la Chuli
más que un reflejo de lo que yo no quería ver ni saber, no quería.
Si la originalidad era volver al
origen, allí tal vez debería volver para ser alguien nuevo, después de todo
Isaac sabía bien lo que decía, si la moda solo era un revestimiento de capas
sucesivas, así se estaba mi vida convirtiendo. no quería ser una cebolla. Si el
hallazgo solamente era posible en lo más íntimo de mi ser debía encontrar esa
voluntad que me diese fuerza para el primer paso. Si el callejón no tenía
salida tendría que intentar volver por donde había entrado a él. La puta ya
estaba de nuevo en la esquina. Creo que me miró. Creo que yo también. La media
de la pierna izquierda tenía una carrera que no tenía antes.
Sea como sea, lo cierto es que a
veces, visto el vuelo después del aterrizaje, nos da miedo, sin más motivo que
el que pudo haber existido en el momento de la acción. Volver la vista atrás no
es lo mismo que volver la mirada, de hecho me ha pasado olvidarme la forma de
algunos objetos entre la penumbra del tiempo cuando al intentar distinguirlos
solo alcancé a adivinar su silueta de manera vaga. Y es que ciertamente la
atención es un modo de ver, o de mirar, mucho más detallista, y por tanto
específico. He vuelto la vista atrás, que no la mirada, para volver a hacer un
recorrido rápido a través de dos puntos distantes entre sí, y esta vez me he
detenido un poco más para observar el camino trazado. He llegado a la
conclusión de que no ha sido una recta. Tampoco lo pretendí nunca, nunca tuve
prisa por llegar a un lugar que podía ser otro y que no conocía. Por ello,
pensándolo bien, creo que quizás sí que fue una recta, porque es el camino más
corto que he conocido y probablemente el único que podía recorrer. Así que
tampoco me rompo mucho la cabeza. El caso es que al volver a oír el susurro de
aquel peregrinaje me doy cuenta que algo surgió en un determinado momento y que
aún perdura dentro de mí, aunque solo sea en forma de postal naturalista.
Algo cambió. A partir de ese día el
albergue se hizo cita obligada a unos pies cansados de llevar siempre las
mismas zapatillas viejas. Su imagen se hizo omnipresente. No siempre la veía,
muchos días ella no aparecía a nuestro compromiso firmado de manera unilateral,
y entonces la sensación se postergaba otras veinticuatro horas por lo menos,
porque podían ser 48 o 72, solo que se volvía un poco más aguda cada vez. Los
rasgos se volvieron más dulces, más suaves, más hermosos. La belleza de lo
platónico como inalcanzable, tangible solo a la idea, me inundó el pensamiento.
El punto culminante en el cruce de miradas al servir la sopa o el plato de
arroz, buscando ese roce nimio de nuestros dedos, nuestras manos, al
intercambiar el sustento, tan pequeño que si no existía mi imaginación se
encargaba de crearlo. Después la misma mirada de presa acechante a la espera de
que un milagro ( al final solo quedaba la posibilidad del milagro) diese con la
respuesta a mi desventura interior. Día tras día, el pedestal fue haciéndose un
poquito más alto y un poquito más blanco, construido con paciencia a base de
ensoñación. Me imaginaba diálogos interminables donde todas mis preguntas
tenían sus respuestas, donde las dudas ya no eran tales. Y ahí ella me rozaba
la mano, no por casualidad sino por cariño, y me reconocía. Sobretodo me
reconocía y me aceptaba por quien era, como si en un espacio neutro fuéramos
los dos cuerpos desnudos sin más vestimenta que nosotros mismos en nuestra
única esencia. Los días que ella estaba apenas hablaba con los demás, algo con
Txamala ( compañía agradable si lo que esperaba era solo compañía, sin muchas
palabras) cruzando escasas palabras, pero sinceras, dejándome llevar casi
siempre por la vista.
Isaac se volvió intermitente. Algunas
veces le intentaba convencer de que viniese conmigo, que comiese dos platos
seguidos de una comida caliente, que buscase algo más allá de sus propias
palabras abstractas y circunvalantes. Isaac se volvió transparente. Se quedó
más delgado, más pálido, de un color desagradable. Pero se volvió transparente
porque ya no le quedaba nada ópaco que ocultase lo de dentro de lo de fuera, de
tal modo que su cerebro se percibía a través de su cuerpo, en un lenguaje no
verbal que no podía enmascarar el pensamiento más recóndito. Sus ojos eran dos
pozos donde ya apenas salía agua. Y desde ellos me solía mirar, paulatinamente
menos, pretendiendo ver en mí lo que ya no veía en él, a saber qué sería eso,
dejando caer sobre la pierna coja su mano hábil, cómo si con esa caricia
pudiese volver a correr, que bien sabía él que el antes ya no era posible,
maldiciendo todavía al chino que le había hecho aquello, o todo, daba igual.
Sus besos ya no eran míos porque yo ya no los necesitaba para nada, como
tampoco lo necesitaba a él, o tal vez todavía sí, él era el nexo que me unía a
un territorio que había habitado en un tiempo que ahora indefinido parecía poco
menos que irreal y donde la moneda había mostrado su cara. Sus caricias eran
frías quizás porque su mano había perdido todo su calor para el contacto
humano, tanto ajeno como propio, que ahora solo sentía la lluvia cuando caía en
forma de granizo. Y por ser el nexo palpable con los rizos de mi Xania, de
Xania, a saber que sería de su vida allá lejos con la peluquería todavía si
todavía la tenía, no lo abandonaba, el pensamiento de otra reencarnado en él
era bastante argumento.
- Sé lo que piensas.
- ¿ Y qué pienso?
Y qué más daba que lo supiese, ni él
ni yo lo diríamos por miedo.
- ¿ No vienes?
- ¿ Para qué?
- No sé... para no verte siempre así.
- Lo siento, soy así.
- Antes no eras así.
- Antes... no ahora.
¿ Para qué insistir más sobre el tema?
Mejor dejarle con su bolígrafo y su papel. Yo prefería tener algo en el
estómago y el corazón.
- ¿ Cuántos?
- Dos, por favor.
Y de nuevo mirarla desde lejos como
repartía la manduca. ¿ En qué estaría pensando cuándo perdía la vista a través
de las baldosas?
No hay comentarios:
Publicar un comentario