lunes, 17 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (28)



- ... una escalera. La necesidad que nos proviene del exterior puede convertirse en una espiral que indefectiblemente circunvalará al individuo formando en consecuencia un espacio propio demandante muchas veces de elementos superfluos que sin embargo acaban considerándose indispensables. Así también en el arte las corrientes de la moda estructuran su fisonomía a partir de ciertos pilares que durante un tiempo parecen inamovibles y cuanto menos imprescindibles, pero que más tarde van volviéndose sustituibles e incluso nocivos para la expresión contemporánea. Consecuentemente, anclarse en “lo nuevo” no es más que agarrarse al pasado por anticipado, lo que inevitablemente es condenarse al ostracismo posterior. Por ello, hay que buscarse dentro, explorar el espacio recóndito interior donde poder hallar la originalidad, es decir, la vuelta al origen, al verdadero origen que es el de la creación, hallazgo solamente posible en lo más íntimo de cada ser.
          - ¿ Y qué quieres decir con eso?
          - Nada, solo eso.
          Dejó de acariciarme la mano por debajo de la manta. Levanté la vista hacia los altos edificios de enfrente y después la volví a bajar hasta el suelo. Algún coche cruzaba peregrino por la calzada. Era la hora de comer y las calles parecían más vacías, quizás solamente visión óptica ilusoria en una ciudad donde nunca nada estaba vacío, acaso las cabezas de algunos. Un tipo rápido se tocó ligeramente su corbata amarilla con los dedos, se atusó el pelo con un gesto mecánico y continuó su camino. Aquel día había aparecido soleado, un hermoso día de primavera donde la luz caía sobre los tejados derramándose, me levanté y comencé a andar por esa acera que ya conocía tan bien. Al final de la calle vi a la puta de siempre ¿Dónde podría estar si no? Ahí o arriba, y siguiendo más adelante el escaparate de juguetes, donde el osito de peluche azul permanecía sin venderse. Doblé otra esquina y a través del cristal miré el billar del fondo, un tapete verde viejo rasgado por algún aprendiz inexperto me trajo a la gastada memoria de tanto utilizarla todavía un viejo recuerdo medio oxidado donde unas bolas entraban y otras no perfilando en la penumbra la figura recortada de dos mujeres que miraban  desde un rincón algo parecido a dos extraños. Giré, crucé, y seguí, perdiéndome en la continuación de los infinitas líneas de las baldosas que alargaban la calle aún más lejos de la esquina de una forma mentalmente imaginaria, hasta alcanzar la otra orilla. Acabé por llegar a una pared llena de ladrillos viejos. Ladrillos rojos. Ladrillos verdes. Ladrillos azules. Y muchos más. Ladrillos y colores. Cada ladrillo de un color y todos juntos un espectro caleidoscópico. Todavía faltaba algún ladrillo por ser pintado, pocos, todavía de un rojo ennegrecido por la suciedad que había acabado matizándolos. Algo parecía moverse rápidamente, más concretamente, un brazo con una mano agarrada a una brocha parecía moverse frenéticamente, casi con miedo, sobre un par de ladrillos aún no revestidos de pintura, giró los ojos y me miraron desde su lejanía, luego siguió a los suyo. Yo le observé unos segundos, intentando recordar donde había visto aquellos ojos.
          Me marché por donde había venido, pensando volver al cabo de unos días para ver cómo cuadraba la obra a su finalización. Dirigí mis pasos por cualquier otra calle. Es cierto, me gusta caminar, y el sol casi siempre es buena compañía; prefiero la compañía de su calor que a la de casi cualquier otro posible compañero, y aunque a veces pueda resultar un elemento demasiado presente, suele ser una caricia para la piel y para el ser que anida dentro. El sol anima el espíritu y lo alegra, y aunque en principio puede parecer solo un tópico prefiero sentir las cosas con el brillo del tecnicolor que con el mate de la penumbra.
          La puta de la esquina ya no estaba, miré de reojo donde solía estar de pie, callada y aburrida, esperando, y al no encontrarla con la vista la eché de menos porque en la esquina la sentía un poco mía, un poco hermana, un poco como yo y casi amante platónica en esa lejanía son palabras de diez metros que nos separaba, eso y los mil duros que necesitaba en el bolsillo para acariciar su pierna por debajo de la minifalda.
          Aquel día me sentía bien. Era un día igual que el anterior y probablemente igual que el siguiente, sin ningún motivo para tener una actitud más positiva que lo normal. Era algo estúpido, pero me sentía a gusto ¿Qué más podía pedir? Decidí dirigirme hacia el comedor de  siempre, todavía podría llenar algo el estómago que ya empezaba a hacer su llamada característica. Me extrañó sentirme a gusto, me extrañó porque casi se me había olvidado cómo era aquello, sabía que era un espejismo que en cualquier momento podría desaparecer y por eso precisamente quería saborearlo mientras durase. Este hecho puede producir dos efectos diferentes y contrapuestos; de una parte la misma percepción del hecho y saber que es una ilusión romperla e introducirte en un estado más negativo que el que se tenía en un principio, y por otra reforzar aún más la sensación como quien apura la última mirada de atrás. Pero éste era un buen día y la sensación siguió durando intesificándose. El pantalón no estaba muy sucio y la camisa no olía mal, acerté mis pasos sobre la alfombra que pisaba y siguió hasta el final de aquella puerta donde acababa el camino y empezaba el recinto conocido lleno de mesas y hambrientos. Entré. Una mirada al amplio espectro de las cabezas me bastó para comprobar que ya había poca gente, que la comida sería del todo silenciosa. Busqué a alguien con quien hablar a gusto. Nadie. Por lo menos nada me molestaría la tranquila manduca. ¿ Y por qué no? Bien pensado era preferible estar solo en un  oasis que acompañado entre las dunas de la queja vida y la desilusión. Mañana sería otro día para todos, hoy era el mío. Me acerqué a la falda verde que estaba detrás de la gran cazuela del condumio, un verde plisado de solapada sencillez que contrastaba con su pelo negro y liso, largo. Y si al darse la vuelta le hubiese visto la cara algo podría haber sido diferente, y si ella no hubiese sido ella, sino otra, yo otro como aquel calvo de la esquina de la mesa que nada sabía acerca de mi historia no yo de ella, porque ella, la mía, se volvía a cruzar con ella, la de la falda y pelo negro que ya no me reconocía en su historia, la suya, fundiéndose la luz por sobrecarga en mi ilusión quedándome a oscuras.
          - ¿ Cuánto quieres?
          Todo, pequeña. ¿ Cuánto voy a querer si no tengo nada? Tus ojos, por lo menos. Porque aquella mirada tan limpia, por ver la pared no veía la mano que tenía delante. Un gesto, un hecho significativo, una pregunta, una señal.
          - Dos, por favor.
          A la otra ni la vi. Me lo llevé todo a la mesa más lejana y más vacía que encontré, de frente a ella, mirándola como el cazador furtivo que espera el movimiento del león para obtener su presa. Pero por mucho que esperé el león no se movió y no recibí su zarpazo, ni una mirada, ni esa pregunta ni mi señal. Su misma sonrisa para todos, cambiando las palabras con su compañera mientras movía ligeramente la maldita falda que me empezaba a hipnotizar por su significado.
          Acabé y me marché tan rápido como pude. Por la calle ya no encontré la alfombra que me había llevado hasta allí, el oasis de mi fantasía se había esfumado en el desierto del anonimato de mi figura porque aquella mujer no había sabido otra vez quién era yo. Y fue otra vez, precisamente, no ella sino yo con mi vergüenza, quien me dolió en el pecho como una astilla en el pie, esa vergüenza por ser quien era, mejor dicho, por estar donde estaba. Era la segunda vez y ahora sabía que era ella. Tampoco ahora le pregunté por su vida, la de ayer, la de hoy y la de mañana, solo la miré de lejos cómo otrora desde el banco de la acera. Porque no era la Chuli más que un reflejo de lo que yo no quería ver ni saber, no quería.
          Si la originalidad era volver al origen, allí tal vez debería volver para ser alguien nuevo, después de todo Isaac sabía bien lo que decía, si la moda solo era un revestimiento de capas sucesivas, así se estaba mi vida convirtiendo. no quería ser una cebolla. Si el hallazgo solamente era posible en lo más íntimo de mi ser debía encontrar esa voluntad que me diese fuerza para el primer paso. Si el callejón no tenía salida tendría que intentar volver por donde había entrado a él. La puta ya estaba de nuevo en la esquina. Creo que me miró. Creo que yo también. La media de la pierna izquierda tenía una carrera que no tenía antes.



          Sea como sea, lo cierto es que a veces, visto el vuelo después del aterrizaje, nos da miedo, sin más motivo que el que pudo haber existido en el momento de la acción. Volver la vista atrás no es lo mismo que volver la mirada, de hecho me ha pasado olvidarme la forma de algunos objetos entre la penumbra del tiempo cuando al intentar distinguirlos solo alcancé a adivinar su silueta de manera vaga. Y es que ciertamente la atención es un modo de ver, o de mirar, mucho más detallista, y por tanto específico. He vuelto la vista atrás, que no la mirada, para volver a hacer un recorrido rápido a través de dos puntos distantes entre sí, y esta vez me he detenido un poco más para observar el camino trazado. He llegado a la conclusión de que no ha sido una recta. Tampoco lo pretendí nunca, nunca tuve prisa por llegar a un lugar que podía ser otro y que no conocía. Por ello, pensándolo bien, creo que quizás sí que fue una recta, porque es el camino más corto que he conocido y probablemente el único que podía recorrer. Así que tampoco me rompo mucho la cabeza. El caso es que al volver a oír el susurro de aquel peregrinaje me doy cuenta que algo surgió en un determinado momento y que aún perdura dentro de mí, aunque solo sea en forma de postal naturalista.
          Algo cambió. A partir de ese día el albergue se hizo cita obligada a unos pies cansados de llevar siempre las mismas zapatillas viejas. Su imagen se hizo omnipresente. No siempre la veía, muchos días ella no aparecía a nuestro compromiso firmado de manera unilateral, y entonces la sensación se postergaba otras veinticuatro horas por lo menos, porque podían ser 48 o 72, solo que se volvía un poco más aguda cada vez. Los rasgos se volvieron más dulces, más suaves, más hermosos. La belleza de lo platónico como inalcanzable, tangible solo a la idea, me inundó el pensamiento. El punto culminante en el cruce de miradas al servir la sopa o el plato de arroz, buscando ese roce nimio de nuestros dedos, nuestras manos, al intercambiar el sustento, tan pequeño que si no existía mi imaginación se encargaba de crearlo. Después la misma mirada de presa acechante a la espera de que un milagro ( al final solo quedaba la posibilidad del milagro) diese con la respuesta a mi desventura interior. Día tras día, el pedestal fue haciéndose un poquito más alto y un poquito más blanco, construido con paciencia a base de ensoñación. Me imaginaba diálogos interminables donde todas mis preguntas tenían sus respuestas, donde las dudas ya no eran tales. Y ahí ella me rozaba la mano, no por casualidad sino por cariño, y me reconocía. Sobretodo me reconocía y me aceptaba por quien era, como si en un espacio neutro fuéramos los dos cuerpos desnudos sin más vestimenta que nosotros mismos en nuestra única esencia. Los días que ella estaba apenas hablaba con los demás, algo con Txamala ( compañía agradable si lo que esperaba era solo compañía, sin muchas palabras) cruzando escasas palabras, pero sinceras, dejándome llevar casi siempre por la vista.
          Isaac se volvió intermitente. Algunas veces le intentaba convencer de que viniese conmigo, que comiese dos platos seguidos de una comida caliente, que buscase algo más allá de sus propias palabras abstractas y circunvalantes. Isaac se volvió transparente. Se quedó más delgado, más pálido, de un color desagradable. Pero se volvió transparente porque ya no le quedaba nada ópaco que ocultase lo de dentro de lo de fuera, de tal modo que su cerebro se percibía a través de su cuerpo, en un lenguaje no verbal que no podía enmascarar el pensamiento más recóndito. Sus ojos eran dos pozos donde ya apenas salía agua. Y desde ellos me solía mirar, paulatinamente menos, pretendiendo ver en mí lo que ya no veía en él, a saber qué sería eso, dejando caer sobre la pierna coja su mano hábil, cómo si con esa caricia pudiese volver a correr, que bien sabía él que el antes ya no era posible, maldiciendo todavía al chino que le había hecho aquello, o todo, daba igual. Sus besos ya no eran míos porque yo ya no los necesitaba para nada, como tampoco lo necesitaba a él, o tal vez todavía sí, él era el nexo que me unía a un territorio que había habitado en un tiempo que ahora indefinido parecía poco menos que irreal y donde la moneda había mostrado su cara. Sus caricias eran frías quizás porque su mano había perdido todo su calor para el contacto humano, tanto ajeno como propio, que ahora solo sentía la lluvia cuando caía en forma de granizo. Y por ser el nexo palpable con los rizos de mi Xania, de Xania, a saber que sería de su vida allá lejos con la peluquería todavía si todavía la tenía, no lo abandonaba, el pensamiento de otra reencarnado en él era bastante argumento.
          - Sé lo que piensas.
          - ¿ Y qué pienso?
          Y qué más daba que lo supiese, ni él ni yo lo diríamos por miedo.
          - ¿ No vienes?
          - ¿ Para qué?
          - No sé... para no verte siempre así.
          - Lo siento, soy así.
          - Antes no eras así.
          - Antes... no ahora.
          ¿ Para qué insistir más sobre el tema? Mejor dejarle con su bolígrafo y su papel. Yo prefería tener algo en el estómago y el corazón.
          - ¿ Cuántos?
          - Dos, por favor.
          Y de nuevo mirarla desde lejos como repartía la manduca. ¿ En qué estaría pensando cuándo perdía la vista a través de las baldosas?
         

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