- Solíamos sentarnos los
cuatro en una mesa redonda y pequeña que había en la cocina y allí comíamos.
Luego la abuela se murió y nos quedamos los tres comiendo en aquella mesa.
Recuerdo que la cocina se llenaba de humo cuando se cocinaba y la ropa cogía el
olor de la comida, sobre todo de las patatas fritas. Cuando la abuela se fue
todo pareció seguir igual, pero solo fue una apariencia, porque algo cambió y
el cambio fue para mal, era una sensación extraña que se notaba a la hora de
comer, parecía no suceder nada, y eso era precisamente lo extraño. Resulta
curioso pensar que en todos los años que estuve en esa casa lo único que no
cambió fue esa mesa, cuando me marché todavía seguía allí.
Acaricié la botella y la acerqué a los labios para darle
un buen trago, hacía cinco días que no conseguíamos una botella, cosa extraña,
pero por fin la tenía conmigo y lo íbamos a celebrar. Era la hora de comer
aproximadamente, porque por la calle se observaba una mayor tranquilidad que en
horas precedentes. Isaac seguía hablando, aunque ahora se había callado.
- ¿Y por qué te fuiste? - pregunté.
Pareció sorprenderse; incluso yo me sorprendí de una
pregunta tan obvia, lo más sorprendente de todo era que en tres años
conviviendo con él nunca se lo había preguntado y él nunca me lo había dicho.
Alguna vez había surgido la pregunta en la cabeza, pero al final no se la había
hecho o simplemente se me había olvidado hacerlo. Con el tiempo ni la
casualidad había hecho que lo supiese y la curiosidad ya la había olvidado por
el camino.
- ¿ Nunca te lo he dicho? - exclamó extrañado.
- No.
- ¿ Nunca? - repitió incrédulo girando la cabeza hacia
mí.
Volví a coger la botella y a beber un poco de ginebra.
- Nunca.
Tomó un breve silencio intentando desempolvar el recuerdo
guardado bajo llave, y tras cinco o seis segundos respondió.
- Porque me echaron de casa. Quizás te acuerdes que el
día que nos fuimos de Mazur en coche de Bormano dije que lo mejor era marcharse
a otra parte, a cualquier parte, porque en cualquier parte encontraríamos algo
mejor. Lo cierto es que hacía un par de días que me habían echado mis padres,
así que cuando Bormano dijo lo del viaje no lo dudé dos veces, cogí lo poco que
tenía en la maleta y me marché con vosotros.
Buscó algo en los bolsillos y de uno de ellos sacó el
mechero plateado con su inicial en el centro. Lo alzó levemente hasta la altura
de los ojos y lo acarició con los dedos.
- Esto es todo lo que queda de Mazur, lo demás ya no
permanece casi ni en mi cabeza.
Y lo volvió a meter en el bolsillo del que lo había
sacado. Quería más a ese mechero que a su propia vida. Por suerte para él
todavía lo tenía gracias a que nunca se separaba de él y aquel fatídico día lo
llevaba encima.
- Ese mechero tiene parte de la culpa. ¿ Te acuerdas que
te dije que me lo dio una chica con la que estuve? Pues no era una chica, sino
un chico. Vino a Mazur una temporada, un par de meses. Fue una relación corta e
intensa, un amor de verano en invierno; sí, ¿Nunca has tenido uno? Vas a un
sitio, conoces a alguien y te enamoras, sabes que se va a acabar, que será
corto y que después quedará como un buen recuerdo que no se podrá olvidar. Así
sucedió, el se iba a marchar y para despedirnos el día anterior quedamos en mi
casa, yo sabía que mis padres no iban a estar porque estaban fuera, volverían
dos días más tarde y no habría problema. Imagínate la situación, cuando abrió
la puerta de la habitación y nos vio a los dos, uno encima del otro, acuérdate
de la cara que pusieron Serban y Yerkari cuando la abriste tú, entonces mi
padre me montó un escándalo y dijo que no quería volver a verme más, siempre
había odiado a los homosexuales y dijo que no consentía que un puto maricón
viviese en su casa, así que me echó. Me fui a casa de un amigo a dormir. Dos
días más tarde Bormano me dijo que se iba y yo les dije que me iba con él.
Egar, que así se llamaba, me regaló el mechero el día que se marchó.
Ahora ya sabía lo que significaba aquel mechero para
Isaac, en cierta forma representaba la causa por la que había tenido que dejar
en su casa. Pero quizás significase algo más, tal vez fuese la autoconfirmación
de algo que para él era vital y por lo que había tenido que pagar un precio
absurdo. Le ofrecí la botella bebiéndose un cuarto de un trago. Después ni
siquiera me miró, solo bajó la mirada.
- Hay cosas por las que moverse y otras que no merecen la
pena. En la sociedad, nuestra sociedad, existe cierta inmutabilidad respecto al
deseo del ajeno tratándolo como la amenaza de uno mismo, y es que resulta
extraño que esa aparente inmutabilidad siga persistiendo. Sin embargo, esta
inmutabilidad solo se trasluce en forma explícita, porque implícitamente esa
amenaza carcome esa sensación de seguridad necesaria para afrontar con paso
firme nuestra andadura por la vida. No estamos solos, es algo evidente que a
veces se nos olvida, como a veces se nos
olvida que no siempre estamos acompañados, y es esta confusión lo que provoca
la duda. ¿Quién no va a dudar de la compañía que desea tener o no tener en cada
momento? La amenaza siempre está ahí presente y es lo único que nunca se
olvida. Y es que quién no sabe qué cree querer o necesitar, realmente casi
nadie, todo el mundo cree saber algo tan obvio. Pese a ello, el error suele
rodear a la certeza que nos apuntala, caer fuera de la salida airosa resulta
generalmente más sencillo que tomar el camino adecuado porque la certeza, en su
mayor parte, solo se presiente, no se conoce.
Isaac no parecía advertir mi presencia, debía haber algo
que la volviese invisible, miraba la luz proveniente de la farola y seguía su
monólogo.
- Debe existir un método científico que no dé lugar a
este tipo de equívocos, y si no debe crearse; aprender de la experiencia propia
se convierte en una sabiduría a base de excesiva crudeza. No quiero saber más
si ello implica más duda, más inseguridad, más dolor. Conozco a la amargura y
sé que no es buena compañera de viaje, aunque a veces sea la única.
Me eché a un lado para vomitar. De mi boca salió un
líquido pastoso y de color verde que dejaba en la boca un sabor desagradable.
Vomité otra vez. Y otra. Tras la última arcada el cuerpo pareció dejar de
convulsionarse tan bruscamente para sumergirse en un aparente letargo frío.
Isaac giró la cabeza para observarme, cruzándose su mirada con la mía.
- Bebes demasiado - pronunció en tono sosegado,
pareciendo la voz lejana y profesional de un médico.
No respondí. Sabía que tenía razón, pero tampoco tenía
nada mejor que hacer, él por lo menos se entretenía en su mundo de abstracción.
Enfrente nuestro una prostituta mal pintada sujetaba una esquina de la calle,
de vez en cuando se separaba de ella y volvía poco después, por lo visto hoy
era día de poco trabajo y la clientela brillaba por su ausencia. Ya no
recordaba ni cuando había sido la última vez que había estado con una mujer,
por lo menos año y medio. La observé calladamente; pese a su cuerpo un poco
deforme y asimétrico, su cara de olvidada belleza detrás de las arrugas y el
paso de la vida, sus pechos caídos y tristes de tanto llorar horas de trabajo y
su poca ropa que apenas tapaba las partes más impúdicas, sentía una extraña
excitación sexual proveniente de la ternura provocada por su ajada sonrisa
inexistente; quería hacerle el amor como nadie se lo hubiese hecho, con la
fuerza y el arrojo que solo da la pasión desesperada y efímera. Sin embargo
solo pude seguir observándola. Recordé a María, puta maniqueista detrás de la
ventana que cobraba su precio en forma indefinida pero costosa, luciendo sus
caderas en las esquinas imaginarias del centro de las pistas de baile esperando
pacientemente a que la noche le sonría con su suerte. Sentí una arcada más,
aunque esta vez sin consecuencias.
- La mayor coherencia de la vida radica en su finalidad,
morir; de hecho es muchas veces lo que le da el significado suficiente para que
adquiera un sentido preciso. Muerte como sentido último de la vida. Muerte como
argumento sublimado de la existencia. ¿Cuántos siglos llevará esa premisa
instaurada en la conciencia de la humanidad?
Isaac parecía tan lejano en su torre de marfil como el
recuerdo de Xania entre los párpados alcohólicos medio cerrados se perfilaba
nítidamente. Me miraba y me sonreía desde su mirada dulce y alegre, andando
hacía mí extendiendo su mano a punto de tocarme, sin conseguirlo, casi sentía
el roce de sus dedos sobre mi piel fría por la tristeza de la noche, esta noche
que había que vivir para llevar a la siguiente a la espera de algo mejor que
pudiera proporcionar la alegría mínima que permitiese la supervivencia, palabra
absurda en situaciones imposibles; sí, Xania, y al lado Isaac que continuaba
rodeándose de contextos esdrújulos sin cabida para el pensamiento humilde y
terrenal que significa lágrimas, inteligente Isaac, odiado y solo Isaac con sus
labios y caricias frívolas a mi tacto en un gesto reprimido de repulsión y la
puta junta a la esquina que lame su paciencia y su ropa interior que es su capa
exterior y su cadena, el buzo del trabajo nocturno que no podrá ni remendar sus
agujeros, a saber el tamaño de los agujeros de sus bolsillos.
- Y esa farola, mirándonos como nosotros a ella, inútil
espera la suya si busca las respuestas, aunque bien pensado inútil la nuestra,
que sabiendo que existen las preguntas no sabemos resolverlas. Es triste
hablarle a alguien que no te escucha - murmuró levantando la vista hacia las
luces.
- Te estaba escuchando - respondí, sin saber muy bien si
la pregunta iba dirigida a mí o a la susodicha farola.
Daba igual, ninguno de los dos le estabamos escuchando,
aunque mi respuesta respondía al impulso mecánico producido por el resorte
inconsciente de la experiencia tantas veces repetida al escuchar esas mismas
palabras. Qué importaba que le escuchase o no, él había aprendido a hablar sin
esperar que le escuchase nadie, solo tenía que mover los labios y todo lo demás
saldría dado. Con el tiempo se había convertido en una tónica normal, los meses
transcurridos desde el comienzo, degeneración y evolución de algo que podría
haber sido una hermosa amistad y no una extraña relación sin otro punto de
apoyo que el miedo a la soledad, había dado lugar tras la pila formada por su
número a que muchas de las conversaciones que todavía podríamos tener fuesen
casi una utopía; aún recordaba con suficiente memoria los días de Martaux donde
las horas junto a la televisión o el billar, diversiones extrañas desde actual
perspectiva, no eran sino una agradable confluencia de ideas recíprocas, donde
la sonrisa y la risa eran lo habitual. Y ahora, aquí encerrados en nuestros
propios destinos y autocompadeciéndonos de nuestra propia miseria no éramos más
que el pálido reflejo de lo que podíamos haber ser o lo que podríamos haber sido. Cuántas veces
había pensado que hubiese sido de nosotros si Lio Lin no hubiese hecho lo que
hizo, cómo todo podría haber sido diferente, con una buena casa y comida encima
de la mesa, un buen coche y la tranquilidad de saber que el futuro se haría
presente pese a los contratiempos y que no solo era la posibilidad hipotética
donde encontrar la salida en medio de una oscuridad casi inquebrantable. ¿Cómo
habíamos llegado hasta aquí? Sí, el camino era de sobra conocido, desde el
comienzo, pero ¿Cómo era posible que hubiese sucedido realmente? Cuando todo
parecía estar encauzado por el camino correcto, cuando todo iba sobre ruedas
cuesta abajo, quizás fue eso, nos faltó
líquido de frenos y al doblar la esquina la inercia había desbocado el control
del vehículo que habría de conducirnos hacia esa vida mejor. Podríamos haber
sido más grandes, por lo menos algo, y ahora aquí, escuchando borracho, más
borracho por la indiferencia que por los litros de alcohol, al individuo de al
lado al que amaba a veces y odiaba casi siempre, en su mundo aparte donde no se
podía penetrar, mayor su droga que la mía porque la mía era de este planeta y
la suya no, buscando cómo pasar el tiempo, ya daba igual vivo o medio muertos,
era lo mismo, y después mentir diciéndole a Isaac que le estaba escuchando,
graciosa frase, porque no sé a quién le importaba menos que estuviese
escuchando, a él o a mí, ninguno de los
dos se lo planteaba, solo los besos que vendrían después de las caricias, o
antes, cuando llegase el momento oportuno que nos llevase a los campos del
deseo, su deseo, porque el mío distaba tan lejos como la alucinación más
disparatada que se pueda imaginar, mezclando los recuerdos de cuerpos femeninos
más dulces con las ropas de olores feos apáticos al olfato que se había vuelto
inservible de tanto sufrir; los labios, los pies, y el cuerpo de Xania, la gran
Xania, y de otras tantas mujeres anteriores, que hacían replantearme la
cuestión del sexo. No era homosexual, ni siquiera bisexual, y lo único que
probaba era a un hombre; en otra situación lo hubiese tomado como una cuestión
seria y de gran debate interno, pero ahora, aquí, el cambio de una perspectiva
mal reglada lo enfocaba como una gracia irónica de la vida que me había tocado
vivir.
Le miré mover los labios, escupir, esculpir, expulsar
palabras una detrás de otra, sin término medio ni fin último, como un
desesperado que ha perdido el último metro y se ha quedado sin dinero para
pagar el taxi que solo continua por inercia. Sentí pena por él, por lo menos yo
sabía dónde estaba, que hacía, por qué, y él en cambio solo acertaba a
abtraerse hasta grados superlativos de abstracción. Mantuve la mirada en sus
ojos, una mirada tierna y sin mentiras, y entonces surgió el momento, extraño
instante que aparecía muy raramente, donde una curiosa sensación de amor
desasosegado invadía mi pecho y hacía que naciese el momento oportuno que nos
llevase a los campos del deseo, esta vez nuestro deseo, un espejismo que
duraría lo mismo que un suspiro para luego morir. Le acaricié las manos y las
mejillas, le besé en los labios.
- Sé lo que piensas - me dijo con una voz casi rota al
borde del abismo.
Luego él también me besó.
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