viernes, 14 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (27)



En los últimos días había reflexionado bastante sobre mi estancia en el hospital y sobre todo sobre lo que me había dicho la asistenta social acerca de los sitios donde ir, de forma que finalmente había acabado por aparecer por esos comedores donde sirven comida, así por lo menos ahora tenía una comida al día medianamente  aceptable. Isaac a veces me acompañaba, aunque raramente, decía que no quería deberle nada a nadie de esta sociedad que tan mal le había tratado. Allá él. El comedor era bastante grande; unas cuantas mesas alargadas y unos banco, todo ello acoplado a unas paredes de ladrillo rojo. La gente que solía aparecer por allí solía hablar poco; siempre la misma cantinela sobre la perra vida y la mala comida que hacía la cocinera, la calle y el albergue. Pese a ello esto era mucho más de lo que muchos de nosotros podíamos tener. Volví a retomar la consistencia del contacto humano, muchas veces frío, casi siempre escaso, pero al fin y al cabo contacto, algo casi olvidado ( a excepción de la estancia en el hospital) al lado de Isaac porque poco a poco el contacto, o lo humano, había empezado a perder el sentido de las propias palabras distorsionándose hacia lo grotesco. Mirar a personas que te miran sin desviar los ojos hacia otra parte, tratar de tú a tú a la persona sin presentir la extraña sensación que lo embarga, que lo invade por ser uno mismo quien lo produce al encontrarse delante. Empezó a ser una pequeña costumbre, era preferible una comida caliente que un orgullo mal enfocado; además, el estómago no conoce de sentimientos abstractos. A veces, de vez en cuando, me acercaba pro uno de esos sitios donde uno se podía duchar. También conseguí un poco de ropa.
          En definitiva, intenté mejorar un poco la calidad de una vida tan depauperada como la mía; la reflexión que había tenido últimamente sobre la situación a la que había llegado me había hecho volver una y otra vez sobre mi pasado, el más cercano y el más lejano, para acabar alcanzando el punto actual; volví a recordar el motivo por el cual estábamos en la calle considerando si no sería mejor volverlo a intentar, pretender salir del pozo y comenzar de nuevo.
          - La dualidad que ciertos individuos esgrimen en su opinión provoca en determinados momentos contradicciones que por su propia definición se enfrentan entre ellas.
          Y a mí qué me importaba semejante razonamiento, a mí no me servía de nada tamañas perfilaciones abstractas de un pensamiento que no iba a llegar a ninguna parte porque se iba a quedar durmiendo en el cartón que había en el rincón de la calle sin salida. Isaac seguía escribiendo en las hojas que encontraba y luego las guardaba en su carpeta azul, el único objeto que parecía unido al mundo que lo rodeaba. Hacía mucho tiempo que no quemaba nada de lo que escribía, algo extraño en él.
          También empecé a frecuentar menos al más fiel de todos mis compañeros, al pequeño genio de la botella que tantas penas me había hecho olvidar por un rato hundiéndome en su lago de alcohol. Decididamente estaba dando un pequeño giro a la situación, quería mejorar, daba igual el aspecto porque eran todos. De esta forma y casi como sin querer, los instantes que pasaba junto a Isaac se volvieron más distantes, más escasos. Intentaba convencerlo de que viniese conmigo, que la dejadez no era buena amiga de viaje; sin embargo sabía de sobra que pretender hacer cambiar su opinión no era sino querer matar un elefante haciéndole cosquillas detrás de las orejas, por lo que la distancia se hizo patente de una forma más notoria, ya no solo la distancia de pensamiento, de sentimiento, de actitud, sino la distancia física, esa que se ve aunque uno intente ocultarlo detrás de cualquier pretexto mal inventado.
          Con el paso de los días observé cómo los que frecuentábamos este tipo de lugares solíamos ser los mismos, los rostros iban poco a poco siendo clasificados por la vista y retenidos, observando con más detenimiento se veían grupos de personas que tendían a juntarse y que habitualmente comían juntos. Yo también me rodeé de unos pocos individuos, sentándonos a la mesa a comer mientras las conversaciones brotaban, al principio escuetas, escasas y que con el paso del tiempo fueron volviéndose más fluidas y más largas. Pese a todo, existía algo muy confuso, una vaga sensación que me impedía desprenderme de Isaac por completo; tal vez fuese el camino recorrido el uno junto al otro, su propia personalidad, su luz cada vez más apagada, algo que no me dejaba liberarme de él. Así que muchas veces, a decir verdad casi siempre, volvía a él y en él me refugiaba para encontrar la unión con una parte de mi vida que tanto había apreciado.



          Uno de los individuos que más me llamaba la atención era uno llamado Txamala, un tipo grande con brazos largos y delgados bastante joven y calvo completamente. La elocuencia era lo que lo caracterizaba, por su ausencia, y aunque en un primer momento lo creí mudo a los pocos días le oí la voz, una voz que parecía provenir desde una gran caverna provista de eco. Se sentaba solo, en un extremo de la mesa, en un extremo de la gran sala, luego se levantaba y desaparecía por la puerta.
          Un día coincidimos en la mesa. Cogía el tenedor con la derecha y el cuchillo con la izquierda.
          - Está dura esta carne.
          - ...
          La voz flotó un momento antes de ahogarse. Seguí comiendo pacientemente aquel filete un poco duro pero que al fin y al cabo no estaba tan malo. Fue cortándolo poco a poco, recortándolo por los bordes y después en tiras semejantes, troceándolo hasta reducirlo a un sinnúmero de pequeños pedacitos.
          - ¿ Por los dientes?
          - ... sí - musité, observando cómo la boca del calvo se había abierto para pronunciar el comentario.
          - Nos pasa a muchos.
          El contenido de su plato lo atestiguaba así. Como a muchos, los días amontonados en la pila de la inmundicia o la dejadez habían hecho mella en aquellos dientes tan blancos en la infancia y tan negros y podridos en el presente. Sin embargo, los modales de este individuo me habían llamado la atención por algo raro en estos lugares como era su distinción, portaba una cierta elegancia seguramente adquirida hace mucho tiempo y que no cuadraba con el ambiente que lo circundaba y que hacía de su dueño alguien atípico. Quizás fuese eso lo que provocaba su distanciamiento de los demás.
          - Además, si la carne fuese mejor...
          - ¿ Qué quieres? Mucho me parece que nos la pongan.
          Realmente tenía razón; no era habitual este tipo de menú. Hacía mucho que no comía un trozo de carne caliente, y aunque ésta no era de la mejor calidad podía darme por satisfecho de tenerla en el plato. El techo era blanco, encalado, de una cal un poco gastada, y el suelo marrón de baldosa barata, con algunas de ellas un poco rotas, como esas líneas que se quiebran y luego desaparecen del trazo originario. Intenté acordarme del último filete. El último filete. No lo recordaba. Filete, carne, carne, la puta de la esquina se pelo y fría, carne caliente una mujer en su cama y yo con ella, Xania, dos años, Xania desnuda, el último filete dos semanas después de llegar a Ezer en un aparcamiento para camioneros.
          - ¿ Tú sueles venir por aquí? - le pregunté.
          - A veces... - y su voz desapareció dentro de su boca al ritmo del tenedor.
          Decididamente no era un hombre de muchas palabras. Le dejé comer en paz, observándolo de vez en cuando con miradas escondidas, hasta que finalmente se levantó y con un adiós se marchó. Yo me quedé apurando lo poco que del filete aún tenía en el plato. La gente, alguna, al igual que Txamala, comenzaba a marcharse después de haber comido, dejándome al final casi solitario en aquella estancia grande donde todo lo que se veía eran mesas viejas y bancos de madera, alguno de ellos con palabras marcadas a navajazos.



          La farola había reducido a la mitad la intensidad de la luz que emitía. La calle se quedó un poco más oscura mientras un gato pardo cruzó solo por en medio de la acera escondiéndose después detrás de una esquina que no se sabía muy bien que orientación cardinal tenía, puesto que el sol nunca le daba y las estrellas no llegaban tan abajo. Debajo de un par de mantas había un hombre y dentro de él parecía estar Isaac, dormido, el mismo Isaac Pinkel que había conocido siempre. Parecía estar dormido, y seguramente lo estuviese, porque sonreía. Estaría en algún sueño de esos que a veces se tienen y que hacen sonreír mientras duermes. La calle estaba casi abandonada a su suerte, a nadie se veía pasa (excepto al gato) y si uno cerraba los ojos podía imaginarse esta en cualquier sitio donde la temperatura fuese la misma y el ruido de motor lejano no impidiese sentir el leve rumor del viento que corría entre las casas. Cerré los ojos y me imaginé la misma calle con la misma temperatura y el mismo ruido de motor lejano, cruzando el gato la acera y después desapareciendo por la esquina menos iluminada por la farola más apagada, yo en un balcón. Entraba por la puerta a un salón totalmente encendido de luz, encendido de música, y allí muchas personas bailaban y cantaban y bebían al ritmo de la canción que sonaba entonces, un salón lleno de butacas y sofás, muebles de madera y una gran mesa repleta de copas y botellas de champan, una carpeta azul cerrada y unas fotos que debían ser muy viejas pero cuyo soporte era nuevo, gente entrando y saliendo, entrando y saliendo por las muchas puertas que se veían había en el pasillo, puertas de cristal y espejo cuyo reflejo se cruzaba con las imágenes de la propia realidad. Miraba por la ventana y veía al gato cruzar de nuevo, la farola bajar de intensidad y un bulto de informe debajo de dos mantas en la acera, moverse las hojas por el rumor del viento y encima, muy encima, el cielo esculpido de estrellas lacerantes que a través de la fina cortina parecían adornos de la propia habitación. y al darme la vuelta me encontraba contigo vestida de, vestida de, vestida de, desnuda de cualquier ropaje solamente para mí acercándose con mano temblorosa y piel cálida, tan cálida que empieza a sudar, a sudar...
          - ¡ Fuera, maldito cabrón! ¡ Mecagúentusmuertos! ¡Joder, que asco, mierda, joder!.
          - ¿ Qué pasa? - preguntó Isaac levantando la cabeza de debajo de la manta, volviendo desde donde estaba, todavía sin poder abrir los ojos completamente - ¿ Te has vuelto loco?
          - ¿ Loco? No me jodas, un puto perro, que me ha meado en la cabeza.
          Isaac me miraba con la misma sonrisa que tenía en el sueño, dejando traslucir sus dientes una expresión que no necesitaba palabras para ser entendida.
          - Vete a limpiarte la cabeza.
          - ¿ Dónde coño quieres que me limpie la cabeza a estas horas?
          - No sé... en una fuente, busca una.
          Sentía el pelo húmedo y un hilillo de líquido recorriendo mi cara, un olor que se metía hasta por las orejas, un olor amarillo que recordaba a un perro.
          Joder que asco. Y me levanté en busca de un parque donde hubiese una fuente. Un gato cruzó la acera rápidamente, como perseguido por el diablo. Miré hacia arriba, todo quieto, solo una cabeza que detrás de una cortina blanca debía estar mirando el cielo se ocultó en la habitación.

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