miércoles, 19 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (30)



- En la obra de todo artista existe la disyuntiva entre elegir como acto principal la propia obra o el artista en concreto. También el artista puede ser su propia obra, aunque siempre una parte se subordina a la otra. Es fácil realizar una obra según una estética determinada; sin embargo es mucho más complicado vivir y actuar según esa misma concepción estética, llevarla hasta su límite con todas sus consecuencias. La propia coherencia interna conlleva un grado de compromiso elevado a la vez que un alto coste vivencial. De esto se deriva la existencia de una dicotomía que generalmente aparece por efecto de la incapacidad del actor por hacer converger estos dos planos distintos en una misma vía de actuación, llegando en determinados momentos a una crisis personal totalmente sentida o por otra parte puede que también a una hipocresía básicamente funcional.
          - ¿ Estás seguro de lo que dices?
          Después de dejar la hoja a un lado y observar brevemente cómo la señora que conducía el coche rojo se encendía el cigarrillo a la espera de ver el semáforo en verde, contestó.
          - Totalmente.
          - ¿ Y qué quieres decir con lo que dices?
          - Pues que si tienes una idea y una forma de pensar, es muy complicado vivir según ella, y que... bueno, que acabas medio loco o siendo un capullo, básicamente.
          - Ah... ahora lo entiendo mejor - aunque creo que lo que decía no era exactamente lo que había escrito en la hoja. De todas maneras, lo otro no lo entendía; así por lo menos me hacía una idea de lo que ponía.
          La señora se marchó al aparecer la luz verde en el disco inferior del semáforo, seguida de dos coches más, un poco más pequeños de un modelo muy conocido.
          - ¿ Por qué escribes ese tipo de cosas? Nadie las entiende.
          Me miró con una mueca en la cara que luchaba por parecer una sonrisa.
          - ¿ Y tú por qué respiras?
          Un grupo de jóvenes se acercaban y después se alejaban, parecían ser los mismos pero cambiaban, porque unos eran más altos y otros más bajos. Algunos llevaban cámaras fotográficas. Debían ser turistas; con el calor la ciudad cobraba una mayor vida y los turistas, ávidos de eternizar una imagen que de antemano quedaba ya gastada, buscaban el mejor ángulo para captar momentos inolvidables. ¿ Realmente no se podrían olvidar? ¿ O solamente eran el pasaporte para una futura nostalgia?
          - Me voy ¿ Vienes?
          - No.
          O al menos eso creo que dijo. De todas maneras sabía a donde me iba, todos los días a la misma hora me marchaba al obligado lugar donde la cita, la única que tenía, era ineludible. Me levanté del banco marrón de madera.
          - ¿ Volverás después?
          - ¿ A dónde?
          - Aquí.
          Me extraño su actitud, no era habitual.
          - ¿ Estarás tú aquí?
          - Sí, si no tardas mucho.
          - Entonces volveré - y dicho esto me fui.
            No quería venir y pese a ello no quería estar solo. No quería comer ni pasar hambre. Me marché por la calle observando cómo las baldosas formaban líneas paralelas que parecían morir en el infinito a la vez que otras perpendiculares más pequeñas cortaban a las primeras. En la mente intentaba reconstruir lo que Isaac me había leído, sin llegar a comprender todo su significado. Sin embargo tenía la impresión de que él sí que sabía perfectamente lo que había escrito ( era probable que ya fuese lo único que le quedaba de percepción real ) y que pese al tono impersonal estuviese hablando de él mismo. De todas formas yo tenía hambre y quería comer, si él era capaz de alimentarse solo con palabras yo necesitaba algo más tangible. A lo largo de los días había observado en más paredes distintos ladrillos pintados de colores, alguien pensaría que la ciudad estaba falta de más colores, que la luz que pronta llegaría con los días de sol querría iluminar más variedad; el arte que surgía desde los sitios más recónditos plasmaba su cuerpo en todos aquellos rincones medio escondidos, como queriendo esconderse por mantener su esencia pura, fuera de toda mirada ajena. Me acordé de Laroki, del personaje que era y representaba, del artista y de su obra, ¿ Sería un hipócrita? más bien debía estar medio loco, probablemente no fuese ninguna de las dos opciones, siempre hay lugar para una imprevista. Al doblar la esquina las baldosas habían cambiado de color, además éstas eran más grandes. El acercamiento a aquel comedor siempre me producía un leve y extraño temblor, la boca ya soñaba su alimento compañero mientras el corazón disimulaba su ansiedad con un engaño que a veces se hacía verdadero, el pensar que la quería, que no solo era un juego para matar el tiempo. Quitar el hambre por el hambre de sus besos, llenar un estómago que a fuerza de estar vacío parecía que nunca volvería a sentirse repleto. Podía adivinar que la intuición no se equivocaba. Al llegar a la puerta la crucé y dentro aquellos platos y cubiertos, tres pucheros grandes con manduca para todas, las mesas, las sillas, y esa misma figura que ya no era lo que era sino una imagen por radiopostal construida, la voz de todo mi tiempo.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            Y a veces nada más.
            - Gracias.
            Otras veces la conversación se hacía más larga.
            - Buenos días.
            - Buenos días - respondía - ¿Cuánto quieres?
            ¿ Cuánto me podrías dar? Seguro que no cabría en el puchero.
            - Llénamelo hasta la mitad, por favor ¿ Qué es eso otro?
          - Empanadillas con besamel de Roquefort.
          - Ah... pues ponme algo.
          - Gracias.
          Y una sonrisa. La cita empezaba a hacérseme indispensable e insoportable, una costumbre mal adquirida que a pesar mío se había vuelto omnipresente. La intención de decirle mi nombre, quien era, se había convertido en una utopía institucionalizada. Saber que ya no hay valor para quererte mucho, valor para quererte bien querida, escondiéndome en el anonimato de esta muchedumbre. Le miré y hasta casi sonreí dentro del desasosiego que me invadió.
          Aquel día al marcharme ella seguía allí, despidiéndose. En la calle me observé un momento en un espejo de un escaparate. Aquel ya no era yo, ni las zapatillas eran mías, ni los pantalones de mi talla, ni esa camisa de mi gusto. Tampoco la cara era mía, la que yo había conocido, la que yo quería. Solo era un pobre boceto de lo que podía haber sido, de lo que podía ser. Un niño cruzaba por el paso de peatones mientras quitaba el papel a un caramelo. La señora miraba un escaparate de una ferretería; un pájaro fue a posarse a la barandilla de un balcón que hacía esquina. Y yo ahí, contando las baldosas que me llevaban para adelante, lejos del comedor. Volví al plato de arroz, aunque los recuerdos de este tipo siempre son de menor intensidad después de comer. Lo bueno de tener el estómago lleno es que se piensa mejor, lo malo es que a veces se piensa demasiado. Y quizás fuese por eso que últimamente tendía a pensar más ciertos asuntos de tal manera que algunos rincones que antes estaban más oscuros ahora tenían más luz dejando al descubierto los rotos de mi arquitectura. Con el estómago lleno habían tomado los días de abundancia, los días de más ilusión, o por lo menos de mayor motivación, aquellos que ahora parecían muy buenos (aunque sé que no lo fueran tanto) y sobretodo parecían mucho más fáciles. María, mi dulce María, que solo te quería por ser la única realidad perceptiva de este pasado escogido y congelado al que tanto volvía de momentos distorsionados por culpa de la ansiedad.
          Al llegar al banco marrón no encontré a Isaac, ya no estaba. Se había marchado. ¿ A dónde se habría ido, dónde estaría? Me senté en el banco a ver pasar el tiempo anclándome a una orilla para no dejarme llevar por la corriente. Fuera alguien debía haber proyectado una realidad virtual que conformaba mi mundo y donde el único actor era yo. Cerré los ojos e imaginé la mano que daba la vuelta a la bolita y volvía a hacer nevar sobre la casa de tejado rojo y pared blanca.



          No recuerdo muy bien la fecha, aunque sé perfectamente que era Mayo porque es un mes que me gusta mucho por su luz. El sol había salido tímido de entre las nubes, despuntando solo a veces una mirada detrás de su velo. Después se marcharon las nubes por el ligero viento quedando un cielo límpido y azul. Tampoco recuerdo muy bien lo que hice por la mañana, aunque no debió ser gran cosa. Lo que sí recuerdo bien era aquel calor que empezaba a despuntar, la sensación que recorría mi piel. La idea imperante que aún parecía dudar de su intención, su carácter de acción irrevocable. Las niñas bonitas comenzaban a enseñar sus brazos quitándose la chaqueta, sus piernas descubiertas que siempre fueron míos en mi deseo se movían al compás de una música que quería conocer. Recuerdo a María, mi Chuli preciosa tan hermosa como nunca la había visto, como nunca la volvería a ver; el desasosiego que embargó mi crédito restante dejándome a cero la reducida cuenta de mi dignidad personal conmigo mismo al volverla a mirar, al decirme en monólogo que hoy sí, que hoy le hablaría, todo convencido con la idea ( valiente estúpido) mientras no lograba articular más de dos palabras seguidas en mi mente. Recuerdo que solo conseguí pedirle la comida, con una rabia de impotencia que apenas me dejó probar bocado. ¿ Cómo romper el único recuerdo querido y vivo que permanecía cercano? No podía. Aquel día le miré tanto a los ojos que pareció no haber más lugares en el universo donde posar la mirada. Un par de veces se cruzaron, apenas un suspiro, un breve espacio de tiempo. Dicen que lo bueno breve dos veces bueno, pero yo sé que o bueno breve solo es dos veces breve. También aquel día me di cuenta. ¿ Qué es un segundo maravilloso si solo dura un segundo? ¿Solo un buen recuerdo? ¿Acaso puede ser algo más? La miré tanto y le dije tan poco. Al marcharme giré la cabeza para verla una vez más, esperando el último milagro que no se materializó más que en una sensación desafortunada. La calle me volvió a acoger con su ruido y su tumulto. Pasé por delante de una peluquería para perros con oferta del 30% por ser entresemana y estar de promoción, por una tienda donde vendían gamusinos como animal de compañía y un parque lleno de bomsays. Recuerdo que lo había pensado mucho y bien, que todo aquello podía resultar, que estar fuera del mundo viviendo dentro de él no merecía la pena, mi vida no era un juego interactivo. Había imaginado las posibles opciones, las consecuencias, la vuelta como un extranjero, como un extraño desconocido, a todo lo anterior. Había imaginado, soñado, mirar sin bajar la mirada, decir mi nombre en cualquier parte, oír  “Marcel” con orgullo como quien oye repicar las campanas de la iglesia, sentir que Dios no me había abandonado todavía. Aún poseía el mayor tesoro de todos, la juventud, el tiempo, y un futuro que tal vez podría depender de mí si sacaba baraja nueva, sin marcar, y jugar la partida de igual a igual, con libre albedrío frente al destino. Recuerdo que busqué a Isaac en el banco de siempre, en un rincón donde solía escribir, en el estanque donde solía mirar, en algunas calles conocidas, en otras desconocidas, en todos los lugares donde creí que lo podría encontrar. Quería hablar con él, verlo una vez más, tocarlo tal vez para sentir que realmente era cierta su existencia y no una pura fantasía. Tanta fue mi insistencia que al final obtuve mi recompensa. Ahí estaba, en el banco marrón de siempre.
          - ¿Cuándo has venido?
          - Hace un rato - contestó.
          - Te he estado buscando. ¿Dónde estabas?
          - Por ahí, supongo.
          Me senté a su lado. No tenía buen aspecto; estaba muy pálido, sucio, desarreglado. Su mirada no parecía estar mucho mejor. Lo comparé con aquel que había conocido en Martaux, aquel que aunque no siempre estaba contento por lo menos había tenido momentos de felicidad. Llevaba su carpeta azul debajo del brazo y al lado del otro una bolsa con algo dentro.
          - Isaac, tengo que decirte algo importante.
          Isaac levantó la mirada para verme.
          - Me voy a casa - pronuncié con cierto tono dubitativo.
          - ¿Te vas a casa? ¿Te marchas? ¿Me abandonas? - preguntó con gesto ausente y de forma casi inconsciente.
          - Vente conmigo a Mazur. No tienes nada que perder. Mírate cómo estás. Cualquier sitio es mejor que éste.
          Miró hacia delante, después se giró hacia mí.
          - Yo no tengo casa, a mi me echaron de ella. Además, a mí no me espera nadie.
          Tras un breve silencio me rasqué la oreja y un poco la nariz.
          - ¿Y aquí?
          - Por lo menos nadie me molesta. Además ¿te acuerdas por qué estamos aquí? ¿Acaso sabes qué te espera cuando llegues a casa?. Tarde o temprano te tocará, seguro.
          - Me da igual. No creo que halla nada peor que esto.
          - Por lo menos aquí estás en libertad. Piensa dónde puedes acabar.
          - Lo tengo decidido, Isaac, me voy. Quiero empezar otra vez y aquí sabes que no se puede. Si sigo así prefiero pegarme un tiro.
          - Para eso necesitas pistola y no la tienes.
          Y sonrió de tal forma que más que gracia solo daba pena, una mueca mal hecha que se perdía en una tristeza indefinida.
          Recuerdo que cuando cayó la noche todavía seguíamos en el banco. No fueron muchas las palabras que se dijeron, pocas y casi todas innecesarias. Lo importante ya estaba dicho o lo sabíamos de hace tiempo. Yo quise convencerle de algo mejor, pero él solo estaba convencido de no querer lo que yo quería. Nos quedamos callados, con la compañía recíproca por único diálogo. Supongo que él como yo estaría pensando en las cosas que vivimos juntos, en todos esos momentos compartidos, en los muertos mutuos que tanto unen, en un futuro incierto para los dos pero con mejores expectativas para uno que para otro. Le vi triste, vistiendo esa tristeza que se luce las noches de gala y cuya confección lleva mucho tiempo el fabricarla y cuya costura no desaparece fácilmente. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué sentiría?
          Recuerdo que al día siguiente me marché, el viaje duro y largo, la vuelta a casa, cruzar la misma puerta que tan bien conocía. Pero sobretodo recuerdo la última mirada de Isaac, inabarcable, despidiéndonos hasta pronto sabiendo que probablemente fuese hasta siempre; dándome su único legado, su carpeta azul que dijo ya no necesitaba porque ya no tenía nada más que decir al mundo. Quizás ya no oyera ni su propia voz. al final de todo un beso, no muy largo, que murió de repente. Creo que en aquel momento él me quería, también creo que yo lo quería, que lo estaba queriendo de verdad como nunca pude haberlo querido antes y como nunca habré recordado quererlo después.
          - Adiós Isaac.
          Y verle quedarse solo mientras miraba con aire ausente cómo aquel pequeño pájaro apenas podía volar por miedo a caerse del árbol.

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