martes, 11 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (25)



          - Del amor y de la suerte solo sé que los desconozco. Parece ser que lo uno por lo otro muchas veces van agarrados de la mano y nunca cerca de mí. Puedo asegurarte que lo que digo no es autocompasión ni tampoco desolación, solo un poco de resentimiento. Es cierto que algo de las dos cosas he tenido, pero fue hace tiempo y ya no lo recuerdo muy bien. Cuántas veces te habré dicho lo mismo en mil formas diferentes, en mil estados diferentes. Tú como yo habrás vuelto en tantas ocasiones al momento anterior a esa maldita huida, a todos los momentos de Martaux, e incluso a los anteriores de la primera huida, a los momentos de Mazur. ¿ Acaso no es nuestro único entretenimiento, recordarlo todo, intentar vivirlo otra vez en la memoria, volver a todos los sitios donde estuvimos cuando aún estábamos vivos? Sí, lo oyes bien, cuando aún estábamos vivos, porque si esto es vivir no quiero saber lo que es no hacerlo, no quiero imaginármelo siquiera. ¿ Qué importa todo lo demás? Hay días que cojo un periódico del suelo y leo las noticias; si de algo estoy convencido es que esas noticias no son de este mundo, del mío, su eco suena demasiado lejano como para que pueda llegar a mis oídos. Aunque el mundo entero explotase nosotros seguiríamos en el mismo sitio, nada cambiaría en nuestra situación, quizás sí, es probable, seguramente habría menos cosas en la basura y más gente buscando en ella, eso sí que sería un problema y una noticia para nosotros. Por lo demás, qué nos importa que suba el dólar, baje el marco, quién gane el mundial de fútbol, suban al poder los de izquierdas o los de derechas, nosotros seguiremos siempre debajo. Decididamente no deberías haber vendido el coche, por lo menos ahora seguiríamos teniéndolo y podríamos dormir en él, aunque bien pensado resulta hasta gracioso, mas bien ridículo. Y es una pena lo del coche, hasta le había cogido cariño, aunque claro, ahora no tendríamos gasolina con que poder moverlo. He estado pensando estos días en la apariencia y en la esencia de las cosas; he buscado la piel desnuda debajo de todos los disfraces que he llegado a conocer y al final me he quedado casi siempre sin nada, el disfraz era la esencia y la apariencia al mismo tiempo, de lo cual he deducido que en determinadas ocasiones la forma constituye el fondo y viceversa, no que la forma modele el fondo, sino que la forma constituye la esencia y el fondo la apariencia, es decir, que es lo mismo.
          Se rascó la oreja mugrienta.
          Tosió dos veces.
          Intenté coger la botella, pero no había botella. En todos los días que llevaba con él desde la salida del hospital, ( de eso hacía ya casi un mes) ni siquiera había preguntado por mi pequeña cojera reciente, por la semana entera en la que no me había visto, por mí, por donde me había metido, si seguía siendo yo o si solo era alguien parecido a mí, hablaba y hablaba y luego se callaba para descansar o para pensar o para dormir. Otras veces parecía soñar despierto.
          Me acarició el cuello y luego me lo besó, suavemente, tiernamente, como solo lo sabía hacer él, rozando a flor de piel donde termina la espalda y comienza el cuello, se acercó hasta mis labios con los suyos y una conjunción perfecta, boca a boca, penetrando su lengua en mí sintiendo con toda la fuerza su pestilente aliento de innumerables días de suciedad y mala comida, de calor y de frío, de cubo de basura. Ya ni siquiera juzgaba el acto como tal, solo cerraba los ojos y soñaba. Soñaba con la boca, los labios de Xania, soñaba con un cuarto pequeño de sábanas blancas y cortinas blancas en un ático, contando las estrellas a través de un cristal, de las palabras o del cuerpo del otro, el de ella, claro, vistiéndome con su piel desnuda envolvente como serpiente de tacto y velo ingenuo cálido, lloviendo caricias en aguacero sempiterno, con los dedos de sus pies rozando los míos, jugando con ellos como la luz juega con el agua cambiándola de color. Podía hasta sentir su aroma, solo era cuestión de concentración. Con aquellos labios que bajaban por el cuello podía transportarme a días más claros intercambiando los nombres de los dueños en mi imaginación con el solo esfuerzo de no pensar, solo dejarme llevar por la inercia de un deseo inacabado. Pensé en la puta, en todas las putas que había visto, mezclé sus imágenes con la de Xania sintiendo que en el fondo no existía tanta diferencia entre ellas, solo un ligero matiz que no alcanzaba a comprender. Pensé en la puta, en todas las putas de las calles, en Xania y en todas las mujeres que conocía, todas las que había visto u oído o rozado en el metro o en algún bar y creí que en el fondo no existía tanta diferencia entre ellas; había algo que todas poseían por igual y que las nivelaba sin remisión, ese ligero matiz que no alcanzaba a comprender y que solo se observaba cuando, a solas, cara a cara consigo mismas, dejaban escapar de su mirada en un gesto irremisible ante la necesidad imperiosa de encontrar algo a lo que sujetarse y que hiciese desaparecer de sus ojos ese mismo gesto delator que las volvía vulnerables. Pensé en Isaac, aquel que comenzaba a meter su mano por debajo de mi ropa palpando mi piel, bajándola hasta el lugar donde se juntan las piernas; pensé en mí desviando la mirada de un espejo de cualquier sitio. Nadie se escapaba.



          En la pantalla de televisión estaba apareciendo una mujer que se depilaba las piernas con una sonrisa dentífrica mientras aquel pequeño aparatito que apenas hacia ruido le extraía de forma indolente cada uno de los pelos que conformaba el vello de sus extremidades inferiores. Luego la mujer se acariciaba muy suavemente con el dedo corazón el gemelo de su pierna despuntando de su sonrisa unos hermosos dientes blancos. El siguiente fue mejor. Otra mujer ( aunque podría haber jurado que parecía su hermana) andaba por el desierto, el sol aparecía en el extremo superior de la pantalla. Entonces la mujer ( con el mismo dedo corazón del anterior anuncio y con la misma suavidad) apareciendo en su mano una lata ( mojada y con gotas de agua resbalando). Seguidamente ( no se sabe cómo ni de dónde) la hermosa mujer aparecía con una escoba en su mano y comenzaba a barrer el desierto ( esto a cámara rápida). Una voz juvenil exclamaba en off  “Con Citrus-cola, si quieres, barre el desierto”.
          En veinte televisores surgía simultáneamente la misma imagen. Veinte hermosos televisores iguales. El dependiente me miró mal desde el interior y me alejé del escaparate; conocía esa mirada en otros tipos dentro de otras tiendas, un par de ellos ya habían salido fuera para decirme, muy amablemente, que por favor me marchase, que le espantaba la clientela. El muy cabrón. Por esos malditos anuncios no merecía la pena entrar en complicaciones. Además, no tenía la obligación de colocar las pantallas enfrente de la acera, yo también tenía entonces el derecho de verlas desde la calle. Pese a todo, mejor evitar cualquier tipo de problema, no fuese que alguno llamase a la policía y surgiesen imprevistos poco deseables.
          Ese fue el día que vi a Laroki. No hacía mucho que me había alejado del susodicho escaparate y caminaba por una calle poco frecuentada. Era una calle estrecha de casas no muy altas, acaso cuatro o cinco alturas cada una, con unas ventanas sucias que solo servían para ver la ventana de enfrente, como mucho la fachada entera. La seguí durante unos minutos y después doblé hacia la derecha, hasta llegar a un callejón sin salida donde el camino se topaba con un muro de ladrillos viejo embadurnados de cemento gris. Había mucha suciedad junto al muro, basura, desperdicios, hierros sin forma aparente y alguna que otra mierda de perro y gato. Miré al muro y entonces lo vi; ahí estaba él, con sus dos metros y medio de figura hacia el cielo moviéndose en piruetas inverosímiles, agitando sus extremidades, retorciéndose; me miró, le miré, con su color verde esmeralda cubriéndole el cuerpo, ese cuerpo que parecía materia extraña, brillante, me miró, le miré ( eso creo que ya lo he dicho) se giró hacia el muro y continuó con lo que estaba haciendo. De sus manos surgían formas alucinógenas de rojo, y azul, gris, negro mutilado de su negrura, blanco ( más que blanco amarillo desteñido) en una conjunción abstracta pero hermosa. La pintura le cubría las ropas destartaladas por el uso. Subido en una caja de cartón se afanaba por conducir uno de sus cuadros urbanos, callejados, donde algo pequeño parecía comerse a algo grande con una boca inexistente y unos dientes amarillos de nicotina rodeado de electrodomésticos infernales, criaturas feroces que devoraban las barreras que las enjaulaban. Se bajó de la caja, se buscó algo en los bolsillos, sacó la cajetilla y se encendió un cigarrillo. Se acercó hasta el muro y firmó, Laroki. Como sin querer, sus pasos hacia atrás, sin dejar de mirar su obra, llegó a mi altura y desde arriba murmuró.
          - No está mal.
          - No, no está mal.
          Por un momento dudé de la respuesta dada. Alcé la cara para observar las casas circundantes.
          - ¿ Un cigarro? - insinuó acariciando su cigarrillo.
          - ¿ Es rubio?
          - Sí.
          - Pues dame uno.
          Extendió el brazo hacia mí con la cajetilla roja entreabierta y me ofreció uno ligeramente sacado del fondo. Lo cogí y me dio fuego. Gracias. Después se marchó.
          Me acerqué hasta el muro. La pintura todavía estaba fresca, toqué el muro con los dedos y éstos se quedaron manchados de un extraño color verde que no logré quitar en algún tiempo. Aspiré el humo fuertemente. Lo aspiré una y otra vez como no lo había hecho desde hacía mucho, observando cómo el humo que inhalaba volvía al aire. El humo se marchó rápido, como el tiempo, y el cigarrillo se acabó antes de lo deseado, fumándomelo hasta la boquilla. Luego yo también me marché.



          Jugar al billar fue algo a lo que Isaac se acostumbró muy pronto y el hecho de no poder hacerlo fue algo a lo que no se había acostumbrado nunca. En el fondo de su recuerdo todavía tenía guardado como un tesoro muchas de las carambolas y retrueques que le habían proporcionado tantos momentos de gozo y de las cuales no pudo desembarazarse para su propio escarnio y dolor. Ahora solo se contentaba con vivirlo de nuevo en su memoria; inventarse nuevas jugadas inverosímiles que siempre acababan en una perfecta consecución y contar las bolas introducidas de una sola tacada. No había solución, y es que las buenas costumbres como las malas suelen quedarse trasnochadas si las cambias de contexto y se quedan en  algún viejo rincón consuetudinario noctivago pro acción de su recuerdo. Aunque no lo decía, se podía leer en sus ojos. Podía recordar ( me lo dijo después) algunas de sus más memorables partidas, como también se acordaba de la partida de la noche en que lo conocí. Yo, sin embargo, apenas podía recordar aquel tipo extraño con el que hablé y el frío que rajaba el cuerpo; también algo sobre gatos.
          Otras veces recordaba la niebla de la habitación, la que se formaba por efecto del término de los cigarrillos y los porros, las cervezas y alguna que otra ilusión. Recordar como evasión. Lo había escuchado, mejor dicho oído, hacía ya mucho tiempo en boca de alguien; algo tan obvio como desconocido hasta el momento en que se convierte en el epicentro de cualquier acción, entonces evitarlo en un rodeo se torna en un imposible inexplicable y solo se vive en ello, para ello.
          Un día la vi, apenas diez segundos, pero tuve la certeza de que era la misma. Estaba sentado en un banco y como siempre observaba el rostro de la masa informe, un cruce de miradas de dos, a lo más tres segundos que en su instante culminante es solo duración de un parpadeo, jugando al triste juego de no desviar la mirada de aquellos que te miran como sin querer solo para verte, quizás no ( hacia alguna parte hay que mirar), enfrentándome a ellos con los ojos, venciéndoles, valiente ironía, porque es mi única arma contra el sujeto anónimo, porque él tenía prisa y yo no, ya no me quedaba tiempo.
          Fue uno de esos sujetos anónimos; lo vi un poco desde lejos porque llevaba una larga falda de un color vistoso. No era hermosa, es cierto, pero llevaba en sus pasos una compostura a la hora de caminar que me atrajo de inmediato, diríase una cierta elegancia graciosa al mover los pies. Quizás fue esa elegancia la que me hizo dudar por un momento, tal vez porque no la recordaba ya o porque cuando la conocí aún no la poseía o no la intuí en aquel entonces, me acerqué a sus ojos y la reconocí, sus ojos y sus labios rechazados hace tanto, con el porte que solo lucen las damas que se esconden detrás de su sencillez; la miré y ella me miró sin apartar la mirada, nunca la apartó, hasta que pasó por delante mío y se marchó por la acera en busca de su camino.
          Puedo jurar que no me reconoció ( o por lo menos eso quiero creer), de lo contrario es muy probable que ni siquiera me hubiese mirado. Pasó y yo me quedé en el banco, viéndola marcharse y sintiéndome esta vez derrotado, no por encontrar a quien me venciese, no por no darme cuenta del peligro del maldito juego, sino por convertirme en  un anónimo más, como los que desafiaba, para aquella chica que debajo de toda mi suciedad y olvido no supo reconocerme. La chica que tanto dijo quererme en la infancia no supo quien era yo.
          La Chuli desapareció entre la gente en menos tiempo en que tarda en morir un suspiro. Después ya no quise seguir jugando y enfilé el camino hacia cualquier otra parte donde hubiese menos gente, absorto en el nuevo pensamiento, en el inciso casual que había surgido desde un lugar muy remoto, pensando cómo evitar el epicentro del recuerdo es al fin y al cabo ajeno a toda voluntad humana, sobre todo cuando por delante hay mucho menos que lo que hay por detrás y sobre todo cuando por delante no hay nada y por detrás por lo menos hay algo.
          Aquel día no encontré otra cosa en qué pensar. Ironía. Ironía de eso que alguien llamó destino. Volví al último punto donde la había tenido cerca antes de ese día, cómo los caminos se habían vuelto a cruzar, a rozar en aquella ciudad tan lejana de Mazur, nuestro Mazur, donde algo que parecía otra vida había existido; entonces todo había sido diferente y donde todo debía haber sido diferente ( desde esta actual perspectiva que lo permite reconocer y suponer es fácil no fallar en el diagnóstico); ahora era ella la que había pasado de largo sabe Dios hacia donde, arriando yo la vela por el mismo viento que le permitía a ella avanzar. Pensé que quizás, si ella hubiese sido la de ahora y no la de antes hubiese sido como ahora, pero al revés, y todo hubiese sido diferente. Intenté imaginar qué sería aquello que la haría estar en esta ciudad, cómo habría sido su vida desde esos tiempos, pero ninguna de las historias creadas me pareció interesante, ni siquiera factible.
          Aquel día no me levanté del banco cuando la vi, y fue eso ( lo supe más tarde) lo que más me dolió. Sabía que en otra época o simplemente en otra situación mejor me hubiese levantado y hubiese ido hacia ella, vistiendo en los labios una hermosa sonrisa que le hubiese vuelto a embelesar, acercándome y dándole dos besos, uno en cada mejilla, como siempre hice yo muy a su pesar, aunque ahora hubiese sido yo el que hubiese deseado lo contrario, la hubiese invitado a cualquier cosa y a un poco de conversación, preguntar por ella, por su vida, por su futuro y su pasado. Sin embargo no lo hice y me escondí en el silencio, en el anonimato, y es que la vergüenza a veces puede demasiado, esa vergüenza que hace ocultarnos de los demás e incluso de nosotros mismos por el qué dirán o por los pensamientos que puedan pensar, la misma vergüenza que atenaza a la acción pronta a ser ejecutada y que se para. Hubiese dado mucho por haber sido capaz de haberme levantado de aquel maldito banco, por haberla saludado o solo incluso por haberlo intentado, pero hubo mala suerte y no pude, me quedé anclado.

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