jueves, 6 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (23)



En el metro se estaba bien, no hacía frío y no llovía, te podías sentar en un asiento y observar los actos de las personas. A veces resultaba un poco complicado colarse, pero por lo general no solía haber ningún problema. Uno podía estar todo el tiempo que quisiera en las estaciones, hasta que empezaron a cerrarlas por motivos de seguridad. Pero antes de eso, muchas noches las galerías, los corredores y pasillos habían servido de habitación para la llegada del sueño. Había otros muchos momentos para disfrutar, escuchar al viejo canoso rasgando las cuerdas del oscuro violín de madera antes de introducirse en algún vagón para luego perderse detrás de las puertas en el túnel oscuro; los jóvenes de la guitarra y la voz ronca con su pequeño sombrero de paja con unas pocas monedas, ver pasar a los señores de corbata, a los negros de colores vistosos, a los tristes, a los alegres, a los de la cara inerme, la de casi todos, cansada de la rutina y del trabajo, o simplemente cansada de sí misma. El metro era la ciudad de abajo, se podía intuir qué habría arriba por lo que se movía por los grandes hormigueros llenos de gafas,  pantalones, de prisas y de estres, de carriles, de oscuridad y anuncios de todo tipo que ocupaban la vista de los pocos que todavía miraban a alguna parte. Allí los días de invierno se hacían más fáciles, la nieve se quedaba en la superficie, y aunque la temperatura no era misma el frío que bajaba por las escaleras era mínimo. Tampoco llovía. Cuando entraba en él no solía cambiar de estación, no tenía mucho sentido moverse, puesto que no iba a ninguna parte. Sin embargo, cuando lo hacía, podía observar cómo los ojos de enfrente se levantaban y de una mirada fugaz, nunca mucho más que un simple fogonazo, examinaban mi presencia y sobre todo la cara, cruzándose la mirada por un momento para luego volver al suelo; realmente era el mismo acto que en tantos y tantos sitios, solo que aquí ofrecía un aspecto diferente, más cercano y más intenso.
            El metro  era el microcosmos de la ciudad, uno podía ver cualquier cosa en él, los hechos pasaban desapercibidos porque el lugar para la sorpresa estaba reducido a la nimiedad, la licencia para lo insólito estaba permitida desde siempre y extraño era el suceso que transgredía la regla. La impersonalidad, la misma que imperaba en toda la ciudad, reinaba también aquí, la impersonalidad que en los subterráneos alcanzaba su extremo más alto, solo existía la masa sin rostro, cuerpos que solo hacen número para rellenar un conjunto de por sí informe, que se transforma manteniendo su génesis original solo modulada por la intensidad y la fluidez, el volumen de cuerpos que transitaba dependiendo de la hora, las tres y las ocho como un río desbordado, las otras unos cuantos individuos inconexos deambulando de aquí para allá, y yo en medio, mejor dicho, fuera, al lado del mundo de los demás buscando solo un poco de calor ambiental que no se encuentre dentro de una botella; el otro calor, el del amor, o solo el del cuerpo, el verdadero, hace tiempo dejado en la trastienda.
            Aquel día, extrañamente, no había mucha gente. La vieja estación de las afueras irradiaba una pasmosa tranquilidad poco común, Cierto es que la hora tampoco era la más concurrida, pronto cerrarían las estaciones y entonces habría que volver a salir fuera, donde la lluvia había estado durante todo el día castigando las calles con fuerza en una tormenta continua, sin dejar asomar al sol en un cielo constantemente cenizo y plomado. Debía ser algún día a principios de Marzo, cuando el tiempo se acerca a la primavera y la luz comienza a tener una duración digna en las calles sin necesidad de la electricidad. Estaba sentado en uno de los muchos asientos de plástico, con una pequeña botella medio vacía entre las manos a la espera de darle fin en algún momento no muy lejano. Recordaba, entre las idas y venidas de los grandes gusanos de hierro sobre los raíces, aquellos días cuando era niño, cuando la edad no alcanzaba los diez años y los zapatos se quedaban pequeños al año de comprarlos, sino rotos por los saltos y las correrías de un lado para otro sin parar hasta llegar a la hora de cenar cansado, tirado sobre la silla de madera de la pequeña cocina delante del impertérrito plato de caldo que iniciaba la cena, maldito plato de sopa todos los días, lo llegué a odiar, y la Chuli queriéndome ya desde lejos, para luego acercarse y decirme el día de la nieve todo, que en el fondo pensándolo bien fui un cabrón y un tonto, que solo le dijo que no porque no era guapa, y luego nos reímos por ello, de ella, que pensándolo me apetecía, en serio, lo juro, con aquella sonrisa pícara y su sempiterna alegría solo empañada por las palabras que pronuncié, las palabras coaccionadas por el qué dirán de los demás, con otra podría ser pero no con la Chuli, que el tiempo da la perspectiva más amplia y de todo aquello ahora me arrepiento y también pensándolo en el asiento de la estación de metro, Bormano ejerciendo la potestad suprema, como siempre durante toda su vida, incluso en la muerte que le alcanzó por la traición y su pata coja de escayola, entre las mantas contándome sus hazañas con el sexo opuesto y yo pensando en la Chuli y por qué  no le había que sí y por qué le había dicho que no sin en verdad era mi amiga y hasta me gustaba de alguna forma extrañamente hermosa y cálida, casi tierna, pero ya se sabe que a una determinada edad como es esa los resortes de los mecanismos que hacen rodar los pensamientos y sobre todo las opiniones son muy confusos y susceptiblemente volubles.
            Fue entre todos aquellos recuerdos, acabada la botella sin la menor percepción de tal acto a caballo entre los momentos pasados, el andén vacío y yo estatua en el asiento grisáceo mirando a los de enfrente, apenas dos o tres personas intentando ocupar la atención en cualquier subterfugio a la espera del ansiado metro, cuando tres o cuatro individuos, o tal vez cinco, no lo recuerdo bien, llegaron por una de las entradas y me miraron ya desde lejos. Era una mirada distinta, nadie mira así en el metro a no ser por algún motivo muy determinado, debían tener veintipocos años y unas altas botas de cuero negro con cordones del mismo color, se acercaron lentamente, extrañamente, directamente hacia mí y sin mediar palabra, quizás unas rápidas miradas entre ellos, uno me agarró del cuello levantándome al mismo tiempo que una lluvia de manos cerradas chocaban contra mi pecho, mi cara, y la bota de cuero en mis pelotas a punto de reventarlas de dolor. Apenas tuve tiempo de coordinar cualquier pensamiento, después solo fue el sentir continuo durante poco más de treinta segundos de todos aquellos golpes que competían por romperme, un cúmulo de hostias que pretendían ser consagradas en el cáliz de mi cuerpo totalmente contusionado. Tan pronto como vinieron se marcharon, ni siquiera esperaron a la llegada del metro para irse, dejándome mi dolor y sus insultos, la poca estima que me podía quedar en un estado de semiinconsciencia que pronto ocupó todo mi ser. Sin embargo, poco antes que ello sucediera, desde el suelo, pude observar cómo los pocos sujetos que estaban en el otro arcén entraban en el último metro que quedaba y se perdían dentro de él mirando a través de las ventanillas con cara ambigua. Intenté pensar en la Chuli, en Xania, en Isaac, en algo, incluso en la maléfica y desencajada sonrisa de puños cerrados, pero no pude.



            Sobre la mesilla había una pequeña lámpara de noche. Era una mesilla pequeña, de un extraño material indefinible, pintada de blanco y azul con una pintura muy lisa y plana. Un poco más lejos, a un metro de ella, un gran ventanal que ocupaba casi toda la pared quedaba ligeramente tapado por una fina cortina blanca que pendía en uno de los extremos. El día fuera de la ventana debía estar gris, aunque desde la posición que ocupaba no se podía saber a ciencia cierta, solo se adivinaba por la tenue y ópaca claridad que procedía del exterior. Al otro lado de la habitación se oían unos ronquidos, alguien parecía dormir pese a la hora, que por lo que se podía deducir, rondaba las once o las doce del mediodía. Al abrir los ojos había sentido una sensación ambigua, extraña, despertar y observar aquella habitación ajena había provocado una primera reacción de desorientación por la indefinición de dicha situación. Sin embargo, esta primera reacción desagradable había dado lugar a una segunda de comodidad; la cama con sábanas blancas, limpias, encima de un colchón  mullido hace tiempo olvidado, la tranquilidad y el silencio del lugar ( solo roto por los ronquidos ligeros que provenían de la espalda), se convertía en una agradable perspectiva de buenas intenciones. Al girarme en la cama pude observar el resto de la estancia; los ronquidos provenían de un hombre de mediana edad, de espaldas hacia mí, que movía ligeramente la mano circularmente en gestos inconscientes; había dos armarios, no muy grandes, cada uno enfrente de la cama correspondiente, a la vez que otra mesilla permanecía al lado de la otra cama. Miré el techo y fijé la mirada en él. Sentía el cuerpo dolorido, al cambiar de posición los músculos que ejercitaba producían invariablemente un cúmulo de pequeñas molestias que conformaban un dolor muy molesto, aunque no excesivo. Por suerte, todos los huesos parecían estar enteros, algo que en sí me producía una cierta tranquilidad. Intenté recordar cómo había llegado ahí, los momentos últimos que mi memoria pudiese visualizar para reconstruir la situación que me había conducido hasta aquella habitación blanca y azul, cerré los ojos y pensé.
            Pese a ello, al cerrar los ojos, la puerta de la habitación hizo sonar su manilla y la puerta se abrió, se oyeron unos pasos que se acercaban y que luego se detenían al lado de mi cama, apenas a un metro de mi cabeza. Volví a abrir lentamente los ojos.
            - Buenos días.
            - Buenos días. ¿ Ha dormido usted bien? - preguntó la sonrisa sosteniendo la carpeta con las hojas sobre sus manos.
            - Sí, gracias. ¿ Dónde estoy? - murmuré con voz quebrada - ¿ Por qué me han traído aquí? ¿ Cuándo voy a salir?
            - Tranquilo y no hable tanto - comentó la enfermera de perenne sonrisa - ahora descanse y cuando venga el doctor él le responderá a todo lo que usted le pregunte.
            - ¿ Y cuándo será eso?
            - Pronto.
            Y dicho esto se despidió amablemente desapareciendo por la puerta que había abierto.
            Volví a cerrar los ojos en busca de ese momento que explicase el instante presente. Sin más dilación, en la cabeza comenzaron a formarse las imágenes de los sucesos en el metro, el asiento de plástico gris, las caras dentro de los vagones, y las botas de cuero negro con puños cerrados de miradas de odio. Casi volví a sentir el impacto sobre mi cuerpo, recuerdo que produjo un estremecimiento que recorrió la piel. Todo aquello debía haber sucedido la noche anterior, poco antes de cerrar la estación de metro; luego alguien, seguramente, habría avisado de mi estado y me habrían traído hasta el hospital donde me encontraba. Por lo que podía sentir en el cuerpo solo había sido una paliza que me había dejado inconsciente y unos cuantos moratones a lo largo de mi geografía carnal. Cada vez el recuerdo se volvía más intenso, volviendo una y otra vez sobre la cabeza, recordando detalles pequeños, casi insignificantes, que en mi mente se magnificaban y adquirían una nueva dimensión de horror y miedo, como las sonrisas diabólicas, la crueldad gratuita sobre mí, el odio irracional que no llegaba a entender. Qué extraña resultaba la comparación de esta imagen con la calidez de los ojos de la enfermera, sus manos suaves, su dulce femeneidad. El tipo de al lado había dejado de roncar, ahora emitía una curiosa especie de silbido efecto del aire exhalado entre los dientes. Volví al vestido de tela verde y medias blancas que escondían a la única mujer bella que se había dignado mirarme como a uno más. Me giré hacia la ventana sintiendo sobre la piel el roce de la sábana, el movimiento había levantado el camisón que apenas cubría que intentaba ocultar mi desnudez. Sin embargo, resultaba una sensación extrañamente agradable por ser de nuevo recuperada.
            Isaac andaría por las calles, no había aparecido ni aparecería por el hospital. Ni siquiera sabía dónde estaba. ¿ Acaso se preocuparía por ello? Me hubiese gustado saberlo. Vista desde esa cama tan limpia la calle parecía muy lejana, tan distante como cualquier recuerdo de la infancia; y sin embargo, a diferencia de este, la otra estaba al otro lado del cristal de la ventana, no era inverosímil pensar que quizás hubiese andado por las mismas aceras que servían de acceso al hospital; de hecho recordaba haber visto algún que otro hospital durante las largas horas sin rumbo, edificios grandes de colores claros, casi siempre blanco, donde la gente salía y entraba por la puerta principal, y solo unos pocos por la puerta de urgencias.
            Isaac andaría por las calles, estaría pensando en otro discurso, en otra metáfora original, y escribiendo en algún sucio folio blanco encima de su carpeta azul lo que le mantenía en pie para seguir buscando entre cubos y contenedores de basura algo que pudiese engañar al estómago y un poco más al resto del cuerpo. Ni siquiera esperaba otra cosa.
            La enfermera había vuelto a entrar, ahora acompañada por la otra enfermera y dos personas de bata blanca que parecían ser los médicos. Se acercaban hasta la cama y sonreían.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            - Buenos días - respondí en un tono bajo desde mi postura acostada.
            - ¿ Cómo se encuentra? - preguntaba un médico hojeando el parte sobre mis estados que tenía entre las manos.
            - He estado mejor - murmuré lacónicamente - aunque podría estar peor.
            Fijé mi mirada sobre el rostro de la enfermera que había entrado anteriormente. Ahora podía observar detenidamente sus facciones dulces, proporcionadas, de ojos claros y mirada clara.
            - Ha sufrido una fuerte conmoción que le ha dejado inconsciente doce o trece horas, aproximadamente. No es usted el primer caso, desgraciadamente, que tenemos por este motivo tan desagradable. Ha sufrido múltiples contusiones por todo el cuerpo, como usted mismo se habrá dado cuenta; afortunadamente no tiene ninguna rotura ósea por lo que la recuperación podrá ser rápida.
            la enfermera se había acercado hasta el extremo de la cama para tomarme el pulso. Por primera vez en mucho tiempo sentía la ternura femenina sobre mi propia piel, aunque fuese por poco tiempo, aunque fuese por rutina profesional; notaba cómo sus dedos oprimían ligeramente la muñeca para encontrar el flujo sanguíneo. Tras apenas diez segundos dejó la mano sobre la cama.
            La médica, que hasta entonces había permanecido callada, se situó correctamente con cuidado las gafas que tenía ligeramente descolocadas y aclaró la voz.
            - Hemos estado buscando sus datos personales pero no los hemos encontrado; además, tampoco usted los tenía en la ropa. Como comprenderá, es necesario para llevar un registro de todos los pacientes. ¿ Nos podrá decir su nombre, apellidos, edad, y si tiene, domicilio y familia para que podamos avisar, su usted así lo desea?
            La observé callado. Como un acto reflejo, el eco de algo que parecía lejano volvió omnímodo a mí; recordé a Bormano muerto, la herida de Isaac en la pierna y la huida en el coche. Recordé a la policía y la imaginé con la posesión de mis datos, con el prefijo de búsqueda, de delincuente. Pensé cómo podrían encontrarme si decía mi nombre, mi apellido, mi edad, no tenía casa y no querría que mi familia supiese mi estado. Observé callado el pelo de la mujer y no dije nada.
            - ¿ Se acuerda de su nombre? - volvió a preguntar con cara de extrañeza.
            - No, ahora mismo no me acuerdo. Creo que lo he olvidado - susurré en un gesto de sorpresa.
            Se formó un silencio denso. Los dos de bata blanca cruzaron recíprocamente sus miradas sin decir nada. Me revolví un poco entre las sábanas para cambia la postura y me introduje un poco más en ellas.
            - Tranquilo, a veces pasa; tras un shock emocional, quizás en tu caso debido al hecho del fuerte golpe moral y físico, hay gente que se olvida por un tiempo y después se acuerda, generalmente unas horas o unos días. De todas formas hay técnicas que ayudan a ello...
            - Bueno - dijo el médico casi sin dejar terminar a su colega - le dejamos descansar ahora, usted solo preocúpese por dormir un poco y dentro de unos pocos días ya estará repuesto por completo.
            Y con ello se marcharon los cuatro, dejando en la habitación un vacío adormecido en las paredes y un silencio abotargado, el mismo silencio de todas las habitaciones de los hospitales donde los pacientes adquieren el verdadero significado de su nombre, esperando salir al mundo que observan desde la isla que los constriñe. El silencio pesado que solo deja una pequeña rendija por la que discurra el tiempo a cuentagotas.
            Sin embargo, el silencio duró poco tiempo, la estancia de los cuatro había hecho despertar al otro inquilino de la habitación. Noté que me observaba. Ahora lo podía contemplar mejor, un hombre un poco canoso, con algunas arrugas en la cara, con el rostro un poco ajado que no había sido afeitado en varios días. La postura apenas había cambiado de cuando estaba dormido, aunque ahora tenía girada la  cabeza hacia mí.
            - Hace buen día - murmuró con una voz un poco afónica, distorsionada, en un intento de entablar conversación.
            - Sí... aunque podría haber sido mejor - respondí.
            - Sí, es cierto.
            Me toqué la pierna izquierda, intentando localizar el lugar exacto del que provenía el dolor. Justamente encima de la rodilla. Me revolví sacando fuera de las sábanas la parte inferior de la pierna derecha.
            - Y tú, ¿ Por qué estás aquí? - preguntó en su afán de continuar la leve interrelación que había conseguido.           
            - Una paliza. Me dieron una paliza en el metro.
            Desde la otra cama se asomó un ligero gesto de sorpresa reprimido detrás de las facciones de los ojos y los labios.
            - ¿ Y tú?
            - Me han quitado una piedra del riñón.
            Lo dijo con todo casi de culpabilidad; el hecho de saber que su dolencia no era, moralmente, más que una nimiedad ante lo sucedido a su compañero de su habitación. Casi se avergonzó de que solo le hubiesen quitado una piedra.
            El individuo de la otra cama parecía animado a hablar. Entablado el primer contacto lo demás era más sencillo.
            - ¿ Le fue bien en el quirófano? ¿ Eso es grave? - insinué.
            - No si no hay complicaciones. Es una litotricia. El médico me ha dicho que mañana posiblemente me mandará para casa, como más tarde pasado mañana.
            - Me alegro por usted, y aún tendré que estar varios días aquí.

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