miércoles, 12 de febrero de 2014

el espiritu de los tiempos (26)



... verde, como siempre en Mayo, cuando los árboles cogen su mejor color y los días ya son largos pero todavía no calientan demasiado. No había mucho espacio, sin embargo el terreno era liso y en el suelo no había piedras, plano como una mesa y mullido como una alfombra. Fuimos cuatro, los que por aquella época estábamos siempre juntos, dos a dos en dos tiendas de campaña, a alguien se le ocurrió que podía ser buena idea irnos esa noche al monte a fumar porros y a ver las estrellas. Cogimos el coche de uno de ellos, de Makola, sí, así se llamaba, Makola, nombre extraño, no lo he vuelto a oír, nos montamos y nos fuimos en aquel montón de chatarra andante que parecía sacado de una fábula, mejor dicho de un comic; andaba un poco desajustado y sonaba por todas partes, era uno de estos coches donde da igual que haya música o no porque no se oye, solo los hierros chocándose entre ellos. Makola dijo que conocía un sitio bastante perdido, así que mientras el conducía por aquella carretera vieja nosotros hacíamos unos porros para calentando el ambiente. Llegamos un par de horas antes de amanecer, lo justo para montar la tienda de campaña y hacer una pequeña hoguera, subir las cosas y cenar un poco. Empezamos pronto con la bebida, primero la cerveza y luego con el whisky, un whisky bastante malo por cierto, al fin y al cabo nos daba igual uno que otro, el resultado iba a ser el mismo. El caso, eso lo recuerdo bien, que para las tres o las cuatro de la mañana acabamos todos en las tiendas de campaña, yo con Makola y los dos en la otra. La música siguió sonando, era la radio, porque a alguien se le había olvidado apagarla y nadie salió a hacerlo. Bueno, lo cierto es que dentro de la tienda Makola y yo no nos dormimos tan pronto, tanto alcohol y tanto porro solo hizo que no sintiésemos muy bien la cabeza, pero no trajo el sueño como habíamos pensado. Él y yo, los dos, estábamos muy juntos y también muy borrachos. Seguíamos riéndonos y hablando, más que hablar lo intentábamos, él sobre todo, de su novia, su maravillosa novia a la que tantos polvos echaba y que tan cachondo lo ponía agarrándole su polla por debajo del pantalón, entonces él se la llevaba en el coche a cualquier parte y continuaban el juego hasta su final. Fue por la tontería de la novia, seguro, que le empecé a agarrar yo también de la polla, riéndome, diciéndole “¿Así, así? sin que él hiciese la menor intención de pararme...
          - ¿ Y él qué hacía?
          - Nada, seguía hablando de su polla y de su novia, y mientras lo seguía haciendo noté en la mano cómo se le empalmaba, tan dura que se podrían haber roto piñones con ella. Cuando pareció que ya no podía endurecerse más aquello se calló, apartó mi mano de su pantalón, se la sacó y se empezó a menear delante mío hasta correrse encima.
          Isaac se acercó hasta la boca un pequeño trozo que debía ser comida y comenzó a masticarlo tragándoselo después. Levantó la mirada hacia la luz que acababa de nacer desde la farola de la esquina más cercana y se atusó un poco el pelo.
          - ¿ Y después?
          - ¿ Después?
            - Sí, después, ¿ Qué pasó?
            - Nada.
            - ¿ Nada ?
            - Eso, nada, se corrió y se echó a dormir plácidamente. Al día siguiente se levantó con resaca, se limpió el pantalón como pudo y no dijimos nada.
          - ¿ No es un poco extraño?
          - No, supongo que no, suelen pasar cosas así más veces de las que uno piensa.
          Si él lo decía debía ser cierto, él tenía más experiencia en todo eso que yo. Reflexioné por un instante, luego pregunté.
          - ¿ Nunca has estado con una mujer?
          - Sí, por supuesto - exclamó riéndose ( debió hacerle mucha gracia la pregunta) - dos veces, con dos hembras magníficas. La primera vez por probar, quería saber qué se sentía con el sexo opuesto; además pensé que con una chica como aquella debía suceder algo bueno. La segunda vez pro ver si lo de la primera había sido mala suerte o es que realmente era eso lo que sentía. Después desistí de volver a intentarlo, de probar de nuevo, me confirmó que no me atraían. Sinceramente, prefiero la piel de los hombres. Soy de la opinión de los que piensan que para saber sobre algo primero se ha debido conocer el terreno.
          Me acarició el brazo como solo lo sabía hacer él. Pensé sobre ello. Sentía su tacto sobre el mío, realmente sabía acariciar bien; sin embargo solo producía una agradable sensación falta del deseo necesario para alcanzar un grado más elevado que el de la simple sensación corpórea. Me costaba comprender cómo un hombre no prefiriese una mujer cerca; lo podía intuir, pero no lo podía entender plenamente. Bien pensado, solo debía ser cuestión de gusto, como los colores, los mismos que desapercibidamente habían ido cambiando de traje por efecto de la luz en apenas unos minutos, la luz solar a la luz eléctrica; el color originando otro color distinto; de la misma forma lo otro debía ser problema de percepción, solo dependía de qué luz lo enfocase para que lo que en principio era único tornase multiforme.
          Se había hecho de noche.



          El perro se acercaba al árbol, giraba alrededor de él, lo olisqueaba, y luego se marchaba a otro. Parecía que aquel día ningún árbol era del agrado del perro. El dueño lo observaba desde la acera, una distancia que variaba entre diez y quince metros, dependiendo del árbol que centrase la atención de su perro y lo que él se moviese. Yo observaba a los dos, y fijándose uno más detenidamente podía darse cuenta cómo era el perro quien dirigía al dueño. Finalmente, el animal se acercó al árbol más próximo a la acera y meó; el perro se decidió por uno un poco más alejado y los dos se marcharon. Por la zona no se vislumbraba ningún otro ser, a excepción de Isaac, que junto a mí permanecía tan inmutable como yo, sentados los dos en un banco un poco apartado no decíamos nada. Por la calle se acercaron dos mujeres jóvenes andando rápido y en silencio, marchaban enfundadas en sus chaquetones marrones. una pareció desviar la mirada del suelo para alzarla al cielo por un momento, luego la devolvió a su lugar originario y se marcharon tan rápido como habían venido.
          - Esta noche no se ve a nadie.
          - Hace frío - musité.
          De hecho era verdad, hacía bastante frío pese a ser ya casi primavera, pero el tiempo tan voluble de una ciudad como ésta producía situaciones de este tipo. Todavía tuvieron que pasar unos minutos para volver a retomar la conversación iniciada anteriormente.
          - Cuéntame algo - me murmuró Isaac con voz trémula.
          - ¿ Y qué quieres que te cuente? - pregunté con gesto resignado.
          - Algo... me da igual, lo que quieras.
          Pensé algo, pero no se me ocurría nada.
          - No sé... no se me ocurre nada.
          El edificio más cercano tenía cuatro, cinco, seis, siete, ocho, ocho pisos. Estaba fabricado con ladrillos de no muy buena calidad, de un color pardusco que no se llagaba a acertar completamente debido a la poca luz que lo iluminaba. Algunas ventanas estaban iluminadas, pero como estábamos en el banco sentados el ángulo de visión solo nos mostraba el techo de las habitaciones más bajas, de las demás solo llegaba la luz y las cortinas. El césped estaba recién cortado, pareciendo de esta forma una alfombra verde que lo cubriese todo, como el pipermín sobre la leche lo cual me recordaba a la absenta, el sabor fuerte y carrasposo en la garganta viendo a la gente, masa informe de cabezas y piernas, moverse al ritmo de timbales y guitarras. Sonaba a cadena. Se alzó un poco de viento que nos hizo apretarnos más en nuestras ropas. Hurgué en la bolsa que teníamos en medio de los dos y cogí un trozo de pastel de bizcocho un poco duro.
          - ¿ Quieres? - le ofrecí a Isaac.
          - No, gracias.
          Debía ser casi medianoche, dentro de poco sonaría el reloj que todas las noches se oía en este parque pequeño proveniente no se sabe de donde, pero que debía ser cerca, porque solo se oía en esta zona, y aunque no muy fuerte el sonido se escuchaba nítido y brillante como el golpe seco de un cuchillo contra una copa de cristal. Las hojas de los árboles se movían ligeramente, con su breve compás todas a una. Al poco tiempo se oyó el reloj, despacio, lento, sin prisas, y después el sonido se marchó. Miré a Isaac, él me miró a mí, luego los dos al frente. El recuerdo de la noche anterior me vino a la memoria, igual que ésta, volvería a ser una noche en la que no pasaría nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario