lunes, 10 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (24)



Efectivamente al día siguiente Barber ( me enteré cuando le llamó la enfermera) se marchó. Se levantó, se duchó, se miró al espejo y se afeitó. Luego le dieron el alta. Con el día siguiente también volvió la enfermera de la mañana anterior; este día su cara despuntaba una mayor belleza que la última vez. Me sonrió y me preguntó cómo me encontraba. Le respondí que mejor. Volvió a tomarme el pulso, otra vez me cogió de la muñeca pudiendo sentir su tacto, aunque ligero, sobre mi piel, cruzándose nuestras miradas y esbozando sus labios aquella pequeña sonrisa que debía perderse más allá de mis ojos. Apenas dos o tres minutos y se dispuso a marcharse de nuevo.
- Perdone, enfermera - le exhorté cuando ya se acercaba a la puerta.                                                                        
- ¿Sí? - preguntó girando levemente su cuerpo para mirarme mejor.
            -¿ Podría conseguir algo para afeitarme? Me gustaría poder afeitarme como Dios manda. Se lo agradecería mucho.
            - Haré lo que pueda. Ahora descanse.
            Y llevándose aquella sonrisa que ya casi adoraba se marchó hacia el siguiente paciente. En la otra cama no se encontraba nadie, aunque seguramente no tardarían mucho en traerme a alguien; como en casi todas las partes aquí tampoco sobraban las camas de hospital, y menos las de un hospital normal y corriente como éste. Las dudas que ya albergaba desde el día anterior volvieron a aflorar. Desde que aquella mujer me había preguntado por mi nombre sabía que la situación en la que me encontraba no podría durar mucho más tiempo, de hecho ya empezaba a perfilar cual iba a ser mi actuación. Tenía la sensación, más aún, la certeza, de mi relación con las drogas en mi anterior vida en Martaux no se había olvidado acumulando polvo en algún rincón, estaba convencido que si mis datos entraban en el ordenador de aquel hospital mi destino cambiaría para acabar dentro de una celda. Preferí volver el recuerdo sobre aquel cielo azul que asomaba por la ventana, el mismo cielo de siempre, el mismo de aquella mañana escondida entre tantas otras donde los niños no dejaban de gritar y de reír, queriendo montarse todos en los columpios escasos que seguían arriba y abajo, arriba y abajo, cada vez más cerca de ese cielo que ahora observaba tumbado en una cama de sábanas blancas, y es que cuando se llegaba al punto más alto, justo antes de comenzar el descenso y todo lo que uno pueda tener dentro del cuerpo parezca que vaya a salir por la boca, el resto de los niños se veían por debajo y todo lo que estaba alto mucho más cercano, tanto que alargando la mano podría alcanzarse con ella. Siempre me gustó aquel columpio, me había gustado su color y su sonido, pero sobre todo su movimiento, el mismo que hacía sentirme más cerca de lo bueno y más lejos de lo malo, porque lo bueno debía estar allá arriba y lo malo aquí abajo. Con los años y sobre todo en estos dos últimos el presentimiento que había tenido en aquel ingenuo columpio había acabado por confirmarse haciéndose patente; dormir sobre las baldosas, escarbar dentro de los cubos, buscar el calor del metro o de algún solar abandonado, mirar hacia arriba para ver algo porque por debajo ya no quedaba nada y soñar volver a tener sueños que se pudieran realizar parecían pruebas concluyentes de que abajo, se es que no estaba lo malo por lo menos no estaba lo bueno.
            Un par de horas más tarde volvió la enfermera con una cuchilla de afeitar y un pequeño bote de espuma. Dijo que lo dejaba en el lavabo.
            - Perdone.
            - ¿ Sí? - respondió desde la puerta.
            - ¿ Sabe cuándo me podré marchar?
          - Bueno... yo no soy la más indicada. Exactamente no sé hasta cuando, pero creo que en tres o cuatro días su cuerpo estará recuperado. Sin embargo, primero debes recuperar la memoria, todavía no sabemos tu nombre. También debe de venir para hablar contigo una asistenta social - insinuó con voz clara - me marcho, debo hacer ronda.
          - Sí, una más solamente - pregunté.
          - ¿ Sí?
          - ¿Cúal es su nombre?
          - Xania, supongo que le resultará original, no es muy corriente.
          Solo pude sonreír irónicamente.
          - Es cierto, no es muy corriente. Gracias.



          La asistente social se encontraba enfrente de mí. En su mano derecha tenía una carpeta y en su izquierda un bolígrafo, por lo que pude deducir que sería zurda. Tras los pertinentes saludos comenzó a hablar. Lo hizo de forma muy estructurada, primero expuso los temas a tratar, luego los desarrolló y posteriormente los concluyó en una síntesis. Comenzó diciendo la situación e la que me encontraba ( cómo si no lo supiese) para luego enumerar los servicios sociales a os que podía acudir, tanto comedores públicos, albergues, para finalizar con otro tipo de ayudas que ni siquiera conocía. Tras decirme que lo pensase tranquilamente y que recuperase pronto la memoria se marchó.
          Era el cuarto día en el hospital y el dolor ya había remitido casi por completo, podía andar normalmente sintiendo solo una pequeña molestia en el talón. Habían vuelto a traerme un compañero a la habitación, un pobre viejo que apenas podía hablar y que tenía la esposa las veinticuatro horas del día al lado de su cama. Dentro del armario que me correspondía habían aparecido, como por arte de magia, un pantalón, una camisa, un jersey, un par de calcetines y unos calzoncillos. Excepto los calzoncillos y los calcetines, todo lo demás debía ser ropa de segunda mano, porque aquella primera textura que ofrecen las prendas recién estrenadas ya había desaparecido; pese a ello, todo se encontraba en perfecto estado y perfectamente limpio y doblado. Pensé en la asistenta, y por lo que me dijo después la enfermera supe que mi anterior ropa había sido destrozada para poder quitármela en el hospital; mejor, la otra no valía nada y ganaba con el cambio. Además, me quedaba bastante bien.
          En los dos últimos días había podido recomponer la situación de los dos últimos años, de forma casi objetiva y sin el prisma deformador del alcohol, el cual, tras los primeros días, ya lo había dejado olvidado en el trastero del cerebro. Podía observar qué innecesario parecía desde esta habitación a la que tanto cariño le estaba cogiendo y que tan pronto abandonaría, cómo el sumergimiento siempre que podía en esa extraña bebida no era sino un subterfugio para escapar de la situación diaria que no deseaba vivir. A veces recordaba el primer momento, todos los primeros momentos de algo que había continuado posteriormente hasta llegar al último momento, a uno de los últimos momentos, de los cuales algunos solo eran una mera transición en el largo proceso de la vida que me había tocado vivir, la que me habían dado o la que me había formado. En los últimos días había observado todo esto, sabía que iba a volver a la calle y que cuando volvería a ella cogería otra vez la botella so pudiese para quitar el frío que sentiría fuera y el que sentiría dentro, que buscaría a Isaac para que me diese el amor y el odio que necesitaba sentir, que me haría sentir ( mejor algo que la indiferencia), como su cuerpo, el cual me repugnaba, sucio, sudoroso, masculino, y sin embargo cercano por ser el único, no como el de la puta de la esquina o el de la enfermera de la dulce sonrisa y suave tacto, la misma a la que quisiera hacer el amor en la cama en la que me encontraba, acariciar su piel, su cara, sus hombros y sus brazos, sus pechos turgentes, firmes, su espalda, sus piernas, sus caderas, su culo, su coño, su cuerpo entero, su cariño. Decididamente había pasado por la acera de la calle del hospital, es cierto que pocas, pero recordaba un par de ellas en alguna tarde de otoño. La verdad es que ésta era una zona bastante alejada de donde solía estar yo, y solo en algún vagabundeo con rumbo a ninguna parte mis pies habían dado con aquellas baldosas grises y rectangulares. Además, un vagabundo poco tenía que rascar por aquí, de hecho apenas uno se acercaba le prohibían la presencia y le echaban, por eso era mejor no buscarse problemas absurdos en lugares como estos, cualquiera que estuviese en la calle lo sabía.
          Había vuelto a mirar la hoja que me había entregado la asistenta. En ella venían distintos servicios y distintas direcciones, alguna ya las conocía, otras no. Muchas daban comida, cama. A veces, pocas, había ido a alguno de estos sitios, comer caliente y dormir en algo que no fuera piedra, baldosa o cartón  me habían hecho recordar tiempos mejores y olvidar momentáneamente las más precarias condiciones que uno pueda tener. “ Es para los sin techo” decían algunos. Sin embargo había algo en todo ello que detestaba, que me penetraba hasta la médula y que me producía un sentimiento de rechazo hacia todo ese tipo de sistema, y ese algo era la caridad. Odiaba la caridad como sistema y todavía la odio. No quería la pena de nadie, prefería morirme de hambre y que el frío me rompiese los huesos de mi cuerpo a que alguien me mirase con gesto benevolente al echarme sobre el plato un cazo de lentejas haciéndose más un favor a sí mismo que a mí, cómo si yo fuese el objeto que hiciera purificar su alma en su noble acción. Valiente hipocresía. Malditos hipócritas de mierda. Por eso no quería esos sitios. Miré la hoja que tenía entre las manos y la guardé, siempre había tiempo de tirarla. Pensé en mi nombre, el maldito nombre que querían los del hospital, los de la policía, la identificación de un anónimo que no importaba a nadie más que a un registro donde debíamos estar todos, del cual nadie se podía escapar, el que nos daba los derechos y obligaciones, sobre todo obligaciones. Pensé en la cárcel que nunca había estado y a la que seguro me llevaría mi pasado; en la cárcel a la que sí me había llevado también mi pasado, la que no tiene barrotes no guardianes que te impidan escapar pero que deja menos espacio.
          Recuerdo que no hacía mal día, el cielo estaba un poco tristón pero con las lágrimas escondidas, respiré resignado después de ducharme, me puse aquella vieja ropa del armario, mi nueva ropa, y aquellas escuetas zapatillas de tela azul oscuro que todo el mundo ha tenido, me atusé el pelo enfrente del espejo intentando no mirarme mucho a los ojos, pensé en la enfermera y cómo me hubiese podido amar en otra situación ( irónica utopía de todos los hombres al contemplar la belleza ajena), saludé a la vieja que miraba extrañada mientras me vestía diciéndoles adiós. Luego abrí la puerta y me marché.

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