lunes, 30 de diciembre de 2013

el espíritu de los tiempos (4)



Era un pueblo pequeño, de unos ochocientos o mil habitantes, donde todo el mundo se conocía  y se había conocido siempre, donde nunca había pasado nada ni nunca pasaría; uno de esos pueblos donde la rutina y la tranquilidad son socias vitalicias de la partida de cartas de las tardes de los Domingos. Casas bajas y separadas con tejados rojos de teja. La carretera dejaba un poco de lado al pueblo, había que tomar un cruce que distaba cien metros del primer edificio. El edificio era una nave industrial que parecía estar medio olvidada. Fuimos allí. El camión botaba entre los baches que se marchaban debajo de las ruedas.
            Desde algún rincón surgió una mujer madura y rechoncha con un sombrero de paja sobre la cabeza, un lazo azul y sucio y un perro negro más parecido a una rata morena y grande que a un individuo de su propia especie. Paramos el camión y bajamos dirigiéndonos hacia ella.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            - ¿Qué desean?
            - Estamos buscando chatarra, somos chatarreros; hemos visto el pabellón y hemos pensado que quizás usted tendría algo que ofrecernos. De todas formas si no tiene usted nada tal vez podría indicarnos dónde podríamos encontrar por aquí.
            La mujer nos miró y asintió. Tenía chatarra. Nos hizo entrar en la nave y nos mostró un viejo motor arrinconado debajo de una manta de polvo. Nos dijo que no lo quería, que le diésemos cualquier cosa por él, que solo le quitaba sitio y que llevaba tiempo con intención de perderlo de vista. Entramos el camión y con la grúa conseguimos izarlo y dejarlo en la cama del vehículo. Nuestro primer proveedor.
            - ¿Y en algún otro sitio?
            - Sí, creo que sí. Tú sigues por esta calle y al final encontrarás un almacén. Tal vez allí tengo algo.
            - Gracias.
            Le pagamos y nos fuimos. Parecía un trabajo fácil.



            Aquellos días fueron cayéndose del calendario mudos y silenciosos, pero con la misma rapidez con que nos damos cuenta que van desapareciendo entre nuestros dedos. Días envueltos en humo y ruidos de motor, sobre todo en humo denso y gris. La chatarra no daba mucho dinero pero servía para seguir andando de un lado hacia otro, intentando encontrar el rumbo que nos llevase por el camino más corto al punto más lejano. Martaux fue haciéndose nuestra casa lentamente. En otra parte del mundo la guerra no iba tan deprisa como algunos querrían ni tan eficaz el ejército aliado como en un primer momento había parecido. La televisión seguía escupiendo detalles sobre ella mostrando imágenes que parecían más juegos por ordenador que la cara de una guerra televisada. Conocimos gente. Los días deshojados de aquellos primeros meses se morían dando tumbos, aprendiendo a fuerza de caídas por donde había que manejarse. Sin embargo fueron días tranquilos. En casa Yerkari y Serban nos dieron constancia de que Bormano, que siempre estaba fuera, los había conocido bien al decirnos que eran tipos curiosos. Un día aparecieron en casa con un banco del parque. Decían que se lo habían encontrado por ahí y que tampoco importaba mucho el haberlo traído, que había muchos iguales. Era uno de esos bancos de madera pintados de marrón cuyas patas son de hierro negras. Como no les gustaba el color decidieron pintarlo de rosa, porque era un más alegre. Y el banco se pintó de rosa. Lo pintaron en el salón, con mucho cuidado y ciertamente con gran espíritu artístico; después lo dejaron ahí, por si acaso hacía falta. tuvimos un fuerte olor a pintura durante cuatro días, pero finalmente desapareció y decidieron celebrarlo invitándonos a inaugurarlo con unas rayas de cocaína. Luego vinieron las centraminas, las cervezas y luego nos olvidamos de nosotros mismos y del banco de color rosa y del frío de fuera y del frío que teníamos dentro de nuestros corazones y de todo lo importante o superfluo que nos quedaba por recordar. Creo que aquella fue una buena noche.
            Isaac había vuelto a escribir, su sonrisa característica lo delataba. A veces se le veía sentado, incluso durante horas, en nuestra habitación o en el banco rosa del salón mirando el techo durante un momento hasta que volvía la mirada hacia el papel y entonces el bolígrafo se fundía con su mano en un todo compacto y comenzaba a correr por la hoja blanca.
            - El problema es la plasmación de la idea a través de las palabras; y más que las ideas, que al fin y al cabo están formadas por palabras, lo complicado es la plasmación de las sensaciones hetéreas, ya que éstas muchas veces, la mayor parte de las veces, no se pueden describir. Esa es la esencia de mi literatura, de la literatura que creo más importante; intentar transmitir una sensación propia a otra persona mediante las palabras. Por eso opino que la música está por encima de la literatura. La música está por encima de la verdad y de la mentira; una palabra puede no ser cierta y puede quedarse muy inexacta intentando explicar una sensación, pero la música en sí ya es una sensación virgen, puede llegar a ti y tú la captas tal como es, no existen idiomas que la definan ni que deban definirla. La música es anterior a la literatura porque es más natural, antes se escuchó a un pájaro cantar que la primera palabra. De todas formas es posible que en su esencia sea lo mismo en distintas formas. No lo sé. Me da igual. Lo importante es saber que lo que haces es importante para ti.
            Y se callaba. Yo le miraba cómo sin apenas tiempo para pasarme el porro volvía a la hoja blanca y seguía escribiendo.
            Por el banco rosa fueron pasando muchos tipos que llegaban en silencio y luego se marchaban, pero con un poco menos de dinero y un poco más de fantasía en forma de polvo blanco o de pastilla. Mientras, aquella prolongación del banco que sujetaba una pluma y un papel seguía allí, en pretérito imperfecto.
            - Un solo momento es lo que dura la pureza de la creación del arte, solo el instante en que se forma en la mente del artista. Luego se ensucia y pervierte más o menos, dependiendo de la destreza del dueño de la idea. Pero ese momento, donde nace y muere la creación para volver o repetirse una y mil veces, es la esencia verdadera y genuina del sentido artístico, y ante él nadie es más que un espectador de su propia fuerza expresiva interior que lucha por su surgimiento. ¿No lo entiendes? No depende de nosotros el arte, solo depende de nosotros su plasmación mejor o peor realizada. Aunque nosotros no quisiéramos el arte vivirá siempre mientras hubiese un sentimiento, y como bien sabes, eso no se puede controlar completamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario