martes, 24 de diciembre de 2013

el espíritu de los tiempos (2)



Sentía caer el agua tibia por mi cabeza, casi pretendiendo esconderse dentro de mi cerebro. Sus dedos, enjabonados, se introducían entre mi pelo lentamente. Imaginé que me podía amar. Cerré los ojos y la vi a mi lado, con sus dedos entre mi pelo y sus labios en los míos, con sus ojos en los míos. Imaginé que me podía amar, que me quería.
            - ¿Está fría?
            - ¿Eh?
            - El agua, si esta fría.
            - No, está bien.
            Podía sentir su piel, su sonrisa. Cuando escarbo dentro puedo llegar muy lejos, y sobretodo muy hondo, casi hasta el otro lado. No había agua sino sábanas y de fondo jazz en lugar de ruido de secadores.
            - Ya está, ahora siéntate ahí que ahora viene y te corta el pelo.
            Le hice caso. Mientras se marchaba la miré a través del espejo, era una de esas chicas preciosas cuya sonrisa no muere nunca, que te lava el pelo y luego desaparece detrás de su bata blanca. Fuera había dejado de llover y hasta parecía que podría salir el sol, todavía no era el mediodía y en la peluquería la gente creía parar el tiempo. Tenía sueño y pese a todo las bolas seguían chocándose entre sí dentro mi cabeza, las bolas que nunca conseguía que chocasen como quería más que en mi propia imaginación. La noche anterior había sido larga, una de esas noches donde los segundos, los minutos y las horas no hacen sino evadirse de la realidad. Recordaba cómo al final solo habíamos quedado los cuatro; los cuatro y el del bar, hasta que dijo que cerraba y nos perdimos en la noche. Pero antes, en la mesa del tapete verde, habíamos jugado durante horas los cuatro; Josean “el Sibelius”, con su risa de perro famélico y sus rizos, Bormano “dos narices”, Isaac Pinkel y yo. El humo había acabado por tomar asiento junto a la lámpara y nosotros, debajo, habíamos estado fabricando hasta acabar todo el material. “Dos narices” sostenía que la ciencia no tenía límite, que el progreso, como tal progreso, no se detendría  y que en teoría nada era imposible y limitado. Josean sostenía lo contrario, que todo puede tener límite, que solo es cuestión de encontrarlo. Mientras, Pinkel miraba las bolas y decía, sí, sí, sí y se agachaba y les daba, con los ojos brillantes, acariciando el palo largo y marrón. Luego levantaba la cabeza y decía que el progreso podría tener o no tener límite, que a él le daba igual, pero que había cosas que siempre tendrían límite y otras no, que todo era como el billar, solo era cuestión de saber jugar las bolas. Yo no hablaba, solo fumaba y de vez en cuando jugaba. Luego vino el del bar y nos echó.
            La chica preciosa de la sonrisa perenne había vuelto a decirle algo al peluquero. Me miraba sonriente y luego se marchaba, como si tuviese miedo de que raptase su sonrisa y la guardase para mí.
            Había sido una noche fría, donde las estrellas allá arriba y el hielo aquí abajo podrían habernos rotos los huesos; se decía que existía una crisis mundial y que el paro iba en aumento, pero nosotros solo sabíamos que las calles estaban muertas y nosotros éramos los últimos supervivientes de la era del bricolage. Me gustaría pensar que esta noche teníamos rumbo, pero era de sobra conocido por todos que no era cierto; las calles sabían demasiado bien nuestros pobres nombres desgastados. “Dos narices” quiso subirse a un árbol, decía que en sus tiempos había sido el mejor trepador de todo el barrio y que incluso una vez había bajado a un gato de uno de ellos, de lo cual estaba muy orgulloso, pero esta vez solo consiguió subir dos metros y caerse de espaldas. Luego se levantó lentamente y para quitarle importancia dijo que era debido al frío, que el tronco del árbol estaba helado.
            El peluquero me dijo que el precio y yo se lo di. Gracias y hasta la vista. Fuera el sol había escondido su timidez y lucía inquieto. La gente circulaba rápida, a pie, en coche, en autobús, en penumbra. Mazur era la ciudad de la circulación agitada.
            La noche que le conocí Pinkel me dijo que lo importante no era ser rubio o moreno, sino saber peinarse. Yo le contesté que era una pena no tener más material y que yo nunca me peinaba, que para peinarse primero era necesario tener pelo y que había muchos calvos. Él solo asintió intentando desaparecer dentro de su abrigo, aquel que tanto le gustaba y parecía una manta. Lo peor de las noches frías es que le hacen a uno más pequeño, andar bajo las estrellas a finales de noviembre solo sirve para encoger y apretar el paso, sobretodo en Mazur, sobretodo si el destino es a ninguna parte, entonces no hay prisa. Luego decidimos irnos cada uno a su casa.
            Era una de esas temporadas donde no había curro y el trapicheo se hacía más necesario que nunca; ciertamente no me gustaba la idea pero “Sibelius” me iba a pasar dos buenos ladrillos, uno de ellos fiado, que podría colocar fácilmente y así poder seguir tirando para adelante. El barrio se estaba pequeño y las caras demasiado conocidas. Últimamente habían hecho un par de redadas, pequeñas, es verdad, pero la gente tenía levantadas las orejas y en el aire se respiraba la tensión de la desconfianza. Mucha gente había dejado de pasar; así que ahora era más fácil, pero más arriesgado. En casa decían que buscase trabajo, hacía dos meses que había acabado el último y el tema no era fácil. Decían que no buscaba, pero no era cierto, buscaba solo que no el tipo de trabajo que ellos querían. Sin embargo no eran tiempos de exigencias caras. Bormano apareció un día después de un par de semanas de ausencia y me dijo que nos fuésemos a otra parte, que conocía un par de sitios donde las noches eran más cálidas y las mañanas más tranquilas. Hay veces en la vida de toda persona donde observa cómo todo se mueve circularmente y se da cuenta cómo la esfera que se va formando tiende redes que propenden a unirse unas con otras, de tal manera que lo que en un comienzo solo era un hilo puede terminar por convertirse en una tela o en todo un vestido. Bormano me dijo que conocía unos tipos que nos podrían dar casa, así que no lo pensé mucho. Coloqué la mercancía en un par de días o tres y en casa dije que tenía trabajo en otra parte, que me iba una temporada y ya escribiría; luego hice el equipaje y me fui sin decir dónde iba. tampoco me lo preguntaron.



            Recuerdo que me encontré en el asiento delantero de aquel viejo coche amarillo de segunda mano con Bormano al volante. Recuerdo que Pinkel se escurrió por el asiento de atrás para leer nuevas páginas de su camino hacia cualquier parte, dijo que quizás allí encontrase lo que estaba buscando, que no sabía que era exactamente pero que lo sabría cuando lo tuviese delante. De las ventanas de nuestro Mazur nadie salió a prestarnos sus lágrimas para el viaje y solo el viento y la fría mañana, más gélida por estar más olvidada, levantaron su mano en señal de despedida. Bormano buscó en la radio alguna hermosa canción de carretera pero solo encontró el viejo blues de una guitarra desgarrada. Dentro el olor de la sucia tapicería pronto se adueñó de nosotros, hasta que con el tiempo fuimos acostumbrándonos.
            - Allí donde vamos la luz es más clara y el sol más fuerte - decía Bormano encendiéndose un cigarrillo - Conozco un par de individuos que nos dejarán dormir en su casa. Son un par de amigos que encontré allí cuando estuve una temporada.
            Detrás Pinkel, el elemento que había visto aquella noche en la mesa de billar, liaba un porro de marihuana con la misma suavidad con la que acariciaba aquel largo palo marrón antes de jugar las bolas. Mientras, miraba las últimas casa de la ciudad que dejábamos atrás. Delante se extendía un ancho valle por donde se escondía la carretera. Rasgó la piedra del mechero y el intenso olor del porro inundó el coche.
            - No juegas mal al billar.
            - Bah, solo me defiendo, es un juego que me gusta.
            - Sí, pero aquella noche no había nadie que te ganase.
            - Fue solo una buena noche, reconozco que pude tener algo de suerte. No siempre gano, hay noches que es mejor que no hubiese tocado una bola. Son esas noches donde las malditas bolas parecen que tienen vida y deciden sus propias trayectorias, ya sabes, y entonces da igual cómo le des que sabes que no van a entrar en ningún agujero.
            Mientras hablaba le miré por el retrovisor. Podía ver el brillo de aquel tipo mal afeitado, cómo nacía el humo desde el porro perfectamente liado que sujetaba con sus labios, como si esa marihuana dentro del papel de arroz hubiese estado ahí desde la creación del mundo y ya formase parte de su cuerpo. El humo se expandía lentamente hasta llegar a la ventanilla abierta por donde se perdía para correr libre.
            - Hey, Beep, toma - me dijo alargando el brazo ofreciéndome el porro - Tu nombre era Marcel, ¿No?
            - Sí, lo que pasa es que la mayoría me llaman Beep, de Beeper, que es mi apellido - respondí cogiéndole el porro dándole un par de buenas caladas - Buena María, me gusta.
            - Marcel Beeper, Beep me gusta, no sé por qué pero me gusta, parece nombre de alguien importante.
            - Gracias, pero solamente es el mío y no soy alguien muy importante por ahora, creo.
            En realidad ninguno de los tres éramos muy importantes, ni por nadie ni para nadie; poco dejábamos atrás y poco nos importaba. Éramos impresos de quiniela en busca de la combinación correcta y lo sabíamos demasiado bien, en el rumbo de los neumáticos estaba nuestro futuro y nos daba igual la dirección porque en todas ellas podíamos encontrar lo mismo.
            - Si no te importa te llamo Marcel, Beep me suena a marca publicitaria, a pantalones vaqueros.
            - Me da igual, todos soy yo - y reí.
            Le pasé la pava a Bormano, que parecía estar muy lejos, probablemente cerca de la guitarra que tocaba el blues. Me miró por un momento y sonrió antes de volver la mirada a la línea gris. Nadie sabía exactamente quién fue el primero que le había llamado dos narices pero todo el mundo estaba de acuerdo en afirmar que quien lo hizo lo conocía bien. Era un individuo que uno los prefiere de su parte y no de la contraria, sobretodo en determinados momentos conflictivos. Aspiró el humo y lo expulsó lentamente, sin prisa. El pedal, pisado hasta el fondo, hacía que nos lanzásemos a más de ciento sesenta mientras escuchábamos la tos del motor forzado. Debajo de nuestros asientos podíamos sentir el rechinar del esqueleto sin aliento del coche igual que sentíamos el azote del aire en nuestra cara. Pinkel comentó que le venía bien un cambio de aires, desde hacía algún tiempo la ciudad olía a rancio y los momentos se habían gastado.
            - De hecho hace tiempo que hay poco que rascar. Salir de ese cubo de basura es lo mejor que podíamos haber hecho, no debemos perder el tiempo ahí, podemos tener algo mejor en cualquier parte.
            Y ciertamente su equipaje así lo atestiguaba; apenas cuatro o cinco camisas y otros tantos pantalones conformaban la mayor parte de éste, otro par de botas y la media docena de calzoncillos blanco comprados en rebajas. Debajo de todo, su carpeta llena de papeles escritos con letra casi ininteligible y su pequeño estuche con dos o tres bolígrafos dentro.
            - Además, un poco de calor nos vendrá bien, nos  aireará un poco las ideas y hasta puede que haya más inspiración.
            Bormano sonreía, dominar al viento gastando las ruedas producía en él ese extraño gesto que a veces resulta la sonrisa.
            - Haber si es cierto. Últimamente solo escribes tonterías - dijo Bormano mirándole a través del espejo.
            - Esa es tu opinión.
            Bormano me miró y apretó más fuerte el acelerador. Alrededor nuestro solo la música del viejo blues y las montañas mudas.

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