jueves, 12 de diciembre de 2013

carta de desamor



Sé que nunca te escribiré. Por eso escribo esta carta. Sé que nunca te escribiré porque nunca he escrito a las demás, y tú tampoco eres especial. Sé que te llegará la carta por otros medios y otras direcciones, por otras bocas y quizás, por otros corazones. Pero no seré yo quien te la escriba.
         Y lo siento de verdad, no te creas. Lo siento dentro del alma mía. Me das susurros al oído como quien da gritos en el vacío, y tú piensas poco y sientes mucho, y pides mucho y no te das cuenta de nada. No te das cuenta de nada. Qué desaliento.
         No me duele no quererte. Me duele no querer quererte. O mejor dicho, me duele querer no quererte. Me duele porque ya no quiero no querer, ahora quiero querer. Y quiero quererte porque eres especial, me lo han dicho. Me han dicho que los susurros que das al oído no son gritos en el vacío. Me han dicho que la suerte siempre está de los que nacemos con estrella, y me han dicho que tú eres la más brillante de todas ellas. Pero tú tampoco eres especial.
         Descarnado, pensando cómo enamorarme de ti sin que tú te des cuenta del intento, sin que te des cuenta de mi futuro fracaso y de tu inevitable frustración. Con la cara bonita de chica majita que pones al bailar, al andar, al besar, al mirar, al callar. Con el cuerpo tan voluntarioso que tienes cuando haces el amor. Cuando hacemos el amor. Cuando haces el amor, porque para hacerlo primero hay que amar.
         ¿Me entiendes ahora cuando no te puedo explicar ni decir todas las cosas que quisieras saber? ¿Cómo decirte lo qué siento, que es lo que no siento? Suave y blanca estaba esta mañana la almohada en la cama. Blanca y callada en tu piel de porcelana. Destellos, dirían, salían de tus ojitos, y tus pies, ¡Oh, tus pies! Jugaban dicharacheros con las sábanas. No se puede destruir tanta felicidad, pensé yo, es un crimen rastrero. No soy tan malo, solamente por no poder querer. Todos estamos tullidos en algo. Y en mi caso, mi delito no es otro que no poder dar amor. Un amor que deseo dar, pero que primero hay que sentir. Un amor inexplorado, inmaculado. Un amor que aún tengo que inventar sin saber cómo hacerlo.
         Y tú no me ayudas, nunca me ayudaste. Piensas que con darlo todo es suficiente, con amar tan intensamente todo es posible, todo es sobornable a través del amor. Pecado del que ve es pensar que el ciego de nacimiento quiere siempre ver la luz. Anda, ve y cuéntale a Platón si su mito quería salir de la caverna. Porque yo no. Yo sí. Yo no. Yo no sé.
         Como tampoco sé si serás la primera, la última o la del medio. Y si yo seré el primero, el último o simplemente también el del medio. Porque el día que por otros sepas lo que no leerás en esta carta ya no querrás ser la última, ni la del medio, ni la primera, porque sabrás que no fuiste ni una ni otra ni otra, sino ninguna, y que yo fui otro y otro y otro. Y ninguno fui el que tú anhelabas. Sabrás quizás por qué el ciego puede tener miedo de la luz.
         Mujer, soy como una sacarina, que te endulza pero no te alimenta. ¿No te has dado cuenta, o quizás tú también me tomas para poder beberte el café que te despierta a la mañana y te hace más llevadero el día? Pero tú no eres sacarina, sino dulce azúcar que alimenta y que se funde al contacto cuando la temperatura aumenta. Me lo han dicho, y yo les he dicho que ya lo sé, que eres dulce. Pero no les he dicho que me estoy quedando flaco.
         Algún día te preguntaré, cuando pase todo esto, y haya pasado el amor, el odio y después la indiferencia, por qué, tú, que eras el terrón de azúcar más brillante del cielo, me dejaste morir de hambre. No son los besos lo que da de comer, sino el cosquilleo que se siente al darlos. No es mágico solo el amor que se recibe, sino sobretodo el amor que se da. Mágico, no de sobrenatural, sino del sabio persa que mira el firmamento en busca de su estrella. Buscando un catalejo con el cual poder vislumbrar el cielo te acabaré por romper sin haber visto siquiera un cometa.
         Te pido perdón por anticipado. Por no haberte querido nunca, por utilizarte en mi buena intención de querer a pesar de saber que un día de estos te habré matado por dentro. Te hubiera tenido que decir que los hombres vestidos de gris secamos las flores que polinizáis la primavera, que empiezo a sentirme viejo, y que empiezo a morir por no nacer. Lo sé, porque me lo han dicho.
        
        

No hay comentarios:

Publicar un comentario