Todos saben que jamás
murmuré una
oración. Todos saben también
que jamás traté
de disimular mis defectos. Ignoro si existen
una Justicia y
una Misericordia. Si las hay,
estoy en paz, porque siempre
fui sincero.
Omar Khayyam
PREVIO
- Soy Isaac, Isaac Pinkel.
Corría el final de la década y las bolas de billar se
deslizaban suavemente, pero con fuerza, sobre el tapete verde de la mesa de
seis bandas. El taco besaba la bola blanca mientras el palo corría por la mano.
Fuera los días también corrían por el final del otoño y el frío sonreía
lascivo. Debajo de la lámpara las miradas observaban las trayectorias y se
imaginaban las suyas propias. Nos presentaron y apenas me miró, el billar le
absorbía lo suficiente como para aislarse completamente de todo lo ajeno a él.
Acariciaba el palo con su mano derecha mientras estudiaba la disposición de las
bolas. Volvió a acariciar el palo, lo cogió firmemente, como si fuese una prolongación
de su brazo, se agachó, tanteó dos veces la trayectoria y de un movimiento
exacto vio cómo la bola blanca comenzaba a jugar con las demás lamiéndolas.
Finalmente la bolas seis marchó sumisa y se perdió por el agujero de la
esquina. Se irguió, despacio, y los demás pudieron ver cómo le brillaban los
ojos. Mientras, seguía acariciando el palo. Aunque nadie lo sabía, a él le
gustaba compararlo con una polla perfecta; por eso le gustaba el billar, por
eso y por el ruido que hacían las bolas cuando chocaban entre sí antes de
morirse dentro de un agujero en una jugada perfectamente ejecutada. Para él
podía ser tan importante una jugada bien hecha como un polvo bien echado. La
disposición de las bolas, la estrategia a seguir, la ejecución bien realizada.
En su fuero más interno comparaba el billar con el sexo.
- No juega mal.
- No, sabe de que va el juego - me respondió el que tenía
al lado, un tipo extraño de tirantes rojos que llevaba sandalias.
Me habían hablado de Isaac hacía mucho tiempo, pero hasta
aquel día no lo había visto. Me lo había imaginado más alto, más fuerte.
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