Están rotas mis ataduras,
pagadas mis deudas,
mis puertas de par en
par... ¡Me voy a todas partes!
Ellos,
acurrucados en su rincón, siguen tejiendo
el pálido lienzo de
sus horas; o vuelven a sentarse en el
polvo, a contar sus
monedas. Y me llaman para que no
siga.
¡Pero ya
mi espada está forjada, ya tengo puesta
mi armadura, ya mi
caballo se impacienta!...
¡Y yo ganaré mi reino!
R.
Tagore
- Creo que fue aquel pequeño
libro y no otro el que me hizo coger un lápiz por primera vez.
La habitación era pequeña y la tenue luz emanada de una
sola bombilla apenas dejaba traslucir los verdaderos rasgos de la cara, las
sombras caían verticalmente sobre el suelo sucio de baldosas baratas. Los dos
mirábamos el techo desnudo y la pequeña nube que poco a poco se iba formando.
Apenas nada más en la habitación, un pequeño armario, una televisión, la vieja
mesa y dos sofás estropeados.
- A partir de ahí creo que fue. Fue un libro que me dejó
uno que conocí en los billares. Le llamaban “sin patillas” un engendro de la
naturaleza que parecía mitad mono, por era el tipo más feo que he visto en mi
vida. Le gustaba hablar mientras jugaba las bolas. No era un tipo normal, de
eso estoy seguro. El tipo este me decía que toda persona debe proyectarse hacia
el exterior, y que todos, de una forma u otra lo hacen o por lo menos lo
intentan. Decía que unos hacen deporte, otros juegan al billar o a las cartas,
otros intentan ser buenos o malos. Da igual, es lo mismo, lo importante es la
proyección hacia el exterior. Él me dijo que hacía arte. Se consideraba un
artista. También me dijo que el billar era un tipo diferente de arte y por eso
le gustaba. Pero el arte que más le gustaba era la escultura. Como no tenía
dinero hacía las esculturas con basura; iba a los contenedores, a los
vertederos y cogía lo que quería. Uno no puede imaginarse lo que la gente tira
por ahí. Así que tenía en su casa un
montón de esculturas hechas de basura. Me decía que era la escultura del futuro
y que la basura es algo que califica al que la tira. Uno podía encontrarse de
todo. Te podrás imaginar que a mí esta conversación me pillaba muy lejos y no
entendía muy bien lo que me decía. A mí eso de tener un montón de basura en
casa me parecía una cerdada. Pero le daba igual, él seguía y seguía hablando.
Total que al final quedamos para el día siguiente a jugar un billar y él
apareció con un libro. Más que un libro era un pequeño ensayo de unas cuantas
páginas. Me dijo que si quería que lo leyese, haber qué me parecía. Si te digo
la verdad lo cogí por curiosidad y porque el tipo hablaba tan bien de él que
pensé que debía ser muy bueno. La primera vez que lo leí no me enteré de casi
nada y lo leí por cabezonería. Después, poco a poco, he ido entendiéndolo
mejor. Bueno, el caso es que después de leer ese libro pensé que yo también
debía proyectarme hacía el exterior o a través del arte y como me gustaba leer
de vez en cuando comencé a escribir. Y ese es el principio. Esa fue la segunda
y última vez que vi al “sin patillas”, porque de repente desapareció y no le
pude devolver el libro. Creo que ya he respondido a tu pregunta.
Y se calló. Le miré y le pasé el porro, del que ya
quedaba bastante poco. Fuera debían ser las cinco de la tarde, era difícil
saberlo, porque dentro de la habitación hacía rato que se había detenido el
tiempo. Le miré un momento y pude ver cómo seguía mirando el techo. Yo hice lo
mismo. Fumar en silencio. Sin miedos. Sin prisas. Es entonces cuando se puede
mirar fijamente a los segundos porque éstos no se escapan, no huyen. Ver
elevarse el humo libremente. Expandirse. Es entonces cuando acercas la mente a
ese humo y si miras con cuidado puedes darte cuenta cómo dentro de él va un
trozo de tu vida, y cómo con él se va ese trozo de tu vida. Fumarte tu tiempo,
tu propio tiempo, y después verlo marchar sin decir adiós.
Llevábamos una semana y nos dimos cuenta que hacía falta
dinero, así que nos pusimos a buscar trabajo. Bormano dijo que conocía un sitio
donde nos lo podían dar y fuimos allí. Nos presentó a un hombre de unos
cincuenta años, canoso, y cuyos brazos peludos y fuertes daban idea del
ejercicio realizado por éstos. Era chatarrero. Nos dijo que nos dejaría un
pequeño camión con grúa y que nos pagaría por kilos. El dinero no parecía
mucho, pero según nos explicó si se trabajaba bien se podía sacar una cantidad
razonable. Bormano terminó los pequeños detalles y quedamos para el día
siguiente. Según pudimos entender, el chatarrero necesitaba para una temporada
un par de individuos que le consiguiesen chatarra ya que por algún motivo él no
podía hacerse cargo de esa tarea. Nos estrechamos las manos y nos fuimos.
Bormano conocía al chatarrero de su estancia anterior en Martaux. Por lo visto
hasta había conseguido una cierta relación de amistad. Realmente era un trabajo
desconocido para nosotros y con él no íbamos a sacar excesivo provecho, pero
necesitábamos el dinero y nos podría sacar del apuro temporalmente; lo que
sacaba Bormano pasando era bastante poco y nosotros aún no conocíamos a casi
nadie. Por otra parte la prensa anunciaba la recesión en la que se encontraba
el país, y debía ser cierto, porque el trabajo escaseaba cada vez más y no era
cuestión de desperdiciar ningún empleo, eso solo era privilegio de unos pocos.
La ofensiva había sido rápida
y eficaz.
- Los van a machacar.
- Eso dicen porque les interesa; no estés tan seguro - le
respondió Yerkari.
En la habitación que llamábamos sala de estar, tal vez
porque en ella estaba la televisión, estábamos los cinco mirándola. En ella
estaban dando un programa especial sobre la guerra, daba igual la cadena,
prácticamente en todas estaban dando programas especiales sobre la guerra, así
que tampoco tenía mucho sentido hacer zapping. La ofensiva tan esperada ya
había sido lazada y la estaban televisando en directo. Los aviones de combate
despegaban y desaparecían. Fuera de las ventanas había pocas nubes y mucho
frío. Yerkari y Serban continuaban hablando, y Pinkel miraba fijamente,
callado, cómo los aviones seguían despegando y desapareciendo dentro de la
pantalla. Eran realmente rápidos. Pinkel apenas pestañeaba y parecía que la
vida se le fuese a escapar en cada uno de esos despegues. Prensé el porro que
estaba haciendo y lo encendí. Le di la primera calada, se encendió ligeramente
la punta del papel y tiré el humo. Una vez más pude ver cómo se elevaba y luego
se expandía. Le di unos toques más y luego se lo di a Pinkel.
- Toma Isaac.
- Gracias - y después de mirarme volvió a los aviones.
Serban ya no hablaba de la guerra, estaba discutiendo con
Yerkari sobre los yogures naturales. Serban decía que a él le gustaban con
bastante azúcar.
- Eso no es así. Los yogures naturales se tienen que
comer sin azúcar, por eso son naturales.
- ¿Y los azucarados? ¿Qué me dices de los yogures
naturales azucarados? Porque si son azucarados será por algo.
Yerkari se quedó pensativo y por un momento pareció dudar
de la respuesta.
- Bah, eso es para vender más, porque en el fondo no se
les debe echar, y si no fíjate que a los otros no les echas azúcar.
- Los otros ya la tienen.
Y con razonamientos semejantes continuó la discusión.
Mientras tanto Pinkel se había ido fumando el porro y observaba a los otros
dos. Les ofreció y no quisieron, luego dijo:
- A mí no me gustan los yogures naturales, ni con azúcar
ni sin azúcar - después se levantó y diciendo hasta mañana se marchó.
Los dos se quedaron mirándole extrañados, llevaban más de
media hora en la habitación y apenas se habían dado cuenta de la presencia de
Pinkel, ni siquiera cuando éste les había ofrecido. Encogido y escondido dentro
del sofá solo parecía una parte más del decorado. Yerkari miró el reloj y dijo
que se marchaba a la cama. Serban también se levantó y los dos desaparecieron
pro la puerta de madera barata. Dentro de la habitación solo quedamos yo y los
aviones, que seguían despegando detrás de la hermosa cara de la presentadora.
Busqué el librillo de los papeles y cogí uno. Acaricié la piedra de hachís,
cada vez más pequeña, y comencé a quemarla una vez más. Miré fuera. Fuera debía
hacer bastante frío. Pensé en los aviones y en las gentes, sobretodo en los que
morirían dentro de poco debajo de las bombas. También pensé en los demás que ya
habían muerto en sus propias casas. aquí hacía algo de frío, las ventanas no
cerraban bien del todo y el pequeño fantasma del invierno se colaba dentro del
corazón de los solitarios y de los que no tienen manta. Pensé en el pequeño
rincón del recuerdo de mi pasado, lleno de jirones y esparadrapos y hasta creí
que estaba tan lejos como esos aviones. Luego encendí el porro, aspiré hondo y
como siempre me quedé observando el humo al huir de mis labios.
La chatarrería era más grande de lo que parecía en un
primer momento. En el plano celeste un sol sonriente alumbraba la mañana. Hacía
frío, pero poco a poco iba disminuyendo paulatinamente y se prometía un día
claro y despejado. Se veían montones de hierros viejos y máquinas medio
oxidadas, en un amasijo informe que recordaba a un basurero pero solo de metal.
Se respiraba un ambiente pesado y desamparado. Llamamos a la puerta de la casa,
pequeña y vieja, compuesta solamente por dos habitaciones que hacían la función
de oficina y retrete. Apareció el chatarrero. Se llamaba Obnob. Nos dijo que
fuésemos por los polígonos industriales y los pueblos de la zona, que por allí
encontraríamos chatarra. También nos dijo que nos había dado el empleo por
amistad con Bormano y que él respondía de nosotros, que no debíamos dejarlo en
mal lugar. Nos mostró el camión. Era un camión viejo, de diez o doce toneladas,
cuya pintura descascarillada mostraba la crudeza de su edad. Nos explicó el
funcionamiento de la grúa, nos dio las llaves y se marchó.
Como no conocíamos las carreteras cogimos la primera que
vimos, la que iba a la costa. Yo conducía; había aprendido en Mazur a conducir
camiones. Además, éste no era grande y era manejable. Isaac miraba más allá de
lo que podía estar viendo. Dentro no hacía calor, el paso de los años había
dejado las puertas y ventanas tullidas. Sin calefacción. Sin radio. Sin embargo
el sol seguía en su lugar, sonriendo encima del mar. Nos deseaba suerte y
nosotros lo sabíamos.
En el tiempo que llevábamos en Martaux había ido
conociendo algo a Isaac, podía vislumbrar parte de los secretos que escondía
detrás de la puerta de sus ojos y sus gestos, que se escapaban por los
resquicios inherméticos que su alma entrañaba.
Señaló algo.
- ¿Ves? ¿Ves aquello?
- ¿El qué? ¿Eso?
- Sí, eso.
- ¿Y qué?
- ¿No te das cuenta? Son esos los pequeños detalles que
hacen grande la vida. Detalles como esos son los importantes. ¿Y tú me
preguntas que tiene de especial? Son los detalles lo que conforma la historia,
la gran historia que hacer mover al mundo. Los detalles, la unión de un sinfín
de casualidades que convergen para fundirse en un acto único, como un solo
cuerpo compuesto por infinidad de células.
En los ojos vestía el brillo de las grandes ocasiones
mientras sin dejar de señalar parecía querer proyectarse a través de su brazo,
su mano y su dedo hacia aquel nimio detalle de las gaviotas volando cerca de
los acantilados.
- ¿No te das cuenta? Unas simples gaviotas volando, eso
es lo grandioso de la vida, verlas pasar y alejarse como se aleja el viento
hacia cualquier parte, buscando un nuevo sitio, una nueva impresión, querer
volar más alto y más lejos, conocerlo todo. ¿No te das cuenta? Si no te das
cuenta de los pequeños detalles como ese, es que no te das cuenta de nada.
Miré a las gaviotas, cómo se marchaban. Parecían estar
muy lejos. La carretera llena de curvas serpenteaba bordeando la costa
resquebrajada por la furia del mar y parecía enroscarse sobre sí misma. Al otro
lado los últimos alientos de las montañas murmuraban por dejar constancia de su
presencia. Isaac sacó una bolsita. Dentro había hierba.
- ¿Te vas a liar uno ahora? - le pregunté.
- ¿Y por que no?
Y tan pronto como acabó de hablar ya estaba pegando el
papel con la punta de la lengua. Buscó el mechero dentro del bolsillo del
pantalón, lo sacó, lo miró, sonrió y rasgando la piedra lo encendió.
- ¿Qué te parece? No está mal - dijo mostrándome el mechero
- es precioso.
- Sí, no está nada mal, es bonito.
Era una de las pocas cosas que había traído dentro de su
pequeña maleta de cuero barato y gastado. Lo demás solo era ropa de poca
importancia. Por lo que había podido adivinar, era lo único que había rescatado
de su pasado para tenerlo cerca, nunca se separaba de su pequeño mechero
plateado que llevaba la inicial de su nombre inscrita en el centro.
- ¿Cómo lo conseguiste?
Me miró un momento y aspiró el humo.
- Es una larga historia. Algún día te la contaré.
Y se calló. Miró por última vez el mar que estábamos
dejando a un lado y giró la vista al frente.
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