jueves, 26 de diciembre de 2013

el espíritu de los tiempos (3)



Están rotas mis ataduras, pagadas mis deudas,
                                               mis puertas de par en par... ¡Me voy a todas partes!

                                                           Ellos, acurrucados en su rincón, siguen tejiendo
                                               el pálido lienzo de sus horas; o vuelven a sentarse en el
                                               polvo, a contar sus monedas. Y me llaman para que no
                                               siga.
                                                           ¡Pero ya mi espada está forjada, ya tengo puesta
                                               mi armadura, ya mi caballo se impacienta!...
                                               ¡Y yo ganaré mi reino!


                                                                                                          R. Tagore



           


- Creo que fue aquel pequeño libro y no otro el que me hizo coger un lápiz por primera vez.       
            La habitación era pequeña y la tenue luz emanada de una sola bombilla apenas dejaba traslucir los verdaderos rasgos de la cara, las sombras caían verticalmente sobre el suelo sucio de baldosas baratas. Los dos mirábamos el techo desnudo y la pequeña nube que poco a poco se iba formando. Apenas nada más en la habitación, un pequeño armario, una televisión, la vieja mesa y dos sofás estropeados.
            - A partir de ahí creo que fue. Fue un libro que me dejó uno que conocí en los billares. Le llamaban “sin patillas” un engendro de la naturaleza que parecía mitad mono, por era el tipo más feo que he visto en mi vida. Le gustaba hablar mientras jugaba las bolas. No era un tipo normal, de eso estoy seguro. El tipo este me decía que toda persona debe proyectarse hacia el exterior, y que todos, de una forma u otra lo hacen o por lo menos lo intentan. Decía que unos hacen deporte, otros juegan al billar o a las cartas, otros intentan ser buenos o malos. Da igual, es lo mismo, lo importante es la proyección hacia el exterior. Él me dijo que hacía arte. Se consideraba un artista. También me dijo que el billar era un tipo diferente de arte y por eso le gustaba. Pero el arte que más le gustaba era la escultura. Como no tenía dinero hacía las esculturas con basura; iba a los contenedores, a los vertederos y cogía lo que quería. Uno no puede imaginarse lo que la gente tira por ahí. Así que tenía  en su casa un montón de esculturas hechas de basura. Me decía que era la escultura del futuro y que la basura es algo que califica al que la tira. Uno podía encontrarse de todo. Te podrás imaginar que a mí esta conversación me pillaba muy lejos y no entendía muy bien lo que me decía. A mí eso de tener un montón de basura en casa me parecía una cerdada. Pero le daba igual, él seguía y seguía hablando. Total que al final quedamos para el día siguiente a jugar un billar y él apareció con un libro. Más que un libro era un pequeño ensayo de unas cuantas páginas. Me dijo que si quería que lo leyese, haber qué me parecía. Si te digo la verdad lo cogí por curiosidad y porque el tipo hablaba tan bien de él que pensé que debía ser muy bueno. La primera vez que lo leí no me enteré de casi nada y lo leí por cabezonería. Después, poco a poco, he ido entendiéndolo mejor. Bueno, el caso es que después de leer ese libro pensé que yo también debía proyectarme hacía el exterior o a través del arte y como me gustaba leer de vez en cuando comencé a escribir. Y ese es el principio. Esa fue la segunda y última vez que vi al “sin patillas”, porque de repente desapareció y no le pude devolver el libro. Creo que ya he respondido a tu pregunta.
            Y se calló. Le miré y le pasé el porro, del que ya quedaba bastante poco. Fuera debían ser las cinco de la tarde, era difícil saberlo, porque dentro de la habitación hacía rato que se había detenido el tiempo. Le miré un momento y pude ver cómo seguía mirando el techo. Yo hice lo mismo. Fumar en silencio. Sin miedos. Sin prisas. Es entonces cuando se puede mirar fijamente a los segundos porque éstos no se escapan, no huyen. Ver elevarse el humo libremente. Expandirse. Es entonces cuando acercas la mente a ese humo y si miras con cuidado puedes darte cuenta cómo dentro de él va un trozo de tu vida, y cómo con él se va ese trozo de tu vida. Fumarte tu tiempo, tu propio tiempo, y después verlo marchar sin decir adiós.


            Llevábamos una semana y nos dimos cuenta que hacía falta dinero, así que nos pusimos a buscar trabajo. Bormano dijo que conocía un sitio donde nos lo podían dar y fuimos allí. Nos presentó a un hombre de unos cincuenta años, canoso, y cuyos brazos peludos y fuertes daban idea del ejercicio realizado por éstos. Era chatarrero. Nos dijo que nos dejaría un pequeño camión con grúa y que nos pagaría por kilos. El dinero no parecía mucho, pero según nos explicó si se trabajaba bien se podía sacar una cantidad razonable. Bormano terminó los pequeños detalles y quedamos para el día siguiente. Según pudimos entender, el chatarrero necesitaba para una temporada un par de individuos que le consiguiesen chatarra ya que por algún motivo él no podía hacerse cargo de esa tarea. Nos estrechamos las manos y nos fuimos. Bormano conocía al chatarrero de su estancia anterior en Martaux. Por lo visto hasta había conseguido una cierta relación de amistad. Realmente era un trabajo desconocido para nosotros y con él no íbamos a sacar excesivo provecho, pero necesitábamos el dinero y nos podría sacar del apuro temporalmente; lo que sacaba Bormano pasando era bastante poco y nosotros aún no conocíamos a casi nadie. Por otra parte la prensa anunciaba la recesión en la que se encontraba el país, y debía ser cierto, porque el trabajo escaseaba cada vez más y no era cuestión de desperdiciar ningún empleo, eso solo era privilegio de unos pocos.

La ofensiva había sido rápida y eficaz.
            - Los van a machacar.
            - Eso dicen porque les interesa; no estés tan seguro - le respondió Yerkari.
            En la habitación que llamábamos sala de estar, tal vez porque en ella estaba la televisión, estábamos los cinco mirándola. En ella estaban dando un programa especial sobre la guerra, daba igual la cadena, prácticamente en todas estaban dando programas especiales sobre la guerra, así que tampoco tenía mucho sentido hacer zapping. La ofensiva tan esperada ya había sido lazada y la estaban televisando en directo. Los aviones de combate despegaban y desaparecían. Fuera de las ventanas había pocas nubes y mucho frío. Yerkari y Serban continuaban hablando, y Pinkel miraba fijamente, callado, cómo los aviones seguían despegando y desapareciendo dentro de la pantalla. Eran realmente rápidos. Pinkel apenas pestañeaba y parecía que la vida se le fuese a escapar en cada uno de esos despegues. Prensé el porro que estaba haciendo y lo encendí. Le di la primera calada, se encendió ligeramente la punta del papel y tiré el humo. Una vez más pude ver cómo se elevaba y luego se expandía. Le di unos toques más y luego se lo di a Pinkel.
            - Toma Isaac.
            - Gracias - y después de mirarme volvió a los aviones.
            Serban ya no hablaba de la guerra, estaba discutiendo con Yerkari sobre los yogures naturales. Serban decía que a él le gustaban con bastante azúcar.
            - Eso no es así. Los yogures naturales se tienen que comer sin azúcar, por eso son naturales.
            - ¿Y los azucarados? ¿Qué me dices de los yogures naturales azucarados? Porque si son azucarados será por algo.
            Yerkari se quedó pensativo y por un momento pareció dudar de la respuesta.
            - Bah, eso es para vender más, porque en el fondo no se les debe echar, y si no fíjate que a los otros no les echas azúcar.
            - Los otros ya la tienen.
            Y con razonamientos semejantes continuó la discusión. Mientras tanto Pinkel se había ido fumando el porro y observaba a los otros dos. Les ofreció y no quisieron, luego dijo:
            - A mí no me gustan los yogures naturales, ni con azúcar ni sin azúcar - después se levantó y diciendo hasta mañana se marchó.
            Los dos se quedaron mirándole extrañados, llevaban más de media hora en la habitación y apenas se habían dado cuenta de la presencia de Pinkel, ni siquiera cuando éste les había ofrecido. Encogido y escondido dentro del sofá solo parecía una parte más del decorado. Yerkari miró el reloj y dijo que se marchaba a la cama. Serban también se levantó y los dos desaparecieron pro la puerta de madera barata. Dentro de la habitación solo quedamos yo y los aviones, que seguían despegando detrás de la hermosa cara de la presentadora. Busqué el librillo de los papeles y cogí uno. Acaricié la piedra de hachís, cada vez más pequeña, y comencé a quemarla una vez más. Miré fuera. Fuera debía hacer bastante frío. Pensé en los aviones y en las gentes, sobretodo en los que morirían dentro de poco debajo de las bombas. También pensé en los demás que ya habían muerto en sus propias casas. aquí hacía algo de frío, las ventanas no cerraban bien del todo y el pequeño fantasma del invierno se colaba dentro del corazón de los solitarios y de los que no tienen manta. Pensé en el pequeño rincón del recuerdo de mi pasado, lleno de jirones y esparadrapos y hasta creí que estaba tan lejos como esos aviones. Luego encendí el porro, aspiré hondo y como siempre me quedé observando el humo al huir de mis labios.



            La chatarrería era más grande de lo que parecía en un primer momento. En el plano celeste un sol sonriente alumbraba la mañana. Hacía frío, pero poco a poco iba disminuyendo paulatinamente y se prometía un día claro y despejado. Se veían montones de hierros viejos y máquinas medio oxidadas, en un amasijo informe que recordaba a un basurero pero solo de metal. Se respiraba un ambiente pesado y desamparado. Llamamos a la puerta de la casa, pequeña y vieja, compuesta solamente por dos habitaciones que hacían la función de oficina y retrete. Apareció el chatarrero. Se llamaba Obnob. Nos dijo que fuésemos por los polígonos industriales y los pueblos de la zona, que por allí encontraríamos chatarra. También nos dijo que nos había dado el empleo por amistad con Bormano y que él respondía de nosotros, que no debíamos dejarlo en mal lugar. Nos mostró el camión. Era un camión viejo, de diez o doce toneladas, cuya pintura descascarillada mostraba la crudeza de su edad. Nos explicó el funcionamiento de la grúa, nos dio las llaves y se marchó.
            Como no conocíamos las carreteras cogimos la primera que vimos, la que iba a la costa. Yo conducía; había aprendido en Mazur a conducir camiones. Además, éste no era grande y era manejable. Isaac miraba más allá de lo que podía estar viendo. Dentro no hacía calor, el paso de los años había dejado las puertas y ventanas tullidas. Sin calefacción. Sin radio. Sin embargo el sol seguía en su lugar, sonriendo encima del mar. Nos deseaba suerte y nosotros lo sabíamos.
            En el tiempo que llevábamos en Martaux había ido conociendo algo a Isaac, podía vislumbrar parte de los secretos que escondía detrás de la puerta de sus ojos y sus gestos, que se escapaban por los resquicios inherméticos que su alma entrañaba.
            Señaló algo.
            - ¿Ves? ¿Ves aquello?
            - ¿El qué? ¿Eso?
            - Sí, eso.
            - ¿Y qué?
            - ¿No te das cuenta? Son esos los pequeños detalles que hacen grande la vida. Detalles como esos son los importantes. ¿Y tú me preguntas que tiene de especial? Son los detalles lo que conforma la historia, la gran historia que hacer mover al mundo. Los detalles, la unión de un sinfín de casualidades que convergen para fundirse en un acto único, como un solo cuerpo compuesto por infinidad de células.
            En los ojos vestía el brillo de las grandes ocasiones mientras sin dejar de señalar parecía querer proyectarse a través de su brazo, su mano y su dedo hacia aquel nimio detalle de las gaviotas volando cerca de los acantilados.
            - ¿No te das cuenta? Unas simples gaviotas volando, eso es lo grandioso de la vida, verlas pasar y alejarse como se aleja el viento hacia cualquier parte, buscando un nuevo sitio, una nueva impresión, querer volar más alto y más lejos, conocerlo todo. ¿No te das cuenta? Si no te das cuenta de los pequeños detalles como ese, es que no te das cuenta de nada.
            Miré a las gaviotas, cómo se marchaban. Parecían estar muy lejos. La carretera llena de curvas serpenteaba bordeando la costa resquebrajada por la furia del mar y parecía enroscarse sobre sí misma. Al otro lado los últimos alientos de las montañas murmuraban por dejar constancia de su presencia. Isaac sacó una bolsita. Dentro había hierba.
            - ¿Te vas a liar uno ahora? - le pregunté.
            - ¿Y por que no?
            Y tan pronto como acabó de hablar ya estaba pegando el papel con la punta de la lengua. Buscó el mechero dentro del bolsillo del pantalón, lo sacó, lo miró, sonrió y rasgando la piedra lo encendió.
            - ¿Qué te parece? No está mal - dijo mostrándome el mechero - es precioso.
            - Sí, no está nada mal, es bonito.
            Era una de las pocas cosas que había traído dentro de su pequeña maleta de cuero barato y gastado. Lo demás solo era ropa de poca importancia. Por lo que había podido adivinar, era lo único que había rescatado de su pasado para tenerlo cerca, nunca se separaba de su pequeño mechero plateado que llevaba la inicial de su nombre inscrita en el centro.
            - ¿Cómo lo conseguiste?
            Me miró un momento y aspiró el humo.
            - Es una larga historia. Algún día te la contaré.
            Y se calló. Miró por última vez el mar que estábamos dejando a un lado y giró la vista al frente.

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