lunes, 23 de marzo de 2015

De tu madre (poesía 322)

Te di la vida entera
desde antes de pensarte.
Eso es lo primero que supe de ti.
Después llegaste
del mar,
navegante,
a mi puerto.
Solo soy un puerto más,
aunque fui el primero.
La intención se hizo verbo,
y el verbo se hizo cuerpo.
Y ahora el cuerpo ya es hombre.
Tu sonrisa sincera
me ayudó a construir
la repisa del fuego de mi hoguera.
Te di un nombre
con el cual nombrarte,
porque el amor para amarte
ya te lo había dado antes.
Te di mis noches y mis días,
el temblor de la preocupación constante.
Te di mi ilusión
Y mi esperanza silente.
Incluso te di
alguna cosa más,
porque el corazón de una madre
nunca le dice a su hijo
todo lo que siente
por miedo a impresionar.
Tanto amor abruma.
¿Cuántas tormentas hemos visto juntos?
¿Cuántos días de sol?
¿Cuánta calma chicha
a la espera de un nuevo viento?
Pero el navegante
mira hacia el mar,
busca el mar,
porque es navegante.
Y un día
zarpa hacia otro puerto
en un barquito velero
que le empuja con su viento.
¡Dios, y que bonito es el barco velero!
Sus velas pueden cortar el mar
como la espada de un guerrero.
La vida,
como la corriente del mar,
te trae y se lleva
las cosas que siempre
habrás de amar.
Corazón valiente,
éste es tu momento.
Algún día,
cuando seas padre,
sabrás de lo que te hablo.
Mientras tanto,
imagina, intuye
lo que te cuento.
Porque quiero que puedas entender
todo lo que siento,
todo lo que por su hijo
siente una mujer.
Por eso,
pequeño mío
te digo
que te quiero,
que te quiero
como solamente una madre sabe querer.

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