martes, 14 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (11)



- Soy Isaac, Isaac Pinkel - dijo estrechándole la mano.
            Le miró sonriendo, luego bajó la mirada a la mesa verde y estudió las bolas, detenidamente. Sabía que le observaban, cómo las miradas acababan al final del taco. Estudió las bolas de todas las perspectivas, era una jugada difícil que no solía terminar bien. Se agachó, buscó la postura más adecuada y de un certero golpe de efecto las bolas comenzaron a moverse por la mesa en distintas direcciones indefinidas sin llegar a concretarse en ningún agujero.
            - Hoy no es tu mejor noche, Pinkel - rió Xania.
            - Todavía queda mucha noche, no hay prisa - le respondió Isaac de la misma forma.
            Alrededor de la mesa de billar había tres o cuatro personas, y sentadas en la mesa redonda de al lado otra cuatro o cinco. Todos hablaban animadamente. Era un sitio al que no solía ir mucho, un bar bastante grande con muchas mesitas y un par de mesas de billar donde la gente consumía las horas en una conversación infinita, entre café y café y cerveza y cerveza, con música “new age” y bombillas potentes, los cigarrillos en las manos, lentos, parsimoniosos, sin prisa, consumiéndose y convirtiéndose en ceniza casi antes de ser fumados esperando a que acaben las palabras en las bocas y dejen paso al humo en los pulmones.
            - ¿Cómo has dicho que te llamabas?
            - Isaac, Isaac Pinkel.
            - Perdona, es que no te había oído bien.
            Xania se reía, podía oír su risa desde la mesa donde estaba sentado, cómo miraba a Isaac y después al otro.
            - ¿Y tú? ¿Me has dicho tu nombre?
            - No, no me lo has preguntado.
            - ¿Y cómo te llamas?
            - Esa es una buena pregunta, me llamo George pero todos me llaman Arizoni.
            - ¿Arizoni?
            - Sí, una larga historia. Encantado Isaac.
            - Encantado, pero te toca.
            Arizoni miró las bolas y decidió atacarlas. El lugar estaba separado de la calle por unos grandes ventanales y las miradas iban de dentro a fuera y de fuera a dentro en un cruce de ojos, cuando la vista de uno del otro lado invadía el territorio opuesto y alguna mirada ajena se clavaba en la de uno mismo por un instante antes de desaparecer por la acera. Hammer decía algo, la tenía sentada enfrente y los demás parecían escucharla atentamente. A los demás no los conocía ni de vista. Eran tres, dos chicas jóvenes y un chico de mi edad, habladores, contando historias que nunca había oído de gente desconocida de los que empezaba a dudar de su existencia, personajes de otra esfera circundante a la mía pero exterior y desconectada. Intenté introducirme en la conversación, les escuché y no oí nada dentro de mí y miré a Xania, me miró, sonrió y de dos pasos me acerqué a su lado a ver la partida y sus ojos y su pelo moreno más de cerca.
            -... lo que oyes, el pasado es una evolución del futuro; antes del pasado debe existir el futuro, pues sin futuro no hay pasado ¿Cómo a de pasar el tiempo sin que éste exista? Primero existe el tiempo y mediante el paso del mismo, es decir el presente, evoluciona hacia su forma última, el pasado; primero futuro, luego presente y luego pasado. Tres formas distintas de llamar a un mismo espacio temporal; así de sencillo.
            - ¿Y que piensas del presente?
            - El presente es un espacio transicional, es el espacio de la acción, donde debemos desenvolvernos.
            - ¿Realmente crees que el futuro está escrito? - le preguntó Xania a Arizoni.
            - No, lo que le estaba diciendo a Isaac no es eso; el tiempo no está escrito de antemano, pero tú con tu acción lo vuelves a escribir; no quiero decir que al actuar se cambia el futuro, o lo que hacemos ya está determinado anteriormente, lo que quiero decir es que somos libres de actuar a nuestro libre albedrío y que al actuar escribimos el futuro desde el presente, digamos que es un acto retroactivo hacia el futuro que es necesario para que éste aparezca en su forma más palpable, que es el presente.
            - No te entiendo - le dijo Xania.
            Isaac había clavado los ojos en una bola y parecía que quería levantarla en el aire con la fuerza de su mirada. Buscó la bola blanca y de un fuerte golpe las bolas chocaron sin resultado.
            - ¿Y esa teoría es tuya? - le preguntó.
            - Sí, eso es lo que creo. Puede ser que otro lo piense igual pero yo no lo conozco.
            Xania le miraba sorprendida.
            - Algún día me la tendrás que explicar más detenidamente.
            - Es que no es fácil de explicar, no yo mismo encuentro todas las palabras para explicarlo correctamente; solo es una sensación.
            Isaac se acercó a la botella de cerveza que tenía sobre la mesa redonda contigua y tomó un trago. Volvió a la mesa verde y observó a Arizoni.
            - Me parece una idea interesante - le decía mirándole - es un enfoque distinto a todo lo que había oído. ¿Y cómo has llegado a eso?
            - Si te digo la verdad...
            Agarré la cintura de Xania con el brazo y le di un beso. Ella apenas se inmutó, solo al contacto del calor de los labios pareció reaccionar moviéndose levemente hacia mi cuerpo. Le murmuré algo al oído y se rió diciendo “no lo sé”. Isaac y Arizoni seguían hablando sobre el tiempo, exponiendo sus teorías cuantitativas y cualitativas acerca de a dónde llegaríamos en la evolución. Ninguno parecía darse cuenta de la partida de billar, que anclada en el ostracismo veía cómo los dos individuos se limitaban a golpear a las bolas sin ningún ánimo de disputar la partida.
            La partida se acabó junto con los tiempos muertos, sin saber muy bien quien la había ganado. En la mesa alguien comentaba cómo el grito de Munch se perdía fuera del marco, expandiéndose hacia el espectador abordándolo y penetrando en su interior de una forma que impedía que es espectador pudiera permanecer pasivo y actuara reaccionando frente a la visión del mismo.
            - ¿Quién es Munch? - pregunté acercándome.
            Morla, que así se llamaba el chico, giró la cabeza y en un gesto inconsciente me miró desdeñosamente, luego, reaccionando, cambió la expresión y dijo “un pintor”.
            - Estábamos hablando de un cuadro que se titula así.
            - Ni idea - le respondí - la pintura no es lo mío.
            Nos sentamos los ocho en la mesa y nos quedamos mirando, reposando la mirada intranquila en el de enfrente, observando cómo nos observábamos todos recíprocamente en una foto fija, y tras un segundo Morla continuó explicándoles su concepción de la obra de Munch. Miré a la izquierda, Xania, mi hermosa Xania, escuchando al sujeto y su perorata; miré a la derecha, Isaac y Arizoni conversando sobre el billar; el billar ya no era billar sino una conceptualización de las trayectorias imaginarias; volví a Xania y le sonreí. Todos parecían tener algo interesante que contar, o escuchar, lo que ellos consideraban importante pero que en mi interior no eran más que historias de otra realidad imaginaria que en lo más mínimo podía entumecer mi inteligencia. Miré a Morla, como gesticulaba, abriendo los brazos, cerrándolos, y en un arrebato de sus movimientos me dejé llevar por su descripción y me imaginé mundos pintados de verde y esferas solares de azul, mezclándose, rompiendo los tímpanos del que solo siente el grito que desgarra las entrañas, y me estremecí con un temblor seco y fuerte que provenía del dolor.
            Después de un rato Munch también se aburrió y fue a tomarse unas copas con su grito, cogiendo el abrigo y el sombrero y marchándose asustado, como llevado por un miedo que lo sobrepasaba. Xania y yo también nos levantamos pasado un tiempo y nos despedimos diciendo que había sido un placer y que otro día más y mejor. Nos fuimos y allí los dejamos, viendo cómo una de las chicas comentaba a Hammer los botones de su blusa azul y la otra parlotaba con Isaac, mientras Arizoni mostraba una de sus más espléndidas carcajadas y Morla se fumaba un cigarrillo con el más genuino estilo.
            Fuera el viento soplaba con fuerza; era una de esas noches donde el silbido se escapa de las puertas  y las ventanas y ocupa las calles estrechas y arremolinando papeles y pasos a ninguna parte. Los coches cruzaban con sus faros la calzada y luego se marchaban doblando alguna esquina. En el paseo marítimo apenas nadie miraba el mar paseando, la playa vacía, sola junto al mar, amontonando granos de arena; era una noche de verano donde no parecía ser verano más que por el calendario y los turistas extranjeros.



            La vecina se estaba volviendo a desnudar delante mío, con la ventana abierta, me miraba a mí y luego asomaba la cabeza por la ventana y observaba las estrellas con las tetas contra la repisa.
            - ¿Has visto a la vecina?
            - Sí, sí que la he visto, lo hace muchas veces; primero mira, luego se desnuda y por último vuelve a mirar.
            - Está muy buena ¿saber quién es?
            - Ni idea, solo sé que casi todos los días hace lo mismo.
            - Pues no  la había visto nunca.
            Bormano estaba extrañado y sorprendido, parecía evidente que nunca había visto a la vecina.
            Se volvía a erguir, observaba por última vez las estrellas, nos miraba y luego se metía a la cama apagando la luz. Hacía una buena noche. Por la televisión daban de nuevo “Espartaco”. Kirk Douglas se rebelaba ante los romanos con todo un ejército de esclavos libres. Cambiamos de canal. Unos equipos de fútbol estaban jugando un partido en diferido, en la serie de partidos “grandes encuentros de la historia”. Cambiamos de canal. Unas chicas en top-less lavaban unos coches; cogían una bayeta y jabón y lo dejaban reluciente, enjabonando la chapa, el cristal y sus propias tetas al contacto con el cristal. En el telefilm todos sonreían. Bormano decidió dejarlo aquí porque dijo que le alegraba ver a la gente feliz.
            - ¿Has visto cómo las tiene esa? - me preguntó exclamando.
            - Sí, mejor que Leslia ¿Eh? - le insinué.
            - Calla, que las de Xania tampoco son como esas.
            - Sí, pero son mejores que las de Leslia - pronuncié riendo.
            Los dos continuamos disertando sobre las excelencias de nuestras respectivas parejas por comparación con aquellas del jabón. Como dos buenos fanfarrones mentíamos, exagerábamos los rasgos positivos encubriendo los negativos, exaltábamos su sensualidad, su sexualidad, su potencia, su sonrisa, sus habilidades; tanto las elevamos que hubo un instante en que nos preguntamos si esas eran realmente las nuestras o las de otros y nos dimos cuenta que objetivamente ni se acercaban.
            - Pero el amor es subjetivo, para gusto los colores - dijo Bormano respondiéndome a la última afirmación y dando por terminada la conversación.
            Acabaron las del lavacoches y cambiamos a “Espartaco”. Kirk ya no tenía tan buen aspecto, ahora estaba crucificado en un camino y nadie le ayudaba. El partido de fútbol también había terminado y había anuncios. Bormano dijo que se iba a la cama, que era tarde y mañana sería otro día; me levanté con él y me fui a mi cuarto. Me desvestí y me metí en la cama. Apagué la luz. Isaac no había vuelto, dijo que no volvería hasta muy tarde. Miré el techo y vi una nimia oscuridad que provenía de fuera.




            - Se me hizo tarde y decidí quedarme en su casa.
            -...
            - Es un buen tipo, me gusta como habla.
            -...
            - Vive solo, tiene un piso pequeño; un par de habitaciones, un cuarto de baño, una cocina y un saloncillo bastante cómodo.
            -...
            -...
            - ¿Tú sabes por qué tienen tanto empeño en que sigamos con el camión? No es precisamente lo que más me guste - le decía a Isaac aquella mañana.
            Isaac no contestaba.
            - Tenía unos sofás negros de cuero - contestó finalmente.
            -...
            -...
            Estoy un poco cansado de los baches; mejor dicho, estoy harto.
            Eran las nueve de la mañana y fuera de la cabina el sol ya quemaba dentro parecía que pronto seríamos capaces de encender los cigarrillos con solo sacarlos del paquete.
            - Vimos una película en el vídeo, una sueca, muy buena.
            - ¿Me escuchas? - le pregunté.
            El mar se extendía más allá del último trozo de tierra, serpenteando las curvas de la carretera. Pisé el acelerador.
            - Y tú, ¿me escuchas?
            - Sí, te escucho, pero tú a mí no.
            - Tú no me escuchas a mí.
            Nos quedamos mirándonos, un momento, justo hasta la siguiente curva, donde tuve que desviar la mirada. Nos callamos. Dentro de la cabina un silencio espeso comenzó a ocupar todo el espacio disponible, dilatándose y penetrando en nuestro interior. Todo silencio, incluso el ruido del motor y de los baches y de los amortiguadores y del viento que entraba por la ventanilla parecía formar parte de ese silencio que nos envolvía la mente.
            - Perdona, ¿Qué decías? - murmuró finalmente Isaac - ... sí, creo que lo quieren para algún negocio... Bormano, ya sabes, siempre maquinando en su cabeza.
            Miré de soslayo a Isaac, no le brillaban los ojos como hacía un momento. Me fijé en el espejo retrovisor, no había nadie más en la carretera.
            - Además nos pagan todo - insinué.
            - Incluso la gasolina.
            Poco a poco el silencio fue saliendo de nuestros cuerpos, de nuestra mente, fue empequeñeciéndose hasta que huyó por la ventanilla abierta escapándose a su guarida, dejándonos otra vez solos.
            - ¿Y de qué iba la película?
            Isaac volvió la mirada hacia mí, clavó sus ojos en los míos y se rió.
            - ¿Y ahora de qué te ríes? - pregunté yo riéndome a su vez.
            - De los dos, que no escuchamos ninguno.
            - Bueno, perdona, ya escucharé mejor... si no me aburres mucho - le contesté irónicamente.
            Y siguió hablando, más fuerte, más bajo, otras yo, sin prisas, tranquilos. Por un instante pasamos al lado cruzándonos sin vernos la cara y al recodo de la esquina darnos cuenta del rostro dejado atrás, en el polvo, y después volver sobre los pasos desandándolos a pedir perdón. Volvió a describirme la casa, su sofá negro, la película sueca, mientras el sol subía y subía tostándose en el cenit mientras comíamos en algún restaurante a la puerta del asfalto para volver a bajar.
            - ¿Qué piensas hacer con el dinero?
            - Poca cosa, la verdad es que no tengo ese problema, no tengo dinero. Con lo que saco de esto no me lleva ni para porros. De todas formas no tengo prisa, vamos tirando; además, pagándonos como nos pagan todo ¿de qué podemos quejarnos? Así algo ya ahorraremos. Seguro que cuando Bormano empiece de verdad nos haremos de oro.
            - ¿Tú crees?
            - Bueno, eso espero...

poesía 280



El mar puede esperar.
Las olas siempre vuelven
para llevarnos con ellas.
El mar trae las olas
y el tiempo las horas
que nos hacen caminar.
Un camino que se mueve por ondas,
una expansión continua a intervalos
más intensa que a veces
despierta al alma del letargo más profundo
y que la trae del abismo más lejano
para acercarse hasta la orilla de tu sombra.
Y es tu aroma la piel que me cubre,
tu boca la miel dulce que alude
y da sentido al sustantivo que me nombra.
¿Cuánto durará?
¿Saben los sabios la medida exacta de las cosas?
No.
No lo saben.
También ellos se equivocan.
Tabaco y té,
café con leche fría
mientras me miras besarte
en tu mejilla de papel,
después el trazo se muestra diferente.
El mar puede esperar,
no hay prisa.
Las olas siempre volverán
con su prisa
para llevarme con ellas a solas.

lunes, 13 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (10)



La política solidaria se insinuaba más complicada y más cara de lo que en un primer momento el entusiasmo popular por las ayudas hubiese querido decir. El máximo representante internacional volvía en distintos planos a la pequeña pantalla, su cabeza, su cuerpo, sus guardaespaldas. Las cifras no mentían y los países tendrían que hacer un gran esfuerzo para lograr el objetivo.
            - Pásame el queso.
            - Ya casi no queda.
            - Da igual, el queso está para comerlo.         
            El desmoronamiento del comunismo, el cerco unificador que había constituido se hundía irremisiblemente sobre sí mismo, las nacionalidades volvían a despertar ahora que el gigante de piedra no podía seguir siendo lo que había sido. El mundo cambiaba, nadie dudaba que un nuevo orden mundial estaba apareciendo; el tipo de la corbata azul marino que presentaba el telediario tampoco.
            - Pásame la mostaza.
            - ¿Y para qué quieres la mostaza?
            - Para echarla encima del queso.
            El telediario seguía dentro del cajón de plástico. Desde fuera las noticias no parecían noticias, solo anuncios de la realidad, de una parte de la realidad. El banco azul estaba vacío. Las ventanas también estaban vacías, solo alguna luz ocasional que a veces se encendía, o se apagaba, en la habitación de las gentes de enfrente daba constancia de su existencia. Llovía.
            - ¿Has traído las galletas?
            - No.
            - ¿No las has traído?
            - No.
            La lluvia se oía fuera, golpeando contra el cristal como un sin fin de pequeñas campanitas infinitesimales. Un par de personas pasaban enfundadas en sus abrigos bajo la farola de la esquina y desaparecían doblándola. El respaldo del viejo sillón giraba entorno de mi espalda y me ataba a él; permanecía hundido en los viejos muelles casi destrozados mientras observaba el agua en la ventana.
            - No hay galletas.
            - ¿Has mirado bien?
            - Sí, seguro, por todas partes.
            - ¿Te has comido todas las galletas? - me preguntaba Yerkari mirándome.
            - No, no me las he comido.
            De hecho no había galletas hacía días, nadie se había acordado de comprarlas, o nadie había querido hacerlo. A mí las galletas no me gustaban mucho, era Serban y Bormano los que se las comían todas. La vecina de enfrente se había olvidado de cerrar las cortinas, otra vez se desnudaba delante nuestro y me miraba; luego sonreía. Le gustaba mostrar su cuerpo; lo hacía lentamente, primero se quitaba la falda, su falda corta y negra, luego la camisa gris, más tarde el sujetador negro y finalmente, distraídamente, se quitaba las bragas. Se contorneaba de forma parsimoniosa, sabiendo que su hermoso cuerpo atraía la mirada y la atención, el deseo reprimido y subconsciente de voieaur. Sonreía y cerraba las cortinas. Xania aparecía después, por detrás del recuerdo del deseo del cuerpo de aquella mujer extraña y me decía al oído que yo era suyo, y que nadie más me podría tener.
            La economía crecía por debajo de lo previsto, la crisis apretaba. Nadie dudaba ya de que costaría salir de ella más de lo que en un principio se pensaba, un economista opinaba que era un punto crítico de inflexión dentro de un ciclo largo que se venía prolongando hacía tiempo. El paro subía. El empleo bajaba.
            Serban estaba metiendo el dedo dentro del bote de la mostaza, luego lo sacaba y se lo lamía, con la lengua fuera de la boca. Yerkari también le lamía el dedo, luego la lengua. La lluvia seguía fuera como el personaje fantasma de la habitación, solo su sonoro murmullo, que luchaba por meterse aplastando el cristal, aplastándose contra el cristal. Serban y Yerkari hacían traje con sus manos pareciendo un solo cuerpo y un solo beso, vago modelo de Rodin. El sillón me envolvía, busqué el último cigarrillo del paquete, lo encendí, aplasté el paquete y lo dejé sobre la mesa. Mala noche, noche escasa, poca noche. Yerkari y Serban se habían vuelto a ir a materializar su amor de hombres entre las cuatro paredes que lo cobijaban. El telediario se había marchado como había venido dejando paso a una película de serie B, donde todos saben que el bueno será capaz de matar a todos los malos antes de irse con la chica rubia. Esta película ya la había visto. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Cambio de canal. Ya no quedaban más canales ni nadie más en la habitación aparte de mí. Cogía el mando a distancia y dejaba la película del primer canal, donde el bueno ya había matado a la primera docena de malos. El cigarro se estaba acabando sobre el cenicero lleno de ceniza y Xania volvía sobre la pared que es el cristal, sonriéndome, solo su cabeza, su boca, para decirme que me esperaba en alguna parte. La película siguió y esta vez la televisión no se acababa nunca arrastrándome dentro como uno más de los noctívagos que no dormían esperando en la antesala del sueño a que pase el recaudador de impuestos.
            La puerta se oyó sigilosamente y al girar la manilla Isaac mostró su cabeza. Volvía de fuera, de la lluvia, de la calle de algún bar donde se había quedado tomando una cerveza con un tipo extraño con barba y sandalias oscuras.
            - Llueve.
            - Ya me había dado cuenta.
            - ¿Y los demás?
            - Bormano fuera; Yerkari y Serban en su habitación.
            - ¿Qué ves?
            El héroe besaba a la chica justo antes de los títulos de crédito; la película había terminado sin darme apenas cuenta.
            - Era una película, se ha acabado.
            Miró la televisión, los artículos de venta por televisión se habían colado por detrás y ahora un tipo melenudo anunciaba “Sibit, el crecepelo caído del cielo”.
            - ¿No vienes a dormir? Es muy tarde y mañana hay que llevar el camión, hay chatarra que llevar.
            Me observó y luego sin decir nada más se marchó cerrando la puerta tras de sí, oyéndose sus pasos al discurrir del pasillo y al abrir la vieja puerta de su habitación, nuestra habitación, luego el silencio vino a hacer compañía al tipo melenudo de los crecepelos y por lo que decía era milagroso.



            Bormano se traía algo gordo entre manos, comía mucho y hablaba poco. Bormano siempre comía poco y hablaba mucho y el hecho de que transgrediera sus propias leyes era a causa de su nerviosismo; bien era cierto que no lo solía estar muy a menudo pero cuando lo estaba siempre engordaba un par de kilos o tres. Se le veía entrar y salir sin apenas tiempo como quien lleva al diablo detrás. Lio Lin venía más a menudo y al poco rato se marchaba con Bormano. Parado delante de la televisión se pasaba horas, esperando, y si la espera acababa y no sabía qué hacer volvía a la televisión y comenzaba una nueva espera. Debía ser muy gordo, inmenso, para que hubiese engordado dos kilos en cuatro días. Isaac le dijo “cuidado, estás engordando” y él le respondió “es cuestión de metabolismo, ya sabes”. El banco se pintó de verde, el banco rosa y luego azul ahora era verde porque alguien pensó que quedaba mejor con la estación, que solo era temporal y más tarde ya se pintaría de otro color. El olor se quedó un par de días y luego se marchó. Después de lo del banco tocó limpieza y la cosa, como cada vez cada dos meses, olía a limpieza, ese olor fresco que hace que respirar cueste menos. Muchas noches Bormano no volvía a casa y se quedaba a dormir fuera, unas en casa de Leslia, otras en casa de Lio Lin y otras no se sabe muy bien dónde.
            Un día vino con el pan y una bolsa de papel y dentro de la bolsa una gran cantidad de dinero. Lio Lin y él hacían buena pareja, lo celebramos todos esa noche por todo lo alto y no faltó nada en el banco verde. Aquel dinero ayudó a mejorar la situación de la casa; apareció una nueva televisión, una preciosa y gran televisión, última generación de televisores, y junto a ella un hermoso vídeo, donde a partir de entonces las noches fueron más largas. El frigorífico siempre estaba lleno y la buena comida se hicieron compañeros habituales de la mesa. Isaac y yo no teníamos que pagar nada, Bormano se hacía cargo del gasto, decía que no sabía muy bien que hacer con él, que nosotros trabajásemos con la chatarra que algún día necesitaría el camión para llevar todo el dinero que ganase, y luego nos miraba serio y se reía y nosotros con él. Yerkari y Serban, que hasta entonces habían ido por su cuenta, se juntaron con Bormano y Lio Lin en el negocio. la vida seguía igual, pero con más dinero. Por la casa empezaron a aparecer más cosas, nosotros ya solo teníamos que encargarnos de conducir el camión y dejar que ellos hiciesen el resto; incluso la gasolina de mi viejo trasto pagaban llenándome el depósito; decían que todo era una inversión a medio plazo.

sábado, 11 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (9)



Un día apareció por casa un tipo llamado Lio Lin. Era un chico joven, poco más de veinte años, de ojos rasgados y piel amarilla, de padres emigrantes asiáticos que se habían asentado en Martaux hace bastante tiempo. Lio Lin apareció por la puerta y se sentó en el banco azul. Detrás de él llegó Bormano diciendo que era un amigo que había conocido y que se quedaba a cenar. Nos sentamos todos en la mesa y alguien hizo unos cuantos huevos fritos para cenar. Luego Lio Lin lió unos porros y comenzamos a fumar. Serban también lió más y al final acabamos todos en la niebla.
            Lio Lin empezó a aparecer más a menudo por casa, Bormano tenía algún negocio entre manos con él y surgían y se desvanecían como las olas, siempre uno detrás del otro, salían y entraban dejando la puerta abierta. Lio Lin jugaba mal al billar, lo suyo era el ajedrez; se sentaba en la mesa frente a Serban o Yerkari y los machacaba invariablemente. Solo Isaac le hacía algo de sombra. Se sentaban ante el tablero y pasaban horas, luego se levantaban y se iban a vender la mercancía. Una noche acompañé a Lio Lin y a Bormano a colocarla; habían cortado el speed con algo que no sabía muy bien qué era, aunque a pesar de ello mantenía parecida cantidad. Primero fuimos al “Trikis”, aquel bar donde fuimos en Viernes Santo cuando Xania había acabado por mostrarme sus caderas. Había menos gente que en la anterior visita. Fui a la barra y pedí tres cervezas, las pagué y me acerqué al futbolín, donde tres individuos hablaban con Lio Lin de forma antinaturalmente natural. Lio Lin buscó con la mirada a Bormano, Bormano con las manos en los bolsillos, la bolsita blanca que sacó a la mirada de los otros y los billetes de los otros la mano de Lio Lin. El círculo de la vida se había cerrado en dos segundos. Se dirigieron unas palabras más y se fueron. Bormano comenzó a liarse un porro. Fuera las noches claras de Mayo ocupaban ya las calles y las chaquetas olvidadas comenzaban a amasar polvo en los armarios. Lo encendió y me lo pasó. Aparecieron otras dos personas. Las manos en los bolsillos, la bolsita blanca, los billetes, las otras manos, un par de palabras, adiós. Acabamos las cervezas y nos fuimos del “Trikis”. La noche fue una ronda  de bares del mismo modo, entrar, pedir unas cervezas, comerciar, acabarnos las cervezas e irnos; diez o doce sitios recorridos cruzando unas pocas palabras y unos cuantos billetes. Lio Lin era generalmente el que la colocaba. Jugamos algunos billares y nos perdimos en la noche de una discoteca subterránea, traspasados de rayas y de alcohol, hasta que el sol del mediodía apareció y llegamos para comer a casa.
            Estuve durmiendo quince horas, casi toda la tarde y toda la noche hasta el día siguiente cuando me levantó Isaac para conducir el camión. Había sido un fin de semana color gris, una de esas noches donde al acabar te das cuenta que por medio de ella no ha habido nada, excepto una parte de tu tiempo malgastado. Cuando me levanté todavía tenía ausente la cabeza y no había retornado del lugar donde la había dejado el Sábado. Isaac me dijo que se había quedado en casa, solo, y que Xania había preguntado por mí, le había dicho que podríamos salir a dar una vuelta el Domingo y que pasaría por su casa. Me olvidé, me quedé dormido; ahora tendría que ir a disculparme a su casa. El fin de semana se estaba volviendo más oscuro. Lio Lin era un tipo simpático pero de poco fondo, demasiado pragmático, no veía mucho más allá de la utilidad o la inutilidad de las cosas, del provecho que se podría obtener de las acciones ejecutadas. Aquel Lunes, mientras conducía y llenaba el camión de chatarra, mientras Isaac hablaba y hablaba dilatándome la cabeza aún no encontrada, seguí soñando despierto con los labios de Xania sobre mi piel y cómo estos me besaban una y otra vez hasta quedar exhaustos. De vez en cuando, de repente y rebelde, alguna imagen del Sábado noche se colaba sin permiso y ensuciaba la conciencia, produciéndome hasta un extraño dolor de cabeza emanado del recuerdo.



            Xania me perdonó, quizás el hermoso ramo de flores le ablandó el alma, y para cicatrizar heridas decidimos ir el fin de semana al monte de acampada, los dos solos, en medio de la naturaleza. El día salió con su mejor traje, nos montamos en el coche, arrancamos, y nos fuimos a ciento cincuenta kilómetros de Martaux, a un sitio que Xania conocía de alguna otra acampada. Era un sitio hermoso, rodeado de grandes árboles de corteza oscura, con un pequeño río a cien metros de la tienda de campaña, donde todavía, y excepcionalmente, algún pequeño pez se dejaba ver. Montamos la tienda, una pequeña tienda gris con forma de iglú, y nos dispusimos a pasar allí el fin de semana.
            - ¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Cómo te voy a decir que me quedé dormido porque estaba cansado?
            - Y yo mientras tanto esperando sola en casa, hasta que fui a tu casa y te encontré durmiendo.
            - ¿Y por qué no me despertaste?
            - Porque Isaac me lo contó y me distes pena. No puedo estar por ahí con alguien que se duerme en los sitios.
            Por lo visto el ramo de flores no la había ablandado el alma ni había cicatrizado ninguna herida. Le miré y la besé tiernamente. Poco a poco, la expresión hierática fue haciéndose más dulce hasta que su boca se humedeció y me envolvió, olvidándose de la anterior discusión. Pensé en las caderas que sentía cerca, en las curvas que se entrelazaban a mi cuerpo como la música al oído, la música que yo quería escuchar.
            - Con un beso lo perdono, pero no lo olvido - me susurró Xania al oído, soltándose de mis labios - Vamos fuera, te quiero enseñar algo.
            Se levantó y salió fuera. Me quedé sentado mirando el interior del iglú, lo pensé, me levanté y salí fuera detrás suyo; deseaba tener su cuerpo ahora, pero tendría que esperar a otro momento.
            Era el inicio del riachuelo que pasaba cerca de la tienda; el agua nacía desde unas rocas grises pulidas por el paso de los años y daba varios saltos hasta llegar a una pequeña laguna escondida entre los árboles que la rodeaban. No era fácil llegar hasta allí; habíamos tenido que dejar el camino y seguir entre algunos matorrales. El sol llegaba tímidamente a través de las ramas altas de los árboles, que dejaban traspasar solamente la luz, no los rayos solares que se intuían fuera. El sitio estaba en sombra y no hacía calor; era un sitio donde debido a las circunstancias que lo rodeaba se convertía en un micromundo alejado de todo lo circundante, lo que lo hacía ser diferente y especial. Xania me besó. El agua corría lentamente, el agua cristalina y transparente que nos mostraba la frescura que nos llegaba a la piel y nos hacía respirar hondamente. Xania buscó a tientas los botones de mi camisa y sin dejar de besarme comenzó a desabrocharlos, uno a uno, despacio, mientras podía sentir el frío que penetraba sin concesiones.
            - ¿Aquí? - le susurré al oído.
            - ¿Y por qué no? - preguntó.
            - Hace frío, alguien podría vernos...
            - Cállate... - musitó soltando el cinturón de mis vaqueros.
            Todo lo demás vino por la inercia. Recuerdo que el agua estaba más fría de lo que en un primer momento parecía, pero que una vez dentro el cuerpo se amoldaba a la temperatura produciendo hasta un cierto placer. La ropa tuvo que esperar fuera, tumbada sobre la hierba observaba cómo el agua se mecía al compás del movimiento de nuestra danza en la laguna, mientras fuera el mundo debía seguir girando ininterrumpidamente. Al final, todo acabó en un último envite en medio del agua besándonos y abrazados como dos pobres desesperados con miedo a la separación que en algún día futuro nos esperaba. Luego salimos de la laguna y nos tumbamos en la hierba, desnudos, secándonos y riéndonos de nuestros propios cuerpos y nuestras propias ilusiones, y cómo aquello que hace un momento había sido tan grande ahora descansaba escuálido y encogido entre mis piernas.



            Xania se estaba liando un porro más. La noche hacía tiempo que había caído y dentro del iglú una espesa niebla ocupaba todo el espacio disponible. Una linterna daba la luz necesaria para ver los rasgos del otro y poder liar los porros. Mi mano jugaba con el pelo moreno y rizado que caía por la espalda de Xania, a cascadas, descansando sobre la camiseta blanca.
            - Enciéndelo tú.
            - ¿No quieres fumar? - le pregunté.
            - Ahora no.
            Lo encendí y callamos. La vieja radio que habíamos traído murmuraba una canción triste y lejana, y en sus curvas me metí y me perdí, en las curvas que me llevaban a aquellos sitios donde nunca estuve y que ahora veía en mis ensoñaciones de nieblas, sobre las aceras, las cloacas, en los rincones recónditos y escondidos donde podía mirar las fábulas del amor y del odio, y los perros callados, arrastrados, sin piel, que buscan carne para seguir alimentando pulgas; caminé tropezándome entre los bultos difusos que alguien dejó tirados y olvidados, entre los días que iban y volvían de aquí para allá del futuro al pasado y viceversa en una constelación alucinógena que se derretía en el hielo, vaga imagen del frío, que nublaba el más allá; busqué a tientas el límite de las curvas que me rodeaban aislándome de fuera indiferencia blanco que no podía sino decirme tal vez y evaporarme con ellas en alguna fabulación de otro; derrapando mi cerebro en ellas después de haber terminado de pensar la idea, y no querer, en todos aquí vi la luz del porro y las curvas más tarde para ser tú la más bella, no por otra forma sino solamente por tu sonrisa de ángel caído, y allí juntarnos los dos en mi sueño azul de la inocencia arrastrado por las paredes de tu blues silbante en tus labios de besos, como el humo que se va delante mío espectro hacia la canción de cuna de la radio que me espía y me vigila detrás de ese que no sabe más que de lo escondido en la arena de la tienda de campaña bajo las estrellas de verde soledad acompañada.
            Las canciones se fueron con sus curvas para dejarme con sus ojos. Me miró y me besó, con unos besos rozados por la mejilla del otro en señal de cariño. Puede sentir su piel un momento, solo un momento antes de que se acostara a mi lado y se durmiera plácidamente, lentamente, con esa forma característica de la paz interior del que descansa tranquilo consigo mismo. La veía dormirse mientras yo seguía liando y mirándola y arrastrándome por los rincones de la nueva canción. Intenté mirar la realidad por una rendija, pero fue imposible, así que volví sobre las curvas y allí navegaba yo al lado de mi ángel de la guarda que dormía sobre las olas de la noche. Sentía el peso sobre el punto de apoyo que era ella, tan pequeño y tan robusto, de cuerpo tan frágil como la caricia de su tacto, y sentí el miedo de poder perderlo y tambalearme de nuevo en la inquietud intrínseca de mi personalidad descarriada. Por delante y por detrás; solo en medio había algo que podía tocar y era ella. Le murmuré  “pequeña mía” mientras volvía a hundirme en el más negro de los cielos que podían cobijar a mi corazón, y allí estábamos todos, viajando dentro de un cenicero encima del mundo, rodeados de colillas y ceniza gris entre la ropa  y nuestra piel sucia de todas las mentiras consagradas al becerro de oro que nos iluminaba pasado olvidadizo lleno de miedos blancos y risas prontas de su inocencia olvidadas y anheladas ahora para ser más feliz aquí entre lo que yo más quiero. Busqué a través de sus ojos cerrados la verdad de sus pensamientos y lo cierto de sus sentimientos, pero no pude saber nada; sonreía tan hermosa en su sueño que parecía no ser de este mundo, acaso de otro. Volví a intentar ver la realidad por  otras rendija, pero de nuevo se me escapó la oportunidad volviendo a sumergirme en la omnímoda canción que me rodeaba y me ahogaba progresivamente, poco a poco pero sin interrupción. Luego la niebla se volvió espesa como un pastel de chocolate mientras la luz de la linterna iba desapareciendo por culpa de las pilas desgastadas que ya no daban más de sí; y la miré por última vez susurrando su nombre. Entonces la canción acabó de rodearme y en un esfuerzo supremo me estranguló y desaparecí lejos.