martes, 18 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (29)



Estaban reformando la ciudad, en distintos puntos de la ciudad se veían caer y levantar edificios de tal manera que en pocos meses varias fachadas cambiaron de color y tamaño. A las afueras también estaban construyendo. Sin embargo, aquí era diferente. Casas sin fachada engullían un campo que antes verde ahora gris hacían más enorme una ya de por sí enorme masa de cemento y ladrillo. Eso era lo que había oído alguna vez por ahí, porque según me dictaba la memoria debía hacer mucho tiempo que no salía de Ezer ni de las cuatro calles por las que había acabado moviéndome. La puta seguía trabajando, a veces, y otras solo enseñaba la media por debajo de una minifalda que apenas cambiaba de tela, solo de textura, el discurrir de los días y el camino recorrido gastaba al mismo buzo continuamente arrugado y pretendidamente alisado por una mano cansada de hacer el mismo movimiento.
          Me miré las zapatillas y habían cambiado, ya no eran de color azul, ahora eran marrones. Llevaba una temporada lloviendo y las calles tomaban una pequeña capa gris formada en la mezcolanza de polvo y humo. Como por arte de magia Isaac tenía una botella llena de un licor transparente y extraño. De mano en mano la botella se veía disminuir por momentos. Fuera del portal veíamos caer la lluvia; no hacía frío, pero la humedad del ambiente penetraba un poco en los huesos. Por suerte, aquella botella ayudaba a pasar el rato más agradablemente.
          -... chino lo mato. Nos vendió el hijo puta. No sé por qué lo pudo hacer, algo tendría que tener con la policía.
          - No le des más vueltas. Todo aquello ya pasó.       
          - Sí, pero si no hubiese pasado eso todavía podríamos estar ahí, y no aquí comiendo mierda.
          - No le eches toda la culpa. Algo también tuvimos que hacer para llegar aquí. El chino solo colaboró para que llegásemos antes.
          Me miró.
          - No me mires así y pásame la botella. Nadie nos mandó meternos en todo eso. Acuérdate que podíamos haber seguido con la chatarra y nada de esto hubiese sucedido.
          - ¿ Y cómo le hubiésemos dicho a Bormano que no? ¿ Acaso teníamos opción para decir lo contrario? Sabes tan bien como yo que no podíamos decirle que no. Además, bien te gustaba a ti también la buena vida, no dar un palo al agua y vivir como Dios.
          Para que negar lo evidente. Tenía razón. Pero visto todo desde este momento cualquier otra situación parecía más positiva. Ver la lluvia desde un portal no era uno de los sueños que había tenido, sobretodo si no podía cruzar la puerta que nos cerraba el paso hacia dentro.
          - ¿ Qué estás escribiendo?
          - Cosas...
          - Estas siempre escribiendo y nunca me dices de qué. Antes por lo menos me leías algo. No es que me gustase mucho, ya lo sabes, pero había cosas entretenidas.
          - Ese no es tu problema - respondió dejando caer la mirada sobre la rueda trasera del coche rojo que atravesaba la calzada, llevándose la vista con él.
          - ¿ Sabes una cosa? Estoy empezando a hartarme de ti. Estoy aquí y lo único que haces es darme por culo. Eso no, que más te gustaría. Solo sabes hacerte el mártir y echarle la culpa a todos menos a tu jodida persona. Te crees Dios en el retrete y no tienes valor para tirar de la cadena.
          Me levanté y me marché, quedándose con la botella y la carpeta. Había empezado a llover más fuerte y lo único que quería era dejar a ese tipo lo más lejos posible. Realmente ya me estaba cansando, yo estaba con él porque no quería verlo así y lo que recibía a cambio era ingratitud por su parte. Me daba igual que me leyese o me dejase de leer todo aquello, pero lo que me sacaba de quicio era que nunca me diese nada, a mí, que lo había soportado durante todo aquel tiempo solo por el mero hecho de que lo consideraba mi amigo. Pero ya también tenía un límite, vaya si lo tenía, y cuando llegaba a él ( cosa complicada por otra parte) me era muy fácil cruzar la frontera y no mirar atrás. La calle me era tan propia y ajena al mismo tiempo que solo el reflejo en los escaparates me recordaba que seguía estando allí, caminando apresurado hacia delante medio borracho sin dirección alguna aún prefijada, porque lo importante es ese momento no era el dónde sino el cómo, y para eso solo bastaba con poner en marcha los pies rápidos, ya se pensaría más tarde lo otro. Dibujé la cara de Lio Lin en la memoria, su mano al mover las fichas de ajedrez, el peón, el alfil, el rey, y su cara antes de ver a Yerkari en el suelo. No. No era él el culpable de nuestra desgracia, muchas horas pensando en ello me decían que él solo era una pieza más de este puzzle enrevesado que nos habíamos puesto a destrozar, como si la fuente de todas mis desgracias fueran obra del maldito chino, a saber qué sería de ese pobre desgraciado. Quizás después de todo no le fuera tan mal por ahí y nosotros solo estábamos pagando parte de su libertad a cambio de la nuestra. Después de todo ahora eso era lo menos importante, lo importante ahora era encontrar la solución a la duda que me albergaba. El suelo comenzaba a acumular charcos de una manera informe aquí y allá cobrando las baldosas en algunas partes un brillo extraño por efecto de la luz. Parecía bastar un solo momento para que todo aquello desapareciese de repente.




          Casi como sin quererlo, ciertos detalles, que solo se observan como tales con la perspectiva temporal, volvieron poco a poco más a menudo hasta mí desde un espacio que debía haberlo olvidarlo dentro de algún bolsillo roto. Especialmente persistentes se hicieron los de los platos que hacía mi madre y los días de otoño, cuando la luz empieza a decaer y dura menos. Sería aquel día, comiendo el arroz que tenía delante mientras miraba a María, mi Chuli, que el recuerdo de otro plato de arroz se hacía tan inamovible que parecía que siempre hubiese estado allí, sin otro motivo que el de unir ese momento a éste por arte culinario. La falda era larga, y verde, suave supongo, y pienso que tímida. Aquel día el arroz me volvía nostálgico pese a estar el sol alto y con prestancia a través de la ventana, allí en el cielo. María me miró durante un par de segundos, y en el cruce de miradas me sonrió amistosamente, diría que hasta de forma tierna, para después desviar la vista hacia el suelo o un poco más abajo. Yo la seguí mirando, como casi siempre, conformando mientras tanto el conjunto de los elementos que hacían del recuerdo del plato de arroz un todo compacto. y no sé si por querer comerme el recuerdo o simplemente por hambre me levanté para repetir.
          - ¿ Puedes echarme un poco más?
          - Por supuesto. ¿ Cuánto quieres?
          - No sé... un poco más.
          María llenó medio plato lentamente.
          - ¿ Más?
          - No, gracias. Así está bien, María. - Y me volví a la mesa.
          No me di cuenta al decirlo, sin embargo la Chuli sí. Al volverme a sentar y volverla a ver todavía me miraba con cara extrañada preguntándose cómo podía yo saber su nombre. De todas formas después de la mirada solo el silencio siguió y no me preguntó nada. Volví al arroz con nuevos bríos. También en la memoria apareció un muslo de pollo de hace muchos años, tantos como cuando la Chuli me quería como solo lo sabe hacer una niña cuando empieza a querer entender que es eso de querer a otra persona de un modo diferente del que ha experimentado hasta entonces. Ahora ni siquiera me reconocía, curiosidades de la vida. Probablemente Xania si me viese ahora no quisiera reconocerme tampoco. Terminé el arroz y me marché sin esperar al segundo plato, quería sentir la luz que afuera el sol prometía. Hoy la ciudad parecía más pequeña y el aire más limpio, cosa extraña, la gente también parecía más lenta y menos ruidosa, cosa aún más extraña. ¿ Estaría el tiempo yendo más despacio? ¿ Se estaría muriendo la ciudad, acaso haciéndose más diminuta? Había algo en la atmósfera que detenía la acción, se podía oler en el ambiente. ¿ E Isaac? ¿ Dónde estaría? ¿ Qué haría? ¿ Iría él hoy también más lento, más aún de lo habitual, acercándose cada vez más a la estatua clásica de un Dios caído?


poesia 284



¿Perder la fe?
Mi pensamiento lucha por su intangible.
Deseando mi tacto su contacto deseado
duda sin querer la confianza
en la meta de aquello más amado.
Mi pie inspecciona el terreno.
Mi labio el viento que acarició tu mano.
La conciencia el cemento
que revoque el muro quebrantado.
A veces pienso acerca de mí mismo.
Los sueños, los anhelos, los problemas
del camino elegido en el mapa,
el eco del lenguaje
que modula el concepto;
la voz que quiere cantar
el detalle del sentimiento más callado.
Puedo perder la fe.
Puedo perder a Dios, la sonrisa.
Puedo perder el amor de una mujer.
La creencia como dogma
doma la paciencia que espera
silente la llegada del objeto inalcanzado.
Pienso en el tiempo que esculpe mi acción,
el fluir de su transcurso.
¿Es el tiempo un puñal en mi costado?
Entretenimiento existencial,
asumo la duda razonable
del límite del saber humano;
asumo la particularidad de la perspectiva propia.
Por ahora, sueño en la esperanza.
Y si mañana pierdo la fe en todo
caeré muerto al lodo,
(caminar ya significa creer en algo)
mi voluntad habrá dejado de existir,
y el amor que encendía mi ilusión
me habrá y habré olvidado.

lunes, 17 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (28)



- ... una escalera. La necesidad que nos proviene del exterior puede convertirse en una espiral que indefectiblemente circunvalará al individuo formando en consecuencia un espacio propio demandante muchas veces de elementos superfluos que sin embargo acaban considerándose indispensables. Así también en el arte las corrientes de la moda estructuran su fisonomía a partir de ciertos pilares que durante un tiempo parecen inamovibles y cuanto menos imprescindibles, pero que más tarde van volviéndose sustituibles e incluso nocivos para la expresión contemporánea. Consecuentemente, anclarse en “lo nuevo” no es más que agarrarse al pasado por anticipado, lo que inevitablemente es condenarse al ostracismo posterior. Por ello, hay que buscarse dentro, explorar el espacio recóndito interior donde poder hallar la originalidad, es decir, la vuelta al origen, al verdadero origen que es el de la creación, hallazgo solamente posible en lo más íntimo de cada ser.
          - ¿ Y qué quieres decir con eso?
          - Nada, solo eso.
          Dejó de acariciarme la mano por debajo de la manta. Levanté la vista hacia los altos edificios de enfrente y después la volví a bajar hasta el suelo. Algún coche cruzaba peregrino por la calzada. Era la hora de comer y las calles parecían más vacías, quizás solamente visión óptica ilusoria en una ciudad donde nunca nada estaba vacío, acaso las cabezas de algunos. Un tipo rápido se tocó ligeramente su corbata amarilla con los dedos, se atusó el pelo con un gesto mecánico y continuó su camino. Aquel día había aparecido soleado, un hermoso día de primavera donde la luz caía sobre los tejados derramándose, me levanté y comencé a andar por esa acera que ya conocía tan bien. Al final de la calle vi a la puta de siempre ¿Dónde podría estar si no? Ahí o arriba, y siguiendo más adelante el escaparate de juguetes, donde el osito de peluche azul permanecía sin venderse. Doblé otra esquina y a través del cristal miré el billar del fondo, un tapete verde viejo rasgado por algún aprendiz inexperto me trajo a la gastada memoria de tanto utilizarla todavía un viejo recuerdo medio oxidado donde unas bolas entraban y otras no perfilando en la penumbra la figura recortada de dos mujeres que miraban  desde un rincón algo parecido a dos extraños. Giré, crucé, y seguí, perdiéndome en la continuación de los infinitas líneas de las baldosas que alargaban la calle aún más lejos de la esquina de una forma mentalmente imaginaria, hasta alcanzar la otra orilla. Acabé por llegar a una pared llena de ladrillos viejos. Ladrillos rojos. Ladrillos verdes. Ladrillos azules. Y muchos más. Ladrillos y colores. Cada ladrillo de un color y todos juntos un espectro caleidoscópico. Todavía faltaba algún ladrillo por ser pintado, pocos, todavía de un rojo ennegrecido por la suciedad que había acabado matizándolos. Algo parecía moverse rápidamente, más concretamente, un brazo con una mano agarrada a una brocha parecía moverse frenéticamente, casi con miedo, sobre un par de ladrillos aún no revestidos de pintura, giró los ojos y me miraron desde su lejanía, luego siguió a los suyo. Yo le observé unos segundos, intentando recordar donde había visto aquellos ojos.
          Me marché por donde había venido, pensando volver al cabo de unos días para ver cómo cuadraba la obra a su finalización. Dirigí mis pasos por cualquier otra calle. Es cierto, me gusta caminar, y el sol casi siempre es buena compañía; prefiero la compañía de su calor que a la de casi cualquier otro posible compañero, y aunque a veces pueda resultar un elemento demasiado presente, suele ser una caricia para la piel y para el ser que anida dentro. El sol anima el espíritu y lo alegra, y aunque en principio puede parecer solo un tópico prefiero sentir las cosas con el brillo del tecnicolor que con el mate de la penumbra.
          La puta de la esquina ya no estaba, miré de reojo donde solía estar de pie, callada y aburrida, esperando, y al no encontrarla con la vista la eché de menos porque en la esquina la sentía un poco mía, un poco hermana, un poco como yo y casi amante platónica en esa lejanía son palabras de diez metros que nos separaba, eso y los mil duros que necesitaba en el bolsillo para acariciar su pierna por debajo de la minifalda.
          Aquel día me sentía bien. Era un día igual que el anterior y probablemente igual que el siguiente, sin ningún motivo para tener una actitud más positiva que lo normal. Era algo estúpido, pero me sentía a gusto ¿Qué más podía pedir? Decidí dirigirme hacia el comedor de  siempre, todavía podría llenar algo el estómago que ya empezaba a hacer su llamada característica. Me extrañó sentirme a gusto, me extrañó porque casi se me había olvidado cómo era aquello, sabía que era un espejismo que en cualquier momento podría desaparecer y por eso precisamente quería saborearlo mientras durase. Este hecho puede producir dos efectos diferentes y contrapuestos; de una parte la misma percepción del hecho y saber que es una ilusión romperla e introducirte en un estado más negativo que el que se tenía en un principio, y por otra reforzar aún más la sensación como quien apura la última mirada de atrás. Pero éste era un buen día y la sensación siguió durando intesificándose. El pantalón no estaba muy sucio y la camisa no olía mal, acerté mis pasos sobre la alfombra que pisaba y siguió hasta el final de aquella puerta donde acababa el camino y empezaba el recinto conocido lleno de mesas y hambrientos. Entré. Una mirada al amplio espectro de las cabezas me bastó para comprobar que ya había poca gente, que la comida sería del todo silenciosa. Busqué a alguien con quien hablar a gusto. Nadie. Por lo menos nada me molestaría la tranquila manduca. ¿ Y por qué no? Bien pensado era preferible estar solo en un  oasis que acompañado entre las dunas de la queja vida y la desilusión. Mañana sería otro día para todos, hoy era el mío. Me acerqué a la falda verde que estaba detrás de la gran cazuela del condumio, un verde plisado de solapada sencillez que contrastaba con su pelo negro y liso, largo. Y si al darse la vuelta le hubiese visto la cara algo podría haber sido diferente, y si ella no hubiese sido ella, sino otra, yo otro como aquel calvo de la esquina de la mesa que nada sabía acerca de mi historia no yo de ella, porque ella, la mía, se volvía a cruzar con ella, la de la falda y pelo negro que ya no me reconocía en su historia, la suya, fundiéndose la luz por sobrecarga en mi ilusión quedándome a oscuras.
          - ¿ Cuánto quieres?
          Todo, pequeña. ¿ Cuánto voy a querer si no tengo nada? Tus ojos, por lo menos. Porque aquella mirada tan limpia, por ver la pared no veía la mano que tenía delante. Un gesto, un hecho significativo, una pregunta, una señal.
          - Dos, por favor.
          A la otra ni la vi. Me lo llevé todo a la mesa más lejana y más vacía que encontré, de frente a ella, mirándola como el cazador furtivo que espera el movimiento del león para obtener su presa. Pero por mucho que esperé el león no se movió y no recibí su zarpazo, ni una mirada, ni esa pregunta ni mi señal. Su misma sonrisa para todos, cambiando las palabras con su compañera mientras movía ligeramente la maldita falda que me empezaba a hipnotizar por su significado.
          Acabé y me marché tan rápido como pude. Por la calle ya no encontré la alfombra que me había llevado hasta allí, el oasis de mi fantasía se había esfumado en el desierto del anonimato de mi figura porque aquella mujer no había sabido otra vez quién era yo. Y fue otra vez, precisamente, no ella sino yo con mi vergüenza, quien me dolió en el pecho como una astilla en el pie, esa vergüenza por ser quien era, mejor dicho, por estar donde estaba. Era la segunda vez y ahora sabía que era ella. Tampoco ahora le pregunté por su vida, la de ayer, la de hoy y la de mañana, solo la miré de lejos cómo otrora desde el banco de la acera. Porque no era la Chuli más que un reflejo de lo que yo no quería ver ni saber, no quería.
          Si la originalidad era volver al origen, allí tal vez debería volver para ser alguien nuevo, después de todo Isaac sabía bien lo que decía, si la moda solo era un revestimiento de capas sucesivas, así se estaba mi vida convirtiendo. no quería ser una cebolla. Si el hallazgo solamente era posible en lo más íntimo de mi ser debía encontrar esa voluntad que me diese fuerza para el primer paso. Si el callejón no tenía salida tendría que intentar volver por donde había entrado a él. La puta ya estaba de nuevo en la esquina. Creo que me miró. Creo que yo también. La media de la pierna izquierda tenía una carrera que no tenía antes.



          Sea como sea, lo cierto es que a veces, visto el vuelo después del aterrizaje, nos da miedo, sin más motivo que el que pudo haber existido en el momento de la acción. Volver la vista atrás no es lo mismo que volver la mirada, de hecho me ha pasado olvidarme la forma de algunos objetos entre la penumbra del tiempo cuando al intentar distinguirlos solo alcancé a adivinar su silueta de manera vaga. Y es que ciertamente la atención es un modo de ver, o de mirar, mucho más detallista, y por tanto específico. He vuelto la vista atrás, que no la mirada, para volver a hacer un recorrido rápido a través de dos puntos distantes entre sí, y esta vez me he detenido un poco más para observar el camino trazado. He llegado a la conclusión de que no ha sido una recta. Tampoco lo pretendí nunca, nunca tuve prisa por llegar a un lugar que podía ser otro y que no conocía. Por ello, pensándolo bien, creo que quizás sí que fue una recta, porque es el camino más corto que he conocido y probablemente el único que podía recorrer. Así que tampoco me rompo mucho la cabeza. El caso es que al volver a oír el susurro de aquel peregrinaje me doy cuenta que algo surgió en un determinado momento y que aún perdura dentro de mí, aunque solo sea en forma de postal naturalista.
          Algo cambió. A partir de ese día el albergue se hizo cita obligada a unos pies cansados de llevar siempre las mismas zapatillas viejas. Su imagen se hizo omnipresente. No siempre la veía, muchos días ella no aparecía a nuestro compromiso firmado de manera unilateral, y entonces la sensación se postergaba otras veinticuatro horas por lo menos, porque podían ser 48 o 72, solo que se volvía un poco más aguda cada vez. Los rasgos se volvieron más dulces, más suaves, más hermosos. La belleza de lo platónico como inalcanzable, tangible solo a la idea, me inundó el pensamiento. El punto culminante en el cruce de miradas al servir la sopa o el plato de arroz, buscando ese roce nimio de nuestros dedos, nuestras manos, al intercambiar el sustento, tan pequeño que si no existía mi imaginación se encargaba de crearlo. Después la misma mirada de presa acechante a la espera de que un milagro ( al final solo quedaba la posibilidad del milagro) diese con la respuesta a mi desventura interior. Día tras día, el pedestal fue haciéndose un poquito más alto y un poquito más blanco, construido con paciencia a base de ensoñación. Me imaginaba diálogos interminables donde todas mis preguntas tenían sus respuestas, donde las dudas ya no eran tales. Y ahí ella me rozaba la mano, no por casualidad sino por cariño, y me reconocía. Sobretodo me reconocía y me aceptaba por quien era, como si en un espacio neutro fuéramos los dos cuerpos desnudos sin más vestimenta que nosotros mismos en nuestra única esencia. Los días que ella estaba apenas hablaba con los demás, algo con Txamala ( compañía agradable si lo que esperaba era solo compañía, sin muchas palabras) cruzando escasas palabras, pero sinceras, dejándome llevar casi siempre por la vista.
          Isaac se volvió intermitente. Algunas veces le intentaba convencer de que viniese conmigo, que comiese dos platos seguidos de una comida caliente, que buscase algo más allá de sus propias palabras abstractas y circunvalantes. Isaac se volvió transparente. Se quedó más delgado, más pálido, de un color desagradable. Pero se volvió transparente porque ya no le quedaba nada ópaco que ocultase lo de dentro de lo de fuera, de tal modo que su cerebro se percibía a través de su cuerpo, en un lenguaje no verbal que no podía enmascarar el pensamiento más recóndito. Sus ojos eran dos pozos donde ya apenas salía agua. Y desde ellos me solía mirar, paulatinamente menos, pretendiendo ver en mí lo que ya no veía en él, a saber qué sería eso, dejando caer sobre la pierna coja su mano hábil, cómo si con esa caricia pudiese volver a correr, que bien sabía él que el antes ya no era posible, maldiciendo todavía al chino que le había hecho aquello, o todo, daba igual. Sus besos ya no eran míos porque yo ya no los necesitaba para nada, como tampoco lo necesitaba a él, o tal vez todavía sí, él era el nexo que me unía a un territorio que había habitado en un tiempo que ahora indefinido parecía poco menos que irreal y donde la moneda había mostrado su cara. Sus caricias eran frías quizás porque su mano había perdido todo su calor para el contacto humano, tanto ajeno como propio, que ahora solo sentía la lluvia cuando caía en forma de granizo. Y por ser el nexo palpable con los rizos de mi Xania, de Xania, a saber que sería de su vida allá lejos con la peluquería todavía si todavía la tenía, no lo abandonaba, el pensamiento de otra reencarnado en él era bastante argumento.
          - Sé lo que piensas.
          - ¿ Y qué pienso?
          Y qué más daba que lo supiese, ni él ni yo lo diríamos por miedo.
          - ¿ No vienes?
          - ¿ Para qué?
          - No sé... para no verte siempre así.
          - Lo siento, soy así.
          - Antes no eras así.
          - Antes... no ahora.
          ¿ Para qué insistir más sobre el tema? Mejor dejarle con su bolígrafo y su papel. Yo prefería tener algo en el estómago y el corazón.
          - ¿ Cuántos?
          - Dos, por favor.
          Y de nuevo mirarla desde lejos como repartía la manduca. ¿ En qué estaría pensando cuándo perdía la vista a través de las baldosas?
         

poesía 133



Hoy el sol se quedó en su cama.
Las calles no fueron las de ayer.
Me senté en un banco y miré hacia arriba;
No había cielo, no quedaba en qué creer.
Llovió. Fue de noche. Hoy me dieron
La espalda las horas, el suave viento,
La luz. Llovió y me fui destiñendo
El alma, con dolor duro, lento.
Fue un banco marrón, de hierro oxidado
Por la lágrimas de los que no fueron,
Quien bebió mi pena a grandes tragos.
Sed de amor de quienes no lo tuvieron.
Llovió pena amarga de quien solo huye
Hacia adelante sin mirar atrás.
Lluvia negra. Lluvia hiriente. Lluvia.
Llovió sangre seca. Llovió el jamás.
Miré alrededor y me encontré solo.
Vacío. Nadie más que yo en el mundo.
¡Triste mundo mierda! Solo yo en él,
Como en los cartones el vagabundo
Que murió de frío, estuve. Lloré.
Lloré sangre seca. Lloré el jamás.
Me levanté y no estabas, mujer.
Miré y no te vi. No había nadie más.