lunes, 17 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (28)



- ... una escalera. La necesidad que nos proviene del exterior puede convertirse en una espiral que indefectiblemente circunvalará al individuo formando en consecuencia un espacio propio demandante muchas veces de elementos superfluos que sin embargo acaban considerándose indispensables. Así también en el arte las corrientes de la moda estructuran su fisonomía a partir de ciertos pilares que durante un tiempo parecen inamovibles y cuanto menos imprescindibles, pero que más tarde van volviéndose sustituibles e incluso nocivos para la expresión contemporánea. Consecuentemente, anclarse en “lo nuevo” no es más que agarrarse al pasado por anticipado, lo que inevitablemente es condenarse al ostracismo posterior. Por ello, hay que buscarse dentro, explorar el espacio recóndito interior donde poder hallar la originalidad, es decir, la vuelta al origen, al verdadero origen que es el de la creación, hallazgo solamente posible en lo más íntimo de cada ser.
          - ¿ Y qué quieres decir con eso?
          - Nada, solo eso.
          Dejó de acariciarme la mano por debajo de la manta. Levanté la vista hacia los altos edificios de enfrente y después la volví a bajar hasta el suelo. Algún coche cruzaba peregrino por la calzada. Era la hora de comer y las calles parecían más vacías, quizás solamente visión óptica ilusoria en una ciudad donde nunca nada estaba vacío, acaso las cabezas de algunos. Un tipo rápido se tocó ligeramente su corbata amarilla con los dedos, se atusó el pelo con un gesto mecánico y continuó su camino. Aquel día había aparecido soleado, un hermoso día de primavera donde la luz caía sobre los tejados derramándose, me levanté y comencé a andar por esa acera que ya conocía tan bien. Al final de la calle vi a la puta de siempre ¿Dónde podría estar si no? Ahí o arriba, y siguiendo más adelante el escaparate de juguetes, donde el osito de peluche azul permanecía sin venderse. Doblé otra esquina y a través del cristal miré el billar del fondo, un tapete verde viejo rasgado por algún aprendiz inexperto me trajo a la gastada memoria de tanto utilizarla todavía un viejo recuerdo medio oxidado donde unas bolas entraban y otras no perfilando en la penumbra la figura recortada de dos mujeres que miraban  desde un rincón algo parecido a dos extraños. Giré, crucé, y seguí, perdiéndome en la continuación de los infinitas líneas de las baldosas que alargaban la calle aún más lejos de la esquina de una forma mentalmente imaginaria, hasta alcanzar la otra orilla. Acabé por llegar a una pared llena de ladrillos viejos. Ladrillos rojos. Ladrillos verdes. Ladrillos azules. Y muchos más. Ladrillos y colores. Cada ladrillo de un color y todos juntos un espectro caleidoscópico. Todavía faltaba algún ladrillo por ser pintado, pocos, todavía de un rojo ennegrecido por la suciedad que había acabado matizándolos. Algo parecía moverse rápidamente, más concretamente, un brazo con una mano agarrada a una brocha parecía moverse frenéticamente, casi con miedo, sobre un par de ladrillos aún no revestidos de pintura, giró los ojos y me miraron desde su lejanía, luego siguió a los suyo. Yo le observé unos segundos, intentando recordar donde había visto aquellos ojos.
          Me marché por donde había venido, pensando volver al cabo de unos días para ver cómo cuadraba la obra a su finalización. Dirigí mis pasos por cualquier otra calle. Es cierto, me gusta caminar, y el sol casi siempre es buena compañía; prefiero la compañía de su calor que a la de casi cualquier otro posible compañero, y aunque a veces pueda resultar un elemento demasiado presente, suele ser una caricia para la piel y para el ser que anida dentro. El sol anima el espíritu y lo alegra, y aunque en principio puede parecer solo un tópico prefiero sentir las cosas con el brillo del tecnicolor que con el mate de la penumbra.
          La puta de la esquina ya no estaba, miré de reojo donde solía estar de pie, callada y aburrida, esperando, y al no encontrarla con la vista la eché de menos porque en la esquina la sentía un poco mía, un poco hermana, un poco como yo y casi amante platónica en esa lejanía son palabras de diez metros que nos separaba, eso y los mil duros que necesitaba en el bolsillo para acariciar su pierna por debajo de la minifalda.
          Aquel día me sentía bien. Era un día igual que el anterior y probablemente igual que el siguiente, sin ningún motivo para tener una actitud más positiva que lo normal. Era algo estúpido, pero me sentía a gusto ¿Qué más podía pedir? Decidí dirigirme hacia el comedor de  siempre, todavía podría llenar algo el estómago que ya empezaba a hacer su llamada característica. Me extrañó sentirme a gusto, me extrañó porque casi se me había olvidado cómo era aquello, sabía que era un espejismo que en cualquier momento podría desaparecer y por eso precisamente quería saborearlo mientras durase. Este hecho puede producir dos efectos diferentes y contrapuestos; de una parte la misma percepción del hecho y saber que es una ilusión romperla e introducirte en un estado más negativo que el que se tenía en un principio, y por otra reforzar aún más la sensación como quien apura la última mirada de atrás. Pero éste era un buen día y la sensación siguió durando intesificándose. El pantalón no estaba muy sucio y la camisa no olía mal, acerté mis pasos sobre la alfombra que pisaba y siguió hasta el final de aquella puerta donde acababa el camino y empezaba el recinto conocido lleno de mesas y hambrientos. Entré. Una mirada al amplio espectro de las cabezas me bastó para comprobar que ya había poca gente, que la comida sería del todo silenciosa. Busqué a alguien con quien hablar a gusto. Nadie. Por lo menos nada me molestaría la tranquila manduca. ¿ Y por qué no? Bien pensado era preferible estar solo en un  oasis que acompañado entre las dunas de la queja vida y la desilusión. Mañana sería otro día para todos, hoy era el mío. Me acerqué a la falda verde que estaba detrás de la gran cazuela del condumio, un verde plisado de solapada sencillez que contrastaba con su pelo negro y liso, largo. Y si al darse la vuelta le hubiese visto la cara algo podría haber sido diferente, y si ella no hubiese sido ella, sino otra, yo otro como aquel calvo de la esquina de la mesa que nada sabía acerca de mi historia no yo de ella, porque ella, la mía, se volvía a cruzar con ella, la de la falda y pelo negro que ya no me reconocía en su historia, la suya, fundiéndose la luz por sobrecarga en mi ilusión quedándome a oscuras.
          - ¿ Cuánto quieres?
          Todo, pequeña. ¿ Cuánto voy a querer si no tengo nada? Tus ojos, por lo menos. Porque aquella mirada tan limpia, por ver la pared no veía la mano que tenía delante. Un gesto, un hecho significativo, una pregunta, una señal.
          - Dos, por favor.
          A la otra ni la vi. Me lo llevé todo a la mesa más lejana y más vacía que encontré, de frente a ella, mirándola como el cazador furtivo que espera el movimiento del león para obtener su presa. Pero por mucho que esperé el león no se movió y no recibí su zarpazo, ni una mirada, ni esa pregunta ni mi señal. Su misma sonrisa para todos, cambiando las palabras con su compañera mientras movía ligeramente la maldita falda que me empezaba a hipnotizar por su significado.
          Acabé y me marché tan rápido como pude. Por la calle ya no encontré la alfombra que me había llevado hasta allí, el oasis de mi fantasía se había esfumado en el desierto del anonimato de mi figura porque aquella mujer no había sabido otra vez quién era yo. Y fue otra vez, precisamente, no ella sino yo con mi vergüenza, quien me dolió en el pecho como una astilla en el pie, esa vergüenza por ser quien era, mejor dicho, por estar donde estaba. Era la segunda vez y ahora sabía que era ella. Tampoco ahora le pregunté por su vida, la de ayer, la de hoy y la de mañana, solo la miré de lejos cómo otrora desde el banco de la acera. Porque no era la Chuli más que un reflejo de lo que yo no quería ver ni saber, no quería.
          Si la originalidad era volver al origen, allí tal vez debería volver para ser alguien nuevo, después de todo Isaac sabía bien lo que decía, si la moda solo era un revestimiento de capas sucesivas, así se estaba mi vida convirtiendo. no quería ser una cebolla. Si el hallazgo solamente era posible en lo más íntimo de mi ser debía encontrar esa voluntad que me diese fuerza para el primer paso. Si el callejón no tenía salida tendría que intentar volver por donde había entrado a él. La puta ya estaba de nuevo en la esquina. Creo que me miró. Creo que yo también. La media de la pierna izquierda tenía una carrera que no tenía antes.



          Sea como sea, lo cierto es que a veces, visto el vuelo después del aterrizaje, nos da miedo, sin más motivo que el que pudo haber existido en el momento de la acción. Volver la vista atrás no es lo mismo que volver la mirada, de hecho me ha pasado olvidarme la forma de algunos objetos entre la penumbra del tiempo cuando al intentar distinguirlos solo alcancé a adivinar su silueta de manera vaga. Y es que ciertamente la atención es un modo de ver, o de mirar, mucho más detallista, y por tanto específico. He vuelto la vista atrás, que no la mirada, para volver a hacer un recorrido rápido a través de dos puntos distantes entre sí, y esta vez me he detenido un poco más para observar el camino trazado. He llegado a la conclusión de que no ha sido una recta. Tampoco lo pretendí nunca, nunca tuve prisa por llegar a un lugar que podía ser otro y que no conocía. Por ello, pensándolo bien, creo que quizás sí que fue una recta, porque es el camino más corto que he conocido y probablemente el único que podía recorrer. Así que tampoco me rompo mucho la cabeza. El caso es que al volver a oír el susurro de aquel peregrinaje me doy cuenta que algo surgió en un determinado momento y que aún perdura dentro de mí, aunque solo sea en forma de postal naturalista.
          Algo cambió. A partir de ese día el albergue se hizo cita obligada a unos pies cansados de llevar siempre las mismas zapatillas viejas. Su imagen se hizo omnipresente. No siempre la veía, muchos días ella no aparecía a nuestro compromiso firmado de manera unilateral, y entonces la sensación se postergaba otras veinticuatro horas por lo menos, porque podían ser 48 o 72, solo que se volvía un poco más aguda cada vez. Los rasgos se volvieron más dulces, más suaves, más hermosos. La belleza de lo platónico como inalcanzable, tangible solo a la idea, me inundó el pensamiento. El punto culminante en el cruce de miradas al servir la sopa o el plato de arroz, buscando ese roce nimio de nuestros dedos, nuestras manos, al intercambiar el sustento, tan pequeño que si no existía mi imaginación se encargaba de crearlo. Después la misma mirada de presa acechante a la espera de que un milagro ( al final solo quedaba la posibilidad del milagro) diese con la respuesta a mi desventura interior. Día tras día, el pedestal fue haciéndose un poquito más alto y un poquito más blanco, construido con paciencia a base de ensoñación. Me imaginaba diálogos interminables donde todas mis preguntas tenían sus respuestas, donde las dudas ya no eran tales. Y ahí ella me rozaba la mano, no por casualidad sino por cariño, y me reconocía. Sobretodo me reconocía y me aceptaba por quien era, como si en un espacio neutro fuéramos los dos cuerpos desnudos sin más vestimenta que nosotros mismos en nuestra única esencia. Los días que ella estaba apenas hablaba con los demás, algo con Txamala ( compañía agradable si lo que esperaba era solo compañía, sin muchas palabras) cruzando escasas palabras, pero sinceras, dejándome llevar casi siempre por la vista.
          Isaac se volvió intermitente. Algunas veces le intentaba convencer de que viniese conmigo, que comiese dos platos seguidos de una comida caliente, que buscase algo más allá de sus propias palabras abstractas y circunvalantes. Isaac se volvió transparente. Se quedó más delgado, más pálido, de un color desagradable. Pero se volvió transparente porque ya no le quedaba nada ópaco que ocultase lo de dentro de lo de fuera, de tal modo que su cerebro se percibía a través de su cuerpo, en un lenguaje no verbal que no podía enmascarar el pensamiento más recóndito. Sus ojos eran dos pozos donde ya apenas salía agua. Y desde ellos me solía mirar, paulatinamente menos, pretendiendo ver en mí lo que ya no veía en él, a saber qué sería eso, dejando caer sobre la pierna coja su mano hábil, cómo si con esa caricia pudiese volver a correr, que bien sabía él que el antes ya no era posible, maldiciendo todavía al chino que le había hecho aquello, o todo, daba igual. Sus besos ya no eran míos porque yo ya no los necesitaba para nada, como tampoco lo necesitaba a él, o tal vez todavía sí, él era el nexo que me unía a un territorio que había habitado en un tiempo que ahora indefinido parecía poco menos que irreal y donde la moneda había mostrado su cara. Sus caricias eran frías quizás porque su mano había perdido todo su calor para el contacto humano, tanto ajeno como propio, que ahora solo sentía la lluvia cuando caía en forma de granizo. Y por ser el nexo palpable con los rizos de mi Xania, de Xania, a saber que sería de su vida allá lejos con la peluquería todavía si todavía la tenía, no lo abandonaba, el pensamiento de otra reencarnado en él era bastante argumento.
          - Sé lo que piensas.
          - ¿ Y qué pienso?
          Y qué más daba que lo supiese, ni él ni yo lo diríamos por miedo.
          - ¿ No vienes?
          - ¿ Para qué?
          - No sé... para no verte siempre así.
          - Lo siento, soy así.
          - Antes no eras así.
          - Antes... no ahora.
          ¿ Para qué insistir más sobre el tema? Mejor dejarle con su bolígrafo y su papel. Yo prefería tener algo en el estómago y el corazón.
          - ¿ Cuántos?
          - Dos, por favor.
          Y de nuevo mirarla desde lejos como repartía la manduca. ¿ En qué estaría pensando cuándo perdía la vista a través de las baldosas?
         

poesía 133



Hoy el sol se quedó en su cama.
Las calles no fueron las de ayer.
Me senté en un banco y miré hacia arriba;
No había cielo, no quedaba en qué creer.
Llovió. Fue de noche. Hoy me dieron
La espalda las horas, el suave viento,
La luz. Llovió y me fui destiñendo
El alma, con dolor duro, lento.
Fue un banco marrón, de hierro oxidado
Por la lágrimas de los que no fueron,
Quien bebió mi pena a grandes tragos.
Sed de amor de quienes no lo tuvieron.
Llovió pena amarga de quien solo huye
Hacia adelante sin mirar atrás.
Lluvia negra. Lluvia hiriente. Lluvia.
Llovió sangre seca. Llovió el jamás.
Miré alrededor y me encontré solo.
Vacío. Nadie más que yo en el mundo.
¡Triste mundo mierda! Solo yo en él,
Como en los cartones el vagabundo
Que murió de frío, estuve. Lloré.
Lloré sangre seca. Lloré el jamás.
Me levanté y no estabas, mujer.
Miré y no te vi. No había nadie más.

viernes, 14 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (27)



En los últimos días había reflexionado bastante sobre mi estancia en el hospital y sobre todo sobre lo que me había dicho la asistenta social acerca de los sitios donde ir, de forma que finalmente había acabado por aparecer por esos comedores donde sirven comida, así por lo menos ahora tenía una comida al día medianamente  aceptable. Isaac a veces me acompañaba, aunque raramente, decía que no quería deberle nada a nadie de esta sociedad que tan mal le había tratado. Allá él. El comedor era bastante grande; unas cuantas mesas alargadas y unos banco, todo ello acoplado a unas paredes de ladrillo rojo. La gente que solía aparecer por allí solía hablar poco; siempre la misma cantinela sobre la perra vida y la mala comida que hacía la cocinera, la calle y el albergue. Pese a ello esto era mucho más de lo que muchos de nosotros podíamos tener. Volví a retomar la consistencia del contacto humano, muchas veces frío, casi siempre escaso, pero al fin y al cabo contacto, algo casi olvidado ( a excepción de la estancia en el hospital) al lado de Isaac porque poco a poco el contacto, o lo humano, había empezado a perder el sentido de las propias palabras distorsionándose hacia lo grotesco. Mirar a personas que te miran sin desviar los ojos hacia otra parte, tratar de tú a tú a la persona sin presentir la extraña sensación que lo embarga, que lo invade por ser uno mismo quien lo produce al encontrarse delante. Empezó a ser una pequeña costumbre, era preferible una comida caliente que un orgullo mal enfocado; además, el estómago no conoce de sentimientos abstractos. A veces, de vez en cuando, me acercaba pro uno de esos sitios donde uno se podía duchar. También conseguí un poco de ropa.
          En definitiva, intenté mejorar un poco la calidad de una vida tan depauperada como la mía; la reflexión que había tenido últimamente sobre la situación a la que había llegado me había hecho volver una y otra vez sobre mi pasado, el más cercano y el más lejano, para acabar alcanzando el punto actual; volví a recordar el motivo por el cual estábamos en la calle considerando si no sería mejor volverlo a intentar, pretender salir del pozo y comenzar de nuevo.
          - La dualidad que ciertos individuos esgrimen en su opinión provoca en determinados momentos contradicciones que por su propia definición se enfrentan entre ellas.
          Y a mí qué me importaba semejante razonamiento, a mí no me servía de nada tamañas perfilaciones abstractas de un pensamiento que no iba a llegar a ninguna parte porque se iba a quedar durmiendo en el cartón que había en el rincón de la calle sin salida. Isaac seguía escribiendo en las hojas que encontraba y luego las guardaba en su carpeta azul, el único objeto que parecía unido al mundo que lo rodeaba. Hacía mucho tiempo que no quemaba nada de lo que escribía, algo extraño en él.
          También empecé a frecuentar menos al más fiel de todos mis compañeros, al pequeño genio de la botella que tantas penas me había hecho olvidar por un rato hundiéndome en su lago de alcohol. Decididamente estaba dando un pequeño giro a la situación, quería mejorar, daba igual el aspecto porque eran todos. De esta forma y casi como sin querer, los instantes que pasaba junto a Isaac se volvieron más distantes, más escasos. Intentaba convencerlo de que viniese conmigo, que la dejadez no era buena amiga de viaje; sin embargo sabía de sobra que pretender hacer cambiar su opinión no era sino querer matar un elefante haciéndole cosquillas detrás de las orejas, por lo que la distancia se hizo patente de una forma más notoria, ya no solo la distancia de pensamiento, de sentimiento, de actitud, sino la distancia física, esa que se ve aunque uno intente ocultarlo detrás de cualquier pretexto mal inventado.
          Con el paso de los días observé cómo los que frecuentábamos este tipo de lugares solíamos ser los mismos, los rostros iban poco a poco siendo clasificados por la vista y retenidos, observando con más detenimiento se veían grupos de personas que tendían a juntarse y que habitualmente comían juntos. Yo también me rodeé de unos pocos individuos, sentándonos a la mesa a comer mientras las conversaciones brotaban, al principio escuetas, escasas y que con el paso del tiempo fueron volviéndose más fluidas y más largas. Pese a todo, existía algo muy confuso, una vaga sensación que me impedía desprenderme de Isaac por completo; tal vez fuese el camino recorrido el uno junto al otro, su propia personalidad, su luz cada vez más apagada, algo que no me dejaba liberarme de él. Así que muchas veces, a decir verdad casi siempre, volvía a él y en él me refugiaba para encontrar la unión con una parte de mi vida que tanto había apreciado.



          Uno de los individuos que más me llamaba la atención era uno llamado Txamala, un tipo grande con brazos largos y delgados bastante joven y calvo completamente. La elocuencia era lo que lo caracterizaba, por su ausencia, y aunque en un primer momento lo creí mudo a los pocos días le oí la voz, una voz que parecía provenir desde una gran caverna provista de eco. Se sentaba solo, en un extremo de la mesa, en un extremo de la gran sala, luego se levantaba y desaparecía por la puerta.
          Un día coincidimos en la mesa. Cogía el tenedor con la derecha y el cuchillo con la izquierda.
          - Está dura esta carne.
          - ...
          La voz flotó un momento antes de ahogarse. Seguí comiendo pacientemente aquel filete un poco duro pero que al fin y al cabo no estaba tan malo. Fue cortándolo poco a poco, recortándolo por los bordes y después en tiras semejantes, troceándolo hasta reducirlo a un sinnúmero de pequeños pedacitos.
          - ¿ Por los dientes?
          - ... sí - musité, observando cómo la boca del calvo se había abierto para pronunciar el comentario.
          - Nos pasa a muchos.
          El contenido de su plato lo atestiguaba así. Como a muchos, los días amontonados en la pila de la inmundicia o la dejadez habían hecho mella en aquellos dientes tan blancos en la infancia y tan negros y podridos en el presente. Sin embargo, los modales de este individuo me habían llamado la atención por algo raro en estos lugares como era su distinción, portaba una cierta elegancia seguramente adquirida hace mucho tiempo y que no cuadraba con el ambiente que lo circundaba y que hacía de su dueño alguien atípico. Quizás fuese eso lo que provocaba su distanciamiento de los demás.
          - Además, si la carne fuese mejor...
          - ¿ Qué quieres? Mucho me parece que nos la pongan.
          Realmente tenía razón; no era habitual este tipo de menú. Hacía mucho que no comía un trozo de carne caliente, y aunque ésta no era de la mejor calidad podía darme por satisfecho de tenerla en el plato. El techo era blanco, encalado, de una cal un poco gastada, y el suelo marrón de baldosa barata, con algunas de ellas un poco rotas, como esas líneas que se quiebran y luego desaparecen del trazo originario. Intenté acordarme del último filete. El último filete. No lo recordaba. Filete, carne, carne, la puta de la esquina se pelo y fría, carne caliente una mujer en su cama y yo con ella, Xania, dos años, Xania desnuda, el último filete dos semanas después de llegar a Ezer en un aparcamiento para camioneros.
          - ¿ Tú sueles venir por aquí? - le pregunté.
          - A veces... - y su voz desapareció dentro de su boca al ritmo del tenedor.
          Decididamente no era un hombre de muchas palabras. Le dejé comer en paz, observándolo de vez en cuando con miradas escondidas, hasta que finalmente se levantó y con un adiós se marchó. Yo me quedé apurando lo poco que del filete aún tenía en el plato. La gente, alguna, al igual que Txamala, comenzaba a marcharse después de haber comido, dejándome al final casi solitario en aquella estancia grande donde todo lo que se veía eran mesas viejas y bancos de madera, alguno de ellos con palabras marcadas a navajazos.



          La farola había reducido a la mitad la intensidad de la luz que emitía. La calle se quedó un poco más oscura mientras un gato pardo cruzó solo por en medio de la acera escondiéndose después detrás de una esquina que no se sabía muy bien que orientación cardinal tenía, puesto que el sol nunca le daba y las estrellas no llegaban tan abajo. Debajo de un par de mantas había un hombre y dentro de él parecía estar Isaac, dormido, el mismo Isaac Pinkel que había conocido siempre. Parecía estar dormido, y seguramente lo estuviese, porque sonreía. Estaría en algún sueño de esos que a veces se tienen y que hacen sonreír mientras duermes. La calle estaba casi abandonada a su suerte, a nadie se veía pasa (excepto al gato) y si uno cerraba los ojos podía imaginarse esta en cualquier sitio donde la temperatura fuese la misma y el ruido de motor lejano no impidiese sentir el leve rumor del viento que corría entre las casas. Cerré los ojos y me imaginé la misma calle con la misma temperatura y el mismo ruido de motor lejano, cruzando el gato la acera y después desapareciendo por la esquina menos iluminada por la farola más apagada, yo en un balcón. Entraba por la puerta a un salón totalmente encendido de luz, encendido de música, y allí muchas personas bailaban y cantaban y bebían al ritmo de la canción que sonaba entonces, un salón lleno de butacas y sofás, muebles de madera y una gran mesa repleta de copas y botellas de champan, una carpeta azul cerrada y unas fotos que debían ser muy viejas pero cuyo soporte era nuevo, gente entrando y saliendo, entrando y saliendo por las muchas puertas que se veían había en el pasillo, puertas de cristal y espejo cuyo reflejo se cruzaba con las imágenes de la propia realidad. Miraba por la ventana y veía al gato cruzar de nuevo, la farola bajar de intensidad y un bulto de informe debajo de dos mantas en la acera, moverse las hojas por el rumor del viento y encima, muy encima, el cielo esculpido de estrellas lacerantes que a través de la fina cortina parecían adornos de la propia habitación. y al darme la vuelta me encontraba contigo vestida de, vestida de, vestida de, desnuda de cualquier ropaje solamente para mí acercándose con mano temblorosa y piel cálida, tan cálida que empieza a sudar, a sudar...
          - ¡ Fuera, maldito cabrón! ¡ Mecagúentusmuertos! ¡Joder, que asco, mierda, joder!.
          - ¿ Qué pasa? - preguntó Isaac levantando la cabeza de debajo de la manta, volviendo desde donde estaba, todavía sin poder abrir los ojos completamente - ¿ Te has vuelto loco?
          - ¿ Loco? No me jodas, un puto perro, que me ha meado en la cabeza.
          Isaac me miraba con la misma sonrisa que tenía en el sueño, dejando traslucir sus dientes una expresión que no necesitaba palabras para ser entendida.
          - Vete a limpiarte la cabeza.
          - ¿ Dónde coño quieres que me limpie la cabeza a estas horas?
          - No sé... en una fuente, busca una.
          Sentía el pelo húmedo y un hilillo de líquido recorriendo mi cara, un olor que se metía hasta por las orejas, un olor amarillo que recordaba a un perro.
          Joder que asco. Y me levanté en busca de un parque donde hubiese una fuente. Un gato cruzó la acera rápidamente, como perseguido por el diablo. Miré hacia arriba, todo quieto, solo una cabeza que detrás de una cortina blanca debía estar mirando el cielo se ocultó en la habitación.

poesía 55



Un suspiro y una flor, un ramo
de ilusiones y una negación,
una lágrima, infausta decisión,
un por qué, un no sé, un yo te amo.
Un por favor, un lo siento, un no miento,
otra lágrima resbalar, un sueño
sin dueño, un pobre sentimiento isleño
en un mar de esperanzas sin aliento.
Un te quiero, un silencio, un sollozo,
un silencio, un momento, una mirada,
una ingenua sonrisa... o su esbozo.
Un suspiro y una marchita flor,
paso adelante, ¿Una respuesta? nada,
una media vuelta, un adiós, amor.