lunes, 10 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (24)



Efectivamente al día siguiente Barber ( me enteré cuando le llamó la enfermera) se marchó. Se levantó, se duchó, se miró al espejo y se afeitó. Luego le dieron el alta. Con el día siguiente también volvió la enfermera de la mañana anterior; este día su cara despuntaba una mayor belleza que la última vez. Me sonrió y me preguntó cómo me encontraba. Le respondí que mejor. Volvió a tomarme el pulso, otra vez me cogió de la muñeca pudiendo sentir su tacto, aunque ligero, sobre mi piel, cruzándose nuestras miradas y esbozando sus labios aquella pequeña sonrisa que debía perderse más allá de mis ojos. Apenas dos o tres minutos y se dispuso a marcharse de nuevo.
- Perdone, enfermera - le exhorté cuando ya se acercaba a la puerta.                                                                        
- ¿Sí? - preguntó girando levemente su cuerpo para mirarme mejor.
            -¿ Podría conseguir algo para afeitarme? Me gustaría poder afeitarme como Dios manda. Se lo agradecería mucho.
            - Haré lo que pueda. Ahora descanse.
            Y llevándose aquella sonrisa que ya casi adoraba se marchó hacia el siguiente paciente. En la otra cama no se encontraba nadie, aunque seguramente no tardarían mucho en traerme a alguien; como en casi todas las partes aquí tampoco sobraban las camas de hospital, y menos las de un hospital normal y corriente como éste. Las dudas que ya albergaba desde el día anterior volvieron a aflorar. Desde que aquella mujer me había preguntado por mi nombre sabía que la situación en la que me encontraba no podría durar mucho más tiempo, de hecho ya empezaba a perfilar cual iba a ser mi actuación. Tenía la sensación, más aún, la certeza, de mi relación con las drogas en mi anterior vida en Martaux no se había olvidado acumulando polvo en algún rincón, estaba convencido que si mis datos entraban en el ordenador de aquel hospital mi destino cambiaría para acabar dentro de una celda. Preferí volver el recuerdo sobre aquel cielo azul que asomaba por la ventana, el mismo cielo de siempre, el mismo de aquella mañana escondida entre tantas otras donde los niños no dejaban de gritar y de reír, queriendo montarse todos en los columpios escasos que seguían arriba y abajo, arriba y abajo, cada vez más cerca de ese cielo que ahora observaba tumbado en una cama de sábanas blancas, y es que cuando se llegaba al punto más alto, justo antes de comenzar el descenso y todo lo que uno pueda tener dentro del cuerpo parezca que vaya a salir por la boca, el resto de los niños se veían por debajo y todo lo que estaba alto mucho más cercano, tanto que alargando la mano podría alcanzarse con ella. Siempre me gustó aquel columpio, me había gustado su color y su sonido, pero sobre todo su movimiento, el mismo que hacía sentirme más cerca de lo bueno y más lejos de lo malo, porque lo bueno debía estar allá arriba y lo malo aquí abajo. Con los años y sobre todo en estos dos últimos el presentimiento que había tenido en aquel ingenuo columpio había acabado por confirmarse haciéndose patente; dormir sobre las baldosas, escarbar dentro de los cubos, buscar el calor del metro o de algún solar abandonado, mirar hacia arriba para ver algo porque por debajo ya no quedaba nada y soñar volver a tener sueños que se pudieran realizar parecían pruebas concluyentes de que abajo, se es que no estaba lo malo por lo menos no estaba lo bueno.
            Un par de horas más tarde volvió la enfermera con una cuchilla de afeitar y un pequeño bote de espuma. Dijo que lo dejaba en el lavabo.
            - Perdone.
            - ¿ Sí? - respondió desde la puerta.
            - ¿ Sabe cuándo me podré marchar?
          - Bueno... yo no soy la más indicada. Exactamente no sé hasta cuando, pero creo que en tres o cuatro días su cuerpo estará recuperado. Sin embargo, primero debes recuperar la memoria, todavía no sabemos tu nombre. También debe de venir para hablar contigo una asistenta social - insinuó con voz clara - me marcho, debo hacer ronda.
          - Sí, una más solamente - pregunté.
          - ¿ Sí?
          - ¿Cúal es su nombre?
          - Xania, supongo que le resultará original, no es muy corriente.
          Solo pude sonreír irónicamente.
          - Es cierto, no es muy corriente. Gracias.



          La asistente social se encontraba enfrente de mí. En su mano derecha tenía una carpeta y en su izquierda un bolígrafo, por lo que pude deducir que sería zurda. Tras los pertinentes saludos comenzó a hablar. Lo hizo de forma muy estructurada, primero expuso los temas a tratar, luego los desarrolló y posteriormente los concluyó en una síntesis. Comenzó diciendo la situación e la que me encontraba ( cómo si no lo supiese) para luego enumerar los servicios sociales a os que podía acudir, tanto comedores públicos, albergues, para finalizar con otro tipo de ayudas que ni siquiera conocía. Tras decirme que lo pensase tranquilamente y que recuperase pronto la memoria se marchó.
          Era el cuarto día en el hospital y el dolor ya había remitido casi por completo, podía andar normalmente sintiendo solo una pequeña molestia en el talón. Habían vuelto a traerme un compañero a la habitación, un pobre viejo que apenas podía hablar y que tenía la esposa las veinticuatro horas del día al lado de su cama. Dentro del armario que me correspondía habían aparecido, como por arte de magia, un pantalón, una camisa, un jersey, un par de calcetines y unos calzoncillos. Excepto los calzoncillos y los calcetines, todo lo demás debía ser ropa de segunda mano, porque aquella primera textura que ofrecen las prendas recién estrenadas ya había desaparecido; pese a ello, todo se encontraba en perfecto estado y perfectamente limpio y doblado. Pensé en la asistenta, y por lo que me dijo después la enfermera supe que mi anterior ropa había sido destrozada para poder quitármela en el hospital; mejor, la otra no valía nada y ganaba con el cambio. Además, me quedaba bastante bien.
          En los dos últimos días había podido recomponer la situación de los dos últimos años, de forma casi objetiva y sin el prisma deformador del alcohol, el cual, tras los primeros días, ya lo había dejado olvidado en el trastero del cerebro. Podía observar qué innecesario parecía desde esta habitación a la que tanto cariño le estaba cogiendo y que tan pronto abandonaría, cómo el sumergimiento siempre que podía en esa extraña bebida no era sino un subterfugio para escapar de la situación diaria que no deseaba vivir. A veces recordaba el primer momento, todos los primeros momentos de algo que había continuado posteriormente hasta llegar al último momento, a uno de los últimos momentos, de los cuales algunos solo eran una mera transición en el largo proceso de la vida que me había tocado vivir, la que me habían dado o la que me había formado. En los últimos días había observado todo esto, sabía que iba a volver a la calle y que cuando volvería a ella cogería otra vez la botella so pudiese para quitar el frío que sentiría fuera y el que sentiría dentro, que buscaría a Isaac para que me diese el amor y el odio que necesitaba sentir, que me haría sentir ( mejor algo que la indiferencia), como su cuerpo, el cual me repugnaba, sucio, sudoroso, masculino, y sin embargo cercano por ser el único, no como el de la puta de la esquina o el de la enfermera de la dulce sonrisa y suave tacto, la misma a la que quisiera hacer el amor en la cama en la que me encontraba, acariciar su piel, su cara, sus hombros y sus brazos, sus pechos turgentes, firmes, su espalda, sus piernas, sus caderas, su culo, su coño, su cuerpo entero, su cariño. Decididamente había pasado por la acera de la calle del hospital, es cierto que pocas, pero recordaba un par de ellas en alguna tarde de otoño. La verdad es que ésta era una zona bastante alejada de donde solía estar yo, y solo en algún vagabundeo con rumbo a ninguna parte mis pies habían dado con aquellas baldosas grises y rectangulares. Además, un vagabundo poco tenía que rascar por aquí, de hecho apenas uno se acercaba le prohibían la presencia y le echaban, por eso era mejor no buscarse problemas absurdos en lugares como estos, cualquiera que estuviese en la calle lo sabía.
          Había vuelto a mirar la hoja que me había entregado la asistenta. En ella venían distintos servicios y distintas direcciones, alguna ya las conocía, otras no. Muchas daban comida, cama. A veces, pocas, había ido a alguno de estos sitios, comer caliente y dormir en algo que no fuera piedra, baldosa o cartón  me habían hecho recordar tiempos mejores y olvidar momentáneamente las más precarias condiciones que uno pueda tener. “ Es para los sin techo” decían algunos. Sin embargo había algo en todo ello que detestaba, que me penetraba hasta la médula y que me producía un sentimiento de rechazo hacia todo ese tipo de sistema, y ese algo era la caridad. Odiaba la caridad como sistema y todavía la odio. No quería la pena de nadie, prefería morirme de hambre y que el frío me rompiese los huesos de mi cuerpo a que alguien me mirase con gesto benevolente al echarme sobre el plato un cazo de lentejas haciéndose más un favor a sí mismo que a mí, cómo si yo fuese el objeto que hiciera purificar su alma en su noble acción. Valiente hipocresía. Malditos hipócritas de mierda. Por eso no quería esos sitios. Miré la hoja que tenía entre las manos y la guardé, siempre había tiempo de tirarla. Pensé en mi nombre, el maldito nombre que querían los del hospital, los de la policía, la identificación de un anónimo que no importaba a nadie más que a un registro donde debíamos estar todos, del cual nadie se podía escapar, el que nos daba los derechos y obligaciones, sobre todo obligaciones. Pensé en la cárcel que nunca había estado y a la que seguro me llevaría mi pasado; en la cárcel a la que sí me había llevado también mi pasado, la que no tiene barrotes no guardianes que te impidan escapar pero que deja menos espacio.
          Recuerdo que no hacía mal día, el cielo estaba un poco tristón pero con las lágrimas escondidas, respiré resignado después de ducharme, me puse aquella vieja ropa del armario, mi nueva ropa, y aquellas escuetas zapatillas de tela azul oscuro que todo el mundo ha tenido, me atusé el pelo enfrente del espejo intentando no mirarme mucho a los ojos, pensé en la enfermera y cómo me hubiese podido amar en otra situación ( irónica utopía de todos los hombres al contemplar la belleza ajena), saludé a la vieja que miraba extrañada mientras me vestía diciéndoles adiós. Luego abrí la puerta y me marché.

viernes, 7 de febrero de 2014

poesía nº 85



Me dijo: ¡No te enamores de mí!
¿Cómo no quererla? ¿Cómo no amarla?
Resultó imposible no sucumbir
a ella, si era el sol de mi mañana.
No le hice caso. ¡Pobre infeliz!
¿Qué fue lo que me engañó? Tal vez nada...
¡Era tan hermosa! Imagen febril
de belleza, pupila iluminada,
noche serena estrellada de Abril,
luna llena, espejo de su cara,
miel de mis labios, amado jazmín...
me engañó y se fue, robándome el alma.
Ya me advirtió: ¡No me desees a mí!
¿Cómo no haberla querido? ¿No amarla?
Fue hermoso soñarla mía y ser feliz...
fue... un amanecer en mi mañana.

jueves, 6 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (23)



En el metro se estaba bien, no hacía frío y no llovía, te podías sentar en un asiento y observar los actos de las personas. A veces resultaba un poco complicado colarse, pero por lo general no solía haber ningún problema. Uno podía estar todo el tiempo que quisiera en las estaciones, hasta que empezaron a cerrarlas por motivos de seguridad. Pero antes de eso, muchas noches las galerías, los corredores y pasillos habían servido de habitación para la llegada del sueño. Había otros muchos momentos para disfrutar, escuchar al viejo canoso rasgando las cuerdas del oscuro violín de madera antes de introducirse en algún vagón para luego perderse detrás de las puertas en el túnel oscuro; los jóvenes de la guitarra y la voz ronca con su pequeño sombrero de paja con unas pocas monedas, ver pasar a los señores de corbata, a los negros de colores vistosos, a los tristes, a los alegres, a los de la cara inerme, la de casi todos, cansada de la rutina y del trabajo, o simplemente cansada de sí misma. El metro era la ciudad de abajo, se podía intuir qué habría arriba por lo que se movía por los grandes hormigueros llenos de gafas,  pantalones, de prisas y de estres, de carriles, de oscuridad y anuncios de todo tipo que ocupaban la vista de los pocos que todavía miraban a alguna parte. Allí los días de invierno se hacían más fáciles, la nieve se quedaba en la superficie, y aunque la temperatura no era misma el frío que bajaba por las escaleras era mínimo. Tampoco llovía. Cuando entraba en él no solía cambiar de estación, no tenía mucho sentido moverse, puesto que no iba a ninguna parte. Sin embargo, cuando lo hacía, podía observar cómo los ojos de enfrente se levantaban y de una mirada fugaz, nunca mucho más que un simple fogonazo, examinaban mi presencia y sobre todo la cara, cruzándose la mirada por un momento para luego volver al suelo; realmente era el mismo acto que en tantos y tantos sitios, solo que aquí ofrecía un aspecto diferente, más cercano y más intenso.
            El metro  era el microcosmos de la ciudad, uno podía ver cualquier cosa en él, los hechos pasaban desapercibidos porque el lugar para la sorpresa estaba reducido a la nimiedad, la licencia para lo insólito estaba permitida desde siempre y extraño era el suceso que transgredía la regla. La impersonalidad, la misma que imperaba en toda la ciudad, reinaba también aquí, la impersonalidad que en los subterráneos alcanzaba su extremo más alto, solo existía la masa sin rostro, cuerpos que solo hacen número para rellenar un conjunto de por sí informe, que se transforma manteniendo su génesis original solo modulada por la intensidad y la fluidez, el volumen de cuerpos que transitaba dependiendo de la hora, las tres y las ocho como un río desbordado, las otras unos cuantos individuos inconexos deambulando de aquí para allá, y yo en medio, mejor dicho, fuera, al lado del mundo de los demás buscando solo un poco de calor ambiental que no se encuentre dentro de una botella; el otro calor, el del amor, o solo el del cuerpo, el verdadero, hace tiempo dejado en la trastienda.
            Aquel día, extrañamente, no había mucha gente. La vieja estación de las afueras irradiaba una pasmosa tranquilidad poco común, Cierto es que la hora tampoco era la más concurrida, pronto cerrarían las estaciones y entonces habría que volver a salir fuera, donde la lluvia había estado durante todo el día castigando las calles con fuerza en una tormenta continua, sin dejar asomar al sol en un cielo constantemente cenizo y plomado. Debía ser algún día a principios de Marzo, cuando el tiempo se acerca a la primavera y la luz comienza a tener una duración digna en las calles sin necesidad de la electricidad. Estaba sentado en uno de los muchos asientos de plástico, con una pequeña botella medio vacía entre las manos a la espera de darle fin en algún momento no muy lejano. Recordaba, entre las idas y venidas de los grandes gusanos de hierro sobre los raíces, aquellos días cuando era niño, cuando la edad no alcanzaba los diez años y los zapatos se quedaban pequeños al año de comprarlos, sino rotos por los saltos y las correrías de un lado para otro sin parar hasta llegar a la hora de cenar cansado, tirado sobre la silla de madera de la pequeña cocina delante del impertérrito plato de caldo que iniciaba la cena, maldito plato de sopa todos los días, lo llegué a odiar, y la Chuli queriéndome ya desde lejos, para luego acercarse y decirme el día de la nieve todo, que en el fondo pensándolo bien fui un cabrón y un tonto, que solo le dijo que no porque no era guapa, y luego nos reímos por ello, de ella, que pensándolo me apetecía, en serio, lo juro, con aquella sonrisa pícara y su sempiterna alegría solo empañada por las palabras que pronuncié, las palabras coaccionadas por el qué dirán de los demás, con otra podría ser pero no con la Chuli, que el tiempo da la perspectiva más amplia y de todo aquello ahora me arrepiento y también pensándolo en el asiento de la estación de metro, Bormano ejerciendo la potestad suprema, como siempre durante toda su vida, incluso en la muerte que le alcanzó por la traición y su pata coja de escayola, entre las mantas contándome sus hazañas con el sexo opuesto y yo pensando en la Chuli y por qué  no le había que sí y por qué le había dicho que no sin en verdad era mi amiga y hasta me gustaba de alguna forma extrañamente hermosa y cálida, casi tierna, pero ya se sabe que a una determinada edad como es esa los resortes de los mecanismos que hacen rodar los pensamientos y sobre todo las opiniones son muy confusos y susceptiblemente volubles.
            Fue entre todos aquellos recuerdos, acabada la botella sin la menor percepción de tal acto a caballo entre los momentos pasados, el andén vacío y yo estatua en el asiento grisáceo mirando a los de enfrente, apenas dos o tres personas intentando ocupar la atención en cualquier subterfugio a la espera del ansiado metro, cuando tres o cuatro individuos, o tal vez cinco, no lo recuerdo bien, llegaron por una de las entradas y me miraron ya desde lejos. Era una mirada distinta, nadie mira así en el metro a no ser por algún motivo muy determinado, debían tener veintipocos años y unas altas botas de cuero negro con cordones del mismo color, se acercaron lentamente, extrañamente, directamente hacia mí y sin mediar palabra, quizás unas rápidas miradas entre ellos, uno me agarró del cuello levantándome al mismo tiempo que una lluvia de manos cerradas chocaban contra mi pecho, mi cara, y la bota de cuero en mis pelotas a punto de reventarlas de dolor. Apenas tuve tiempo de coordinar cualquier pensamiento, después solo fue el sentir continuo durante poco más de treinta segundos de todos aquellos golpes que competían por romperme, un cúmulo de hostias que pretendían ser consagradas en el cáliz de mi cuerpo totalmente contusionado. Tan pronto como vinieron se marcharon, ni siquiera esperaron a la llegada del metro para irse, dejándome mi dolor y sus insultos, la poca estima que me podía quedar en un estado de semiinconsciencia que pronto ocupó todo mi ser. Sin embargo, poco antes que ello sucediera, desde el suelo, pude observar cómo los pocos sujetos que estaban en el otro arcén entraban en el último metro que quedaba y se perdían dentro de él mirando a través de las ventanillas con cara ambigua. Intenté pensar en la Chuli, en Xania, en Isaac, en algo, incluso en la maléfica y desencajada sonrisa de puños cerrados, pero no pude.



            Sobre la mesilla había una pequeña lámpara de noche. Era una mesilla pequeña, de un extraño material indefinible, pintada de blanco y azul con una pintura muy lisa y plana. Un poco más lejos, a un metro de ella, un gran ventanal que ocupaba casi toda la pared quedaba ligeramente tapado por una fina cortina blanca que pendía en uno de los extremos. El día fuera de la ventana debía estar gris, aunque desde la posición que ocupaba no se podía saber a ciencia cierta, solo se adivinaba por la tenue y ópaca claridad que procedía del exterior. Al otro lado de la habitación se oían unos ronquidos, alguien parecía dormir pese a la hora, que por lo que se podía deducir, rondaba las once o las doce del mediodía. Al abrir los ojos había sentido una sensación ambigua, extraña, despertar y observar aquella habitación ajena había provocado una primera reacción de desorientación por la indefinición de dicha situación. Sin embargo, esta primera reacción desagradable había dado lugar a una segunda de comodidad; la cama con sábanas blancas, limpias, encima de un colchón  mullido hace tiempo olvidado, la tranquilidad y el silencio del lugar ( solo roto por los ronquidos ligeros que provenían de la espalda), se convertía en una agradable perspectiva de buenas intenciones. Al girarme en la cama pude observar el resto de la estancia; los ronquidos provenían de un hombre de mediana edad, de espaldas hacia mí, que movía ligeramente la mano circularmente en gestos inconscientes; había dos armarios, no muy grandes, cada uno enfrente de la cama correspondiente, a la vez que otra mesilla permanecía al lado de la otra cama. Miré el techo y fijé la mirada en él. Sentía el cuerpo dolorido, al cambiar de posición los músculos que ejercitaba producían invariablemente un cúmulo de pequeñas molestias que conformaban un dolor muy molesto, aunque no excesivo. Por suerte, todos los huesos parecían estar enteros, algo que en sí me producía una cierta tranquilidad. Intenté recordar cómo había llegado ahí, los momentos últimos que mi memoria pudiese visualizar para reconstruir la situación que me había conducido hasta aquella habitación blanca y azul, cerré los ojos y pensé.
            Pese a ello, al cerrar los ojos, la puerta de la habitación hizo sonar su manilla y la puerta se abrió, se oyeron unos pasos que se acercaban y que luego se detenían al lado de mi cama, apenas a un metro de mi cabeza. Volví a abrir lentamente los ojos.
            - Buenos días.
            - Buenos días. ¿ Ha dormido usted bien? - preguntó la sonrisa sosteniendo la carpeta con las hojas sobre sus manos.
            - Sí, gracias. ¿ Dónde estoy? - murmuré con voz quebrada - ¿ Por qué me han traído aquí? ¿ Cuándo voy a salir?
            - Tranquilo y no hable tanto - comentó la enfermera de perenne sonrisa - ahora descanse y cuando venga el doctor él le responderá a todo lo que usted le pregunte.
            - ¿ Y cuándo será eso?
            - Pronto.
            Y dicho esto se despidió amablemente desapareciendo por la puerta que había abierto.
            Volví a cerrar los ojos en busca de ese momento que explicase el instante presente. Sin más dilación, en la cabeza comenzaron a formarse las imágenes de los sucesos en el metro, el asiento de plástico gris, las caras dentro de los vagones, y las botas de cuero negro con puños cerrados de miradas de odio. Casi volví a sentir el impacto sobre mi cuerpo, recuerdo que produjo un estremecimiento que recorrió la piel. Todo aquello debía haber sucedido la noche anterior, poco antes de cerrar la estación de metro; luego alguien, seguramente, habría avisado de mi estado y me habrían traído hasta el hospital donde me encontraba. Por lo que podía sentir en el cuerpo solo había sido una paliza que me había dejado inconsciente y unos cuantos moratones a lo largo de mi geografía carnal. Cada vez el recuerdo se volvía más intenso, volviendo una y otra vez sobre la cabeza, recordando detalles pequeños, casi insignificantes, que en mi mente se magnificaban y adquirían una nueva dimensión de horror y miedo, como las sonrisas diabólicas, la crueldad gratuita sobre mí, el odio irracional que no llegaba a entender. Qué extraña resultaba la comparación de esta imagen con la calidez de los ojos de la enfermera, sus manos suaves, su dulce femeneidad. El tipo de al lado había dejado de roncar, ahora emitía una curiosa especie de silbido efecto del aire exhalado entre los dientes. Volví al vestido de tela verde y medias blancas que escondían a la única mujer bella que se había dignado mirarme como a uno más. Me giré hacia la ventana sintiendo sobre la piel el roce de la sábana, el movimiento había levantado el camisón que apenas cubría que intentaba ocultar mi desnudez. Sin embargo, resultaba una sensación extrañamente agradable por ser de nuevo recuperada.
            Isaac andaría por las calles, no había aparecido ni aparecería por el hospital. Ni siquiera sabía dónde estaba. ¿ Acaso se preocuparía por ello? Me hubiese gustado saberlo. Vista desde esa cama tan limpia la calle parecía muy lejana, tan distante como cualquier recuerdo de la infancia; y sin embargo, a diferencia de este, la otra estaba al otro lado del cristal de la ventana, no era inverosímil pensar que quizás hubiese andado por las mismas aceras que servían de acceso al hospital; de hecho recordaba haber visto algún que otro hospital durante las largas horas sin rumbo, edificios grandes de colores claros, casi siempre blanco, donde la gente salía y entraba por la puerta principal, y solo unos pocos por la puerta de urgencias.
            Isaac andaría por las calles, estaría pensando en otro discurso, en otra metáfora original, y escribiendo en algún sucio folio blanco encima de su carpeta azul lo que le mantenía en pie para seguir buscando entre cubos y contenedores de basura algo que pudiese engañar al estómago y un poco más al resto del cuerpo. Ni siquiera esperaba otra cosa.
            La enfermera había vuelto a entrar, ahora acompañada por la otra enfermera y dos personas de bata blanca que parecían ser los médicos. Se acercaban hasta la cama y sonreían.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            - Buenos días - respondí en un tono bajo desde mi postura acostada.
            - ¿ Cómo se encuentra? - preguntaba un médico hojeando el parte sobre mis estados que tenía entre las manos.
            - He estado mejor - murmuré lacónicamente - aunque podría estar peor.
            Fijé mi mirada sobre el rostro de la enfermera que había entrado anteriormente. Ahora podía observar detenidamente sus facciones dulces, proporcionadas, de ojos claros y mirada clara.
            - Ha sufrido una fuerte conmoción que le ha dejado inconsciente doce o trece horas, aproximadamente. No es usted el primer caso, desgraciadamente, que tenemos por este motivo tan desagradable. Ha sufrido múltiples contusiones por todo el cuerpo, como usted mismo se habrá dado cuenta; afortunadamente no tiene ninguna rotura ósea por lo que la recuperación podrá ser rápida.
            la enfermera se había acercado hasta el extremo de la cama para tomarme el pulso. Por primera vez en mucho tiempo sentía la ternura femenina sobre mi propia piel, aunque fuese por poco tiempo, aunque fuese por rutina profesional; notaba cómo sus dedos oprimían ligeramente la muñeca para encontrar el flujo sanguíneo. Tras apenas diez segundos dejó la mano sobre la cama.
            La médica, que hasta entonces había permanecido callada, se situó correctamente con cuidado las gafas que tenía ligeramente descolocadas y aclaró la voz.
            - Hemos estado buscando sus datos personales pero no los hemos encontrado; además, tampoco usted los tenía en la ropa. Como comprenderá, es necesario para llevar un registro de todos los pacientes. ¿ Nos podrá decir su nombre, apellidos, edad, y si tiene, domicilio y familia para que podamos avisar, su usted así lo desea?
            La observé callado. Como un acto reflejo, el eco de algo que parecía lejano volvió omnímodo a mí; recordé a Bormano muerto, la herida de Isaac en la pierna y la huida en el coche. Recordé a la policía y la imaginé con la posesión de mis datos, con el prefijo de búsqueda, de delincuente. Pensé cómo podrían encontrarme si decía mi nombre, mi apellido, mi edad, no tenía casa y no querría que mi familia supiese mi estado. Observé callado el pelo de la mujer y no dije nada.
            - ¿ Se acuerda de su nombre? - volvió a preguntar con cara de extrañeza.
            - No, ahora mismo no me acuerdo. Creo que lo he olvidado - susurré en un gesto de sorpresa.
            Se formó un silencio denso. Los dos de bata blanca cruzaron recíprocamente sus miradas sin decir nada. Me revolví un poco entre las sábanas para cambia la postura y me introduje un poco más en ellas.
            - Tranquilo, a veces pasa; tras un shock emocional, quizás en tu caso debido al hecho del fuerte golpe moral y físico, hay gente que se olvida por un tiempo y después se acuerda, generalmente unas horas o unos días. De todas formas hay técnicas que ayudan a ello...
            - Bueno - dijo el médico casi sin dejar terminar a su colega - le dejamos descansar ahora, usted solo preocúpese por dormir un poco y dentro de unos pocos días ya estará repuesto por completo.
            Y con ello se marcharon los cuatro, dejando en la habitación un vacío adormecido en las paredes y un silencio abotargado, el mismo silencio de todas las habitaciones de los hospitales donde los pacientes adquieren el verdadero significado de su nombre, esperando salir al mundo que observan desde la isla que los constriñe. El silencio pesado que solo deja una pequeña rendija por la que discurra el tiempo a cuentagotas.
            Sin embargo, el silencio duró poco tiempo, la estancia de los cuatro había hecho despertar al otro inquilino de la habitación. Noté que me observaba. Ahora lo podía contemplar mejor, un hombre un poco canoso, con algunas arrugas en la cara, con el rostro un poco ajado que no había sido afeitado en varios días. La postura apenas había cambiado de cuando estaba dormido, aunque ahora tenía girada la  cabeza hacia mí.
            - Hace buen día - murmuró con una voz un poco afónica, distorsionada, en un intento de entablar conversación.
            - Sí... aunque podría haber sido mejor - respondí.
            - Sí, es cierto.
            Me toqué la pierna izquierda, intentando localizar el lugar exacto del que provenía el dolor. Justamente encima de la rodilla. Me revolví sacando fuera de las sábanas la parte inferior de la pierna derecha.
            - Y tú, ¿ Por qué estás aquí? - preguntó en su afán de continuar la leve interrelación que había conseguido.           
            - Una paliza. Me dieron una paliza en el metro.
            Desde la otra cama se asomó un ligero gesto de sorpresa reprimido detrás de las facciones de los ojos y los labios.
            - ¿ Y tú?
            - Me han quitado una piedra del riñón.
            Lo dijo con todo casi de culpabilidad; el hecho de saber que su dolencia no era, moralmente, más que una nimiedad ante lo sucedido a su compañero de su habitación. Casi se avergonzó de que solo le hubiesen quitado una piedra.
            El individuo de la otra cama parecía animado a hablar. Entablado el primer contacto lo demás era más sencillo.
            - ¿ Le fue bien en el quirófano? ¿ Eso es grave? - insinué.
            - No si no hay complicaciones. Es una litotricia. El médico me ha dicho que mañana posiblemente me mandará para casa, como más tarde pasado mañana.
            - Me alegro por usted, y aún tendré que estar varios días aquí.

miércoles, 5 de febrero de 2014

poesía 298



Porque sé por qué te ríes y por qué lloras,
Alegre, triste, por qué escondes tu alma.
Robas las olas al mar en calma
Antes de pensarlo, y después, te enamoras.
Te enamoras locamente, te enamoras
Indiferente a la pena y al dolor
Fatal que te condena a este amor
Encadenado que solo cuenta las horas.
¿Dónde podremos juntar nuestras manos?
¿En qué lugar pondrás mi corazón?
¿Robarás mi cuerpo para amarnos?
Impaciente, mi piel tu contacto espera.
Como sin quererlo, despierta la ilusión
A que crezca la flor de nuevo en primavera.