Isaac tenía razón, estaba
muy excitable. No estaba acostumbrado a esta nueva situación moral; siempre
había sido un tipo equilibrado, era de la opinión de que en el equilibrio se
encuentra la base para cualquier tipo de actividad, especialmente en la de
formar el amor en una relación. Sin embargo el amor se estaba descascarillando
cada vez más rápidamente delante de mi propia cara sin saber por donde atajar
el problema, y de todos es sabido que los agujeros negros lo absorben
prácticamente todo. Ese era el problema, luchar contra el agujero negro,
parecía una victoria imposible. A un primer momento donde la conciencia había
clavado los primeros alfileres se unían
ya no solo sus pinchazos sino el frío acero de la espada de los celos. Sí,
estaba celoso, para qué negarlo, solo que únicamente lo sabía yo y no pensaba
demostrárselo a nadie, y menos a Xania. Isaac tenía razón, estaba muy
excitable, el hecho de que ya no podía con ella todo el tiempo apetecido porque
lo necesitaba para otras ocupaciones hacía que dudase de las verdaderas razones
truncándolas por una incógnita menos clara que habitaba en mi mente. Esa
extraña sensación que quema la garganta como un trago de vodka y que hace que
la cabeza difumine la razón ya formaba parte de mí. Con Marzo llegó el buen tiempo, los días más largos y más
calientes, más luminosos. También llegó la noticia del próximo trato, Lio Lin
volvió a aparecer más asiduamente por casa, si todo salía bien la cantidad de
dinero sobrepasaría con creces la anterior, iba a ser un montón de dinero. A
partir de entonces en casa se respiró el ambiente de la espera intranquila, no
se hablaba mucho del tema, lo suficiente para no dejar un cabo suelto y algún
que otro pequeño comentario. Bormano volvió a engordar, empezaba a ser algo
preocupante, nunca había estado tan gordo; no es que pesase demasiado, pero el
ritmo de engorde era notorio. Un día fue a comprarse ropa y volvió con todo un
cargamento de camisas y pantalones nuevos. Yerkari y Serban también estaban
intranquilos, se movían por todos los sitios y en ninguno podían estar mucho
tiempo, excepto en su habitación, donde se pasaban gran parte del día, casi
siempre follando como locos, para quitar los nervios. Quien parecía más
tranquilo era Isaac, miraba al techo y volvía sobre la hoja blanca, sentado en
el banco de color azul pasaba las horas escribiendo, sabe Dios qué, llenando
hojas que en un futuro más o menos próximo quemaría para purificarse con el
fuego. Yo simplemente permanecía ausente, mi cuerpo se encontraba cerca de todo
pero mi mente distaba mucho de él, mi cabeza tenía suficiente ocupación con
intentar poner en orden los papeles del corazón. Un par de días fuimos a la
playa; el agua todavía estaba algo fría, pero tumbados en la arena de la playa,
con el sol sobre nuestras caras, pudimos echarnos alguna siesta mientras la
brisa acariciaba la piel. Aún no había mucha gente, pero poco a poco,
lentamente, cada día se veía a más personas colocar sus toallas cerca de las
rocas primero y más tarde por toda la playa. Semana Santa se acercaba, se olía
en el aire, toda la maquinaria que existía para que aquellos días sacros
refulgiesen con el mismo brillo de todos los años daba los últimos retoques a
todo el engranaje de personas y organización; la tradición pesaba demasiado
como para dejarla a la improvisación. También fueron días de vídeo,
innumerables películas de vídeo, tuvo que ser como una fiebre, levantarnos y
desayunar con Fellini, comer con Spilberg o cenar con Humprey Bogart. Daba
igual, cualquier película era buena, enamorarse con Bergman o matar japoneses
con bombas o patadas inverosímiles. Miraba la pantalla y observaba al
protagonista, imaginaba ser yo aquel que luchaba, besaba o moría, aquel que era
el centro de algo, por lo menos de su propia historia. Miraba y soñaba
despierto; sin embargo aprendí que es más duro olvidar un buen sueño que ver
finalizar una buena película.
La importancia de la felicidad radica en su conocimiento.
De poco sirve ser feliz si no se tiene constancia de ello, por eso nos damos
cuenta muchas veces de ella cuando ya no la tenemos, sabemos que la hemos
tenido por comparación con el estado posterior de tristeza. Quien percibe la
felicidad en el momento de tenerla es quien conoce realmente la felicidad,
hacerse una idea de ella por un recuerdo aproximado es ver solo el reflejo en
un charco de agua, se difumina. Con la tristeza sucede lo contrario,
generalmente todo el mundo sabe que está triste cuando realmente lo está, nadie
tiene que esperar a ser feliz para darse cuenta de un estado emocional tan
sencillo, la felicidad parece algo mucho más complejo. Esto es debido a que la
consecución de un estado de felicidad viene ligado al cumplimiento de unas
expectativas, mientras que para el estado de tristeza no es necesario cumplir
ninguna; algo por otra parte más simple de conseguir. Quizás por eso haya en el
mundo más pena que gloria, por una mala distribución de recursos materiales y
una falta de recursos morales.
- ¿Y tú eres feliz?
- ¡Qué pregunta tan absurda!
- No lo sé, por eso te lo pregunto.
- ¿Tú qué crees?
- Que sí.
- Enhorabuena, con otra oportunidad acertarás.
- ¿Y por qué no eres feliz?
- Porque no cumplo mis expectativas. ¿Acaso tú lo eres?
- No lo sé.
- Una duda siempre es una negación. Nadie puede dudar de
algo tan obvio.
- Tienes razón, no lo soy, era solo que no me esperaba la
pregunta.
- Pues nunca preguntes algo que no quieras que te
pregunten a ti.
- ¿Por qué me has dicho todo eso sobre la felicidad?
- Para que no te equivoques, la felicidad cotiza cara en
el mercado.
Miré el reloj.
- ¡Mierda! Me tengo que ir, llego tarde - dije
levantándome y cogiendo la chaqueta que estaba en el perchero.
- Suerte.
- No te preocupes, controlo la situación.
Cerré la puerta de la habitación y dejé a Isaac tumbado
sobre la cama. Salí a la calle y decidí ir andando, no hacía frío y la brisa de
la noche podría ayudarme a ordenar los pensamientos. Estaba decidido, solamente
pensarlo me dolía el alma, pero había tomado la decisión que creía más adecuada
y no estaba dispuesto a cambiarla. Había imaginado todas las situaciones, todas
las opciones posibles, que llorase, que se callase, que pidiese otra
oportunidad, que se levantase y se marchase, incluso que me insultase, pero la
decisión estaba tomada y era inamovible. Miraba hacia atrás, un año casi, y los
recuerdos pasaban vertiginosamente por mi memoria como las losas por debajo de
la suela de mis zapatos, miraba hacia atrás y me detenía en la última vez que
nos habíamos visto, con toda aquella cordialidad fría e inerte que congelaba
las miradas y los gestos, hace tiempo ya muertos. Terminar y dejar un hermoso
recuerdo para el futuro, mejor detener la caída antes de tocar fondo y
embarrarlo todo con el lodo que siempre queda abajo. Es probable que el peso de
la conciencia unido a unos celos absurdos hubiesen tomado la mayor parte de la
responsabilidad en todo el asunto, una conciencia maltrecha por los
remordimientos de la infidelidad que podrían haber ocasionado la cuesta abajo
iniciada hacía tiempo, tal vez un complejo de culpabilidad desafortunado demasiado
pesado para tan poco espacio. La gente, más extraña que nunca, desfilaba a mi
alrededor, como el agua que se bifurca en la corriente rota por una roca en
medio del río, miraba las farolas imposibles que daban luz, la misma luz que
había faltado dentro de mi cabeza, buscando el tabaco en los bolsillos, maldito
tabaco que faltaba en el momento más inoportuno, una vez más, y los labios
mudos, callados, sumidos en el recuerdo de aquel primer beso casi olvidado,
cómo olvidarlo si pudo ser ayer, sin darme cuenta, y ahora en un suave letargo,
qué ironía, después de la tempestad de un año de trabajo activo. Es curioso
observar cómo la memoria tiende a quedarse con los recuerdos que prefiere, no
siempre, pero sí generalmente, polarizándose en lo bueno o en lo malo, dirigida
inconscientemente por el corazón que necesita de esos recuerdos, y suele ser
necesario bastante tiempo para recobrar una objetividad que no vuelve nunca a
ser perfecta. Es probable que la mía se quedase con aquellos buenos recuerdos a
causa del amor que aún sentía por ella, un amor que ahora dolía demasiado como
para intentar seguir alimentándolo, siquiera enderezarlo.
Tras casi media hora de camino llegué al lugar indicado,
otra vez el Sumtrab, a ella le gustaba y para qué negarle el último deseo, pero
comenzaba a cogerle verdadera antipatía a este maldito sitio y después de esa
tarde seguramente aumentaría ese sentimiento. Entré y allí seguían las mismas
mesas cuadradas y las mismas sillas de terciopelo, observé y ahí estaba, en una
esquina, con su café con leche esperando paciente mi llegada.
- Buenas tardes - pronunció sonriendo desde el otro lado
de la mesa.
- Buenas tardes, Xania.
Pedí otro café con leche, nos miramos silenciosamente y
sonreímos recíprocamente. Este era el momento más adecuado, para qué alargar
más la espera inútil, intenté remover un poco el azúcar vertida en la taza pero
el nerviosismo no me lo permitió, dejé la cucharilla y apoyé los brazos sobre
la mesa, suavemente, mirándola tras un silencio que se alargaba excesivamente,
observando sus hermosos ojos verdes, todavía ahora me parecían más hermosos por
no ser ya míos, tomé aire y busqué las palabras adecuadas.
- ¿Lo dejamos?
Simplemente. Había imaginado todas las situaciones
posibles, todas las opciones, desde todas las perspectivas, pero aquella se me
había escapado a la imaginación.
- ¿Tienes un cigarro? - le pregunté con voz quebrada.
- ¿Un cigarro?
- Sí, un cigarro, es que me he quedado sin tabaco.
Me dio uno, yo a ella las gracias. Nunca pensé que
pudiese resultar tan fácil, no había pronunciado una sola palabra y ya estaba
todo hecho; sin embargo me dolía en el alma que fuese ella quien lo hubiese
dicho, pensar que ya no sentía nada especial por mí.
- Bueno, ¿qué me dices?
La respuesta ya la sabía, solo que no sabía cual era
forma más adecuada de decirla. Aspiré fuertemente el humo y lo expulsé
lentamente viendo cómo desaparecía.
- Creo que será lo más adecuado.
A veces resulta absurdo pensar cómo todo puede ser
diferente a como uno lo piensa, se nos escapan demasiados factores de las manos
como para poder controlar la situación, incluso los propios. Después la
conversación discurrió alegremente, como la de dos buenos amigos, los dos
sabíamos que era lo más acertado y como tal lo aceptamos. Nos dijimos muchas
cosas durante algo más de una hora, cosas generalmente bastante triviales, qué
otra cosa se puede decir en determinados momentos, mirándonos, mirándola,
sintiendo cómo el peso que me atenazaba se marchaba lentamente para dejar libre
un espacio que luego no se volvería a llenar, que se quedaría vacío. Cuando nos
despedimos nos dimos dos besos, uno en cada mejilla, como dos buenos amigos, el
beso de Judas pensé, por ser más falsos que el propio Judas, sin embargo quizás
estuviesen llenos de buenas intenciones, no lo sé, pero yo hubiese preferido
solamente uno, el último de verdad, con el que poder sellar la puerta que no
volveríamos a cruzar.
De regreso a casa, otra vez andando, las palabras de
Isaac volvían fuertes a los oídos, todo el mundo sabe cuando está triste, no
hace falta más que sentirlo, y yo lo estaba sintiendo; cierto es que el paso de
vuelta era mucho más relajado que el de ida, pero el hecho de que hubiese sido
ella quien hubiese puesto punto final significaba que ella también lo daba por
terminado, una idea que detestaba, no por orgullo sino porque lo consideraba un
fracaso por mi parte, ya lo había dicho siempre, ella no era feliz y yo no había sido capaz de cambiar esa situación.
Después de los besos me dijo que algún día quedaríamos para tomar un café y
contamos las cosas, como buenos amigos, y tras la sonrisa afirmativa que le
regalé escondí la respuesta que los dos sabíamos demasiado bien que era la
verdadera. Algún día, pronto, adiós, cuídate, suerte, sé feliz, llámame. Lo que
no pude imaginar es que no lo volvería a ver nunca más en mi vida.