sábado, 11 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (9)



Un día apareció por casa un tipo llamado Lio Lin. Era un chico joven, poco más de veinte años, de ojos rasgados y piel amarilla, de padres emigrantes asiáticos que se habían asentado en Martaux hace bastante tiempo. Lio Lin apareció por la puerta y se sentó en el banco azul. Detrás de él llegó Bormano diciendo que era un amigo que había conocido y que se quedaba a cenar. Nos sentamos todos en la mesa y alguien hizo unos cuantos huevos fritos para cenar. Luego Lio Lin lió unos porros y comenzamos a fumar. Serban también lió más y al final acabamos todos en la niebla.
            Lio Lin empezó a aparecer más a menudo por casa, Bormano tenía algún negocio entre manos con él y surgían y se desvanecían como las olas, siempre uno detrás del otro, salían y entraban dejando la puerta abierta. Lio Lin jugaba mal al billar, lo suyo era el ajedrez; se sentaba en la mesa frente a Serban o Yerkari y los machacaba invariablemente. Solo Isaac le hacía algo de sombra. Se sentaban ante el tablero y pasaban horas, luego se levantaban y se iban a vender la mercancía. Una noche acompañé a Lio Lin y a Bormano a colocarla; habían cortado el speed con algo que no sabía muy bien qué era, aunque a pesar de ello mantenía parecida cantidad. Primero fuimos al “Trikis”, aquel bar donde fuimos en Viernes Santo cuando Xania había acabado por mostrarme sus caderas. Había menos gente que en la anterior visita. Fui a la barra y pedí tres cervezas, las pagué y me acerqué al futbolín, donde tres individuos hablaban con Lio Lin de forma antinaturalmente natural. Lio Lin buscó con la mirada a Bormano, Bormano con las manos en los bolsillos, la bolsita blanca que sacó a la mirada de los otros y los billetes de los otros la mano de Lio Lin. El círculo de la vida se había cerrado en dos segundos. Se dirigieron unas palabras más y se fueron. Bormano comenzó a liarse un porro. Fuera las noches claras de Mayo ocupaban ya las calles y las chaquetas olvidadas comenzaban a amasar polvo en los armarios. Lo encendió y me lo pasó. Aparecieron otras dos personas. Las manos en los bolsillos, la bolsita blanca, los billetes, las otras manos, un par de palabras, adiós. Acabamos las cervezas y nos fuimos del “Trikis”. La noche fue una ronda  de bares del mismo modo, entrar, pedir unas cervezas, comerciar, acabarnos las cervezas e irnos; diez o doce sitios recorridos cruzando unas pocas palabras y unos cuantos billetes. Lio Lin era generalmente el que la colocaba. Jugamos algunos billares y nos perdimos en la noche de una discoteca subterránea, traspasados de rayas y de alcohol, hasta que el sol del mediodía apareció y llegamos para comer a casa.
            Estuve durmiendo quince horas, casi toda la tarde y toda la noche hasta el día siguiente cuando me levantó Isaac para conducir el camión. Había sido un fin de semana color gris, una de esas noches donde al acabar te das cuenta que por medio de ella no ha habido nada, excepto una parte de tu tiempo malgastado. Cuando me levanté todavía tenía ausente la cabeza y no había retornado del lugar donde la había dejado el Sábado. Isaac me dijo que se había quedado en casa, solo, y que Xania había preguntado por mí, le había dicho que podríamos salir a dar una vuelta el Domingo y que pasaría por su casa. Me olvidé, me quedé dormido; ahora tendría que ir a disculparme a su casa. El fin de semana se estaba volviendo más oscuro. Lio Lin era un tipo simpático pero de poco fondo, demasiado pragmático, no veía mucho más allá de la utilidad o la inutilidad de las cosas, del provecho que se podría obtener de las acciones ejecutadas. Aquel Lunes, mientras conducía y llenaba el camión de chatarra, mientras Isaac hablaba y hablaba dilatándome la cabeza aún no encontrada, seguí soñando despierto con los labios de Xania sobre mi piel y cómo estos me besaban una y otra vez hasta quedar exhaustos. De vez en cuando, de repente y rebelde, alguna imagen del Sábado noche se colaba sin permiso y ensuciaba la conciencia, produciéndome hasta un extraño dolor de cabeza emanado del recuerdo.



            Xania me perdonó, quizás el hermoso ramo de flores le ablandó el alma, y para cicatrizar heridas decidimos ir el fin de semana al monte de acampada, los dos solos, en medio de la naturaleza. El día salió con su mejor traje, nos montamos en el coche, arrancamos, y nos fuimos a ciento cincuenta kilómetros de Martaux, a un sitio que Xania conocía de alguna otra acampada. Era un sitio hermoso, rodeado de grandes árboles de corteza oscura, con un pequeño río a cien metros de la tienda de campaña, donde todavía, y excepcionalmente, algún pequeño pez se dejaba ver. Montamos la tienda, una pequeña tienda gris con forma de iglú, y nos dispusimos a pasar allí el fin de semana.
            - ¿Ya estás otra vez con lo mismo? ¿Cómo te voy a decir que me quedé dormido porque estaba cansado?
            - Y yo mientras tanto esperando sola en casa, hasta que fui a tu casa y te encontré durmiendo.
            - ¿Y por qué no me despertaste?
            - Porque Isaac me lo contó y me distes pena. No puedo estar por ahí con alguien que se duerme en los sitios.
            Por lo visto el ramo de flores no la había ablandado el alma ni había cicatrizado ninguna herida. Le miré y la besé tiernamente. Poco a poco, la expresión hierática fue haciéndose más dulce hasta que su boca se humedeció y me envolvió, olvidándose de la anterior discusión. Pensé en las caderas que sentía cerca, en las curvas que se entrelazaban a mi cuerpo como la música al oído, la música que yo quería escuchar.
            - Con un beso lo perdono, pero no lo olvido - me susurró Xania al oído, soltándose de mis labios - Vamos fuera, te quiero enseñar algo.
            Se levantó y salió fuera. Me quedé sentado mirando el interior del iglú, lo pensé, me levanté y salí fuera detrás suyo; deseaba tener su cuerpo ahora, pero tendría que esperar a otro momento.
            Era el inicio del riachuelo que pasaba cerca de la tienda; el agua nacía desde unas rocas grises pulidas por el paso de los años y daba varios saltos hasta llegar a una pequeña laguna escondida entre los árboles que la rodeaban. No era fácil llegar hasta allí; habíamos tenido que dejar el camino y seguir entre algunos matorrales. El sol llegaba tímidamente a través de las ramas altas de los árboles, que dejaban traspasar solamente la luz, no los rayos solares que se intuían fuera. El sitio estaba en sombra y no hacía calor; era un sitio donde debido a las circunstancias que lo rodeaba se convertía en un micromundo alejado de todo lo circundante, lo que lo hacía ser diferente y especial. Xania me besó. El agua corría lentamente, el agua cristalina y transparente que nos mostraba la frescura que nos llegaba a la piel y nos hacía respirar hondamente. Xania buscó a tientas los botones de mi camisa y sin dejar de besarme comenzó a desabrocharlos, uno a uno, despacio, mientras podía sentir el frío que penetraba sin concesiones.
            - ¿Aquí? - le susurré al oído.
            - ¿Y por qué no? - preguntó.
            - Hace frío, alguien podría vernos...
            - Cállate... - musitó soltando el cinturón de mis vaqueros.
            Todo lo demás vino por la inercia. Recuerdo que el agua estaba más fría de lo que en un primer momento parecía, pero que una vez dentro el cuerpo se amoldaba a la temperatura produciendo hasta un cierto placer. La ropa tuvo que esperar fuera, tumbada sobre la hierba observaba cómo el agua se mecía al compás del movimiento de nuestra danza en la laguna, mientras fuera el mundo debía seguir girando ininterrumpidamente. Al final, todo acabó en un último envite en medio del agua besándonos y abrazados como dos pobres desesperados con miedo a la separación que en algún día futuro nos esperaba. Luego salimos de la laguna y nos tumbamos en la hierba, desnudos, secándonos y riéndonos de nuestros propios cuerpos y nuestras propias ilusiones, y cómo aquello que hace un momento había sido tan grande ahora descansaba escuálido y encogido entre mis piernas.



            Xania se estaba liando un porro más. La noche hacía tiempo que había caído y dentro del iglú una espesa niebla ocupaba todo el espacio disponible. Una linterna daba la luz necesaria para ver los rasgos del otro y poder liar los porros. Mi mano jugaba con el pelo moreno y rizado que caía por la espalda de Xania, a cascadas, descansando sobre la camiseta blanca.
            - Enciéndelo tú.
            - ¿No quieres fumar? - le pregunté.
            - Ahora no.
            Lo encendí y callamos. La vieja radio que habíamos traído murmuraba una canción triste y lejana, y en sus curvas me metí y me perdí, en las curvas que me llevaban a aquellos sitios donde nunca estuve y que ahora veía en mis ensoñaciones de nieblas, sobre las aceras, las cloacas, en los rincones recónditos y escondidos donde podía mirar las fábulas del amor y del odio, y los perros callados, arrastrados, sin piel, que buscan carne para seguir alimentando pulgas; caminé tropezándome entre los bultos difusos que alguien dejó tirados y olvidados, entre los días que iban y volvían de aquí para allá del futuro al pasado y viceversa en una constelación alucinógena que se derretía en el hielo, vaga imagen del frío, que nublaba el más allá; busqué a tientas el límite de las curvas que me rodeaban aislándome de fuera indiferencia blanco que no podía sino decirme tal vez y evaporarme con ellas en alguna fabulación de otro; derrapando mi cerebro en ellas después de haber terminado de pensar la idea, y no querer, en todos aquí vi la luz del porro y las curvas más tarde para ser tú la más bella, no por otra forma sino solamente por tu sonrisa de ángel caído, y allí juntarnos los dos en mi sueño azul de la inocencia arrastrado por las paredes de tu blues silbante en tus labios de besos, como el humo que se va delante mío espectro hacia la canción de cuna de la radio que me espía y me vigila detrás de ese que no sabe más que de lo escondido en la arena de la tienda de campaña bajo las estrellas de verde soledad acompañada.
            Las canciones se fueron con sus curvas para dejarme con sus ojos. Me miró y me besó, con unos besos rozados por la mejilla del otro en señal de cariño. Puede sentir su piel un momento, solo un momento antes de que se acostara a mi lado y se durmiera plácidamente, lentamente, con esa forma característica de la paz interior del que descansa tranquilo consigo mismo. La veía dormirse mientras yo seguía liando y mirándola y arrastrándome por los rincones de la nueva canción. Intenté mirar la realidad por una rendija, pero fue imposible, así que volví sobre las curvas y allí navegaba yo al lado de mi ángel de la guarda que dormía sobre las olas de la noche. Sentía el peso sobre el punto de apoyo que era ella, tan pequeño y tan robusto, de cuerpo tan frágil como la caricia de su tacto, y sentí el miedo de poder perderlo y tambalearme de nuevo en la inquietud intrínseca de mi personalidad descarriada. Por delante y por detrás; solo en medio había algo que podía tocar y era ella. Le murmuré  “pequeña mía” mientras volvía a hundirme en el más negro de los cielos que podían cobijar a mi corazón, y allí estábamos todos, viajando dentro de un cenicero encima del mundo, rodeados de colillas y ceniza gris entre la ropa  y nuestra piel sucia de todas las mentiras consagradas al becerro de oro que nos iluminaba pasado olvidadizo lleno de miedos blancos y risas prontas de su inocencia olvidadas y anheladas ahora para ser más feliz aquí entre lo que yo más quiero. Busqué a través de sus ojos cerrados la verdad de sus pensamientos y lo cierto de sus sentimientos, pero no pude saber nada; sonreía tan hermosa en su sueño que parecía no ser de este mundo, acaso de otro. Volví a intentar ver la realidad por  otras rendija, pero de nuevo se me escapó la oportunidad volviendo a sumergirme en la omnímoda canción que me rodeaba y me ahogaba progresivamente, poco a poco pero sin interrupción. Luego la niebla se volvió espesa como un pastel de chocolate mientras la luz de la linterna iba desapareciendo por culpa de las pilas desgastadas que ya no daban más de sí; y la miré por última vez susurrando su nombre. Entonces la canción acabó de rodearme y en un esfuerzo supremo me estranguló y desaparecí lejos.

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viernes, 10 de enero de 2014

el espíritu de los tiempos (8)



Había sido un día con suerte, nos habíamos encontrado con una fábrica que tenía que quitar una cantidad ingente de metal no sé exactamente por qué causa, el caso que llevábamos todo el día yendo y viniendo cono el camión y todavía quedaba más para el día siguiente. Volvíamos a casa por la carretera que bordeaba la playa, observando cómo el sol iba cayendo lentamente hacia el mar; todavía lucía majestuoso, pero con menos intensidad. Isaac miró el mar, y con un rasgo característico de sus dedos rasgó la piedra de su mechero y lo encendió. El humo denso comenzó a esparcirse por la colina escapándose por la ventanilla derecha en busca de más espacio donde expandirse libremente. Sonrió. Volvió a sonreír con una mayor sonrisa y aspiró el humo quemando la punta del porro. Me lo pasó y le di un par de caladas devolviéndoselo. Parecía feliz. Me recordó a la noche que lo conocí, cuando aún no sabía de él más que lo que Bormano y otros me habían hablado, cómo acariciaba el palo y la suavidad que invertía en ello y la fuerza con que pegaba a las bolas; viéndole jugar un psicoanalista podría darse fácilmente cuenta de la simbología que encerraba ese acto, cómo el taco era una representación de su miembro viril y el gesto de acariciarlo representaba la masturbación deseada pero encubierta detrás de ese acto ingenuo pero socialmente permitido, de ahí el placer que con ello experimentaba. El billar como acto de masturbación encubierta. Y tal vez fuese eso por lo que aquella vez tenía aquella sonrisa que yo recordaba tan propia y que ahora me resultaba tan extraña fuera de la mesa verde. Volvió a pasarme el porro, le volví a dar un par de toques y se lo devolví. La carretera se perdía entre las curvas que bordeaban el mar e Isaac seguía mirando lo dolorosamente azul que era, tan azul que parecía ser la esencia de ese color frío y primario.
            - Hoy duele mirar el mar.
            - Sí.
            - Nunca lo he visto tan azul.
            - Es posible - musité girando el volante.
            - Es extraño verlo tan intenso, es como si de un momento a otro se fuese a revelar y se levantara, o solamente decidiera irse y desaparecería. ¿Por qué estará hoy tan azul?
            - ¿Crees que el billar es como la masturbación? - le pregunté pensativo.
            - ¿Me preguntas que si pelársela es igual que jugar al billar?
            - Sí.
            Le veía pensar, buscaba la respuesta a la pregunta. Miró el mar, miró el humo y me miró a mí.
            - ¡Joder, tío! ¿Qué pregunta es esa? Yo creo que se parece, para realizar las dos se necesita cierto arte. Pero muchas veces el billar es mucho mejor, porque al fin y al cabo lo uno puede ser mecánico y para lo otro se necesita más habilidad. De todas formas al final todo se reduce a un juego de manos - y se rió de su ingenioso juego de palabras - ¿Por qué me preguntas eso?
            - Por nada. Era una pregunta como otra cualquiera; hay ciertas cosas que a veces tienen relación entre sí y no nos damos cuenta, y el billar era una de ellas.
            Isaac volvió la mirada al mar y murmuró “azul”.
            El mar era el símbolo de algo que Isaac siempre buscaba y nunca encontraría. Para él, el mar encerraba más misterios de los que se podrían pensar; el color, el tono, la luz, su voz, el mar cambiado y cambiante hacedor de leyendas y demoledor de otras era el misterio deseado y tenido del futuro incierto que anhelaba conocer. Isaac miraba y solo llegaba a decir “azul” porque era lo único que sabía de él, le dolía enormemente la belleza de su incomprensión y sabía perfectamente que así como uno puede enamorarse y amar a una mujer solo por su belleza, así también podría amar el misterio que encerraba aquel color azul.



            Serban besaba a Yerkari mientras en  la televisión Silvestre caía desde el ático de un edificio cuando intentaba, esta vez por fin, comerse el canario. Silvestre caía y alguien decía “pobre lindo gatito”. Serban seguía besando a Yerkari y yo los miraba. Resultaba extraño ver a dos hombre besarse en el mismo sofá donde yo estaba. sin embargo los envidiaba. Veía que en aquellos besos, suaves, cortos, llenos de amor, había algo más que lo que yo recibía de Xania. Se levantaron y se fueron y yo me quedé con Silvestre aplastado contra el suelo. Pobre Silvestre. Sabía que estaban en su habitación, los imaginaba como aquel día que abrí la puerta por descuido, uno al lado del otro, desnudos, entre las sábanas, jadeando y besándose, lamiéndose, sudando. Silvestre se levantaba y volvía a subir por la escalera de incendios con un martillo en una de sus garras, llegaba hasta la jaula donde dormía el canario y esta vez sí, se lo comería. Pero en el último momento, como siempre, el gato caía inexorablemente al vacío mientras alguien decía “pobre lindo gatito”. En lo más íntimo de mi ser tenía dudas sobre Xania; existía algo, un sentimiento infundado probablemente, algún recuerdo mal reciclado, que me hacía dudar sobre mi relación con Xania. En el fuero más interno tenía la certeza de que faltaba un nexo de unión importante entre los dos, aunque no sabía cual podía ser. Pero yo la quería, o por lo menos la estaba empezando a querer; la necesitaba cerca, irremisiblemente, no podía estar mucho tiempo lejos de ella y encontrarme con mi soledad cara a cara. Xania también me quería; su forma de mirarme lo demostraba, una mirada expresa ese sentimiento perfectamente. Ahora Serban y Yerkari estarían mirándose, mirando el techo, como el de todas las habitaciones de la casa, y en el silencio de las sábanas revueltas las manos juntas se dirían te quiero calladamente. Silvestre, cual ave Fenix, se había vuelto a levantar desde el suelo y ahora subía por la pared agarrándose a una cuerda. Subía rápido y con ambición hacia su presa, esta vez nadie lo pararía. Pero en el último momento el canario sacaba unas enormes tijeras y cortaba la cuerda, y como siempre, el gato caía inexorablemente al vacío mientras alguien decía “pobre lindo gatito”. Xania se había colado en mi cabeza. Xania, la de los ojos verdes y las curvas perfectas de las caderas, suave vaivén, que entrelazaba mi pensamiento a su cama y a su cuerpo de inocencia violada, no dejaba en paz mi paz ni mi presente en la dulce espera del que ya no espera nada. Silvestre se ha ido y han venido Tom y Jerry. Pobres gatos. También han venido Serban y Yerkari, me han mirado y me han sonreído como aquel que no sabe nada. Yo también les he sonreído. Se han sentado y me han preguntado por los dibujos animados. Todavía no se han soltado de la mano.
           



            - Buscar en el interior la propia esencia de cada uno implica un autosacrificio muy importante, donde la constancia y sobre todo la voluntad de uno mismo son el factor primordial para la consecución de dicho conocimiento. Muchas religiones basan sus dogmas en ese conocimiento y toda ética personal debería llevar implícito esta exigencia como la máxima expresión del yo personal. La esencia individual constituye el núcleo atómico y separado que conforma la globalidad de la sociedad. Mediante el arte busco mi propia esencia, en el interior de los sentimientos que impulsan mi obra creadora ahondo con el fin de alcanzar mi pureza, la pureza que persigo en mis actos y sobre todo en mi modo de pensar. He recorrido camino en esta búsqueda inacabable que es la vida pretendiendo lograrlo, y cuanto más lo busco y más camino recorro creo llegar a la conclusión de que tal vez, y solo entonces, al final del camino, conoceré mi presencia esencial.
            Isaac miraba sentado al borde de la playa las estrellas de la noche. El mar permanecía calmado a sus pies y lejos, en el aire, se olía la música proveniente del bar más cercano, que se escapaba por la ventana abierta. Mi boca apuraba la última cerveza que había visitado mis manos mientras sentía sobre mi cara la brisa nocturna.
            - ¿No entramos dentro? - pregunté murmurando.
            - - Espera un momento, ahora vamos - dijo en un tono bajo, como venido desde muy lejos para llegar a sus labios.
            - Dentro nos esperan - insistí.
            - Ve tú si quieres - contestó mudo con la mirada.
            Me senté.
            Isaac seguía mirando el mar, ni siquiera había hecho el más mínimo gesto al hablarme. Buscó con las manos en los bolsillos algo pequeño, encontró la piedra marrón y comenzó a quemarla. Tras unos pocos minutos trabajando en ello acabó el porro  y lo encendió. Algo raía su cabeza supurándole la tranquilidad. Las olas volvían y volvían y nadie las quería, y luego se marchaban dejando a Isaac donde estaba.
            - ¿Para qué te voy a engañar? Me siento solo, todos tenéis a alguien, Bormano anda ahí con Leslia, tu con Xania, Serban a Yerkari...
            - ¿Tú sabías lo suyo? - pregunté exclamando ante la naturalidad con lo que lo decía - lo podrías haber dicho y no hubiese sido necesario haberme dado cuenta de la forma en que lo hice.
            - Tú también lo sabías y no dijiste nada, a nadie le importa la vida de los otros. A mí no me espera nadie ahí dentro. ¿Para qué voy a tener prisa en entrar?
            Me pasó el porro y le di unas cuantas caladas aspirando fuertemente el humo denso que desprendía. Algunos granos de arena se colaban dentro de las zapatillas y producían un roce incómodo.
            - ¿Nunca has tenido la impresión de que podrías enamorarte de una persona solo por la belleza que irradia? No tiene por qué ser muy guapa, ni muy inteligente, ni muy buena, tiene que ser algo diferente; la forma de mirar, de moverse, de sonreír. Cuando necesitas a alguien cerca y no lo tienes, y un día tú me dijiste que necesitabas a Xania, digo que cuando no lo tienes no es difícil que tu subconsciente busque por ti la solución de la necesidad y se fije en ciertas personas que en otra situación no lo haría, o por lo menos no tan apremiantemente. Entonces te das cuenta que sería fácil amarla y dejar ser amado y lo solo que se encuentra una persona sin nada de eso. Me pasa a veces, hablas con alguien durante unas horas, o una noche y piensas en la conexión que hay entre los dos y cómo podría ser un amigo y cómo las circunstancias existentes te impiden esa relación; cómo apuras los minutos porque sabes que después no quedará nada. Lo mismo sucede cuando estás con una persona que te atrae y sabes que todo desaparecerá en un momento. Puede ser falta de amor, no lo sé, solo sé que luego te quedas pensando que hay algo injusto en todo esto y no le encuentras ninguna explicación. La vida no es justa, aunque supongo que no soy el único que opina lo mismo. ¿Ves el mechero? ¿Sabes por qué lo llevo siempre? Un día me lo preguntaste y te dije que era una larga historia. Me lo regaló una de esas chicas que te encuentras, con las que tienes conexión inmediata pero sabes que las circunstancias no te dejarán nunca. Sin embargo aquello duró más de lo que uno podía pensar en un primer momento. Acabé enamorado de esa chica, lo cual me reafirma en mi opinión de que uno puede enamorarse de una persona que sabe que le puede enamorar si le das un poco de tiempo. Era una chica preciosa, de esas chicas que da miedo mirar fijamente a los ojos porque antes de que te quieras dar cuenta ya solo puedes mirar sus ojos que te dominan completamente. Pero las circunstancias, que pude evitarlas pero que sabía que no podría esquivarlas, llegaron todas de repente y la chica se fue para no volver a ver más. Poco antes de marcharse me dio este mechero y por eso lo llevo siempre. Para mí, aunque duró poco tiempo, significó mucho y fue lo único que me traje de Mazur, porque todo lo demás me sobraba, no le debía nada a esa ciudad.
            Alguien estaba detrás nuestro. Era Bormano, que sin darnos cuenta y sin saber cuando había llegado permanecía callado y nos miraba, sobre todo a Isaac.
            - Vamos Pinkel, estamos todos dentro esperando a que aparezcáis, nos vamos a otro sitio. Además, aquí hace frío, este viento pega más fuerte de lo que parece. Vamos dentro y nos liamos más porros. Y tu Marcel, que tienes una mujer preguntado por el miembro del miembro que más le gusta, aparece pronto que si no busca otro, y seguro que lo encuentra. ¡Todos dentro!
            Y dicho esto nos levantó agarrándonos a cada uno con una mano y nos puso en pie. Nos limpiamos un poco la arena y entramos, dejando fuera al mar con su brisa y su arena, y del bar nos fuimos a otros muchos más hasta que el sol salió puntual a su cita y nos avisó de que el sueño estaba esperando su turno desde hacía horas.
            Nunca había visto tan fugaz a Isaac, aquella noche fue una sombra de su propia sombra, más cetrino que la ceniza más triste y más amarga. La inmensa paz del que no espera nada no era la paz de Isaac, buscando en el recuerdo compañía a su soledad solo conseguía sentirse más solo y darse mejor cuenta de ello, porque realmente sabía que en el fondo de todo él estaba solo y esperaba compañía, como todos, para sentirse más feliz, un poco más feliz, y un poco más afortunado. En un trozo de metal plateado parecía encerrar todo lo positivo de su pasado tan cercano y tan perdido que ahora recordaba para herirse de nuevo con la memoria, en la memoria, paulatinamente más difusa y más idealizada.

chiste 5



- ¡Oye, has bajado mucho de peso!
- Es que voy al GYM.
- ¿Y te ponen a hacer mucho ejercicio?
- No, pero con lo que me cobran casi no como.