- Creo que me di cuenta
cuando tenía quince o dieciséis años, sobre todo en determinados momentos, los
amigos hablaban de chicas del barrio como si fuesen cuerpos donde meter una
polla, y yo sinceramente, las miraba y no les encontraba ese atractivo del que
hablaban. Aquello me extrañaba y me preocupaba, yo también quería que me
gustasen las chicas y hacer con ellas todo lo que decían que hacían. La verdad
es que era un tema que nunca me lo había planteado hasta que los demás no lo
empezaron a hacer a todas horas, miraba a las chicas e intentaba que me gustase
la más guapa de ellas. Sin embargo el que comenzó a gustarme fue un chico de la
cuadrilla, tenía unos ojos oscuros como la noche, era precioso. Aquello fue el
detonante que hizo estallar mi cabeza, donde yo me movía era inadmisible que a
un chico le gustase otro, era algo impensable, por eso comencé a pensar que la
naturaleza me la había jugado, que era un producto defectuoso y que cualquier
cosa que me pudiese suceder me estaría bien empleada por desgraciado. Comencé a
obsesionarme con todo eso hasta dejar mi autoestima a cero dando círculos
viciosos. Fue entonces cuando toqué fondo, todo me daba igual, y fue entonces
cuando todo comenzó a cambiar. Por fin viajé hacia lo indefinible, me perdí en
la abstracción para intentar encontrarme conmigo mismo, buscando en lo
recóndito. Ahí nací, caminando en los círculos viciosos sin llegar al mismo
sitio porque apenas se mueve, y fue ahí donde quizás lo encontré, en medio de
la circunferencia, solo era cuestión de evitar las fronteras. Escarbé donde no
me atrevía porque la ausencia de color no dejaba ver, fue un salto hacia
delante pensando en nada, y luego solo flotar. Hay veces donde se debe hacer lo
opuesto a lo razonable, conocí los rincones explorándolos y luego los abandoné
para encontrar rincones nuevos donde poder arrastrarme sin prejuicios. Era como
el humo, todo niebla, todo denso, impenetrable hasta la muerte, buscar la
puerta y cruzarla sin importarte el pasado que no puede alcanzarte, que
intentas que no pueda alcanzarte y espíe tus movimientos. Fue un viaje extraño,
desnudo, sin equipaje para ir más ligero y más desconocido hacia eso
desconocido donde nos conocemos todos en nuestra parte más oscura. No es fácil,
me costó, de verás, bucear dentro no es como nadar fuera, la superficie puede
esconder el dolor debajo e incluso ayudarte a respirar, pero dentro nada puede
refujiarte de las heridas que más intimidan a nuestros sentimientos y mucho
menos a nuestro subconsciente disfrazado de impurezas. Al final del salto
encontré la verdad, el viaje hacia lo indefinible se materializó en la
concreción de la realidad realizada y temida; tal vez lo que más me dolió
fueron las lágrimas, verlas caer sobre las manos abiertas e impotentes ante el
miedo. Con el tiempo el dolor se asimila y acaba reciclándose en la aceptación,
luego termina siendo lo que debe ser, amor y placer. Te puedo asegurar que
asumir que era homosexual me llevó su tiempo, de todas formas una vez asumido
me quedé más tranquilo. Sin embargo para ocultarlo decidí ligarme a unas
cuántas chicas, y así fue como cogí fama de ligón.
Me sonrió y me besó. Resultaba extraño, aquello que había
escuchado me parecía familiar, era como si volviese a la mente algo que había
soñado hacía tiempo. Intenté sonreírle pero solo acerté a coger la botella y
darle un buen trago, esta noche haría frío también y quería olvidarlo pronto.
Isaac parecía feliz, me acariciaba el pelo y callaba perdiéndosele la mirada
más allá de las baldosas. Hacía una semana aproximadamente que Isaac me
acariciaba el pelo y me besaba los labios, parecía que aquello le tranquilizaba
y le daba una mayor energía para intentar seguir adelante. A mí me daba igual.
- ¿Qué día es hoy? - le pregunté por decir algo.
- No lo sé, creo que es Martes.
Quizá tuviese razón, tal vez hoy fuese Martes, aunque
tampoco recordaba que el día anterior hubiese sido Lunes.
- ¿Por qué lo preguntas?
- Por nada, solo quería saber si había perdido la cuenta
- respondí indiferente.
- ¿Y la habías perdido?
- No lo sé, simplemente no me acuerdo.
Isaac se levantó y dio unos pasos apoyando el mayor peso
sobre la pierna izquierda, se acercó al escaparate que tenía enfrente y se
miró, la luz derrapaba sobre el cristal reflejándose la imagen, se quedó unos
momentos observándose y volvió hacia el lugar donde me encontraba.
- ¿Te duele hoy la pierna?
- Un poco menos que ayer, ya sabes que cuando cambia el
tiempo me duele, y hasta que no pasan unos días el dolor no disminuye un poco -
dijo tocándose la pierna con las dos manos y presionándose con ellas sobre el
muslo.
- Fue mala suerte que te dieran en la pierna.
- Peor suerte tuvieron los otros tres; ahora solo
quisiera coger al cabrón del chino que nos metió aquí y matarlo poco a poco -
murmuró Isaac con el mismo tono con el que siempre hablaba de aquel fatídico
día.
El tiempo había hecho que todo hubiese sido analizado mil
veces, todos los detalles habían ido encajando en el puzzle hasta quedar
solamente unas pocas piezas por colocar, sabíamos desde el comienzo que fue Lio
Lin quien nos había vendido, lo que nunca habíamos podido comprender era por
qué lo había hecho, al final habíamos llegado a la conclusión de que
posiblemente la policía lo había cazado y había acordado con ellos nuestro
pellejo, y aunque estábamos seguros de ello tampoco teníamos la certeza. El
tiempo también había calmado el tono en la voz de Isaac, ya no era rabioso,
acaso opaco y cenizo, pero el brillo de sus ojos parecía más intenso que
antaño. Era como si su venganza todavía se alimentase de utopías, sin embargo
de sobra sabíamos los dos que nunca podríamos tomarnos la revancha que
deseábamos. De todas formas eso tampoco haría que Bormano, Serban y Yerkari
volviesen a caminar.
Ezer era igual que todas, con sus edificios altos y sus
barrios periféricos, los mismos coches sobre el mismo asfalto, daba igual que
distasen quinientos o mil o mil quinientos kilómetros unas de otras, tal vez
unas con playa y otras no, un poco más de calor o un poco menos, pero en
esencia la gente parecía la misma. Sin embargo ésta era más grande, parecía
imposible abarcar todos los rincones que la conformaban. Martaux y aún más
Mazur parecían hijas de Ezer; aquí los edificios se quedaban más cerca del
cielo y la miseria más cerca del suelo, podía uno perderse sin miedo a cruzar
por el mismo sitio en meses, incluso años. Era la madre de las ciudades, y como
a todas las madres las hijas se le parecían, pero más jóvenes. Lo que
caracterizaba a Ezer era la impersonalidad, flotaba en el aire, las personas no
tenían nombres, solo lo tenían las calles, los edificios y los luminosos de
neón de las noches bulliciosas en los barrios del pop maculado. Parecía imposible
que alguien se encontrase a un conocido por la calle sin haber previsto
encontrarse con él. Alguno la llamaba “la ciudad de los sueños perdidos”,
porque en sus cubos de basura descansaban muchas de las esperanzas que tendrían
que haber cambiado el mundo y se habían
quedado en el intento, cansadas de la búsqueda y sin un centavo en el bolsillo
habían terminado con sus huesos durmiendo sobre la acera, tal vez, seguramente,
en el cartón de al lado.
A veces solía andar por ahí. Me gustaba recorrer las calles
desconocidas y ver esquinas nuevas, casi siempre solo porque el tiempo
discurriese más rápido, aunque cuando el tiempo no depende de la rapidez de los
pasos lo que menos importa es la velocidad de los pies porque siempre se vive
en la intemporalidad; sin meta el sentido del recorrido se convierte en
absurdo. Era algo que había aprendido con el paso de los días, no importaba qué
calles hubiese visto ni el tiempo que hubiese empleado en ello, al final volvía
al mismo lugar con la misma perspectiva de futuro, era como si caminase en una
recta infinita a través del vacío, siempre estaría en el mismo punto. Sin
embargo lo circundante parecía evolucionar lentamente, podía observar cómo
ciertas cosas cambiaban con la discreción de la que solo pueden hacer gala las
grandes damas; el pasar las horas en la total inactividad había hecho de
mí un observador de puntillosa
percepción, y es que cuando uno no puede vivir su vida al menos intenta vivir
un poco de la de los demás. Y eso hacía yo, introducirme con la imaginación en
la conversación que emanaba de los labios de alguna pareja al otro lado del
cristal que separaba la cafetería de la calle, observar cómo una mano buscaba
en un paquete rojo medio escondido un cigarrillo rubio para acercárselo a la
boca mientras ofrecen fuego con un mechero de metal y después sonreírle el
gesto atento, o tal vez mirar a la señora que siempre estaba sentada dentro del
quiosco vendiendo periódicos, o revistas, o tebeos, o las golosinas de plástico
y chocolate por un par de pequeñas monedas. Todo aquello me recordaba a veces a
los días de vídeo continuo, matar las horas soñando vivir dentro de aquella
pequeña pantalla que no era sino una ficción de celuloide y vanas esperanzas,
abrazar a la chica que habría de besarme. Sin embargo siempre había algo que
separaba, antes la pantalla, ahora todo un abismo infranqueable. Y es que podía
verlo, nunca sin término medio, unos ojos de asco, de odio ( extraño
sentimiento para un descogido), de pena, misericordia o caridad, curiosa
palabra de la que ya perdí su sentido, y pasar de largo, siempre de largo, con
los tacones negros diciéndote adiós.
Ezer era igual que todas. ¿Acaso podía haber sido de otra
forma? No, eso era algo evidente, hasta parecía ridículo poder planteárselo de
otro modo. Lo había pensado muchas veces, tal vez en otra ciudad la suerte
hubiese encontrado el norte en medio de la tormenta, pero el mero pensamiento
de una posibilidad mejor a la realidad solo producía una extraña sensación de
desasosiego que inflamaba el pecho de penumbra, de una mayor penumbra que la ya
existente. No, era mejor no pensar en castillos de arena ni espiar a la mano
del cigarro del paquete rojo, ni siquiera andar nuevas calles por las rectas
infinitas del vacío, parecía doler menos dormir dentro de un cartón de vino.