miércoles, 19 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (30)



- En la obra de todo artista existe la disyuntiva entre elegir como acto principal la propia obra o el artista en concreto. También el artista puede ser su propia obra, aunque siempre una parte se subordina a la otra. Es fácil realizar una obra según una estética determinada; sin embargo es mucho más complicado vivir y actuar según esa misma concepción estética, llevarla hasta su límite con todas sus consecuencias. La propia coherencia interna conlleva un grado de compromiso elevado a la vez que un alto coste vivencial. De esto se deriva la existencia de una dicotomía que generalmente aparece por efecto de la incapacidad del actor por hacer converger estos dos planos distintos en una misma vía de actuación, llegando en determinados momentos a una crisis personal totalmente sentida o por otra parte puede que también a una hipocresía básicamente funcional.
          - ¿ Estás seguro de lo que dices?
          Después de dejar la hoja a un lado y observar brevemente cómo la señora que conducía el coche rojo se encendía el cigarrillo a la espera de ver el semáforo en verde, contestó.
          - Totalmente.
          - ¿ Y qué quieres decir con lo que dices?
          - Pues que si tienes una idea y una forma de pensar, es muy complicado vivir según ella, y que... bueno, que acabas medio loco o siendo un capullo, básicamente.
          - Ah... ahora lo entiendo mejor - aunque creo que lo que decía no era exactamente lo que había escrito en la hoja. De todas maneras, lo otro no lo entendía; así por lo menos me hacía una idea de lo que ponía.
          La señora se marchó al aparecer la luz verde en el disco inferior del semáforo, seguida de dos coches más, un poco más pequeños de un modelo muy conocido.
          - ¿ Por qué escribes ese tipo de cosas? Nadie las entiende.
          Me miró con una mueca en la cara que luchaba por parecer una sonrisa.
          - ¿ Y tú por qué respiras?
          Un grupo de jóvenes se acercaban y después se alejaban, parecían ser los mismos pero cambiaban, porque unos eran más altos y otros más bajos. Algunos llevaban cámaras fotográficas. Debían ser turistas; con el calor la ciudad cobraba una mayor vida y los turistas, ávidos de eternizar una imagen que de antemano quedaba ya gastada, buscaban el mejor ángulo para captar momentos inolvidables. ¿ Realmente no se podrían olvidar? ¿ O solamente eran el pasaporte para una futura nostalgia?
          - Me voy ¿ Vienes?
          - No.
          O al menos eso creo que dijo. De todas maneras sabía a donde me iba, todos los días a la misma hora me marchaba al obligado lugar donde la cita, la única que tenía, era ineludible. Me levanté del banco marrón de madera.
          - ¿ Volverás después?
          - ¿ A dónde?
          - Aquí.
          Me extraño su actitud, no era habitual.
          - ¿ Estarás tú aquí?
          - Sí, si no tardas mucho.
          - Entonces volveré - y dicho esto me fui.
            No quería venir y pese a ello no quería estar solo. No quería comer ni pasar hambre. Me marché por la calle observando cómo las baldosas formaban líneas paralelas que parecían morir en el infinito a la vez que otras perpendiculares más pequeñas cortaban a las primeras. En la mente intentaba reconstruir lo que Isaac me había leído, sin llegar a comprender todo su significado. Sin embargo tenía la impresión de que él sí que sabía perfectamente lo que había escrito ( era probable que ya fuese lo único que le quedaba de percepción real ) y que pese al tono impersonal estuviese hablando de él mismo. De todas formas yo tenía hambre y quería comer, si él era capaz de alimentarse solo con palabras yo necesitaba algo más tangible. A lo largo de los días había observado en más paredes distintos ladrillos pintados de colores, alguien pensaría que la ciudad estaba falta de más colores, que la luz que pronta llegaría con los días de sol querría iluminar más variedad; el arte que surgía desde los sitios más recónditos plasmaba su cuerpo en todos aquellos rincones medio escondidos, como queriendo esconderse por mantener su esencia pura, fuera de toda mirada ajena. Me acordé de Laroki, del personaje que era y representaba, del artista y de su obra, ¿ Sería un hipócrita? más bien debía estar medio loco, probablemente no fuese ninguna de las dos opciones, siempre hay lugar para una imprevista. Al doblar la esquina las baldosas habían cambiado de color, además éstas eran más grandes. El acercamiento a aquel comedor siempre me producía un leve y extraño temblor, la boca ya soñaba su alimento compañero mientras el corazón disimulaba su ansiedad con un engaño que a veces se hacía verdadero, el pensar que la quería, que no solo era un juego para matar el tiempo. Quitar el hambre por el hambre de sus besos, llenar un estómago que a fuerza de estar vacío parecía que nunca volvería a sentirse repleto. Podía adivinar que la intuición no se equivocaba. Al llegar a la puerta la crucé y dentro aquellos platos y cubiertos, tres pucheros grandes con manduca para todas, las mesas, las sillas, y esa misma figura que ya no era lo que era sino una imagen por radiopostal construida, la voz de todo mi tiempo.
            - Buenos días.
            - Buenos días.
            Y a veces nada más.
            - Gracias.
            Otras veces la conversación se hacía más larga.
            - Buenos días.
            - Buenos días - respondía - ¿Cuánto quieres?
            ¿ Cuánto me podrías dar? Seguro que no cabría en el puchero.
            - Llénamelo hasta la mitad, por favor ¿ Qué es eso otro?
          - Empanadillas con besamel de Roquefort.
          - Ah... pues ponme algo.
          - Gracias.
          Y una sonrisa. La cita empezaba a hacérseme indispensable e insoportable, una costumbre mal adquirida que a pesar mío se había vuelto omnipresente. La intención de decirle mi nombre, quien era, se había convertido en una utopía institucionalizada. Saber que ya no hay valor para quererte mucho, valor para quererte bien querida, escondiéndome en el anonimato de esta muchedumbre. Le miré y hasta casi sonreí dentro del desasosiego que me invadió.
          Aquel día al marcharme ella seguía allí, despidiéndose. En la calle me observé un momento en un espejo de un escaparate. Aquel ya no era yo, ni las zapatillas eran mías, ni los pantalones de mi talla, ni esa camisa de mi gusto. Tampoco la cara era mía, la que yo había conocido, la que yo quería. Solo era un pobre boceto de lo que podía haber sido, de lo que podía ser. Un niño cruzaba por el paso de peatones mientras quitaba el papel a un caramelo. La señora miraba un escaparate de una ferretería; un pájaro fue a posarse a la barandilla de un balcón que hacía esquina. Y yo ahí, contando las baldosas que me llevaban para adelante, lejos del comedor. Volví al plato de arroz, aunque los recuerdos de este tipo siempre son de menor intensidad después de comer. Lo bueno de tener el estómago lleno es que se piensa mejor, lo malo es que a veces se piensa demasiado. Y quizás fuese por eso que últimamente tendía a pensar más ciertos asuntos de tal manera que algunos rincones que antes estaban más oscuros ahora tenían más luz dejando al descubierto los rotos de mi arquitectura. Con el estómago lleno habían tomado los días de abundancia, los días de más ilusión, o por lo menos de mayor motivación, aquellos que ahora parecían muy buenos (aunque sé que no lo fueran tanto) y sobretodo parecían mucho más fáciles. María, mi dulce María, que solo te quería por ser la única realidad perceptiva de este pasado escogido y congelado al que tanto volvía de momentos distorsionados por culpa de la ansiedad.
          Al llegar al banco marrón no encontré a Isaac, ya no estaba. Se había marchado. ¿ A dónde se habría ido, dónde estaría? Me senté en el banco a ver pasar el tiempo anclándome a una orilla para no dejarme llevar por la corriente. Fuera alguien debía haber proyectado una realidad virtual que conformaba mi mundo y donde el único actor era yo. Cerré los ojos e imaginé la mano que daba la vuelta a la bolita y volvía a hacer nevar sobre la casa de tejado rojo y pared blanca.



          No recuerdo muy bien la fecha, aunque sé perfectamente que era Mayo porque es un mes que me gusta mucho por su luz. El sol había salido tímido de entre las nubes, despuntando solo a veces una mirada detrás de su velo. Después se marcharon las nubes por el ligero viento quedando un cielo límpido y azul. Tampoco recuerdo muy bien lo que hice por la mañana, aunque no debió ser gran cosa. Lo que sí recuerdo bien era aquel calor que empezaba a despuntar, la sensación que recorría mi piel. La idea imperante que aún parecía dudar de su intención, su carácter de acción irrevocable. Las niñas bonitas comenzaban a enseñar sus brazos quitándose la chaqueta, sus piernas descubiertas que siempre fueron míos en mi deseo se movían al compás de una música que quería conocer. Recuerdo a María, mi Chuli preciosa tan hermosa como nunca la había visto, como nunca la volvería a ver; el desasosiego que embargó mi crédito restante dejándome a cero la reducida cuenta de mi dignidad personal conmigo mismo al volverla a mirar, al decirme en monólogo que hoy sí, que hoy le hablaría, todo convencido con la idea ( valiente estúpido) mientras no lograba articular más de dos palabras seguidas en mi mente. Recuerdo que solo conseguí pedirle la comida, con una rabia de impotencia que apenas me dejó probar bocado. ¿ Cómo romper el único recuerdo querido y vivo que permanecía cercano? No podía. Aquel día le miré tanto a los ojos que pareció no haber más lugares en el universo donde posar la mirada. Un par de veces se cruzaron, apenas un suspiro, un breve espacio de tiempo. Dicen que lo bueno breve dos veces bueno, pero yo sé que o bueno breve solo es dos veces breve. También aquel día me di cuenta. ¿ Qué es un segundo maravilloso si solo dura un segundo? ¿Solo un buen recuerdo? ¿Acaso puede ser algo más? La miré tanto y le dije tan poco. Al marcharme giré la cabeza para verla una vez más, esperando el último milagro que no se materializó más que en una sensación desafortunada. La calle me volvió a acoger con su ruido y su tumulto. Pasé por delante de una peluquería para perros con oferta del 30% por ser entresemana y estar de promoción, por una tienda donde vendían gamusinos como animal de compañía y un parque lleno de bomsays. Recuerdo que lo había pensado mucho y bien, que todo aquello podía resultar, que estar fuera del mundo viviendo dentro de él no merecía la pena, mi vida no era un juego interactivo. Había imaginado las posibles opciones, las consecuencias, la vuelta como un extranjero, como un extraño desconocido, a todo lo anterior. Había imaginado, soñado, mirar sin bajar la mirada, decir mi nombre en cualquier parte, oír  “Marcel” con orgullo como quien oye repicar las campanas de la iglesia, sentir que Dios no me había abandonado todavía. Aún poseía el mayor tesoro de todos, la juventud, el tiempo, y un futuro que tal vez podría depender de mí si sacaba baraja nueva, sin marcar, y jugar la partida de igual a igual, con libre albedrío frente al destino. Recuerdo que busqué a Isaac en el banco de siempre, en un rincón donde solía escribir, en el estanque donde solía mirar, en algunas calles conocidas, en otras desconocidas, en todos los lugares donde creí que lo podría encontrar. Quería hablar con él, verlo una vez más, tocarlo tal vez para sentir que realmente era cierta su existencia y no una pura fantasía. Tanta fue mi insistencia que al final obtuve mi recompensa. Ahí estaba, en el banco marrón de siempre.
          - ¿Cuándo has venido?
          - Hace un rato - contestó.
          - Te he estado buscando. ¿Dónde estabas?
          - Por ahí, supongo.
          Me senté a su lado. No tenía buen aspecto; estaba muy pálido, sucio, desarreglado. Su mirada no parecía estar mucho mejor. Lo comparé con aquel que había conocido en Martaux, aquel que aunque no siempre estaba contento por lo menos había tenido momentos de felicidad. Llevaba su carpeta azul debajo del brazo y al lado del otro una bolsa con algo dentro.
          - Isaac, tengo que decirte algo importante.
          Isaac levantó la mirada para verme.
          - Me voy a casa - pronuncié con cierto tono dubitativo.
          - ¿Te vas a casa? ¿Te marchas? ¿Me abandonas? - preguntó con gesto ausente y de forma casi inconsciente.
          - Vente conmigo a Mazur. No tienes nada que perder. Mírate cómo estás. Cualquier sitio es mejor que éste.
          Miró hacia delante, después se giró hacia mí.
          - Yo no tengo casa, a mi me echaron de ella. Además, a mí no me espera nadie.
          Tras un breve silencio me rasqué la oreja y un poco la nariz.
          - ¿Y aquí?
          - Por lo menos nadie me molesta. Además ¿te acuerdas por qué estamos aquí? ¿Acaso sabes qué te espera cuando llegues a casa?. Tarde o temprano te tocará, seguro.
          - Me da igual. No creo que halla nada peor que esto.
          - Por lo menos aquí estás en libertad. Piensa dónde puedes acabar.
          - Lo tengo decidido, Isaac, me voy. Quiero empezar otra vez y aquí sabes que no se puede. Si sigo así prefiero pegarme un tiro.
          - Para eso necesitas pistola y no la tienes.
          Y sonrió de tal forma que más que gracia solo daba pena, una mueca mal hecha que se perdía en una tristeza indefinida.
          Recuerdo que cuando cayó la noche todavía seguíamos en el banco. No fueron muchas las palabras que se dijeron, pocas y casi todas innecesarias. Lo importante ya estaba dicho o lo sabíamos de hace tiempo. Yo quise convencerle de algo mejor, pero él solo estaba convencido de no querer lo que yo quería. Nos quedamos callados, con la compañía recíproca por único diálogo. Supongo que él como yo estaría pensando en las cosas que vivimos juntos, en todos esos momentos compartidos, en los muertos mutuos que tanto unen, en un futuro incierto para los dos pero con mejores expectativas para uno que para otro. Le vi triste, vistiendo esa tristeza que se luce las noches de gala y cuya confección lleva mucho tiempo el fabricarla y cuya costura no desaparece fácilmente. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué sentiría?
          Recuerdo que al día siguiente me marché, el viaje duro y largo, la vuelta a casa, cruzar la misma puerta que tan bien conocía. Pero sobretodo recuerdo la última mirada de Isaac, inabarcable, despidiéndonos hasta pronto sabiendo que probablemente fuese hasta siempre; dándome su único legado, su carpeta azul que dijo ya no necesitaba porque ya no tenía nada más que decir al mundo. Quizás ya no oyera ni su propia voz. al final de todo un beso, no muy largo, que murió de repente. Creo que en aquel momento él me quería, también creo que yo lo quería, que lo estaba queriendo de verdad como nunca pude haberlo querido antes y como nunca habré recordado quererlo después.
          - Adiós Isaac.
          Y verle quedarse solo mientras miraba con aire ausente cómo aquel pequeño pájaro apenas podía volar por miedo a caerse del árbol.

poesía 242



Volverás en flor a deshojar paciente
Mi cordura. Avanzan las horas
Y yo, ausente de todo, cabalgo
Solo hacia la semilla de mis sombras
Como un perdido, como un retoño,
Como un aullido que se desmorona.
Me extraña que aún me sigas, te siga,
Que la imagen se repita hermosa,
Aunque distorsionada, cada vez
En la otra vida, con otro aroma,
A mi lado en mi palacio de cristal,
Y que después se acabe, y se marche sola.
Y aunque la duda ya no es tal
Y la espuma del mar ya no me ahoga,
Volver no quiero a sentir tu tacto,
Que me quema la mirada y la destroza.
Mas… ¿Quién no quiere soñar un sueño?
Ideal petrificado en roca,
Tu peso me avasalla por la inercia
Hacia el hogar de tu memoria.
¿Por qué me buscas?¿Por qué me encuentras?
¿No sabes que el cometa perdió su órbita?
Esta noche no te espero, mañana
Tampoco, pero si vienes como otrora,
Cómo cerrarte la puerta, si no puedo,
Ni quiero, que prefiero tu aroma.

martes, 18 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (29)



Estaban reformando la ciudad, en distintos puntos de la ciudad se veían caer y levantar edificios de tal manera que en pocos meses varias fachadas cambiaron de color y tamaño. A las afueras también estaban construyendo. Sin embargo, aquí era diferente. Casas sin fachada engullían un campo que antes verde ahora gris hacían más enorme una ya de por sí enorme masa de cemento y ladrillo. Eso era lo que había oído alguna vez por ahí, porque según me dictaba la memoria debía hacer mucho tiempo que no salía de Ezer ni de las cuatro calles por las que había acabado moviéndome. La puta seguía trabajando, a veces, y otras solo enseñaba la media por debajo de una minifalda que apenas cambiaba de tela, solo de textura, el discurrir de los días y el camino recorrido gastaba al mismo buzo continuamente arrugado y pretendidamente alisado por una mano cansada de hacer el mismo movimiento.
          Me miré las zapatillas y habían cambiado, ya no eran de color azul, ahora eran marrones. Llevaba una temporada lloviendo y las calles tomaban una pequeña capa gris formada en la mezcolanza de polvo y humo. Como por arte de magia Isaac tenía una botella llena de un licor transparente y extraño. De mano en mano la botella se veía disminuir por momentos. Fuera del portal veíamos caer la lluvia; no hacía frío, pero la humedad del ambiente penetraba un poco en los huesos. Por suerte, aquella botella ayudaba a pasar el rato más agradablemente.
          -... chino lo mato. Nos vendió el hijo puta. No sé por qué lo pudo hacer, algo tendría que tener con la policía.
          - No le des más vueltas. Todo aquello ya pasó.       
          - Sí, pero si no hubiese pasado eso todavía podríamos estar ahí, y no aquí comiendo mierda.
          - No le eches toda la culpa. Algo también tuvimos que hacer para llegar aquí. El chino solo colaboró para que llegásemos antes.
          Me miró.
          - No me mires así y pásame la botella. Nadie nos mandó meternos en todo eso. Acuérdate que podíamos haber seguido con la chatarra y nada de esto hubiese sucedido.
          - ¿ Y cómo le hubiésemos dicho a Bormano que no? ¿ Acaso teníamos opción para decir lo contrario? Sabes tan bien como yo que no podíamos decirle que no. Además, bien te gustaba a ti también la buena vida, no dar un palo al agua y vivir como Dios.
          Para que negar lo evidente. Tenía razón. Pero visto todo desde este momento cualquier otra situación parecía más positiva. Ver la lluvia desde un portal no era uno de los sueños que había tenido, sobretodo si no podía cruzar la puerta que nos cerraba el paso hacia dentro.
          - ¿ Qué estás escribiendo?
          - Cosas...
          - Estas siempre escribiendo y nunca me dices de qué. Antes por lo menos me leías algo. No es que me gustase mucho, ya lo sabes, pero había cosas entretenidas.
          - Ese no es tu problema - respondió dejando caer la mirada sobre la rueda trasera del coche rojo que atravesaba la calzada, llevándose la vista con él.
          - ¿ Sabes una cosa? Estoy empezando a hartarme de ti. Estoy aquí y lo único que haces es darme por culo. Eso no, que más te gustaría. Solo sabes hacerte el mártir y echarle la culpa a todos menos a tu jodida persona. Te crees Dios en el retrete y no tienes valor para tirar de la cadena.
          Me levanté y me marché, quedándose con la botella y la carpeta. Había empezado a llover más fuerte y lo único que quería era dejar a ese tipo lo más lejos posible. Realmente ya me estaba cansando, yo estaba con él porque no quería verlo así y lo que recibía a cambio era ingratitud por su parte. Me daba igual que me leyese o me dejase de leer todo aquello, pero lo que me sacaba de quicio era que nunca me diese nada, a mí, que lo había soportado durante todo aquel tiempo solo por el mero hecho de que lo consideraba mi amigo. Pero ya también tenía un límite, vaya si lo tenía, y cuando llegaba a él ( cosa complicada por otra parte) me era muy fácil cruzar la frontera y no mirar atrás. La calle me era tan propia y ajena al mismo tiempo que solo el reflejo en los escaparates me recordaba que seguía estando allí, caminando apresurado hacia delante medio borracho sin dirección alguna aún prefijada, porque lo importante es ese momento no era el dónde sino el cómo, y para eso solo bastaba con poner en marcha los pies rápidos, ya se pensaría más tarde lo otro. Dibujé la cara de Lio Lin en la memoria, su mano al mover las fichas de ajedrez, el peón, el alfil, el rey, y su cara antes de ver a Yerkari en el suelo. No. No era él el culpable de nuestra desgracia, muchas horas pensando en ello me decían que él solo era una pieza más de este puzzle enrevesado que nos habíamos puesto a destrozar, como si la fuente de todas mis desgracias fueran obra del maldito chino, a saber qué sería de ese pobre desgraciado. Quizás después de todo no le fuera tan mal por ahí y nosotros solo estábamos pagando parte de su libertad a cambio de la nuestra. Después de todo ahora eso era lo menos importante, lo importante ahora era encontrar la solución a la duda que me albergaba. El suelo comenzaba a acumular charcos de una manera informe aquí y allá cobrando las baldosas en algunas partes un brillo extraño por efecto de la luz. Parecía bastar un solo momento para que todo aquello desapareciese de repente.




          Casi como sin quererlo, ciertos detalles, que solo se observan como tales con la perspectiva temporal, volvieron poco a poco más a menudo hasta mí desde un espacio que debía haberlo olvidarlo dentro de algún bolsillo roto. Especialmente persistentes se hicieron los de los platos que hacía mi madre y los días de otoño, cuando la luz empieza a decaer y dura menos. Sería aquel día, comiendo el arroz que tenía delante mientras miraba a María, mi Chuli, que el recuerdo de otro plato de arroz se hacía tan inamovible que parecía que siempre hubiese estado allí, sin otro motivo que el de unir ese momento a éste por arte culinario. La falda era larga, y verde, suave supongo, y pienso que tímida. Aquel día el arroz me volvía nostálgico pese a estar el sol alto y con prestancia a través de la ventana, allí en el cielo. María me miró durante un par de segundos, y en el cruce de miradas me sonrió amistosamente, diría que hasta de forma tierna, para después desviar la vista hacia el suelo o un poco más abajo. Yo la seguí mirando, como casi siempre, conformando mientras tanto el conjunto de los elementos que hacían del recuerdo del plato de arroz un todo compacto. y no sé si por querer comerme el recuerdo o simplemente por hambre me levanté para repetir.
          - ¿ Puedes echarme un poco más?
          - Por supuesto. ¿ Cuánto quieres?
          - No sé... un poco más.
          María llenó medio plato lentamente.
          - ¿ Más?
          - No, gracias. Así está bien, María. - Y me volví a la mesa.
          No me di cuenta al decirlo, sin embargo la Chuli sí. Al volverme a sentar y volverla a ver todavía me miraba con cara extrañada preguntándose cómo podía yo saber su nombre. De todas formas después de la mirada solo el silencio siguió y no me preguntó nada. Volví al arroz con nuevos bríos. También en la memoria apareció un muslo de pollo de hace muchos años, tantos como cuando la Chuli me quería como solo lo sabe hacer una niña cuando empieza a querer entender que es eso de querer a otra persona de un modo diferente del que ha experimentado hasta entonces. Ahora ni siquiera me reconocía, curiosidades de la vida. Probablemente Xania si me viese ahora no quisiera reconocerme tampoco. Terminé el arroz y me marché sin esperar al segundo plato, quería sentir la luz que afuera el sol prometía. Hoy la ciudad parecía más pequeña y el aire más limpio, cosa extraña, la gente también parecía más lenta y menos ruidosa, cosa aún más extraña. ¿ Estaría el tiempo yendo más despacio? ¿ Se estaría muriendo la ciudad, acaso haciéndose más diminuta? Había algo en la atmósfera que detenía la acción, se podía oler en el ambiente. ¿ E Isaac? ¿ Dónde estaría? ¿ Qué haría? ¿ Iría él hoy también más lento, más aún de lo habitual, acercándose cada vez más a la estatua clásica de un Dios caído?


poesia 284



¿Perder la fe?
Mi pensamiento lucha por su intangible.
Deseando mi tacto su contacto deseado
duda sin querer la confianza
en la meta de aquello más amado.
Mi pie inspecciona el terreno.
Mi labio el viento que acarició tu mano.
La conciencia el cemento
que revoque el muro quebrantado.
A veces pienso acerca de mí mismo.
Los sueños, los anhelos, los problemas
del camino elegido en el mapa,
el eco del lenguaje
que modula el concepto;
la voz que quiere cantar
el detalle del sentimiento más callado.
Puedo perder la fe.
Puedo perder a Dios, la sonrisa.
Puedo perder el amor de una mujer.
La creencia como dogma
doma la paciencia que espera
silente la llegada del objeto inalcanzado.
Pienso en el tiempo que esculpe mi acción,
el fluir de su transcurso.
¿Es el tiempo un puñal en mi costado?
Entretenimiento existencial,
asumo la duda razonable
del límite del saber humano;
asumo la particularidad de la perspectiva propia.
Por ahora, sueño en la esperanza.
Y si mañana pierdo la fe en todo
caeré muerto al lodo,
(caminar ya significa creer en algo)
mi voluntad habrá dejado de existir,
y el amor que encendía mi ilusión
me habrá y habré olvidado.