miércoles, 5 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (22)



- Solíamos sentarnos los cuatro en una mesa redonda y pequeña que había en la cocina y allí comíamos. Luego la abuela se murió y nos quedamos los tres comiendo en aquella mesa. Recuerdo que la cocina se llenaba de humo cuando se cocinaba y la ropa cogía el olor de la comida, sobre todo de las patatas fritas. Cuando la abuela se fue todo pareció seguir igual, pero solo fue una apariencia, porque algo cambió y el cambio fue para mal, era una sensación extraña que se notaba a la hora de comer, parecía no suceder nada, y eso era precisamente lo extraño. Resulta curioso pensar que en todos los años que estuve en esa casa lo único que no cambió fue esa mesa, cuando me marché todavía seguía allí.
            Acaricié la botella y la acerqué a los labios para darle un buen trago, hacía cinco días que no conseguíamos una botella, cosa extraña, pero por fin la tenía conmigo y lo íbamos a celebrar. Era la hora de comer aproximadamente, porque por la calle se observaba una mayor tranquilidad que en horas precedentes. Isaac seguía hablando, aunque ahora se había callado.
            - ¿Y por qué te fuiste? - pregunté.
            Pareció sorprenderse; incluso yo me sorprendí de una pregunta tan obvia, lo más sorprendente de todo era que en tres años conviviendo con él nunca se lo había preguntado y él nunca me lo había dicho. Alguna vez había surgido la pregunta en la cabeza, pero al final no se la había hecho o simplemente se me había olvidado hacerlo. Con el tiempo ni la casualidad había hecho que lo supiese y la curiosidad ya la había olvidado por el camino.
            - ¿ Nunca te lo he dicho? - exclamó extrañado.
            - No.
            - ¿ Nunca? - repitió incrédulo girando la cabeza hacia mí.
            Volví a coger la botella y a beber un poco de ginebra.
            - Nunca.
            Tomó un breve silencio intentando desempolvar el recuerdo guardado bajo llave, y tras cinco o seis segundos respondió.
            - Porque me echaron de casa. Quizás te acuerdes que el día que nos fuimos de Mazur en coche de Bormano dije que lo mejor era marcharse a otra parte, a cualquier parte, porque en cualquier parte encontraríamos algo mejor. Lo cierto es que hacía un par de días que me habían echado mis padres, así que cuando Bormano dijo lo del viaje no lo dudé dos veces, cogí lo poco que tenía en la maleta y me marché con vosotros.
            Buscó algo en los bolsillos y de uno de ellos sacó el mechero plateado con su inicial en el centro. Lo alzó levemente hasta la altura de los ojos y lo acarició con los dedos.
            - Esto es todo lo que queda de Mazur, lo demás ya no permanece casi ni en mi cabeza.
            Y lo volvió a meter en el bolsillo del que lo había sacado. Quería más a ese mechero que a su propia vida. Por suerte para él todavía lo tenía gracias a que nunca se separaba de él y aquel fatídico día lo llevaba encima.
            - Ese mechero tiene parte de la culpa. ¿ Te acuerdas que te dije que me lo dio una chica con la que estuve? Pues no era una chica, sino un chico. Vino a Mazur una temporada, un par de meses. Fue una relación corta e intensa, un amor de verano en invierno; sí, ¿Nunca has tenido uno? Vas a un sitio, conoces a alguien y te enamoras, sabes que se va a acabar, que será corto y que después quedará como un buen recuerdo que no se podrá olvidar. Así sucedió, el se iba a marchar y para despedirnos el día anterior quedamos en mi casa, yo sabía que mis padres no iban a estar porque estaban fuera, volverían dos días más tarde y no habría problema. Imagínate la situación, cuando abrió la puerta de la habitación y nos vio a los dos, uno encima del otro, acuérdate de la cara que pusieron Serban y Yerkari cuando la abriste tú, entonces mi padre me montó un escándalo y dijo que no quería volver a verme más, siempre había odiado a los homosexuales y dijo que no consentía que un puto maricón viviese en su casa, así que me echó. Me fui a casa de un amigo a dormir. Dos días más tarde Bormano me dijo que se iba y yo les dije que me iba con él. Egar, que así se llamaba, me regaló el mechero el día que se marchó.
            Ahora ya sabía lo que significaba aquel mechero para Isaac, en cierta forma representaba la causa por la que había tenido que dejar en su casa. Pero quizás significase algo más, tal vez fuese la autoconfirmación de algo que para él era vital y por lo que había tenido que pagar un precio absurdo. Le ofrecí la botella bebiéndose un cuarto de un trago. Después ni siquiera me miró, solo bajó la mirada.
           


            - Hay cosas por las que moverse y otras que no merecen la pena. En la sociedad, nuestra sociedad, existe cierta inmutabilidad respecto al deseo del ajeno tratándolo como la amenaza de uno mismo, y es que resulta extraño que esa aparente inmutabilidad siga persistiendo. Sin embargo, esta inmutabilidad solo se trasluce en forma explícita, porque implícitamente esa amenaza carcome esa sensación de seguridad necesaria para afrontar con paso firme nuestra andadura por la vida. No estamos solos, es algo evidente que a veces  se nos olvida, como a veces se nos olvida que no siempre estamos acompañados, y es esta confusión lo que provoca la duda. ¿Quién no va a dudar de la compañía que desea tener o no tener en cada momento? La amenaza siempre está ahí presente y es lo único que nunca se olvida. Y es que quién no sabe qué cree querer o necesitar, realmente casi nadie, todo el mundo cree saber algo tan obvio. Pese a ello, el error suele rodear a la certeza que nos apuntala, caer fuera de la salida airosa resulta generalmente más sencillo que tomar el camino adecuado porque la certeza, en su mayor parte, solo se presiente, no se conoce.
            Isaac no parecía advertir mi presencia, debía haber algo que la volviese invisible, miraba la luz proveniente de la farola y seguía su monólogo.
            - Debe existir un método científico que no dé lugar a este tipo de equívocos, y si no debe crearse; aprender de la experiencia propia se convierte en una sabiduría a base de excesiva crudeza. No quiero saber más si ello implica más duda, más inseguridad, más dolor. Conozco a la amargura y sé que no es buena compañera de viaje, aunque a veces sea la única.
            Me eché a un lado para vomitar. De mi boca salió un líquido pastoso y de color verde que dejaba en la boca un sabor desagradable. Vomité otra vez. Y otra. Tras la última arcada el cuerpo pareció dejar de convulsionarse tan bruscamente para sumergirse en un aparente letargo frío. Isaac giró la cabeza para observarme, cruzándose su mirada con la mía.
            - Bebes demasiado - pronunció en tono sosegado, pareciendo la voz lejana y profesional de un médico.
            No respondí. Sabía que tenía razón, pero tampoco tenía nada mejor que hacer, él por lo menos se entretenía en su mundo de abstracción. Enfrente nuestro una prostituta mal pintada sujetaba una esquina de la calle, de vez en cuando se separaba de ella y volvía poco después, por lo visto hoy era día de poco trabajo y la clientela brillaba por su ausencia. Ya no recordaba ni cuando había sido la última vez que había estado con una mujer, por lo menos año y medio. La observé calladamente; pese a su cuerpo un poco deforme y asimétrico, su cara de olvidada belleza detrás de las arrugas y el paso de la vida, sus pechos caídos y tristes de tanto llorar horas de trabajo y su poca ropa que apenas tapaba las partes más impúdicas, sentía una extraña excitación sexual proveniente de la ternura provocada por su ajada sonrisa inexistente; quería hacerle el amor como nadie se lo hubiese hecho, con la fuerza y el arrojo que solo da la pasión desesperada y efímera. Sin embargo solo pude seguir observándola. Recordé a María, puta maniqueista detrás de la ventana que cobraba su precio en forma indefinida pero costosa, luciendo sus caderas en las esquinas imaginarias del centro de las pistas de baile esperando pacientemente a que la noche le sonría con su suerte. Sentí una arcada más, aunque esta vez sin consecuencias.
            - La mayor coherencia de la vida radica en su finalidad, morir; de hecho es muchas veces lo que le da el significado suficiente para que adquiera un sentido preciso. Muerte como sentido último de la vida. Muerte como argumento sublimado de la existencia. ¿Cuántos siglos llevará esa premisa instaurada en la conciencia de la humanidad?
            Isaac parecía tan lejano en su torre de marfil como el recuerdo de Xania entre los párpados alcohólicos medio cerrados se perfilaba nítidamente. Me miraba y me sonreía desde su mirada dulce y alegre, andando hacía mí extendiendo su mano a punto de tocarme, sin conseguirlo, casi sentía el roce de sus dedos sobre mi piel fría por la tristeza de la noche, esta noche que había que vivir para llevar a la siguiente a la espera de algo mejor que pudiera proporcionar la alegría mínima que permitiese la supervivencia, palabra absurda en situaciones imposibles; sí, Xania, y al lado Isaac que continuaba rodeándose de contextos esdrújulos sin cabida para el pensamiento humilde y terrenal que significa lágrimas, inteligente Isaac, odiado y solo Isaac con sus labios y caricias frívolas a mi tacto en un gesto reprimido de repulsión y la puta junta a la esquina que lame su paciencia y su ropa interior que es su capa exterior y su cadena, el buzo del trabajo nocturno que no podrá ni remendar sus agujeros, a saber el tamaño de los agujeros de sus bolsillos.
            - Y esa farola, mirándonos como nosotros a ella, inútil espera la suya si busca las respuestas, aunque bien pensado inútil la nuestra, que sabiendo que existen las preguntas no sabemos resolverlas. Es triste hablarle a alguien que no te escucha - murmuró levantando la vista hacia las luces.
            - Te estaba escuchando - respondí, sin saber muy bien si la pregunta iba dirigida a mí o a la susodicha farola.
            Daba igual, ninguno de los dos le estabamos escuchando, aunque mi respuesta respondía al impulso mecánico producido por el resorte inconsciente de la experiencia tantas veces repetida al escuchar esas mismas palabras. Qué importaba que le escuchase o no, él había aprendido a hablar sin esperar que le escuchase nadie, solo tenía que mover los labios y todo lo demás saldría dado. Con el tiempo se había convertido en una tónica normal, los meses transcurridos desde el comienzo, degeneración y evolución de algo que podría haber sido una hermosa amistad y no una extraña relación sin otro punto de apoyo que el miedo a la soledad, había dado lugar tras la pila formada por su número a que muchas de las conversaciones que todavía podríamos tener fuesen casi una utopía; aún recordaba con suficiente memoria los días de Martaux donde las horas junto a la televisión o el billar, diversiones extrañas desde actual perspectiva, no eran sino una agradable confluencia de ideas recíprocas, donde la sonrisa y la risa eran lo habitual. Y ahora, aquí encerrados en nuestros propios destinos y autocompadeciéndonos de nuestra propia miseria no éramos más que el pálido reflejo de lo que podíamos haber ser o  lo que podríamos haber sido. Cuántas veces había pensado que hubiese sido de nosotros si Lio Lin no hubiese hecho lo que hizo, cómo todo podría haber sido diferente, con una buena casa y comida encima de la mesa, un buen coche y la tranquilidad de saber que el futuro se haría presente pese a los contratiempos y que no solo era la posibilidad hipotética donde encontrar la salida en medio de una oscuridad casi inquebrantable. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? Sí, el camino era de sobra conocido, desde el comienzo, pero ¿Cómo era posible que hubiese sucedido realmente? Cuando todo parecía estar encauzado por el camino correcto, cuando todo iba sobre ruedas cuesta abajo, quizás  fue eso, nos faltó líquido de frenos y al doblar la esquina la inercia había desbocado el control del vehículo que habría de conducirnos hacia esa vida mejor. Podríamos haber sido más grandes, por lo menos algo, y ahora aquí, escuchando borracho, más borracho por la indiferencia que por los litros de alcohol, al individuo de al lado al que amaba a veces y odiaba casi siempre, en su mundo aparte donde no se podía penetrar, mayor su droga que la mía porque la mía era de este planeta y la suya no, buscando cómo pasar el tiempo, ya daba igual vivo o medio muertos, era lo mismo, y después mentir diciéndole a Isaac que le estaba escuchando, graciosa frase, porque no sé a quién le importaba menos que estuviese escuchando, a él  o a mí, ninguno de los dos se lo planteaba, solo los besos que vendrían después de las caricias, o antes, cuando llegase el momento oportuno que nos llevase a los campos del deseo, su deseo, porque el mío distaba tan lejos como la alucinación más disparatada que se pueda imaginar, mezclando los recuerdos de cuerpos femeninos más dulces con las ropas de olores feos apáticos al olfato que se había vuelto inservible de tanto sufrir; los labios, los pies, y el cuerpo de Xania, la gran Xania, y de otras tantas mujeres anteriores, que hacían replantearme la cuestión del sexo. No era homosexual, ni siquiera bisexual, y lo único que probaba era a un hombre; en otra situación lo hubiese tomado como una cuestión seria y de gran debate interno, pero ahora, aquí, el cambio de una perspectiva mal reglada lo enfocaba como una gracia irónica de la vida que me había tocado vivir.
            Le miré mover los labios, escupir, esculpir, expulsar palabras una detrás de otra, sin término medio ni fin último, como un desesperado que ha perdido el último metro y se ha quedado sin dinero para pagar el taxi que solo continua por inercia. Sentí pena por él, por lo menos yo sabía dónde estaba, que hacía, por qué, y él en cambio solo acertaba a abtraerse hasta grados superlativos de abstracción. Mantuve la mirada en sus ojos, una mirada tierna y sin mentiras, y entonces surgió el momento, extraño instante que aparecía muy raramente, donde una curiosa sensación de amor desasosegado invadía mi pecho y hacía que naciese el momento oportuno que nos llevase a los campos del deseo, esta vez nuestro deseo, un espejismo que duraría lo mismo que un suspiro para luego morir. Le acaricié las manos y las mejillas, le besé en los labios.
            - Sé lo que piensas - me dijo con una voz casi rota al borde del abismo.
            Luego él también me besó.

lunes, 3 de febrero de 2014

el espíritu de los tiempos (21)



Ezer era igual que todas, con sus edificios altos y sus barrios periféricos, los mismos coches sobre el mismo asfalto, daba igual que distasen quinientos o mil o mil quinientos kilómetros unas de otras, tal vez unas con playa y otras no, un poco más de calor o un poco menos, pero en esencia la gente parecía la misma. Sin embargo ésta era más grande, parecía imposible abarcar todos los rincones que la conformaban. Martaux y aún más Mazur parecían hijas de Ezer; aquí los edificios se quedaban más cerca del cielo y la miseria más cerca del suelo, podía uno perderse sin miedo a cruzar por el mismo sitio en meses, incluso años. Era la madre de las ciudades, y como a todas las madres las hijas se le parecían, pero más jóvenes. Lo que caracterizaba a Ezer era la impersonalidad, flotaba en el aire, las personas no tenían nombres, solo lo tenían las calles, los edificios y los luminosos de neón de las noches bulliciosas en los barrios del pop maculado. Parecía imposible que alguien se encontrase a un conocido por la calle sin haber previsto encontrarse con él. Alguno la llamaba “la ciudad de los sueños perdidos”, porque en sus cubos de basura descansaban muchas de las esperanzas que tendrían que haber cambiado el mundo y  se habían quedado en el intento, cansadas de la búsqueda y sin un centavo en el bolsillo habían terminado con sus huesos durmiendo sobre la acera, tal vez, seguramente, en el cartón de al lado.
            A veces solía andar por ahí. Me gustaba recorrer las calles desconocidas y ver esquinas nuevas, casi siempre solo porque el tiempo discurriese más rápido, aunque cuando el tiempo no depende de la rapidez de los pasos lo que menos importa es la velocidad de los pies porque siempre se vive en la intemporalidad; sin meta el sentido del recorrido se convierte en absurdo. Era algo que había aprendido con el paso de los días, no importaba qué calles hubiese visto ni el tiempo que hubiese empleado en ello, al final volvía al mismo lugar con la misma perspectiva de futuro, era como si caminase en una recta infinita a través del vacío, siempre estaría en el mismo punto. Sin embargo lo circundante parecía evolucionar lentamente, podía observar cómo ciertas cosas cambiaban con la discreción de la que solo pueden hacer gala las grandes damas; el pasar las horas en la total inactividad había hecho de mí  un observador de puntillosa percepción, y es que cuando uno no puede vivir su vida al menos intenta vivir un poco de la de los demás. Y eso hacía yo, introducirme con la imaginación en la conversación que emanaba de los labios de alguna pareja al otro lado del cristal que separaba la cafetería de la calle, observar cómo una mano buscaba en un paquete rojo medio escondido un cigarrillo rubio para acercárselo a la boca mientras ofrecen fuego con un mechero de metal y después sonreírle el gesto atento, o tal vez mirar a la señora que siempre estaba sentada dentro del quiosco vendiendo periódicos, o revistas, o tebeos, o las golosinas de plástico y chocolate por un par de pequeñas monedas. Todo aquello me recordaba a veces a los días de vídeo continuo, matar las horas soñando vivir dentro de aquella pequeña pantalla que no era sino una ficción de celuloide y vanas esperanzas, abrazar a la chica que habría de besarme. Sin embargo siempre había algo que separaba, antes la pantalla, ahora todo un abismo infranqueable. Y es que podía verlo, nunca sin término medio, unos ojos de asco, de odio ( extraño sentimiento para un descogido), de pena, misericordia o caridad, curiosa palabra de la que ya perdí su sentido, y pasar de largo, siempre de largo, con los tacones negros diciéndote adiós.
            Ezer era igual que todas. ¿Acaso podía haber sido de otra forma? No, eso era algo evidente, hasta parecía ridículo poder planteárselo de otro modo. Lo había pensado muchas veces, tal vez en otra ciudad la suerte hubiese encontrado el norte en medio de la tormenta, pero el mero pensamiento de una posibilidad mejor a la realidad solo producía una extraña sensación de desasosiego que inflamaba el pecho de penumbra, de una mayor penumbra que la ya existente. No, era mejor no pensar en castillos de arena ni espiar a la mano del cigarro del paquete rojo, ni siquiera andar nuevas calles por las rectas infinitas del vacío, parecía doler menos dormir dentro de un cartón de vino.



            - ¿Por qué nunca me lo dijiste?
            - Porque nunca me lo preguntaste.
            La respuesta parecía lógica, sin embargo no era lo suficientemente convincente.
            - Esas cosas no se preguntan, además, no lo sabía ¿Cómo querías que te lo preguntase?
            La mirada de Isaac parecía imprimir fuerza a su argumento irrebatible. Busqué las palabras que necesitaba pero que no existían, así que desistí del intento de cualquier juego dialéctico como subterfugio.
            - No quería decírselo a nadie, no quería por nada del mundo que Xania se enterase, la quería demasiado como para permitirme el lujo de perderla.
            - ¿Tanto la querías que te fuiste con la vecina? Esa se había ido con la mitad de la ciudad. ¿Y querías que no se enterase? Pareces idiota, haberte ido con cualquier otra, ¡Pero con la vecina!
            - Calla joder, no me lo recuerdes.
            Cogí la botella que había dentro de la bolsa de plástico y la abrí quitándole el tapón. Necesitaba un trago, siempre ayudaba a digerir un momento incómodo. Ahora su mirada me observaba de forma inexpresiva, como ausente, era como si se perdiera dentro de mí a me hubiese traspasado para marcharse lejos.
            - ¿Y para contarme eso has necesitado casi dos años? - preguntó finalmente.
            - A uno nunca le gusta divulgar sus errores. Todo empezó cuando salía a la ventana desnuda y se quedaba mirándome...
            - ¡A mí también me hacía lo mismo y no me fui con ella!
            - Sí, pero tu eres..., el caso es que el día de nochebuena ¿Te acuerdas? Cuando se rompió la escayola, yo me marché antes andando para dejaros el coche para traer a Bormano. Fue por el camino, antes ya la había visto en algún bar bailando y mirándome, entonces, cuando iba para casa intentando mantenerme en pie, apareció ella por la otra acera y se acercó a mí, después comenzamos a hablar y me invitó a un café en su casa; solo un café, pensé, no es nada malo y luego me marcho, pero una cosa lleva a la otra y bueno, prefiero ahorrarte los detalles.
            - Por eso llegaste más tarde que nosotros a casa - puntualizó haciendo memoria.
            El comentario cayó al silencio al que dio lugar la conclusión del relato. No quería hablar más de ello, no quería volver a recordar algo que todavía me provocaba una desagradable sensación, y sobre todo recordar esa desagradable sensación que provenía de algo que hace ya tiempo resultaba absurdo por no tener sentido. Sin embargo, por primera vez en dos años pude sentir cómo el extraño peso que oprimía mi cabeza cada vez que lo recordaba se iba evaporando lentamente hasta desaparecer por completo, era como si ahora la carga fuese de Isaac y tuviese que soportarla él. Parte de mi conciencia se había quedado tranquila y para celebrarlo vacié un cuarto de la botella de un trago, la garganta carraspeó un momento pero tras un breve instante puede volver a juntar los labios. Isaac parecía dubitativo.
            - ¿Y por qué me lo dices ahora? - preguntó.
            - ¿El qué?
            - Lo de la vecina, no lo entiendo - respondió extrañado.
            - Supongo que será porque ya me da igual que se sepa, nada cambiará porque lo sepa alguien más aparte de mí.
            Isaac esbozó un amago de sonrisa sarcástica.
            - Creo que hace mucho tiempo que da igual que se sepa, nada hubiese cambiado, a nadie le importaba.
            - A nadie no, a mi me importaba todavía.
            Isaac parecía estar inmóvil con la vista clavada en un suelo que no distaba apenas veinte centímetros de su cara. Sin embargo de su delgado cuerpo surgió una voz tenue.
            - Tú ya no eres nadie, ni yo tampoco, a nadie le hubiese importado que lo hubieses dicho antes.
            Y esta vez fue él el que cogió la botella y le dio un buen trago. Me levanté del suelo e intenté coordinar unos pasos coherentemente, pero mi cuerpo ya no reaccionaba sincronizado a los impulsos de mi mente. Isaac con la botella en la mano me miraba, podía sentirlo sobre mi espalda, cómo clavaba su mirada sobre ella siguiendo su rumbo. Me giré pero no era cierto lo que había imaginado, solo su botella en la mano concordaba con la ilusión creada, simplemente miraba un suelo que seguía a veinte centímetros de su cara con la vista clavada muy lejos de él, mucho más profundo, tal vez en el infierno. Parecía una estatua. Parecía muerto. Sin embargo solo dormía con los ojos abiertos, como un fantasma. Miré la botella medio vacía que tenía en la mano, era la última de las dos botellas y no quería que se rompiese, prefería terminarla yo mismo, intenté acercarme hacia ella pero tropecé con algún obstáculo invisible cayendo pesadamente contra el suelo. La baldosa estaba fría y sucia de polvo, la luna en el cielo encima de las luces. Miré la botella desde el suelo y moví la pierna derecha dos o tres centímetros hacia la pierna izquierda. Luego me dormí.



            Al despertarme levanté la cabeza y algunos giraron la cabeza para observarme mientras pasaban sin detenerse, otros no. Conseguí levantarme y comencé a caminar hacia cualquier lugar donde no hubiese nadie, quería estar solo. Mientras buscaba ese lugar todo el pensamiento giraba entorno a Isaac, no entendía cómo había podido marcharse dejándome tirado en medio de la acera, solo sé que había desaparecido otra vez, seguramente se había despertado y se había marchado sin mirar siquiera cómo estaba. Me resultaba irónico, casi sarcástico, el pensar que había estado tirado en la acera toda la noche y parte de la mañana sin que nadie hubiese reparado en mi situación, era como si sobre la acera solo hubiese habido una caja de cartón o una mierda de perro, podría haber estado muerto y todo hubiese seguido rodando de la misma forma, no por ello alguien hubiese aminorado el paso de su marcha y mucho menos se hubiese detenido. Yo tampoco. Me dolía la pierna derecha un poco, lo que hacía que cojease levemente de esa pierna. Por fin encontré un lugar un poco más apartado y me senté en un banco, el sol ya estaba bastante alto en el cielo azul y a esa hora emitía sus rayos fugaces de invierno, aunque no hacía calor. Seguía sin entender cómo Isaac no había hecho nada por mí; en los días pasados había escuchado tantas veces que me quería, entre besos en el cuello y en los labios, con la mano bajando por la espalda en su recorrido de caricia continua, que incluso había creído que podía ser cierto. Y tal vez lo fuese, no lo sé ni lo sabía entonces, en los dos últimos años nuestro comportamiento había sido tan voluble que los acto y los pensamientos se habían desdibujado en una mezcolanza extraña y difusa. Decía quererme, y sin embargo muchas veces había demostrado lo contrario, una forma extrañamente sutil de demostrar ciertos sentimientos; aunque por otra parte había sido el único punto de apoyo en el mismo tiempo. El amor, el odio, la amistad y la indiferencia en muchos momentos nos habían forjado una unión casi indisoluble. Todavía recordaba cómo le había intentado curar la herida, los meses de decadencia hasta llegar al agujero más profundo, la pérdida del coche que conseguí a base de kilos de chatarra y las noches donde los tres, él yo, y la botella habíamos acabado haciendo círculo alrededor de una música inexistente. De todas formas no era la primera vez que desaparecía, ya lo había hecho anteriormente y lo volvería a hacer. No lo necesitaba, ni a él ni a sus besos borrachos en ginebra; ni lo quería ni me atraía, nunca lo había hecho ningún hombre y mucho menos él, no quería volver a sentir sus manos sobre mi piel de nuevo, con las manos sucias de mugre, casi tan sucias como mi propia piel; y sin embargo podía percibir que todo aquello era un peso más ligero que el de mi propia soledad, el mero hecho de pensar en una soledad tan absoluta ya me inquietaba, y aunque ya me sentía como un perro vagabundo todavía necesitaba el espejismo que imitase la ilusión de una compañía. Era la única persona que todavía mantenía la mirada en mí durante más de un segundo antes de girar la cabeza y seguir caminando, mejor algo que nada.
            Finalmente me levanté del banco y me marché hacia cualquier parte, daba igual la dirección porque todas conducían al mismo sitio. Dediqué la mayor parte del día a dicha labor, pensar con los pies no costaba esfuerzo mental, solo físico, ayudaba a no pensar. Cuando anocheció decidí ir a la esquina de color rosa, al banco de siempre, y allí, fuese la casualidad o el destino, estaba Isaac escribiendo bajo la luz de la farola como hacía habitualmente; entonces me di cuenta, como si durante todo el día lo hubiese pretendido esconder de mi conciencia, que los pasos habían recorrido todos los lugares donde lo podría haber encontrado hasta llegar al último lugar, como si la peregrinación hubiese dado término frente al altar que él significaba. Al acercarme levantó la vista y me miró despacio, buscó algo dentro de una bolsa que tenía al lado y de ella sacó una manzana ofreciéndomela. Dudé un instante, observándole, pero ante la insistencia de mi estómago solo pude cogerla y morderla. Era lo único que había comido en todo el día. Mientras comía la manzana en silencio buscaba las palabras que quería decirle a Isaac, la explicación a su comportamiento, pero Isaac terminó antes de escribir y aclarando la voz comenzó a leer.
            - Dice un viejo proverbio oriental que no le importa al jardinero cuántas veces se pinche con las espinas si la rosa que florece en su jardín es hermosa. Sin embargo todo depende del tamaño de las espinas y del dolor que produzcan, la belleza de la rosa puede no compensar siempre dicho dolor. Ello va en relación a la consideración de la belleza como un bien imprescindible o como un valor absoluto. Si se la considera un bien imprescindible puede suceder que el dolor de la espina sea superior a dicha belleza, por lo que aunque necesaria para la supervivencia del jardín la rosa podrá ser cortada perdiendo su sentido la existencia del jardinero. Por el contrario, si dicha belleza es un valor absoluto ningún dolor podrá ser lo suficientemente grande como para superar a dicha belleza, por lo que la rosa permanecerá en el jardín como la roca ante la ola que la devora, entonces la sola presencia de la rosa aliviará el dolor de las espinas y la existencia del jardinero seguirá manteniendo su sentido.
            Isaac acabó de leer y me sonrió, luego me besó suave y largamente en los labios. Le miré aturdido, era como si con el beso hubiese robado la palabras de mi boca; todo lo que quería decirle se había desvanecido de repente.
            - ¿Dónde te habías metido? - pregunté al fin tontamente.
            - Por ahí. ¿Y tú? - respondió.
            - Por ahí, ya sabes.
            Quería decirle muchas cosas, y se las hubiese dicho, durante el día había ido formando en la cabeza todo aquello que debía expulsar sobre Isaac y que antes o después habría de hacerlo. Sin embargo tras escucharle algo había cambiado, y es que todavía albergaba la duda de saber si su compañía era un bien imprescindible o un valor absoluto.

poesía 329



Volver a nacer
Es el sueño de todo ser humano
Que conoce lo efímero
De todo lo que está en su mano.
O no morir.
Quizás el amor
No sea lo que nos hace grandes,
Sino el hambre
De no pasar en balde
Lo mejor
Que tenemos.
Casi lo único que tenemos.
El tiempo.
Bendito al que llaman loco
Por ser diferente,
Aunque sea un poco,
Del resto de la gente.
La normalidad
Es la mayor anormalidad
Que conozco.
Y la mejor apisonadora
De nuestras ansias de libertad.
Por eso,
Por ahora,
Llamadme loco si queréis
¡Gritadme loco!
Recordadme mi locura,
Que en ella debe estar
Mi voluntad
Y el antídoto a la amargura.