La chatarrería era más grande de lo que parecía en un
primer momento. En el plano celeste un sol sonriente alumbraba la mañana. Hacía
frío, pero poco a poco iba disminuyendo paulatinamente y se prometía un día
claro y despejado. Se veían montones de hierros viejos y máquinas medio
oxidadas, en un amasijo informe que recordaba a un basurero pero solo de metal.
Se respiraba un ambiente pesado y desamparado. Llamamos a la puerta de la casa,
pequeña y vieja, compuesta solamente por dos habitaciones que hacían la función
de oficina y retrete. Apareció el chatarrero. Se llamaba Obnob. Nos dijo que
fuésemos por los polígonos industriales y los pueblos de la zona, que por allí
encontraríamos chatarra. También nos dijo que nos había dado el empleo por
amistad con Bormano y que él respondía de nosotros, que no debíamos dejarlo en
mal lugar. Nos mostró el camión. Era un camión viejo, de diez o doce toneladas,
cuya pintura descascarillada mostraba la crudeza de su edad. Nos explicó el
funcionamiento de la grúa, nos dio las llaves y se marchó.
Como no conocíamos las carreteras cogimos la primera que
vimos, la que iba a la costa. Yo conducía; había aprendido en Mazur a conducir
camiones. Además, éste no era grande y era manejable. Isaac miraba más allá de
lo que podía estar viendo. Dentro no hacía calor, el paso de los años había
dejado las puertas y ventanas tullidas. Sin calefacción. Sin radio. Sin embargo
el sol seguía en su lugar, sonriendo encima del mar. Nos deseaba suerte y
nosotros lo sabíamos.
En el tiempo que llevábamos en Martaux había ido
conociendo algo a Isaac, podía vislumbrar parte de los secretos que escondía
detrás de la puerta de sus ojos y sus gestos, que se escapaban por los
resquicios inherméticos que su alma entrañaba.
Señaló algo.
- ¿Ves? ¿Ves aquello?
- ¿El qué? ¿Eso?
- Sí, eso.
- ¿Y qué?
- ¿No te das cuenta? Son esos los pequeños detalles que
hacen grande la vida. Detalles como esos son los importantes. ¿Y tú me
preguntas que tiene de especial? Son los detalles lo que conforma la historia,
la gran historia que hacer mover al mundo. Los detalles, la unión de un sinfín
de casualidades que convergen para fundirse en un acto único, como un solo
cuerpo compuesto por infinidad de células.
En los ojos vestía el brillo de las grandes ocasiones
mientras sin dejar de señalar parecía querer proyectarse a través de su brazo,
su mano y su dedo hacia aquel nimio detalle de las gaviotas volando cerca de
los acantilados.
- ¿No te das cuenta? Unas simples gaviotas volando, eso
es lo grandioso de la vida, verlas pasar y alejarse como se aleja el viento
hacia cualquier parte, buscando un nuevo sitio, una nueva impresión, querer
volar más alto y más lejos, conocerlo todo. ¿No te das cuenta? Si no te das
cuenta de los pequeños detalles como ese, es que no te das cuenta de nada.
Miré a las gaviotas, cómo se marchaban. Parecían estar
muy lejos. La carretera llena de curvas serpenteaba bordeando la costa resquebrajada
por la furia del mar y parecía enroscarse sobre sí misma. Al otro lado los
últimos alientos de las montañas murmuraban por dejar constancia de su
presencia. Isaac sacó una bolsita. Dentro había hierba.
- ¿Te vas a liar uno ahora? - le pregunté.
- ¿Y por que no?
Y tan pronto como acabó de hablar ya estaba pegando el
papel con la punta de la lengua. Buscó el mechero dentro del bolsillo del
pantalón, lo sacó, lo miró, sonrió y rasgando la piedra lo encendió.
- ¿Qué te parece? No está mal - dijo mostrándome el
mechero - es precioso.
- Sí, no está nada mal, es bonito.
Era una de las pocas cosas que había traído dentro de su
pequeña maleta de cuero barato y gastado. Lo demás solo era ropa de poca
importancia. Por lo que había podido adivinar, era lo único que había rescatado
de su pasado para tenerlo cerca, nunca se separaba de su pequeño mechero
plateado que llevaba la inicial de su nombre inscrita en el centro.
- ¿Cómo lo conseguiste?
Me miró un momento y aspiró el humo.
- Es una larga historia. Algún día te la contaré.
Y se calló. Miró por última vez el mar que estábamos
dejando a un lado y giró la vista al frente.
Era un pueblo pequeño, de unos ochocientos o mil
habitantes, donde todo el mundo se conocía
y se había conocido siempre, donde nunca había pasado nada ni nunca
pasaría; uno de esos pueblos donde la rutina y la tranquilidad son socias
vitalicias de la partida de cartas de las tardes de los Domingos. Casas bajas y
separadas con tejados rojos de teja. La carretera dejaba un poco de lado al
pueblo, había que tomar un cruce que distaba cien metros del primer edificio.
El edificio era una nave industrial que parecía estar medio olvidada. Fuimos
allí. El camión botaba entre los baches que se marchaban debajo de las ruedas.
Desde algún rincón surgió una mujer madura y rechoncha
con un sombrero de paja sobre la cabeza, un lazo azul y sucio y un perro negro
más parecido a una rata morena y grande que a un individuo de su propia
especie. Paramos el camión y bajamos dirigiéndonos hacia ella.
- Buenos días.
- Buenos días.
- Buenos días.
- ¿Qué desean?
- Estamos buscando chatarra, somos chatarreros; hemos
visto el pabellón y hemos pensado que quizás usted tendría algo que ofrecernos.
De todas formas si no tiene usted nada tal vez podría indicarnos dónde
podríamos encontrar por aquí.
La mujer nos miró y asintió. Tenía chatarra. Nos hizo
entrar en la nave y nos mostró un viejo motor arrinconado debajo de una manta
de polvo. Nos dijo que no lo quería, que le diésemos cualquier cosa por él, que
solo le quitaba sitio y que llevaba tiempo con intención de perderlo de vista.
Entramos el camión y con la grúa conseguimos izarlo y dejarlo en la cama del
vehículo. Nuestro primer proveedor.
- ¿Y en algún otro sitio?
- Sí, creo que sí. Tú sigues por esta calle y al final
encontrarás un almacén. Tal vez allí tengo algo.
- Gracias.
Le pagamos y nos fuimos. Parecía un trabajo fácil.
Aquellos días fueron cayéndose del calendario mudos y
silenciosos, pero con la misma rapidez con que nos damos cuenta que van
desapareciendo entre nuestros dedos. Días envueltos en humo y ruidos de motor,
sobre todo en humo denso y gris. La chatarra no daba mucho dinero pero servía
para seguir andando de un lado hacia otro, intentando encontrar el rumbo que
nos llevase por el camino más corto al punto más lejano. Martaux fue haciéndose
nuestra casa lentamente. En otra parte del mundo la guerra no iba tan deprisa
como algunos querrían ni tan eficaz el ejército aliado como en un primer
momento había parecido. La televisión seguía escupiendo detalles sobre ella
mostrando imágenes que parecían más juegos por ordenador que la cara de una
guerra televisada. Conocimos gente. Los días deshojados de aquellos primeros
meses se morían dando tumbos, aprendiendo a fuerza de caídas por donde había
que manejarse. Sin embargo fueron días tranquilos. En casa Yerkari y Serban nos
dieron constancia de que Bormano, que siempre estaba fuera, los había conocido
bien al decirnos que eran tipos curiosos. Un día aparecieron en casa con un
banco del parque. Decían que se lo habían encontrado por ahí y que tampoco
importaba mucho el haberlo traído, que había muchos iguales. Era uno de esos
bancos de madera pintados de marrón cuyas patas son de hierro negras. Como no
les gustaba el color decidieron pintarlo de rosa, porque era un más alegre. Y
el banco se pintó de rosa. Lo pintaron en el salón, con mucho cuidado y
ciertamente con gran espíritu artístico; después lo dejaron ahí, por si acaso
hacía falta. tuvimos un fuerte olor a pintura durante cuatro días, pero
finalmente desapareció y decidieron celebrarlo invitándonos a inaugurarlo con
unas rayas de cocaína. Luego vinieron las centraminas, las cervezas y luego nos
olvidamos de nosotros mismos y del banco de color rosa y del frío de fuera y
del frío que teníamos dentro de nuestros corazones y de todo lo importante o
superfluo que nos quedaba por recordar. Creo que aquella fue una buena noche.
Isaac había vuelto a escribir, su sonrisa característica
lo delataba. A veces se le veía sentado, incluso durante horas, en nuestra
habitación o en el banco rosa del salón mirando el techo durante un momento
hasta que volvía la mirada hacia el papel y entonces el bolígrafo se fundía con
su mano en un todo compacto y comenzaba a correr por la hoja blanca.
- El problema es la plasmación de la idea a través de las
palabras; y más que las ideas, que al fin y al cabo están formadas por
palabras, lo complicado es la plasmación de las sensaciones hetéreas, ya que
éstas muchas veces, la mayor parte de las veces, no se pueden describir. Esa es
la esencia de mi literatura, de la literatura que creo más importante; intentar
transmitir una sensación propia a otra persona mediante las palabras. Por eso
opino que la música está por encima de la literatura. La música está por encima
de la verdad y de la mentira; una palabra puede no ser cierta y puede quedarse
muy inexacta intentando explicar una sensación, pero la música en sí ya es una
sensación virgen, puede llegar a ti y tú la captas tal como es, no existen
idiomas que la definan ni que deban definirla. La música es anterior a la
literatura porque es más natural, antes se escuchó a un pájaro cantar que la
primera palabra. De todas formas es posible que en su esencia sea lo mismo en
distintas formas. No lo sé. Me da igual. Lo importante es saber que lo que
haces es importante para ti.
Y se callaba. Yo le miraba cómo sin apenas tiempo para
pasarme el porro volvía a la hoja blanca y seguía escribiendo.
Por el banco rosa fueron pasando muchos tipos que
llegaban en silencio y luego se marchaban, pero con un poco menos de dinero y
un poco más de fantasía en forma de polvo blanco o de pastilla. Mientras,
aquella prolongación del banco que sujetaba una pluma y un papel seguía allí,
en pretérito imperfecto.
- Un solo momento es lo que dura la pureza de la creación
del arte, solo el instante en que se forma en la mente del artista. Luego se
ensucia y pervierte más o menos, dependiendo de la destreza del dueño de la
idea. Pero ese momento, donde nace y muere la creación para volver o repetirse
una y mil veces, es la esencia verdadera y genuina del sentido artístico, y
ante él nadie es más que un espectador de su propia fuerza expresiva interior
que lucha por su surgimiento. ¿No lo entiendes? No depende de nosotros el arte,
solo depende de nosotros su plasmación mejor o peor realizada. Aunque nosotros
no quisiéramos el arte vivirá siempre mientras hubiese un sentimiento, y como
bien sabes, eso no se puede controlar completamente.