En el metro se estaba bien,
no hacía frío y no llovía, te podías sentar en un asiento y observar los actos
de las personas. A veces resultaba un poco complicado colarse, pero por lo
general no solía haber ningún problema. Uno podía estar todo el tiempo que
quisiera en las estaciones, hasta que empezaron a cerrarlas por motivos de
seguridad. Pero antes de eso, muchas noches las galerías, los corredores y
pasillos habían servido de habitación para la llegada del sueño. Había otros
muchos momentos para disfrutar, escuchar al viejo canoso rasgando las cuerdas
del oscuro violín de madera antes de introducirse en algún vagón para luego
perderse detrás de las puertas en el túnel oscuro; los jóvenes de la guitarra y
la voz ronca con su pequeño sombrero de paja con unas pocas monedas, ver pasar
a los señores de corbata, a los negros de colores vistosos, a los tristes, a
los alegres, a los de la cara inerme, la de casi todos, cansada de la rutina y
del trabajo, o simplemente cansada de sí misma. El metro era la ciudad de
abajo, se podía intuir qué habría arriba por lo que se movía por los grandes
hormigueros llenos de gafas, pantalones,
de prisas y de estres, de carriles, de oscuridad y anuncios de todo tipo que
ocupaban la vista de los pocos que todavía miraban a alguna parte. Allí los
días de invierno se hacían más fáciles, la nieve se quedaba en la superficie, y
aunque la temperatura no era misma el frío que bajaba por las escaleras era
mínimo. Tampoco llovía. Cuando entraba en él no solía cambiar de estación, no
tenía mucho sentido moverse, puesto que no iba a ninguna parte. Sin embargo,
cuando lo hacía, podía observar cómo los ojos de enfrente se levantaban y de
una mirada fugaz, nunca mucho más que un simple fogonazo, examinaban mi
presencia y sobre todo la cara, cruzándose la mirada por un momento para luego
volver al suelo; realmente era el mismo acto que en tantos y tantos sitios,
solo que aquí ofrecía un aspecto diferente, más cercano y más intenso.
El metro era el
microcosmos de la ciudad, uno podía ver cualquier cosa en él, los hechos
pasaban desapercibidos porque el lugar para la sorpresa estaba reducido a la
nimiedad, la licencia para lo insólito estaba permitida desde siempre y extraño
era el suceso que transgredía la regla. La impersonalidad, la misma que
imperaba en toda la ciudad, reinaba también aquí, la impersonalidad que en los
subterráneos alcanzaba su extremo más alto, solo existía la masa sin rostro,
cuerpos que solo hacen número para rellenar un conjunto de por sí informe, que
se transforma manteniendo su génesis original solo modulada por la intensidad y
la fluidez, el volumen de cuerpos que transitaba dependiendo de la hora, las
tres y las ocho como un río desbordado, las otras unos cuantos individuos
inconexos deambulando de aquí para allá, y yo en medio, mejor dicho, fuera, al
lado del mundo de los demás buscando solo un poco de calor ambiental que no se
encuentre dentro de una botella; el otro calor, el del amor, o solo el del
cuerpo, el verdadero, hace tiempo dejado en la trastienda.
Aquel día, extrañamente, no había mucha gente. La vieja
estación de las afueras irradiaba una pasmosa tranquilidad poco común, Cierto
es que la hora tampoco era la más concurrida, pronto cerrarían las estaciones y
entonces habría que volver a salir fuera, donde la lluvia había estado durante
todo el día castigando las calles con fuerza en una tormenta continua, sin
dejar asomar al sol en un cielo constantemente cenizo y plomado. Debía ser
algún día a principios de Marzo, cuando el tiempo se acerca a la primavera y la
luz comienza a tener una duración digna en las calles sin necesidad de la
electricidad. Estaba sentado en uno de los muchos asientos de plástico, con una
pequeña botella medio vacía entre las manos a la espera de darle fin en algún
momento no muy lejano. Recordaba, entre las idas y venidas de los grandes
gusanos de hierro sobre los raíces, aquellos días cuando era niño, cuando la
edad no alcanzaba los diez años y los zapatos se quedaban pequeños al año de
comprarlos, sino rotos por los saltos y las correrías de un lado para otro sin
parar hasta llegar a la hora de cenar cansado, tirado sobre la silla de madera
de la pequeña cocina delante del impertérrito plato de caldo que iniciaba la
cena, maldito plato de sopa todos los días, lo llegué a odiar, y la Chuli
queriéndome ya desde lejos, para luego acercarse y decirme el día de la nieve
todo, que en el fondo pensándolo bien fui un cabrón y un tonto, que solo le
dijo que no porque no era guapa, y luego nos reímos por ello, de ella, que
pensándolo me apetecía, en serio, lo juro, con aquella sonrisa pícara y su
sempiterna alegría solo empañada por las palabras que pronuncié, las palabras
coaccionadas por el qué dirán de los demás, con otra podría ser pero no con la
Chuli, que el tiempo da la perspectiva más amplia y de todo aquello ahora me
arrepiento y también pensándolo en el asiento de la estación de metro, Bormano
ejerciendo la potestad suprema, como siempre durante toda su vida, incluso en
la muerte que le alcanzó por la traición y su pata coja de escayola, entre las
mantas contándome sus hazañas con el sexo opuesto y yo pensando en la Chuli y
por qué no le había que sí y por qué le
había dicho que no sin en verdad era mi amiga y hasta me gustaba de alguna
forma extrañamente hermosa y cálida, casi tierna, pero ya se sabe que a una
determinada edad como es esa los resortes de los mecanismos que hacen rodar los
pensamientos y sobre todo las opiniones son muy confusos y susceptiblemente
volubles.
Fue entre todos aquellos recuerdos, acabada la botella
sin la menor percepción de tal acto a caballo entre los momentos pasados, el
andén vacío y yo estatua en el asiento grisáceo mirando a los de enfrente,
apenas dos o tres personas intentando ocupar la atención en cualquier
subterfugio a la espera del ansiado metro, cuando tres o cuatro individuos, o
tal vez cinco, no lo recuerdo bien, llegaron por una de las entradas y me
miraron ya desde lejos. Era una mirada distinta, nadie mira así en el metro a
no ser por algún motivo muy determinado, debían tener veintipocos años y unas
altas botas de cuero negro con cordones del mismo color, se acercaron
lentamente, extrañamente, directamente hacia mí y sin mediar palabra, quizás
unas rápidas miradas entre ellos, uno me agarró del cuello levantándome al
mismo tiempo que una lluvia de manos cerradas chocaban contra mi pecho, mi
cara, y la bota de cuero en mis pelotas a punto de reventarlas de dolor. Apenas
tuve tiempo de coordinar cualquier pensamiento, después solo fue el sentir
continuo durante poco más de treinta segundos de todos aquellos golpes que
competían por romperme, un cúmulo de hostias que pretendían ser consagradas en
el cáliz de mi cuerpo totalmente contusionado. Tan pronto como vinieron se
marcharon, ni siquiera esperaron a la llegada del metro para irse, dejándome mi
dolor y sus insultos, la poca estima que me podía quedar en un estado de
semiinconsciencia que pronto ocupó todo mi ser. Sin embargo, poco antes que
ello sucediera, desde el suelo, pude observar cómo los pocos sujetos que
estaban en el otro arcén entraban en el último metro que quedaba y se perdían
dentro de él mirando a través de las ventanillas con cara ambigua. Intenté
pensar en la Chuli, en Xania, en Isaac, en algo, incluso en la maléfica y
desencajada sonrisa de puños cerrados, pero no pude.