viernes, 2 de mayo de 2014

el espíritu de los tiempos (29º)



En el metro se estaba bien, no hacía frío y no llovía, te podías sentar en un asiento y observar los actos de las personas. A veces resultaba un poco complicado colarse, pero por lo general no solía haber ningún problema. Uno podía estar todo el tiempo que quisiera en las estaciones, hasta que empezaron a cerrarlas por motivos de seguridad. Pero antes de eso, muchas noches las galerías, los corredores y pasillos habían servido de habitación para la llegada del sueño. Había otros muchos momentos para disfrutar, escuchar al viejo canoso rasgando las cuerdas del oscuro violín de madera antes de introducirse en algún vagón para luego perderse detrás de las puertas en el túnel oscuro; los jóvenes de la guitarra y la voz ronca con su pequeño sombrero de paja con unas pocas monedas, ver pasar a los señores de corbata, a los negros de colores vistosos, a los tristes, a los alegres, a los de la cara inerme, la de casi todos, cansada de la rutina y del trabajo, o simplemente cansada de sí misma. El metro era la ciudad de abajo, se podía intuir qué habría arriba por lo que se movía por los grandes hormigueros llenos de gafas,  pantalones, de prisas y de estres, de carriles, de oscuridad y anuncios de todo tipo que ocupaban la vista de los pocos que todavía miraban a alguna parte. Allí los días de invierno se hacían más fáciles, la nieve se quedaba en la superficie, y aunque la temperatura no era misma el frío que bajaba por las escaleras era mínimo. Tampoco llovía. Cuando entraba en él no solía cambiar de estación, no tenía mucho sentido moverse, puesto que no iba a ninguna parte. Sin embargo, cuando lo hacía, podía observar cómo los ojos de enfrente se levantaban y de una mirada fugaz, nunca mucho más que un simple fogonazo, examinaban mi presencia y sobre todo la cara, cruzándose la mirada por un momento para luego volver al suelo; realmente era el mismo acto que en tantos y tantos sitios, solo que aquí ofrecía un aspecto diferente, más cercano y más intenso.

            El metro  era el microcosmos de la ciudad, uno podía ver cualquier cosa en él, los hechos pasaban desapercibidos porque el lugar para la sorpresa estaba reducido a la nimiedad, la licencia para lo insólito estaba permitida desde siempre y extraño era el suceso que transgredía la regla. La impersonalidad, la misma que imperaba en toda la ciudad, reinaba también aquí, la impersonalidad que en los subterráneos alcanzaba su extremo más alto, solo existía la masa sin rostro, cuerpos que solo hacen número para rellenar un conjunto de por sí informe, que se transforma manteniendo su génesis original solo modulada por la intensidad y la fluidez, el volumen de cuerpos que transitaba dependiendo de la hora, las tres y las ocho como un río desbordado, las otras unos cuantos individuos inconexos deambulando de aquí para allá, y yo en medio, mejor dicho, fuera, al lado del mundo de los demás buscando solo un poco de calor ambiental que no se encuentre dentro de una botella; el otro calor, el del amor, o solo el del cuerpo, el verdadero, hace tiempo dejado en la trastienda.

            Aquel día, extrañamente, no había mucha gente. La vieja estación de las afueras irradiaba una pasmosa tranquilidad poco común, Cierto es que la hora tampoco era la más concurrida, pronto cerrarían las estaciones y entonces habría que volver a salir fuera, donde la lluvia había estado durante todo el día castigando las calles con fuerza en una tormenta continua, sin dejar asomar al sol en un cielo constantemente cenizo y plomado. Debía ser algún día a principios de Marzo, cuando el tiempo se acerca a la primavera y la luz comienza a tener una duración digna en las calles sin necesidad de la electricidad. Estaba sentado en uno de los muchos asientos de plástico, con una pequeña botella medio vacía entre las manos a la espera de darle fin en algún momento no muy lejano. Recordaba, entre las idas y venidas de los grandes gusanos de hierro sobre los raíces, aquellos días cuando era niño, cuando la edad no alcanzaba los diez años y los zapatos se quedaban pequeños al año de comprarlos, sino rotos por los saltos y las correrías de un lado para otro sin parar hasta llegar a la hora de cenar cansado, tirado sobre la silla de madera de la pequeña cocina delante del impertérrito plato de caldo que iniciaba la cena, maldito plato de sopa todos los días, lo llegué a odiar, y la Chuli queriéndome ya desde lejos, para luego acercarse y decirme el día de la nieve todo, que en el fondo pensándolo bien fui un cabrón y un tonto, que solo le dijo que no porque no era guapa, y luego nos reímos por ello, de ella, que pensándolo me apetecía, en serio, lo juro, con aquella sonrisa pícara y su sempiterna alegría solo empañada por las palabras que pronuncié, las palabras coaccionadas por el qué dirán de los demás, con otra podría ser pero no con la Chuli, que el tiempo da la perspectiva más amplia y de todo aquello ahora me arrepiento y también pensándolo en el asiento de la estación de metro, Bormano ejerciendo la potestad suprema, como siempre durante toda su vida, incluso en la muerte que le alcanzó por la traición y su pata coja de escayola, entre las mantas contándome sus hazañas con el sexo opuesto y yo pensando en la Chuli y por qué  no le había que sí y por qué le había dicho que no sin en verdad era mi amiga y hasta me gustaba de alguna forma extrañamente hermosa y cálida, casi tierna, pero ya se sabe que a una determinada edad como es esa los resortes de los mecanismos que hacen rodar los pensamientos y sobre todo las opiniones son muy confusos y susceptiblemente volubles.

            Fue entre todos aquellos recuerdos, acabada la botella sin la menor percepción de tal acto a caballo entre los momentos pasados, el andén vacío y yo estatua en el asiento grisáceo mirando a los de enfrente, apenas dos o tres personas intentando ocupar la atención en cualquier subterfugio a la espera del ansiado metro, cuando tres o cuatro individuos, o tal vez cinco, no lo recuerdo bien, llegaron por una de las entradas y me miraron ya desde lejos. Era una mirada distinta, nadie mira así en el metro a no ser por algún motivo muy determinado, debían tener veintipocos años y unas altas botas de cuero negro con cordones del mismo color, se acercaron lentamente, extrañamente, directamente hacia mí y sin mediar palabra, quizás unas rápidas miradas entre ellos, uno me agarró del cuello levantándome al mismo tiempo que una lluvia de manos cerradas chocaban contra mi pecho, mi cara, y la bota de cuero en mis pelotas a punto de reventarlas de dolor. Apenas tuve tiempo de coordinar cualquier pensamiento, después solo fue el sentir continuo durante poco más de treinta segundos de todos aquellos golpes que competían por romperme, un cúmulo de hostias que pretendían ser consagradas en el cáliz de mi cuerpo totalmente contusionado. Tan pronto como vinieron se marcharon, ni siquiera esperaron a la llegada del metro para irse, dejándome mi dolor y sus insultos, la poca estima que me podía quedar en un estado de semiinconsciencia que pronto ocupó todo mi ser. Sin embargo, poco antes que ello sucediera, desde el suelo, pude observar cómo los pocos sujetos que estaban en el otro arcén entraban en el último metro que quedaba y se perdían dentro de él mirando a través de las ventanillas con cara ambigua. Intenté pensar en la Chuli, en Xania, en Isaac, en algo, incluso en la maléfica y desencajada sonrisa de puños cerrados, pero no pude.

jueves, 1 de mayo de 2014

chistes (68)


- Oye Rafa… ¿te puedo contar un secreto?
- ¡Soy una tumba!
- ¡Lo siento tío! Perdona… pero te pareces un montón a Rafa.



Un hombre va a un abogado.
- ¿Y usted cuánto cobra por una consulta rápida?
- 3.000 euros por tres preguntas.
- Vaya, un poco caro, ¿no?
- Sí… y dígame, ¿cuál es su tercera pregunta?



Entra una señora en la farmacia y le dice el dependiente:
-¿Qué desea señora?
-Querí­a algo para que mi marido se ponga como ¡un toro!
-Pues vaya bajándose las bragas y empecemos por los cuernos.

citas célebres (97)



Nunca se tiene la libertad de amar o de dejar de amar.
François de La Rochefoucauld (1613-1680) Escritor francés.

Aquel que gobierna por medio de su excelencia moral puede compararse a la estrella polar, que permanece en su sitio en tanto todas las demás estrellas se inclinan ante ella.
Confucio (551 AC-478 AC) Filósofo chino.

No existe el presente: Lo que así llamamos no es otra cosa que el punto de unión del futuro con el pasado.
Michel de Montaigne (1533-1592) Escritor y filósofo francés.

Un chisme es como una avispa; si no puedes matarla al primer golpe, mejor no te metas con ella.
George Bernard Shaw (1856-1950) Escritor irlandés.

El espíritu de Dios flota sobre las aguas y una isla celestial se hará visible primero cual morada de los nuevos hombres, cual cuenca de la vida eterna sobre las olas que refluyen.
Novalis (1772-1801) Friedrich von Hardenberg. Poeta y filósofo alemán.

Cómor hacer humor (9º): No intentes hacer siempre la gracia


Hay una cosa fundamental  que nunca hay que olvidar: no intentes siempre hacer la gracia. No se puede hacer reír a todo el mundo, no todas las ocasiones son adecuadas para parecer gracioso, y menos para serlo. Uno mismo debe ser consciente que a veces, ni el lugar, ni el entorno, ni la dinámica, ni las personas con las que te encuentras son el elemento propicio para intentar integrar el humor. Aunque yo creo que el humor siempre puede ser adecuado, por muy bien que éste esté hecho, hay muchas personas que no lo  consideran igual. Hay gente que no lo entiende igual, incluso hay gente que aunque para ellos el humor sea un elemento importante, no consideran adecuado ese ingrediente. Incluso yo mismo pienso que a veces está fuera de lugar.


¿Cómo saber que la gracia no será bien recibida?

Supongo que por sentido común, que muchas veces es el menos común de los sentidos. No hay fórmulas mágicas. Hay situaciones obvias que solo a las personas menos oportunas se les escapa, para todas las demás, ante la duda, no lo intentes. El humor puede ser un punto de inflexión, pero si no estás seguro, no lo intentes. Puedes quedar como un absoluto estúpido. Y si quedas como un estúpido, esa imagen es difícil de remontar. Necesitarás tiempo y margen de maniobra, y en muchas ocasiones no lo tendrás. ¿Qué es una pena? Pues sí, pero como hemos comentado, para crear una primera buena impresión solo existe una oportunidad. Y esto es cierto, y experimentalmente demostrado está, que cuesta mucho remontar esa primera impresión, sobre todo si es negativa. 

Otra cuestión importante es saber que concepto tienen de ti las personas que te rodean. Si tu imagen es sólida, positiva y consistente, puedes intentar  “dinamizar” el ambiente con un elemento de humor. Si no es así, no arriesgues mucho, y si lo haces, estate seguro de que funcionará. Aunque nunca tendrás la certeza de que funcionará hasta que no lo intentes. Esto que digo y que parece una contradicción, realmente no lo es. Con los años, uno se suele arrepentir de las cosas que no ha hecho, más que de las cosas que ha hecho, y aunque la intención sea buena, la sola intención no bastará para disculparte. Más vale guardar esa “bala” en la recámara que gastarla inútilmente.

Una de las mejores formas de saber si una gracia posiblemente no funcionará es no olvidando algunos elementos expuestos anteriormente o que se expondrán posteriormente: la falta de respeto, de confianza, la falsa modestia, quién lo dice, el nivel cultural, y la socialización que se ha recibido son elementos fundamentales que debemos tener en cuenta. Por lo general, no obstante, nos desenvolvemos con personas similares a nosotros en ambientes también conocidos, por lo que facilita bastante las cosas. Seguro que no te será muy difícil hacer reír a tu mejor amigo…

Sin embargo, este manual no está hecho para esas situaciones, sino para situaciones nuevas, en las que la incertidumbre es mayor, y ni conoces al auditorio, ni el lugar, y quizás ni siquiera el idioma de forma correcta (esto también puede jugar a tu favor si sabes manejar la situación).

poesía nº 264

¿Quién me dijo tu nombre?
¿Cuándo te conocí?
¿Fue el día que te miré a los ojos?
¿O fue el día que te perdí?
La noche me trae el eco del silencio
roto solo por la voz de la tormenta;
hoy acabo, es cierto, sin la duda ya
de tu hermosura incorruptible
y mi soledad por compañera.
El viento me acarició el oído
con el gemido de su pesar,
¡Cuántas alegrías pasadas...!
y cuántas lágrimas van al mar,
ese mar que como una madre
acoge ahora la pena
que antaño acallabas con tu besar.
Dime que aún me oyes en tu almohada
cuando el sueño aún no llega,
que es mi voz la que anhelas
y es mi tacto el roce de las sábanas.
¿Cómo olvidarte
como por arte de magia?
¿Cómo decir que no buceas en mis entrañas?
¿Cómo no querer creer
en esta última esperanza
que es tu boca engalanada?
Vamos ya, hacia delante,
y después dejaré que embarque
el deseo fuera de tu puerta,
y que mi puerta se cierre

en su avance.

el espíritu de los tiempos (28)

- Solíamos sentarnos los cuatro en una mesa redonda y pequeña que había en la cocina y allí comíamos. Luego la abuela se murió y nos quedamos los tres comiendo en aquella mesa. Recuerdo que la cocina se llenaba de humo cuando se cocinaba y la ropa cogía el olor de la comida, sobre todo de las patatas fritas. Cuando la abuela se fue todo pareció seguir igual, pero solo fue una apariencia, porque algo cambió y el cambio fue para mal, era una sensación extraña que se notaba a la hora de comer, parecía no suceder nada, y eso era precisamente lo extraño. Resulta curioso pensar que en todos los años que estuve en esa casa lo único que no cambió fue esa mesa, cuando me marché todavía seguía allí.
            Acaricié la botella y la acerqué a los labios para darle un buen trago, hacía cinco días que no conseguíamos una botella, cosa extraña, pero por fin la tenía conmigo y lo íbamos a celebrar. Era la hora de comer aproximadamente, porque por la calle se observaba una mayor tranquilidad que en horas precedentes. Isaac seguía hablando, aunque ahora se había callado.
            - ¿Y por qué te fuiste? - pregunté.
            Pareció sorprenderse; incluso yo me sorprendí de una pregunta tan obvia, lo más sorprendente de todo era que en tres años conviviendo con él nunca se lo había preguntado y él nunca me lo había dicho. Alguna vez había surgido la pregunta en la cabeza, pero al final no se la había hecho o simplemente se me había olvidado hacerlo. Con el tiempo ni la casualidad había hecho que lo supiese y la curiosidad ya la había olvidado por el camino.
            - ¿ Nunca te lo he dicho? - exclamó extrañado.
            - No.
            - ¿ Nunca? - repitió incrédulo girando la cabeza hacia mí.
            Volví a coger la botella y a beber un poco de ginebra.
            - Nunca.
            Tomó un breve silencio intentando desempolvar el recuerdo guardado bajo llave, y tras cinco o seis segundos respondió.
            - Porque me echaron de casa. Quizás te acuerdes que el día que nos fuimos de Mazur en coche de Bormano dije que lo mejor era marcharse a otra parte, a cualquier parte, porque en cualquier parte encontraríamos algo mejor. Lo cierto es que hacía un par de días que me habían echado mis padres, así que cuando Bormano dijo lo del viaje no lo dudé dos veces, cogí lo poco que tenía en la maleta y me marché con vosotros.
            Buscó algo en los bolsillos y de uno de ellos sacó el mechero plateado con su inicial en el centro. Lo alzó levemente hasta la altura de los ojos y lo acarició con los dedos.
            - Esto es todo lo que queda de Mazur, lo demás ya no permanece casi ni en mi cabeza.
            Y lo volvió a meter en el bolsillo del que lo había sacado. Quería más a ese mechero que a su propia vida. Por suerte para él todavía lo tenía gracias a que nunca se separaba de él y aquel fatídico día lo llevaba encima.
            - Ese mechero tiene parte de la culpa. ¿ Te acuerdas que te dije que me lo dio una chica con la que estuve? Pues no era una chica, sino un chico. Vino a Mazur una temporada, un par de meses. Fue una relación corta e intensa, un amor de verano en invierno; sí, ¿Nunca has tenido uno? Vas a un sitio, conoces a alguien y te enamoras, sabes que se va a acabar, que será corto y que después quedará como un buen recuerdo que no se podrá olvidar. Así sucedió, el se iba a marchar y para despedirnos el día anterior quedamos en mi casa, yo sabía que mis padres no iban a estar porque estaban fuera, volverían dos días más tarde y no habría problema. Imagínate la situación, cuando abrió la puerta de la habitación y nos vio a los dos, uno encima del otro, acuérdate de la cara que pusieron Serban y Yerkari cuando la abriste tú, entonces mi padre me montó un escándalo y dijo que no quería volver a verme más, siempre había odiado a los homosexuales y dijo que no consentía que un puto maricón viviese en su casa, así que me echó. Me fui a casa de un amigo a dormir. Dos días más tarde Bormano me dijo que se iba y yo les dije que me iba con él. Egar, que así se llamaba, me regaló el mechero el día que se marchó.
            Ahora ya sabía lo que significaba aquel mechero para Isaac, en cierta forma representaba la causa por la que había tenido que dejar en su casa. Pero quizás significase algo más, tal vez fuese la autoconfirmación de algo que para él era vital y por lo que había tenido que pagar un precio absurdo. Le ofrecí la botella bebiéndose un cuarto de un trago. Después ni siquiera me miró, solo bajó la mirada.
           


            - Hay cosas por las que moverse y otras que no merecen la pena. En la sociedad, nuestra sociedad, existe cierta inmutabilidad respecto al deseo del ajeno tratándolo como la amenaza de uno mismo, y es que resulta extraño que esa aparente inmutabilidad siga persistiendo. Sin embargo, esta inmutabilidad solo se trasluce en forma explícita, porque implícitamente esa amenaza carcome esa sensación de seguridad necesaria para afrontar con paso firme nuestra andadura por la vida. No estamos solos, es algo evidente que a veces  se nos olvida, como a veces se nos olvida que no siempre estamos acompañados, y es esta confusión lo que provoca la duda. ¿Quién no va a dudar de la compañía que desea tener o no tener en cada momento? La amenaza siempre está ahí presente y es lo único que nunca se olvida. Y es que quién no sabe qué cree querer o necesitar, realmente casi nadie, todo el mundo cree saber algo tan obvio. Pese a ello, el error suele rodear a la certeza que nos apuntala, caer fuera de la salida airosa resulta generalmente más sencillo que tomar el camino adecuado porque la certeza, en su mayor parte, solo se presiente, no se conoce.
            Isaac no parecía advertir mi presencia, debía haber algo que la volviese invisible, miraba la luz proveniente de la farola y seguía su monólogo.
            - Debe existir un método científico que no dé lugar a este tipo de equívocos, y si no debe crearse; aprender de la experiencia propia se convierte en una sabiduría a base de excesiva crudeza. No quiero saber más si ello implica más duda, más inseguridad, más dolor. Conozco a la amargura y sé que no es buena compañera de viaje, aunque a veces sea la única.
            Me eché a un lado para vomitar. De mi boca salió un líquido pastoso y de color verde que dejaba en la boca un sabor desagradable. Vomité otra vez. Y otra. Tras la última arcada el cuerpo pareció dejar de convulsionarse tan bruscamente para sumergirse en un aparente letargo frío. Isaac giró la cabeza para observarme, cruzándose su mirada con la mía.
            - Bebes demasiado - pronunció en tono sosegado, pareciendo la voz lejana y profesional de un médico.
            No respondí. Sabía que tenía razón, pero tampoco tenía nada mejor que hacer, él por lo menos se entretenía en su mundo de abstracción. Enfrente nuestro una prostituta mal pintada sujetaba una esquina de la calle, de vez en cuando se separaba de ella y volvía poco después, por lo visto hoy era día de poco trabajo y la clientela brillaba por su ausencia. Ya no recordaba ni cuando había sido la última vez que había estado con una mujer, por lo menos año y medio. La observé calladamente; pese a su cuerpo un poco deforme y asimétrico, su cara de olvidada belleza detrás de las arrugas y el paso de la vida, sus pechos caídos y tristes de tanto llorar horas de trabajo y su poca ropa que apenas tapaba las partes más impúdicas, sentía una extraña excitación sexual proveniente de la ternura provocada por su ajada sonrisa inexistente; quería hacerle el amor como nadie se lo hubiese hecho, con la fuerza y el arrojo que solo da la pasión desesperada y efímera. Sin embargo solo pude seguir observándola. Recordé a María, puta maniqueista detrás de la ventana que cobraba su precio en forma indefinida pero costosa, luciendo sus caderas en las esquinas imaginarias del centro de las pistas de baile esperando pacientemente a que la noche le sonría con su suerte. Sentí una arcada más, aunque esta vez sin consecuencias.
            - La mayor coherencia de la vida radica en su finalidad, morir; de hecho es muchas veces lo que le da el significado suficiente para que adquiera un sentido preciso. Muerte como sentido último de la vida. Muerte como argumento sublimado de la existencia. ¿Cuántos siglos llevará esa premisa instaurada en la conciencia de la humanidad?
            Isaac parecía tan lejano en su torre de marfil como el recuerdo de Xania entre los párpados alcohólicos medio cerrados se perfilaba nítidamente. Me miraba y me sonreía desde su mirada dulce y alegre, andando hacía mí extendiendo su mano a punto de tocarme, sin conseguirlo, casi sentía el roce de sus dedos sobre mi piel fría por la tristeza de la noche, esta noche que había que vivir para llevar a la siguiente a la espera de algo mejor que pudiera proporcionar la alegría mínima que permitiese la supervivencia, palabra absurda en situaciones imposibles; sí, Xania, y al lado Isaac que continuaba rodeándose de contextos esdrújulos sin cabida para el pensamiento humilde y terrenal que significa lágrimas, inteligente Isaac, odiado y solo Isaac con sus labios y caricias frívolas a mi tacto en un gesto reprimido de repulsión y la puta junta a la esquina que lame su paciencia y su ropa interior que es su capa exterior y su cadena, el buzo del trabajo nocturno que no podrá ni remendar sus agujeros, a saber el tamaño de los agujeros de sus bolsillos.
            - Y esa farola, mirándonos como nosotros a ella, inútil espera la suya si busca las respuestas, aunque bien pensado inútil la nuestra, que sabiendo que existen las preguntas no sabemos resolverlas. Es triste hablarle a alguien que no te escucha - murmuró levantando la vista hacia las luces.
            - Te estaba escuchando - respondí, sin saber muy bien si la pregunta iba dirigida a mí o a la susodicha farola.
            Daba igual, ninguno de los dos le estabamos escuchando, aunque mi respuesta respondía al impulso mecánico producido por el resorte inconsciente de la experiencia tantas veces repetida al escuchar esas mismas palabras. Qué importaba que le escuchase o no, él había aprendido a hablar sin esperar que le escuchase nadie, solo tenía que mover los labios y todo lo demás saldría dado. Con el tiempo se había convertido en una tónica normal, los meses transcurridos desde el comienzo, degeneración y evolución de algo que podría haber sido una hermosa amistad y no una extraña relación sin otro punto de apoyo que el miedo a la soledad, había dado lugar tras la pila formada por su número a que muchas de las conversaciones que todavía podríamos tener fuesen casi una utopía; aún recordaba con suficiente memoria los días de Martaux donde las horas junto a la televisión o el billar, diversiones extrañas desde actual perspectiva, no eran sino una agradable confluencia de ideas recíprocas, donde la sonrisa y la risa eran lo habitual. Y ahora, aquí encerrados en nuestros propios destinos y autocompadeciéndonos de nuestra propia miseria no éramos más que el pálido reflejo de lo que podíamos haber ser o  lo que podríamos haber sido. Cuántas veces había pensado que hubiese sido de nosotros si Lio Lin no hubiese hecho lo que hizo, cómo todo podría haber sido diferente, con una buena casa y comida encima de la mesa, un buen coche y la tranquilidad de saber que el futuro se haría presente pese a los contratiempos y que no solo era la posibilidad hipotética donde encontrar la salida en medio de una oscuridad casi inquebrantable. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí? Sí, el camino era de sobra conocido, desde el comienzo, pero ¿Cómo era posible que hubiese sucedido realmente? Cuando todo parecía estar encauzado por el camino correcto, cuando todo iba sobre ruedas cuesta abajo, quizás  fue eso, nos faltó líquido de frenos y al doblar la esquina la inercia había desbocado el control del vehículo que habría de conducirnos hacia esa vida mejor. Podríamos haber sido más grandes, por lo menos algo, y ahora aquí, escuchando borracho, más borracho por la indiferencia que por los litros de alcohol, al individuo de al lado al que amaba a veces y odiaba casi siempre, en su mundo aparte donde no se podía penetrar, mayor su droga que la mía porque la mía era de este planeta y la suya no, buscando cómo pasar el tiempo, ya daba igual vivo o medio muertos, era lo mismo, y después mentir diciéndole a Isaac que le estaba escuchando, graciosa frase, porque no sé a quién le importaba menos que estuviese escuchando, a él  o a mí, ninguno de los dos se lo planteaba, solo los besos que vendrían después de las caricias, o antes, cuando llegase el momento oportuno que nos llevase a los campos del deseo, su deseo, porque el mío distaba tan lejos como la alucinación más disparatada que se pueda imaginar, mezclando los recuerdos de cuerpos femeninos más dulces con las ropas de olores feos apáticos al olfato que se había vuelto inservible de tanto sufrir; los labios, los pies, y el cuerpo de Xania, la gran Xania, y de otras tantas mujeres anteriores, que hacían replantearme la cuestión del sexo. No era homosexual, ni siquiera bisexual, y lo único que probaba era a un hombre; en otra situación lo hubiese tomado como una cuestión seria y de gran debate interno, pero ahora, aquí, el cambio de una perspectiva mal reglada lo enfocaba como una gracia irónica de la vida que me había tocado vivir.
            Le miré mover los labios, escupir, esculpir, expulsar palabras una detrás de otra, sin término medio ni fin último, como un desesperado que ha perdido el último metro y se ha quedado sin dinero para pagar el taxi que solo continua por inercia. Sentí pena por él, por lo menos yo sabía dónde estaba, que hacía, por qué, y él en cambio solo acertaba a abstraerse hasta grados superlativos de abstracción. Mantuve la mirada en sus ojos, una mirada tierna y sin mentiras, y entonces surgió el momento, extraño instante que aparecía muy raramente, donde una curiosa sensación de amor desasosegado invadía mi pecho y hacía que naciese el momento oportuno que nos llevase a los campos del deseo, esta vez nuestro deseo, un espejismo que duraría lo mismo que un suspiro para luego morir. Le acaricié las manos y las mejillas, le besé en los labios.
            - Sé lo que piensas - me dijo con una voz casi rota al borde del abismo.

            Luego él también me besó.